Luisa de Marillac escuchadora de la palabra de Dios (III)

Mitxel OlabuénagaFormación VicencianaLeave a Comment

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LA ESCENA DE LA PASIÓN

La Pasión de Jesús es una escena donde la Humanidad de Jesús, en cuanto Palabra revelada, penetra en el corazón de los cristianos. También en el de Luisa de Marillac. Citando frases sueltas, va reconstruyendo pequeñas escenas de un drama terrible: La Pasión de un Hombre que era la Palabra de Dios encarnada. Lo escribió un día de cuaresma de 1645, después de quedar destrozada al enterarse del matrimonio clandestino de su hijo Miguel con una provinciana, hija de un comerciante de vinos.

Por la forma de cuadernillo que emplea parece que compuso la meditación en la misma capilla: sentada tomó un folio y lo dobló varias veces hasta quedar del tamaño de la palma de la mano. Con el cortaplumas cortó los dobles resultando un cuader­nillo apaisado. La mano le hacía de pupitre y se puso a escribir en las páginas nones para no embadurnar la escritura, si escribía en el revés de la página. Cuando llegó al final, dio vuelta al cuadernillo y escribió en las páginas pares. Un año después completó el cuadernillo con otras reflexiones.

No tiene delante la Biblia, conoce de memoria la Pasión y las palabras de Jesús en la cruz que, sin necesidad de estudios, con sólo escuchar a los curas, ya eran conocidas por todos los cristianos. La memoria le va soltando lo que dicen los dos ladrones, los insultos de la chusma y el perdón del crucificado sin sobrecoger se de una forma exagerada. Pero cuando saltan al consciente las palabras de Jesús «tengo sed» y «¡Dios mío, por qué me has abandonado! «, se sobresalta y las va meditando con pensamientos de teología firme y hasta atrevida. En ese momento Luisa presenta a Jesús gritando a su divinidad, y no al Padre, porque le abandona, le deja solo y no interviene para salvar al hombre Jesús. En palabras suyas: No dice: ¡Padre mío! sino ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado? Y por el mérito infinito de ese instante, la naturaleza humana adquiere pleno poder para reunirse con su Dios. Esta es la sed que tiene Jesús: que su humanidad y la de todos los hombres sean acogidas por el Padre.

Parece seguir una forma desordenada de lo que hoy llamamos Lectio divina: toma la Palabra, la comprende y reflexiona sobre su significado para luego escuchar lo que el Espíritu le quiere comunicar: «Escuchemos, alma mía, cómo te dice a ti sola: tengo sed de tu fiel amor». Y siente en su alma el temor a pecar: «Que­riendo satisfacer por mis obligaciones con el Padre Eterno, ofre­ciéndole la muerte de su Hijo, me vino el pensamiento de que sería temeridad y ofenderle, si no fuera porque su bondad con­sintió en el misterio de la Encarnación». Exégesis atrevida de Filipenses 2, 6-8: «Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tan­tos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz». Luisa interpreta que hacerse hombre es para Dios mayor humillación que morir en la cruz.

Es una cosa curiosa, ella que continuamente tiene presente que Jesús es la Palabra del Padre, venido al mundo para cumplir su voluntad, y hace de esta verdad una teología escotista y beruliana de la Encarnación y una espiritualidad moderna del segui­miento a la Humanidad de Jesús, no cite el comienzo del evan­gelio de Juan: «En el Principio existía la Palabra y la palabra era Dios… Vino a los suyos y los suyos no le recibieron… Y la Pala­bra acampó entre nosotros». Ni tampoco el comien­zo de la epístola a los Hebreos: «Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los profetas. En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio de su Hijo». Curioso porque santa Luisa tiene como una parte imprescindible de su espiritualidad que Jesús se hace presente en la historia de los hombres no sólo para darles la sal­vación, incorporando a toda la humanidad a su Humanidad, sino que se convierte en el modelo o ejemplar al que deben seguir e imitar todos los hombres».

La época y su condición de mujer era una limitación para interpretar las Escrituras, pero ella se atrevió a superar el momen­to histórico en el que vivió, sin que la atemorizaran las estructu­ras eclesiásticas de su época. No pretende erigirse en exégeta ni en teóloga, menos aún suplantar a la Jerarquía, ella tan sólo quie­re expresar lo que vive y siente su alma, y comunicárselo a sus hijas.

Esta mentalidad se fue afincando en su espiritualidad, que podríamos llamar luisiana, mezcla de vicencianismo y de la espiritualidad de Bérulle, oratorianos y carmelitas francesas, y que la irá desarrollando siempre que hable de la Encarnación de la Palabra divina, especialmente en los siete últimos años de su vida.

En el trato asiduo con san Vicente se va a convencer, por un lado, de que los pobres son los miembros dolientes de esa Huma­nidad y en cierto modo se convierten en la Palabra aún viviente de Jesucristo y, por otro, que todos los que atienden a los pobres son también Palabra testimonial de Jesús. Es decir, los evangelios le irán descubriendo que mezclado con este mundo material y sin separase de él, existe otro mundo evangélico, veraz y seguro, habitado por Jesucristo y por todos los que le descu­bren en los pobres.

LOS EVANGELIOS EN SU MENTE

Pienso que éste es uno de los motivos por los que santa Luisa no suele citar literalmente la Palabra de Dios en la Biblia, pues la Palabra escrita no es autónoma y la fuerza que tienen las pala­bras de Jesús no viene sólo por lo que dice, sino más bien por quién lo dice. Así lo ha experimentado en una oración mística. Y lo vemos claro en las dos convicciones inamovibles que siempre manifestó la Señorita Le Gras y que eran cruciales en su vida espiritual tanto de cristiana como de Hija de la Caridad, y que, la noche anterior a morir, encargó a Sor Bárbara Bailly que las comunicara a todas las Hermanas como su testamento espiri­tual:

Primero, el recogimiento y el desprendimiento en los que tanto le insistía san Vicente, privándola él mismo de su presen­cia en los momentos de su muerte, y que ella había aprendido de la espiritualidad nórdica y beruliana. Para cimentarlos en la pala­bra de Dios, acude al evangelio, al hecho del recogimiento y del desprendimiento que tuvieron los apóstoles, María y las santas mujeres de la presencia visible de Jesús en la Ascensión del Señor, hasta defender que había que desprenderse «por comple­to de todas las criaturas y hasta de Dios mismo en cuanto a los sentidos, puesto que vemos cómo el Hijo de Dios, que fue quien preparó a los Apóstoles para recibir al Espíritu Santo, los colocó en ese estado privándolos de su santa y divina presencia con su Ascensión». Es la sensación que saca leyendo a san Lucas. Ciertamente presenta la obedien­cia de los apóstoles al mandato de Jesús, pero se fija, sobre todo, en el hecho de aceptar privarse de su presencia, especialmente María, así como en los motivos del desprendimiento, trasladán­dolos al presente de la vida suya y de las Hermanas: el amor y la estima que tenían a la persona de Jesús, y trabajar por el bien del prójimo.

La segunda convicción también irrenunciable que saca de las palabras de Jesús es la unión entre las Hermanas de comunidad. No se olvide la insistencia que ponía santa Luisa en la armonía y la paz que exigía a las comunidades, pues las comunidades de las Hijas de la Caridad eran peculiares. Quien entraba en un con­vento permanecía allí hasta morir, generalmente con las mismas compañeras, mientras que las Hijas de la Caridad cambiaban frecuentemente de comunidad y de compañeras, con el peligro de no avenirse. Eran muy necesarias las recomendaciones de Jesús, pero no tanto por lo que decía cuanto por ser Él quien las decía, y Luisa se las va citando de una manera continua, sin dete­nerse, unas detrás de otras’: «¿No ven ustedes que sus almas no pueden estar en paz y que esta es la causa de que no participen de la santa paz que el Hijo de Dios trajo a los que tienen buena voluntad, ni tampoco de la que dejó a sus santos Apóstoles al subirse al Cielo?». «Les ruego a todas que… reciban la paz que tantas veces nos dio en la persona de sus apóstoles». «Le ruego, Hermana, que en los pequeños desórdenes con que se encuentre practique la paz que Nuestro Señor dio a sus Apóstoles». «Renuévense en el espíritu de unión y cordialidad que las Hijas de la Caridad deben tener… Le ruego que pida este espíritu, que es el espíritu de Nuestro Señor». Hasta saca de la comparación del Reino de Dios con un grano de mostaza que la comunidad ya es un Reino de Dios tan sólo con que se desee, pues el deseo, como el grano de mostaza, es lo más pequeño que tiene el corazón humano.

Benito Martínez

CEME, 2010

 

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