Luisa de Marillac, una mujer del siglo XVII (III)

Mitxel OlabuénagaEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

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FORMACIÓN EN HUMANIDADES

Luisa de Marillac era la persona que Dios necesitaba para sal­var a los pobres de una forma determinada. Había nacido en 1591. Era hija ilegítima de un o una Marillac que hoy descono­cemos quién era, pero fue acogida como hija por el jefe de la Familia, Luis de Marillac, que la puso, a los dos meses de nacer, en el mejor colegio-convento de París y sus alrededores para que la educaran. Ahora, en 1645, comprendía su formación humanis­ta en Poissy y de sirvienta en un internado.

Para la formación de una joven había tres alternativas: con­vento, internado laico y las pocas y vulgares escuelas elementa­les de caridad, generalmente fundadas por instituciones religio­sas para niñas sin recursos económicos. La familia Marillac eligió para ella, a los dos meses de nacer, un convento para nobles, regentado por monjas de la nobleza: el convento de las dominicas en Poissy, donde estaba de religiosa un miembro de la familia Marillac, que se llamaba, como ella, Luisa de Marillac. La pensión del convento-colegio era carísima. No era un conven­to que recibía alumnas en una única clase por interés financiero, era un convento para educar por vocación a las jóvenes en distin­tas clases según las edades. Su formación, durante doce años, fue larga y de calidad.

Hay que tener en cuenta que en aquel siglo no había escuelas para niñas, porque las mujeres ni podían ni debían estudiar. Y esto —decían— por tres motivos: Primero, porque la mujer no está dotada del mismo entendimiento que el hombre; segundo, por­que si se igualara en conocimientos al marido, la vida familiar sería insoportable, desaparecería la sumisión femenina al varón y no querrían hacer las faenas domésticas, con la amenaza de deshacer la familia; y tercero, porque en una sociedad donde la mortandad infantil era inmensa, el papel social de la mujer era engendrar; cosa difícil de cumplir si se dedicara a los estudios. Y más peligroso aún, las mujeres instruidas, por un lado, estarían capacitadas para enseñar a los varones, lo cual sería una vergüen­za para éstos, como lo experimentó santa Luisa en algunos pue­blos, y por otro lado, podrían participar en las decisio­nes cívicas e influir en las leyes que también obligarían a los hombres.

Había otra razón que ha estado en vigor hasta el siglo XIX y que yo llamaría ética. En una época en que la moral cristiana dominaba todas las esferas de la sociedad, no se podía tolerar que niños y niñas estudiaran en la misma clase. Estaba totalmen­te prohibida la mezcla de sexos aún entre los niños.

Aunque el movimiento feminista de las Preciosas (de precio, valor) es propio de la segunda mitad del siglo XVII, desde prin­cipio del siglo comienza a evolucionar esta ideología y a brotar débilmente una nueva mentalidad de protesta contra esta situa­ción estimulada por varias razones. Las dos principales eran reli­giosas: Primera, si sabían leer, la lectura fijaría más fácilmente las enseñanzas de la religión en las niñas de memoria frágil; y segunda, si la mujer tiene la función reproductora, hay que capa­citar a las futuras madres para que enseñen la doctrina católica a sus hijos, como lo hacían las madres hugonotes con la doctrina calvinista que se extendía por todo el Estado. En el fondo estas dos razones fueron también las que más influyeron en determi­nadas instituciones religiosas para establecer escuelas de niñas. Como algo común Bárbara Bailly cuenta que santa Luisa «tenía mucho celo por la salvación de las almas, yendo por los pueblos para instruir a las pobres y poner escuelas».

Amparándose en esta mentalidad se empezó a enseñar a las niñas los rudimentos de la cultura: la religión teñida de moral, manejo de hilos y aguja, lectura-escritura y algunas operaciones aritméticas que las facilitaran llevar la economía casera. Sin embargo, a escribir se las enseñaba con cautela, porque muchas maestras no dominaban la escritura y para que no pudieran escri­birse con los chicos. No está clara la postura de san Vicente en cuanto a la escritura. En una conferencia viene a decir a las Her­manas que se ejerciten «en la lectura, para haceros capaces de enseñar a las niñas», pero en otra conferencia las anima a aprender a leer y escribir «para que podáis escribir vues­tros ingresos y vuestros gastos, dar noticias vuestras a los lugares apartados, y enseñar a las pobres niñas de la aldeas». Santa Luisa, por lo contrario, cuando le dice a san Vicente que las Hermanas debieran emplear el método de las Ursulinas, afirma con toda claridad: «No me refiero a la escritura porque no creo convenga que las niñas aprendan a escribir». Con todo, toda la enseñanza debía estar controlada siempre por el eterno prejuicio de la rivalidad con los hombres que llenaría a las chicas de vanidad si se las enseñaba conocimientos superfluos.

Pero lo más importante, y no se puede olvidar, era que en las escuelas se enseñaba a vivir en sociedad, y en una sociedad cris­tiana, la religión cristiana de «amar, conocer y servir a Dios», y la educación cívica, en especial la deferencia a las personas de categoría superior. Cortesía que aprendió muy bien Luisa, como se ve en las relaciones de inferioridad con las señoras de la Cari­dad del Hótel-Dieu, a pesar de las muestras de confianza que éstas le manifestaban.

La formación que recibió la pequeña Luisa fue más extensa y más exquisita: la enseñaron también bordado, canto, dibujo y pintura. No es de extrañar que aprendiera algo de latín —no sabe­mos cuánto—, pues entonces se enseñaba a leer, primero en latín y luego en francés. Hasta 1650 no se impondrá la pedagogía de Port-Royal de enseñar a leer directamente en francés.

Aunque hoy nos parezca ridículo, también influyó en la aper­tura de la instrucción femenina, el papel que la sociedad le daba a la mujer: servir de utilidad al hombre. Y una de estas utilidades era que el marido encontrara en su esposa a una persona culta con quien dialogar y con quien pudiera asistir a los salones y poder conversar sin desentonar en lo más fundamental de la cul­tura. De ahí que a mitad del siglo XVII aún los conventos y las nuevas congregaciones religiosas, prepararan, como una obliga­ción, a las jóvenes para el mundo más que para el convento.

En el siglo XXI no podemos comprenderlo, pero la instruc­ción femenina avanzaba lentamente entre la necesidad y la des­confianza, para evitar que las mujeres se convirtieran en rivales de los hombres, imposible de asumir en aquel siglo. Por eso, la instrucción femenina era una preocupación secundaria para la sociedad del siglo XVII, como escribe Martine Sonnet: «En la medida en que el principio de la igualdad de los sexos sigue sien­do una quimera, a pesar de los esfuerzos prodigados por profe­sores con talento, el acceso de las mujeres al conocimiento con­tinúa obstruido».

Era la consecuencia admitida por todos y sacada de la antro­pología social de aquel siglo. El hombre y la mujer son diferen­tes sexualmente y esa diferencia implica una desigualdad de inferioridad para el sexo débil en una sociedad jerarquizada desde antiguo por pactos implícitos entre los hombres, y contro­lados por lo que más necesitaba aquella sociedad con una rudi­mentaria maquinaria artesanal y agrícola: fuerza física varonil para la agricultura y la guerra. No se olvide que aún la misma igualdad proclamada en los Derechos del Hombre y del Ciuda­dano por la Asamblea Constituyente de la Revolución Francesa de 1789, se refiere a la igualdad entre aristócratas y plebeyos, y no entre hombres y mujeres.

Y ahora, a los 54 años, Luisa comprende que su estancia en el convento-colegio de Poissy no fue una desgracia, fue la suer­te de las pocas muchachas agraciadas de entonces que la capaci­tó para ser fundadora y Superiora General de la Compañía. Bien formada en humanidades, podía ser admirada y hasta necesitada por las señoras de categoría social superior a la suya, presentar­se dignamente ante obispos y ante los administradores civiles, redactar Reglamentos y memorias, escribir miles de cartas en una época en que el correo era el único medio de relacionarse con las comunidades lejanas y con las Hermanas, a las que sus cartas les quitaba la sensación de soledad y les daba el senti­miento de pertenencia a la Compañía.

Benito Martínez

CEME 2020

 

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