París, noviembre de 1975
Arrastradas por una corriente de vida que nos absorbe, corremos el riesgo de olvidar aquello que constituye nuestra característica familiar. Una vez más, son las Constituciones las que nos recuerdan la realidad profunda de nuestra vocación: somos una comunidad mariana. Es lo que quisieron, desde el principio nuestros Fundadores. Esta exigencia de pertenencia a la Santísima Virgen María forma parte del carisma que ellos recibieron para fundar esta pequeña Compañía de siervas de Cristo en los pobres.
Ya en 1638, san Vicente escribía refiriéndose a unas Hermanas que emprendían un viaje:
«Que actúen como se imaginarán que actuaría la Santísima Virgen; que consideren su caridad y su humildad, y que sean muy humildes ante Dios y cordiales consigo mismas, bienhechoras para con todos».1
El 14 de octubre de 1644, santa Luisa se dirigió a Chartres a confiar a nuestra Señora la naciente Compañía y le pidió para ésta, con la audiencia de los santos, «la destrucción antes de que se estableciese en contra de la voluntad de Dios».2
Santa Luisa compuso esta hermosa oración de ofrecimiento a la Santísima Virgen:
«Señor, que nos has inspirado que eligiésemos a tu santa Madre como Madre de la pequeña Compañía, sabes que, para que subsista, necesita las virtudes de pureza y caridad. ¿De quién aprenderemos mejor estas dos virtudes, después de Vos, si no es de nuestra Madre? Entréganos a ella como hijas, y concédenos también que comprendamos su ejemplo y que seamos fieles a las enseñanzas que su vida, aunque oculta, nos enseña con claridad».3
Somos una comunidad mariana, no sólo por voluntad de nuestros Fundadores, sino por ratificación de María en su mensaje a santa Catalina, en 1830. La Santísima Virgen vino ella misma para sellar su alianza con la pequeña Compañía: «Tengo siempre los ojos sobre vosotras…».
¿Somos lo bastante conscientes de esa elección de María?, o bien, ¿nos hemos habituado a una especie de desgaste de lo extraordinario, habiendo conservado solamente el aspecto sentimental de nuestra devoción, sin profundizar en la doctrina, sin interiorizar lo que nos propone la vida misma de la Virgen María?
Hace dos días, recibía una carta de una persona que me comunicaba una gracia recibida por intercesión de la Santísima Virgen, gracia interior que la desconcertaba y que ella exponía con humildad. Acompañaba su carta con un donativo para los más pobres.
María continúa actuando sin cesar para que triunfe la gracia de Dios. Las Constituciones reafirman nuestra pertenencia a María. Nos invitan a considerar a María como:
- «la Inmaculada, totalmente abierta al Espíritu.
- «la Sierva, fiel y disponible, de los designios del Padre.
- «la Madre de la Iglesia y, según santa Luisa, la única Madre de la Compañía».4
En la segunda parte de las Constituciones, se dice:
«Las Hijas de la Caridad miran a María como Maestra de vida espiritual». Es «la Virgen que escucha y acoge la Palabra de Dios, la Virgen orante, la Virgen que ofrece». Tratan de mirarla para hacer, como ella, «de su propia vida un culto a Dios y de su culto, un compromiso de vida».5
Maestra de vida espiritual: este título está en la línea más pura de nuestra vocación, y nuestros Fundadores, especialmente santa Luisa, lo manifestaron claramente al poner la Renovación anual de nuestros votos en relación con el Misterio de la Anunciación, para que hiciéramos nuestra entrega a Dios en unión con la Virgen María y repitiéramos con Ella nuestro Fiat.
Maestra de vida espiritual
¿Qué tenemos que aprender de la Virgen Santísima?
Cómo acoge con fe la Palabra de Dios.
María es aquella que ha creído. Su fe va a dar respuesta a la Palabra de Dios sin demora, sin vacilación. Esa Palabra suscita en ella entusiasmo y ofrenda de todo su ser. «Estoy dispuesta… Estoy dispuesta para lo que quieras. Aquí estoy». El consentimiento continuo, incesante, al plan de Dios, a lo que Él pida, va a caracterizar la vida de la Virgen. Libremente, se ha comprometido, voluntariamente entra en esa disposición de obediencia. «He aquí la esclava del Señor». Su adhesión, en fe, es total desde el primer momento, es absoluta, no va a desdecirse. Sin embargo, María prevé todas las consecuencias previsibles: de inmediato, la posibilidad de su ruptura con José.
A este respecto, permítanme que comparta con ustedes una reflexión de santa Luisa: «Santísima Virgen… a pesar de que a vuestro regreso de la casa de Isabel observáis la duda cruel que atormentaba a vuestro esposo san José al notar vuestro embarazo, no perdisteis la paz. ¡Cuán grande es tu abandono en la divina Providencial ¡Almas pusilánimes, almas demasiado dependientes de la prudencia humana! En verdad, no estáis completamente entregadas a Dios, como María la Madre de Jesús ¡Que lección nos das, Santísima Virgen, a nosotras que aspiramos a la dignidad de tenerte por única Madre…».6
Santa Luisa nos muestra que ha comprendido el riesgo que significa la fe. Me gusta mucho esta frase: «Almas pusilánimes, almas demasiado dependientes de la prudencia humana…». Y me la aplico a mí misma. ¡Que fácilmente caemos en esa dependencia de la prudencia humana! La adhesión de la Virgen María empeña todo su ser en la confianza y en el amor. Como Maestra de vida espiritual, nos muestra y propone la verdadera actitud de Fe que requiere el servicio de Dios, esa actitud que centra toda nuestra vida en Jesús, que nos habla en el Evangelio.
¿En qué más aspectos es Maestra de vida espiritual?
María lo es también para nosotras cuando se nos muestra en su actitud de sierva.
Recuerden cómo dice: «Ha mirado la humildad de su sierva…», ha mirado la pequeñez, la pobreza de su esclava… Se advierte fácilmente que, para ella, sierva y pobreza, esclava y humildad, van unidas, inseparablemente unidas. Iluminadas por esta luz, preguntémonos si, a medida que nos alejamos de la pobreza y de los esfuerzos por ser humildes, seguimos siendo siervas.
- ¿Podemos seguir siendo siervas sin pobreza?
- ¿Estamos verdaderamente dentro de un espíritu de siervas cuando nos dejamos arrebatar por el ansia de poseer?
La verdadera sierva pobre espera, con humildad, que se le manifiesten los deseos de su amo. Esa es la actitud de María durante la vida pública de Jesús, con una existencia oculta, ordinaria, desconocida, aparentemente insignificante, compartiendo la misma sencillez de vida de sus contemporáneos. Así es como cumple su misión, que es la de estar cerca de su Hijo, sin ruido, sin llamar la atención. Lo que va a distinguirla en esa misión de sierva del Señor es la calidad de su presencia, de su atención hacia las necesidades de los demás, «No tienen vino…». Es la fuerza y el vigor de su fe, de esa fe que la mantiene de pie en el Calvario: «He ahí a tu hijo…». Es una vez más, y de manera especial en esa momento, la intensidad de su comunión con Cristo, adhiriéndose a su Misterio Pascual. Por último, todo el evangelio nos muestra la discreción de su presencia, que culmina en Pentecostés. A pesar de todo, parece que es en torno a ella como los Apóstoles se han reunido para orar. Ella está en el centro y se diría que porque Ella está, también están ellos reunidos en espera de la venida del Espíritu.
Realmente, las Constituciones tienen motivos para pedirnos que tomemos como Maestra de la vida espiritual. ¡Cuántos puntos de reflexión para la vida de una Hija de la Caridad!
Maestra de vida espiritual, ¿en qué más?
María lo es también para nosotras como modelo de cercanía de Dios, de unión e intimidad con Él.
«El Señor es contigo». De ello se ha hecho consciente enseguida. De ahí, su alegría desbordante: «Se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador». Alegría suscitada por la presencia del Señor.
¿Y nosotras? ¿Amamos lo suficiente al Señor para estremecernos de gozo ante la certeza de su presencia?
¿Sabemos descubrir esa presencia Suya en los demás? ¿en el trabajo de la gracia en torno a nosotras? ¿en los acontecimientos, incluso los dolorosos?
La alegría de la presencia de Dios, ¿es algo auténtico en nosotras como en María? Alegría de sabernos escogidas por Dios, miradas por Él, a pesar de nuestra pobreza, nuestra insignificancia, nuestras miserias y fallos, o precisamente a causa de todo ello: «Dios ha escogido lo que es débil y despreciable para hacer resplandecer su poder»…
Nuestros éxitos, nuestras realizaciones, ¿los consideramos como cosa nuestra, o bien vemos en ellos la acción de Dios en nosotras?
En nuestra vida apostólica, la meditación sobre la Virgen María nos enseña que la venida del Salvador es siempre como un alumbramiento que sólo puede provenir de la iniciativa divina a través de nuestra pobre humanidad, de nuestros pobres medios humanos, de nuestra «pequeñez». Pero la vida de María nos recuerda también que todo viene de la gracia de Dios, que todo es don de Dios y que a nosotros nos corresponde la atención, la acogida, la espera… espera y acogida en la fe y en el Amor.
Maestra de vida espiritual, ¿en qué todavía?
María es Maestra en la oración. Aprendamos de ella a orar. Contemplemos:
- Su admirable oración de conformidad: «Heme aquí». No es complicado; pero de lo que se trata es de que sea sincero.
- Su oración de alabanza y de acción de gracias, en la que se unen maravillosamente la dignidad y la sencillez: «Ha mirado la humildad de su sierva….Ha hecho en mí maravillas el Poderoso». ¡Qué discreción acerca de ella misma! ¡Qué certeza, también, la de que es el reconocimiento de nuestra pobreza lo que atrae la mirada de Dios!
- Su oración de súplica o petición, en la que expone sencillamente la situación: atenta a los demás, ha visto y presenta los hechos: «No tienen vino». En su espíritu y su corazón reina la convicción de que el Señor puede actuar y que Él conoce la mejor solución. Y entonces: «Haced lo que Él os diga». La suya es la Fe de la que habla el evangelio, la que es capaz de trasladar las montañas.
Yo quisiera recomendarles con todas mis fuerzas que se hagan verdaderamente conscientes de que forman, juntas, una comunidad mariana, escogida por la Santísima Virgen María y de que, cada una de ustedes, de manera especial, le pertenece por ser, precisamente, miembros de esa comunidad.
Sean, pues, de manera profunda, «las que miran a María»: confíen a su protección maternal el acrecentamiento de la vida de fe de sus compañeras y la de ustedes… Acepten humildemente el ser del número de esos pobres que rezan el rosario todos los días, aun cuando parte de ese rezo quede envuelto en distracciones. No por eso deja de ser una ofrenda sencilla, humilde y pobre. Se dirige a la «toda suplicante», a la «toda poderosa» para conseguir del Señor una superabundancia de gracias.
Sean ustedes de las que meditan la enseñanza y la vida de Virgen. Y que Ella sea verdaderamente para nosotras Maestra de vida espiritual.
Quisiera terminar con una plegaria de santa Luisa. Su lenguaje es, indudablemente, del siglo XVII, pero lo que expresa es de toda actualidad: «No me engañé, Virgen Santísima, cuando esperé que aceptarías ser nuestra única Madre. Podemos pretender esa cualidad de hijas tuyas, puesto que eres la Madre de Jesús, que ha querido ser nuestro Hermano, y hacemos especial profesión de imitarle, tratando de ser semejantes a Él….Acepta, pues, que recurramos a Ti con confianza, respeto, humildad y completa sumisión. Alcánzanos la comunicación del Espíritu de tu Hijo, para que, al no obrar por nuestro propio espíritu, reine la unión en nuestra Compañía, dentro de la práctica de las virtudes de Jesús, nuestro Hermano, nuestro Amor y nuestro Esposo».7