Luisa de Marillac, una mujer del siglo XVII (VII)

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LAS HIJAS DE LA CARIDAD, MUJERES SOLTERAS

Luisa de Marillac, la señorita Le Gras, era una santa, pero también una mujer de mundo que conocía bien los entresijos de la sociedad. Sabía los peligros que corría si una Hermana queda­ba sola en casa y el escándalo que producía ver que un hombre entraba en la vivienda de una Hija de la Caridad. Ella tuvo que insistir a la Duquesa de Liancourt para que descubriera la calum­nia que corría por la ciudad de que habían visto a unos hombres entrar de noche en casa de las Hijas de la Caridad. Es proverbial la insistencia de los fundadores en prohibirles que dejaran pasar a cualquier hombre dentro de su vivienda, aunque fuera sacerdo­te. Y si quedaba sola por la noche, aconsejaba que, si a ello les obligaba el servicio de los pobres, llamaran a una vecina para que durmiera en su casa. Peores consecuencias traía si era sor­prendida sola por los caminos. Un número bastante elevado de nacimientos ilegítimos era consecuencia de chicas que habían sido sorprendidas por los caminos solitarios o en el campo por algún soldado o por algún trabajador campesino itinerante. Ni por motivo del destino querían que una Hermana viajara sola, asegurándole una compañera o una persona de confianza. Varias veces tuvieron que suspender el despido de una joven que no consideraban apta para ser Hija de la Caridad por no encontrar a nadie seguro y de confianza que la acompañara hasta la casa de sus padres.

Hoy nos sorprende, pero entonces era así. Toda mujer debía estar desposada, con un hombre o con Jesucristo. La soltera que­daba marginada por el doble motivo de ser mujer y estar soltera en edad casadera; se la identificaba con una mujer disoluta y una tentadora insidiosa. En el drama de William Shakespeare Medi­da por medida, cuando Mariana le dice al duque Vincencio que no es doncella, ni esposa ni viuda, éste declara que entonces «no es nada»; y el solterón Lucio remacha: «puede ser una puta» (Acto V, escena la). No se olvide que uno de los argumentos que expone santa Luisa al Ayuntamiento de París al pedir autoriza­ción para instalar una fuente en el patio de la Casa Central fue que las Hermanas escuchaban insinuaciones sucias y groseras de los jóvenes, cuando iban por agua a la fuente pública que tan sólo distaba unos metros de su vivienda. Y tengamos presente que esta instancia, la firmó santa Luisa sólo dos años antes de morir.

A pesar de que las Hijas de la Caridad habían sido aprobadas por el Arzobispo de Paris en enero de 1655 y por el Rey Luis XIV, en noviembre de 1657, lo habían sido no como religiosas, sino como asociación o cofradía, es decir, que para la gente las Hijas de la Caridad eran sencillamente viudas y solteras. Y santa Luisa bien sabía que las solteras eran mal vistas, como jóvenes un tanto livianas, o como mujeres fáciles de conquistar. Y ella, junto con san Vicente, era la responsable de la moralidad de estas jóvenes. Los dos santos sabían que la supervivencia de la Com­pañía dependía, y mucho, de la moralidad de sus hijas.

Asimismo Luisa sabía que sus hijas, como la mayoría de las mujeres eran afectivas. También ella lo era y confiesa que, como todo el mundo, también ella tenía tentaciones contra la castidad. La afectividad es un valor imprescindible para servir a los pobres con cariño, pero, cuando vivía santa Luisa, podía ser un peligro para las chicas solteras, y, aunque consagradas, las Hijas de la Caridad se consideraban muchas de ellas mismas como miembros de una cofradía femenina de seglares.

Las Hijas de la Caridad acababan de ser aprobadas por el arzobispo de París, cuando santa Luisa se enteró de que un gale­ote se había enamorado de una Hija de la Caridad que lo atendía. Y ésta compadecida de los sufrimientos y la desgracia de aquel joven y llevada por su afectividad y su sensibilidad, había acce­dido a firmar un contrato matrimonial y hasta se había presenta­do al párroco para que casara al galeote sin decir que ella era la novia. El párroco comprendió todo lo que sucedía y avisó a santa Luisa. Con toda rapidez se tuvo un Consejo, san Vicente, enfer­mo, se levantó para asistir junto con Abelly y los Padres Portail y Alméras, se pidió ayuda a las Damas de la Caridad y hablaron con la Hermana. No conocemos el final de esta especie de novela histórica, pero indica la situación en que se encontra­ban tanto las Hermanas como su superiora, la viuda Le Gras.

UNA MUJER SUPERIORA GENERAL

Luisa de Marillac ha demostrado que era una mujer competente y que estaba capacitada no sólo para ser la fundadora de las Hijas de la Caridad, sino también para formar y preparar a las jóvenes que entraban en la nueva Cofradía. Es decir, que era la mujer idónea para ser la Superiora General de la Compañía de las Hijas de la Caridad. Pero inmediatamente nos viene una duda: ¿Cómo se compagina el que una mujer sea Superiora General con todo lo que he expuesto sobre la marginación de la mujer en la sociedad y en la Iglesia de Francia en el siglo XVII?

Yo no encuentro contradicción, porque históricamente ser Superiora General en aquella época no era lo mismo que serlo en la actualidad. Desde la Edad Media el control de los monasterios y conventos femeninos, generalmente llamados «Órdenes segun­das», estaba a cargo de los priores de las órdenes masculinas o «primeras Órdenes», de las que dependían en las funciones sacerdotales, en algunas económicas y hasta de cierta autoridad según las Reglas. El obispo estaba en la escala superior de la jerarquía. Así aparece en los pasos que dio santa Teresa de Jesús para la reforma carmelitana o en la autorización requerida del Provincial o del Superior General de los dominicos, carmelitas y franciscanos para fundar conventos femeninos.

Luisa de Marillac, educada con las dominicas, sabía muy bien esta doctrina. Y así, el ingreso en el convento de las capuchinas se lo pidió al provincial de los capuchinos, Honorato de Champigny, y éste fue quien la rechazó.

Las capuchinas eran una rama de las clarisas a las que en 1538 Paulo III les había dado la Regla de santa Clara y las ponía bajo la dirección espiritual de los capuchinos. Luisa tenía 21 años cuando pidió el ingreso, pero había tratado a las capuchinas desde los 16 años, y seguramente había convivido con ellas para poder ser admitida; tenía que conocer, pues, algo de las Reglas de santa Clara donde aparece la promesa de obediencia que hicieron las clarisas a san Francisco de Asís y a sus sucesores. Dice Clara en su Regla: «Después que el altísimo Padre celestial se dignó ilumi­nar con su gracia mi corazón para que, siguiendo el ejemplo y la enseñanza de nuestro muy bienaventurado padre san Francisco, yo hiciera penitencia, poco después de su conversión, junto con mis hermanas le prometí voluntariamente obediencia. (…) Y así como yo siempre he sido solícita, junto con mis hermanas,… así también las abadesas que me sucedan en el oficio y todas las her­manas estén obligadas a observarla inviolablemente hasta el fin».

¿No es parecido lo que añadió santa Luisa de su puño y letra en la fórmula de los votos que conservamos: Hago voto «de obediencia al Venerable General de los Sacerdotes de la Misión»?

Y san Francisco lo asume, aclarando en las mismas Reglas: «Ya que por divina inspiración os habéis hecho hijas y siervas del altísimo y sumo Rey, el Padre celestial, y os habéis desposado con el Espíritu Santo, eligiendo vivir según la perfección del santo Evangelio, quiero y prometo tener siempre, por mí mismo y por mis hermanos, un cuidado amoroso y una solicitud espe­cial de vosotras como de ellos». Y san Vicente, que conocía bien la dependencia de las hijas de santa Clara a los franciscanos, como lo manifiesta en una de las cartas que envió al Cardenal Antonio Barberini, des­pués de haber consultado y estudiado las Reglas y la vida que lle­vaban las clarisas, le escribió algo muy pare­cido al P. Cuissot, un superior de los paúles: «Es su obligación, como superior de los misioneros, tener de esas hermanas [Hijas de la Caridad] el mismo cuidado que tiene de los seminaristas y que los que las instruyen, confiesan y dirigen, lo hagan según sus consejos y no independientemente de él».

Pero esta visión se la contagió la señorita Le Gras. ¿Por qué lo digo? Porque durante bastantes años las visiones que tenían los dos santos de la Compañía era diferente. El desacuerdo entre los dos tenía sus razones. Vicente de Paúl sabía que por el canon 13 del Concilio IV de Letrán (1215) ninguna congregación mas­culina podía asumir la dirección de otra femenina sin la autorización de la Santa Sede. Y veía imposible obtener esa autoriza­ción si no eran religiosas con clausura. Pero es que, además, sentía la oposición de su misma congregación para asumir la dirección de una compañía femenina. Y, si dependía de un sacer­dote, aunque éste fuera el señor Vicente, veía difícil que el arzo­bispo de París aprobara la Compañía; pero lo veía más fácil si dependía del arzobispo, como cualquier cofradía de seglares. La dependencia del arzobispo favorecía, además, la naturaleza de cofradía en oposición a institución religiosa. Por todos estos motivos juntos, deseaba que la Compañía dependiese del arzo­bispo en el apostolado y en su vida interna, es decir, con autori­dad de jurisdicción y doméstica, como se decía entonces, en cuanto cristianas y en cuanto Hijas de la Caridad.

Luisa se opuso a ello rotundamente, aunque con suavidad y delicadeza femeninas. A Luisa, por convicción y por cariño a su director, no le importaban estos motivos. Realista y observadora, conocía a todas sus hijas hasta en su sicología y modales, y sabía que, en su penosa misión, aquellas sencillas aldeanas necesita­ban apoyarse en unos sacerdotes bien preparados, como sucedió especialmente en Polonia, dando origen al ministerio del que hoy llamamos Director Provincial; temía además, que las Hijas de la Caridad fueran rechazadas en otras diócesis, si quedaban bajo la autoridad del arzobispo de París, y si dependían de los obispos, cada uno de ellos las dirigiría a su gusto, dividiendo la Compa­ñía. Mientras que los padres paúles tenían el mismo fundador, los mismos fines e idénticos el carisma y el espíritu. Para Luisa la con­clusión era sencilla: suprimir la Compañía si no dependía total­mente del Superior General de la Congregación de la Misión.

Influía también en ella la vivencia que experimentó en su juventud y la inseguridad interior que le creó la insignificante valoración de las mujeres sin título ni fortuna en la sociedad y en la Iglesia de entonces. Las mujeres de la Compañía, sin cul­tura, con una religión popular y de origen humilde, eran mujeres indefensas sin categoría. Para ejercer eficazmente su misión, necesitaban estar integradas en una congregación masculina de prestigio, como era la Congregación de la Misión en vida de san Vicente.

Con esta mentalidad, no sorprende que en el reglamento de las Hijas de la Caridad enviadas a Le Mans escriba: «Prestarán obediencia al Superior de la Misión»; tampoco nos desconcierta, por lo mismo, que en una carta a Sor Carlota de Richelieu le encargue: «Dé mis más humildes y respetuosos saludos a su señor superior». Convencida de la necesidad de practicar sus ideas, cuando se ausentó para hacer la fundación en el hospital de Nantes, ordenó a las consejeras que en las cosas importantes, cuan­do no pudiesen recibir órdenes del señor Vicente, las pidiesen al R Lamberto, pues el P. Portail estaba ausente.

SI ERA POSIBLE PARA LAS RELIGIOSAS LO ERA PARA LA COMPAÑIA

Si Luisa tenía esta mentalidad era porque lo consideraba posible, y lo consideraba posible porque lo había presenciado y casi vivido. Cuando salió de Poissy era, para aquel siglo, una jovenci­ta casadera de doce años, y es fácil que viera a los dominicos diri­gir a las monjas del convento y hasta que la dominicas se lo expli­caran a las internas. Cuando quiso ser capuchina le dijeron que la admisión la tenía que hacer el Provincial de los capuchinos. Cuando cayó enfermo su marido, abandonaron el palacio de los Attichy y fueron a vivir junto a las carmelitas descalzas que quin­ce años antes habían llegado a Francia desde España con la auto­rización del P. General de los carmelitas. Y a estas carmelitas la Santa Sede les había dado como Superior al P. Bérulle alternando con Andrés Duval y Jacobo Gallemant. Y hasta presenciaría la lucha que mantuvo Bérulle para continuar siendo él el superior y no se sometieran a la dirección de los carmelitas descalzos que acababan de llegar a Flandes. Si esto era posible para las religio­sas, ¿por qué no podía serlo para una Compañía secular?

Ella era hija de su tiempo, mujer en medio de las mujeres y rodeada de acontecimientos que iban marcándole su misión y su destino como si fuesen la Palabra de Dios.

Benito Martínez

CEME 2020

 

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