París, 8 de junio de 1984
En unos Ejercicios, y en unos Ejercicios de Hermanas Sirvientes, bueno es descubrir lo que Dios nos dice a través de los acontecimientos que han señalado la vida de la Compañía en este año 1984.
- Es el primer año de puesta en práctica de las Constituciones aprobadas, he aquí lo que tenemos que vivir.
- Es el año de la beatificación de nuestras Hermanas mártires de Angers, he aquí hasta dónde tenemos que vivirlo.
- Es el año de las Asambleas Provinciales que preparan la Asamblea General de 1985. Tenemos que hacer revisión de vida en preparación a esa otra gran revisión a nivel general.
Son éstos, otros tantos signos que nos manifiesta el Señor para fortalecer en nosotras, convicciones profundas sobre:
- nuestra identidad de Hijas de la Caridad,
- nuestra espiritualidad de Hijas de la Caridad.
Una Hermana Sirviente tiene que vivir ella misma con autenticidad la identidad de la Hija de la Caridad, y mantener el vigor de la espiritualidad de los Fundadores. En cierto modo y en lo que se refiere a esa identidad, la Hermana Sirviente es como el punto de referencia para los miembros de su comunidad local.
I. IDENTIDAD
Nuestra identidad de Hijas de la Caridad está desarrollada a lo largo de las Constituciones que lo concretan todo. Somos «pobres Hijas de la Caridad… Entregadas a Dios para el servicio de los pobres» como lo quisieron los Fundadores.
Estas nociones las tenemos muy bien explicadas en las conferencias sobre el espíritu de la Compañía (del 2, 9 y 24 de febrero de 1653), que son algo así como las conferencias clave. Si a ellas añadimos la de las buenas aldeanas (25 de enero de 1643), tenemos el retrato de la Hija
de la Caridad. San Vicente dio estas conferencias cuando la Compañía tenía veinte años de vida. Ya había podido ver dificultades, había podido ver la debilidad de las Hermanas y había descubierto los puntos en los que era preciso insistir. Esos puntos «fuertes» son:
- la entrega de nosotras mismas a Dios con miras al servicio de los pobres
- y nuestra pobreza constitucional, ya que somos pobres hijas.
Una Sociedad de Vida Apostólica
Nuestro carácter específico en la Iglesia se nos da en C. 1. 13: «La Compañía de las Hijas de la Caridad es una Sociedad de Vida Apostólica en Comunidad, que asume los consejos evangélicos mediante un vínculo definido por las Constituciones. Es de derecho pontificio y exenta».
Ni Instituto religioso, ni Instituto secular. La Iglesia nos identifica como Sociedad de Vida Apostólica. Veamos un pasaje de san Vicente, sacado de la conferencia del 9 de febrero de 1653 sobre el espíritu de la Compañía:
«Tenéis que saber la diferencia que existe entre vuestra Compañía y otras muchas que hacen profesión de asistir a los pobres como vosotras, pero no en la forma en que se acostumbra entre vosotras. El espíritu de la Compañía consiste en darse a Dios para amar a nuestro Señor y servirle en la persona de los pobres, corporal y espiritualmente».1
San Vicente insistía mucho en que guardáramos nuestra identidad. Es importante tener una idea clara de lo que quiere decir miembro de una Sociedad de Vida Apostólica, sin votos religiosos (como lo puntualiza C. 2. 5): «los miembros buscan el fin apostólico propio de la Sociedad (para nosotras, el servicio a los pobres y a los más pobres) y, llevando vida fraterna en común, según el propio modo de vida, aspiran a la perfección de la caridad por la observación de las Constituciones» (Canon 731).
Son, pues, nuestras Constituciones las que definen nuestro modo de vivir los consejos evangélicos. Tenemos que leer y releer en los Ecos de noviembre y diciembre de 1983, los artículos de nuestro Padre Director General sobre este tema. ¿Por qué? Porque es importante que sepamos bien lo que somos, Sociedad de Vida Apostólica. Es importante, no sólo para la Iglesia, sino también para nosotras mismas y para nuestras relaciones con el Señor y con los pobres; para nuestras relaciones con las religiosas, igualmente. Veamos a este respecto otro pasaje de san Vicente:
«Pedid a Dios la gracia de conocer bien la grandeza de vuestras ocupaciones y la santidad de vuestras acciones. Dejad a un lado la grandeza de las religiosas. Estimadlas mucho pero no busquéis su trato, no porque no sea bueno y excelente, sino porque la comunicación de su espíritu particular no os conviene. Esto sirve tanto para los religiosos como para las religiosas. No debéis nunca dirigiros ni a unos ni a otras en vuestras necesidades, porque debéis temer el participar en un espíritu distinto del que Dios ha dado a vuestra Compañía. ¿Cómo podríais recibir consejo de una persona religiosa, cuya vida es del todo diferente a la vuestra, y que de ordinario no puede aconsejaros sino según sus máximas y su espíritu?».2
Y san Vicente prosigue justificando los consejos dados. No es que se trate de despreciar a los religiosos, todo lo contrario. Pero ellos no poseen el verdadero espíritu de las Hijas de la Caridad. Es ésta una recomendación que hemos de vivir hoy. La Iglesia nos pide que trabajemos en colaboración con los demás consagrados. En esto no hay ningún problema. Tenemos que formar Iglesia con las demás Congregaciones, colaborar, trabajar juntos, pero conservando nuestra identidad, nuestro espíritu propio que, precisamente, si lo conservamos, enriquecerá a todo el grupo. Tenemos que evitar el diluirnos, el decir, por ejemplo, éstas hacen esto y aquello; estaría bien que lo hiciéramos nosotras y lanzarnos así a una experiencia que es muy buena para las demás, pero que no coincide en absoluto con el carisma de las Hijas de la Caridad.
Lo que tenemos que hacer es reflexionar, orar al Espíritu Santo y no secar nuestra propia creatividad, haciendo mimetismo apostólico. De modo que, acudamos al Espíritu Santo, como hacía santa Luisa, y encontremos dentro de nuestra identidad y según ella, las respuestas que hemos de dar en función del carisma que nos lleva a los pobres y a los más pobres.
II. ESPIRITUALIDAD
El carisma que recibieron los Fundadores es lo que ha hecho a la Compañía. Por eso podía afirmar san Vicente: «Es Dios quien ha hecho vuestra Compañía». Nuestra identidad de siervas de Jesucristo en sus miembros dolientes nos viene de Dios. Y el espíritu con el que va a realizarse ese servicio se expresará en una espiritualidad. De hecho, nuestras actividades, sean las que sean, van selladas por esa espiritualidad que es la que determina las actitudes propias de las Hijas de la Caridad. Es una forma específica de vivir el espíritu de los Fundadores, una encarnación renovada de su carisma a través de la Compañía y de cada uno de sus miembros.
2.1. Hacer lo que Jesús hizo en la tierra
En resumen, puede decirse: una espiritualidad es la actitud profunda mediante la cual nuestra vida coincide y se une con la actitud de Cristo según un carisma. Por lo que a nosotras, Hijas de la Caridad, se refiere, san Vicente nos lo ha indicado:
«Hacer lo que Jesucristo hizo en la tierra. De continuo trabajó por el prójimo, visitando y curando a los enfermos, instruyendo a los ignorantes en las cosas necesarias para su salvación».3
El modelo para nosotras es, pues, Jesucristo durante su vida pública. No durante su vida oculta en Nazaret, sino durante su vida pública. ¿Y cómo? Cuando trabajó por el prójimo, es un servicio aplicado a la persona. Recordemos aquí, una vez más, el conocido pasaje de Mateo, 25.
2.2. Fijar los ojos en la humildad de Jesús
Nuestra espiritualidad es una espiritualidad de siervas de Jesucristo en los pobres. Los Fundadores nos dieron sus características, humildad, sencillez y caridad, rasgos específicos que darán el perfil espiritual de la sierva de los pobres, de la sierva de Jesucristo.
Estas tres virtudes son inseparables para la sierva de Cristo en los pobres. Sólo el amor a Cristo justifica el servicio, un amor a Dios hecho visible en el pobre. En el pobre se ve a Dios, y esta visión de fe lleva a la humildad, o si no, no es visión de fe. Dios está ahí, afirma san Vicente. Siempre está en medio de nosotros. ¿Cómo no quedar sumergidas en nuestra insignificancia, en nuestra pequeñez? Como le ocurrió a san Vicente, cuya vida se vio dominada por el amor a Cristo en los pobres, tenemos que descubrir la exigencia de la humildad en nuestra vida. Incansable y pacientemente, tenemos que comprender que esta humildad es inseparable del amor servidor. Como santa Luisa, cuya vida fue como lugar de cita de múltiples humillaciones, pero, al mismo tiempo, de otros lazos de unión con Jesucristo. Intentemos avanzar por el camino de intimidad con Él, abierto por la humildad.
¿Qué traducción ha de tener en la vida esta espiritualidad de humildad? En primer lugar, estar convencidas de que es una gracia que tenemos que pedir a Dios. «Dadnos esa humildad verdadera de la que vuestro Hijo único nos ha mostrado el ejemplo en su persona» (S. Vicente), tendríamos que repetir sin cesar al Señor. Será entonces cuando Él nos conducirá por sus propios caminos, caminos de semejanza con Él, en los que la única posibilidad de no caer está en no apartar los ojos de Jesucristo. Haremos así la experiencia de nuestra pobreza interior, e insensiblemente nuestra conducta irá cambiando. Nuestras afirmaciones, nuestras seguridades se harán menos numerosas, más matizadas. Nuestros silencios de escucha irán tomando el lugar de nuestras intervenciones, a veces intempestivas. Todas nuestras relaciones humanas se irán modificando, en especial, nuestras relaciones con los pobres. La tentación de sentar un juicio se irá haciendo menos frecuente por la convicción íntima que tendremos de nuestra fragilidad que nos hermana con ellos. Una cercanía interior más verdadera nos hará más disponibles y más atentas a sus necesidades.
Y esto mismo se dará también en la comunidad local, porque no puede haber humildad auténtica para uso externo solamente. La humildad en la vida fraterna comunitaria se manifiesta de manera especial, en lo que a ustedes, Hermanas Sirvientes, se refiere, por la aceptación de sus Hermanas, no escogidas, sino recibidas de Dios como un regalo.
Con este espíritu es como cada una aporta lo que permite construir la unidad de la comunidad en complementariedad auténtica. Esa mirada humilde dirigida a cada una de mis Hermanas, me hace discernir lo bueno que hay en ellas, sus esfuerzos, sus cualidades, que son obra de Dios. Entonces me es más fácil descubrir en qué he faltado a esa Hermana y la humildad me lleva a pedirle perdón, me lleva a la reconciliación. Esa actitud inspirada en el Evangelio, reconstruye la comunidad y confiere una vida nueva al amor fraterno.
De ahí la importancia que tiene para ustedes, Hermanas Sirvientes, el preparar bien las revisiones comunitarias. Pongan en ello una verdadera preocupación por la sinceridad, por la verdad, por la reparación. El ejemplo de la Hermana Sirviente en las revisiones comunitarias es fundamental para la vitalidad espiritual de la comunidad.
El clima comunitario, allá donde viven Hermanas impregnadas de la espiritualidad vicenciana, lleva el sello de la sencillez y de la alegría. Esa alegría de los corazones humildes y pobres, sencillos y llenos de amor, irradia, se comunica, pero también seduce y atrae. Es una buena manera de hacer pastoral vocacional. Ahora bien, una comunidad alegre es por lo general una comunidad en la que las Hermanas saben pedirse perdón y no dejan que corra entre ellas no sé qué tufillo de acritud o amargura.
La humildad de la Hija de la Caridad envuelve toda su vida, en la lógica misma de su ser de sierva. Santa Luisa nos lo recuerda a nivel de las actividades: «Evitemos cuanto podamos el deseo de que se sepa lo que Dios hace por medio de nosotras», escribe a Bárbara Angiboust el 3 de marzo de 1647. Esta recomendación sigue perfectamente la línea trazada por el párrafo 5º del capítulo 1º de las Reglas Comunes, que nos pide «preferir los empleos bajos y repugnantes a la naturaleza, a los honrosos y agradables, tomando siempre el último lugar y el desecho de las demás».4
Esto forma parte, a la vez, de la identidad y de la espiritualidad. Humildad, sencillez y caridad son las líneas de fuerza de la espiritualidad vicenciana, pero son también los criterios específicos de las Hijas de la Caridad, en cuanto a su vida interior y a sus actividades. Sólo con esta condición, llegaremos a formar comunidades capaces de hacer visible la fuerza de Jesucristo que actúa en nosotras.
La humildad de los medios pobres,
- la sencillez de un servicio, más que el ejercicio de una profesión ejercida como servicio,
- el amor que sabe dedicar tiempo a escuchar atentamente, a discernir, a oír el clamor de los olvidados, de los que están más lejos, porque son los más pobres,
- todo esto revela la identidad y la espiritualidad de la Hija de la Caridad. No tiene miedo, acepta la inseguridad, sabe descubrir en dónde está ausente el Reino de Dios. Lo que le parece más importante es construir una comunidad evangélica de testigos que contagian el amor.
2.3. Reproducir a Jesús, sencillamente
Todas las Hermanas Sirvientes tienen por cierto tiempo la responsabilidad de animar una comunidad evangélica al servicio de los más pobres y la responsabilidad, igualmente, de respetar la verdad de lo que somos, de lo que debemos ser según las Constituciones, de respetar nuestra personalidad de Hijas de la Caridad, que es un don del Señor, de respetar en nosotras la vocación.
¿Cómo hacer frente a esta responsabilidad? Es sencillo y difícil a la vez, convirtiéndonos nosotras mismas y arrastrando tras de nosotras a las demás a la conversión, a la conversión del amor, es decir, a ponerlo todo, en nuestra vida, bajo el signo del amor, como nos lo pide san Vicente, amor a Dios, amor a los pobres, amor entre nosotras.
Muchas definiciones y hasta métodos se nos han propuesto para esta conversión. Yo les voy a recordar el de san Vicente: «reproducir a Jesucristo, sencillamente», como al natural; hacer lo que Jesucristo hizo cuando estaba en la tierra, es decir, vivir del evangelio, vivir el evangelio. Esto significa vivir en unión estrecha con Jesucristo, estar lógicamente de acuerdo con Aquél a quien anunciamos, con Aquél de quien nos decimos discípulas. Significa vivir de tal manera que nuestras actitudes, nuestras palabras, nuestras acciones queden justificadas, autentificadas por el evangelio: «La Regla de las Hijas de la Caridad es Cristo».5
O lo que es lo mismo, la vida de Cristo, sus palabras son nuestra ley, una ley que seguimos no por miedo, sino por amor. Amamos a Jesucristo, nuestro Dios y Salvador, que nos la ha dado, después de que Él mismo ha querido vivir lo que en ella nos pide. Los únicos avances de la Compañía son los que se consiguen a través de cada Hermana y de cada comunidad local que se penetra del evangelio y se transforma por el amor. De ahí, la importancia que tiene el examen general de todas las noches, en el que, revisando nuestra jornada, tal acontecimiento, tal encuentro, podemos interrogarnos: «lo que he dicho, lo que he hecho, ¿podría encontrarse en el evangelio, en los labios, en la conducta de Jesús?». Porque el examen general es eso, y si dudamos de ello, podemos leer una carta de santa Luisa:
«Tenemos que tener siempre ante los ojos nuestro modelo, que es la vida ejemplar de Jesucristo, a cuya imitación estamos llamadas no sólo como cristianas, sino por haber sido escogidas por Dios, para servirlo en la persona de sus pobres» (Carta 409, 1654, manuscrito de Margarita Chétif).
Sí, por haber sido escogidas por Dios para servirle en la persona de sus pobres, para que éstos puedan leer en nuestra vida un trozo de evangelio.
Dejarse transformar por el amor
Suelo leer con frecuencia estas palabras de Juan Pablo II, dirigidas a los jóvenes durante su visita a España: «Habéis de ser vosotros mismos, sin dejaros manipular, teniendo criterios sólidos de conducta» (Madrid).
Aunque seamos menos jóvenes, tenemos también necesidad de escuchar que necesitamos tener criterios sólidos de conducta para ser nosotras mismas, nosotras mismas Hijas de la Caridad, es decir, Hijas del amor. Juan Pablo II, en ese mismo discurso, dijo también esta frase que, para mí, está llena de esperanza: «El amor tiene una enorme capacidad transformadora».
De modo que, amar a las compañeras es empezar imperceptiblemente a transformarlas, lo mismo que nuestra comunión de cada mañana, vivida con amor, nos une a Jesucristo y, poco a poco, debería transformar nuestra pobre vida. Una comunidad en la que las Hermanas se perdonan y se reconcilian, en la que el amor sale vencedor de los roces y de la rutina, es, en realidad, una comunidad misionera junto a los pobres, se renueva sin cesar en su servicio. En el año 1967, nuestra Madre Guillemin nos decía: «El acto inicial de la renovación es ponerse en estado de conversión».
Esta llamada a la conversión es:
- Una llamada al diálogo, al perdón, para aceptarnos y volver a empezar juntas, superando las pequeñeces, afianzando la fuerza del amor porque creemos en él, ese amor que revaloriza y transforma a cada una de nosotras y da nuevo impulso a nuestra esperanza para poder transmitirla a los pobres.
- Una llamada a vivir en la fe, a intensificar los intercambios espirituales en la comunidad, para compartir a Jesucristo, comunicarnos a Jesucristo, mutuamente, lo que Él nos dice en el evangelio, en nuestras Constituciones, a través de la vida de los pobres, para lograr vivir como pobres, en verdad, para estar más lealmente a su servicio.
- Una llamada a vivir la comunión entre nosotras, con el mismo espíritu, el de la vocación, comunión en un mismo esfuerzo misionero.
- Una llamada a la oración, humildemente, con amor: «Sin mí, nada podéis hacer».
Los Ejercicios son un momento propicio para vivir estas llamadas y tomar resoluciones de conversión al amor. Cada tanda de Ejercicios que hacemos constituye en nuestra vida, un encuentro particular con Dios en el que podemos descubrir la acción de su gracia en nosotras. Los Ejercicios son un momento de transformación posible, si el recogimiento y el amor nos vuelven atentas. Sabemos muy bien que Dios recibe el menor impulso sincero que parte de nuestro corazón. Reflexionemos en las exigencias que san Vicente nos señala para mantener entre nosotras el amor fraterno. Escuchémoslo:
«Lo mismo vosotras, mis queridas hijas, cuando hayáis contristado a vuestra hermana, imponeos una penitencia; por ejemplo, privaos cuando podáis hacerlo sin debilitaros excesivamente, de la mitad de vuestra comida, besad la tierra».6
Ya ven hasta dónde llega para exigir a las Hermanas la conservación del amor fraterno. Lamentablemente, es fácil que nos ocurra disgustar a una u otra de nuestras compañeras. ¿Pensamos lo suficiente en reparar con ella la ruptura de la caridad y, mediante un gesto de amor gratuito, pedir por ello perdón al Señor?
No tengamos miedo, entremos en el camino de las exigencias del amor auténtico de Dios, al que hemos respondido al venir a la Compañía de las Hijas de la Caridad. Hagamos con santa Luisa esta súplica:
«¡Quita mi ceguera, Luz eterna! Da sencillez a mi alma, Unidad perfecta! ¡humilla mi corazón para asentar el fundamento de tus gracias! y que la capacidad de amar que has puesto en mi alma no se detenga ya nunca más en el desarreglo de mi propia suficiencia».7
Santa Luisa nos remite a la humildad para amar mejor. No habla de manera distinta san Vicente:
«Si habláis, hacedlo con humildad; si pensáis alguna cosa, que sea con espíritu de humildad».8
El proceso de conversión al amor, por medio de la humildad, no acaba nunca para una Hija de la Caridad. No puede ser sino un entrar de continuo y cada vez más profundamente sobre todo, por la oración en el encuentro con Dios. Y se ve empujada a conversiones sucesivas, adquiriendo progresivamente distinta jerarquía de valores. Por ejemplo, en adelante, lo que va a tener mayor importancia para mí será la caridad entre nosotras, el amor entre nosotras. Antes, quizá lo más importante para mí era un servicio a los pobres, bien hecho, y después que tuviéramos paz. Pero he llegado a comprender que un servicio a los pobres sin caridad en el interior de mi comunidad es incompleto, no es lo que debe ser. Mi nueva jerarquía de valores dará más importancia al amor entre nosotras y, entonces, se producirá en la comunidad un movimiento que nos acercará cada vez más a lo que debemos ser en Jesucristo.
Después de esta semana pasada aquí, con la Santísima Virgen, habrán ustedes meditado, estoy segura de ello, en la fuerza amorosa de su humildad durante toda su vida. En este último día, pidámosle que nos obtenga esa gracia de humildad que los Fundadores tanto desearon para sus Hijas. Humildad para amar más profundamente, más efectivamente a Dios, a los pobres, a nuestras Hermanas. Los acontecimientos de la Compañía, lenguaje de Dios, nos orientan en ese sentido.
No tengamos miedo de la humildad porque es senda de amor, es camino de Dios. Con ella renovaremos la juventud espiritual de la Compañía al servicio de los pobres y seremos capaces de afrontar las dificultades actuales con esperanza, fortalecidas por el amor de Dios que, por su parte, no termina nunca de amarnos, día tras día. Dejémonos transformar por el amor y ayudemos a las demás a transformarse, transmitiéndoles un poco del amor que Dios tiene por ellas.
Nuestra Madre Guillemin nos decía también en 1967: «Si todas juntas, en la Compañía de las Hijas de la Caridad, tomásemos la resolución de fomentar en nosotras, de trabajar de manera permanente, valiente, perseverante (es decir, sin dejarnos desalentar por ninguna caída) en la caridad interior, toda la renovación de la Compañía se llevaría a cabo casi sin esfuerzo, sin complicación, hasta en los más pequeños detalles exteriores, porque la caridad lo es todo, ya que es Dios» (A las Hermanas Sirvientes).