París,18 de julio de 1980
Esta tarde, hará ciento cincuenta años que la Virgen María vino aquí, hará ciento cincuenta años que eligió a la Compañía para honrarla con su visita, ciento cincuenta años que quiso confiarnos una misión y compartir con santa Catalina Labouré sus preocupaciones respecto a la Compañía y al mundo. 1980 es para la Compañía un año especial. Hemos de convertirlo en un año de acción de gracias, aun en medio de la mayor sencillez, un año de contemplación, de meditación, en la humildad, un año de resoluciones, de decisiones tomadas por amor.
Acción de gracias, con la mayor sencillez.
¿Por qué se nos ha concedido esta gracia extraordinaria de que la Madre de nuestro Dios venga a nuestra Capilla de la Casa Madre para hablar a una de nosotras, a santa Catalina Labouré, la más sencilla, humilde y amante, sin duda, de su tiempo? Hay que reconocer que se trata de una gracia que hemos de recibir con corazón humilde y abierto, que acoge los dones de Dios, descubriendo que nada los justifica y que sus gracias son completamente gratuitas.
La sencillez de santa Catalina le dio disponibilidad para esta aventura extraordinaria que se inició para ella el 18 de julio de 1830. Su fe profunda, alimentada, sin cesar, junto a aquél que es amor, la hizo recibirlo todo de Él con absoluta confianza. Sencillez, pureza de intención que hace que no se viva más que en Dios y para Dios, buscando únicamente su divina voluntad. Sencillez de santa Catalina. ¡Deseaba tanto ver a la santísima Virgen! Tiene fe y cree en el poder de intercesión de los santos. Ruega a san Vicente, segura de que le obtendrá esta gracia. «¡Si tuviéramos fe como un grano de mostaza!».1 No la desconcierta ninguna de las circunstancias extraordinarias y maravillas de aquella noche (el niño resplandeciente en plena noche, las puertas que se abren solas). Su fe la hace saber que todo es posible para Dios. Su sencillez la sitúa en unas relaciones auténticas con Él.
Este año debe ser para nosotras un año de contemplación, de meditación y de reflexión.
Lo que quiero decir con esto es que no dejemos que nuestras mentes giren en el vacío, en torno a este acontecimiento, sino que comprendamos el valor del tiempo que se nos da y que pertenece a los pobres y a Dios. Este aniversario pone ante nuestra consideración el mensaje que dejó la Virgen para todas y cada una de nosotras, mensaje siempre actual, reactualizado hoy de una manera especial. No dejemos que pase la gracia de interpelación que contiene. Desearía poner de relieve algunos de sus puntos para incitarlas a leer de nuevo el relato completo de las apariciones. Siguen existiendo similitudes con nuestra vida de hoy.
Escuchemos a la Santísima Virgen: «Los tiempos son muy malos». ¿No podemos comprobarlo hoy también? «Pero venid al pie de este altar, allí se derramarán las gracias sobre todos los que las pidan». Y más adelante: «Quiero derramar mis gracias sobre la comunidad en particular, la amo mucho».2 ¿Qué eco encuentran estas palabras en nuestros corazones? ¿Sabemos leer en los acontecimientos, las señales de este amor preferente de la Santísima Virgen a la Compañía? Los signos de la historia de la Compañía nos muestran que este amor es perseverante y continúa manifestándose con una atención enteramente maternal. ¿Cómo dudar de ello al ver al Santo Padre venir aquí, el 31 de mayo, a la reapertura de la Capilla? ¿Cómo no quedar impresionadas igualmente por la primera visita de nuestro nuevo Superior General, precisamente el mismo día del ciento cincuenta aniversario de las apariciones?
Sigamos escuchando las palabras de la Santísima Virgen para ver cómo hemos de responder a ellas, personal y comunitariamente: «Tengo pena, existen grandes abusos. No se observan las reglas».3 Señala en particular las malas lecturas, la pérdida de tiempo y las visitas.
Sabemos muy bien que una gran mayoría de Hijas de la Caridad es fiel a sus Constituciones y se esfuerzan por vivir del espíritu de los Fundadores, pero sabemos también que una minoría se muestra negligente como en 1830, sufre el atractivo y la presión de la secularización del ambiente, de la sociedad de consumo, de un cierto diletantismo. Pero volvamos a lo nuestro. Este aniversario no puede reducirse a una conmemoración festiva, sin repercusiones prácticas, debe impulsar a cada una de las comunidades y a cada una de nosotras a tomar resoluciones serias.
RESOLUCIONES, DECISIONES TOMADAS POR AMOR
Esforcémonos por una entrega más absoluta en la caridad. Tomemos resoluciones concretas que nos lleven a situar nuestra vida cada vez más plenamente en el amor, amor a Dios, amor entre nosotras, amor a los pobres. Renunciemos a la vida fácil, a las cosas superficiales que deforman la vocación. La vocación es un llamamiento que reclama una respuesta incesante, constantemente renovada. Las observaciones que la Santísima Virgen nos hace en 1830 sobre dos puntos concretos, pérdida de tiempo y visitas inútiles, suponen negligencia en el don total de nuestra vida a Dios y a los pobres. Las malas lecturas exigen un tiempo que robamos a Dios, aparte de que deterioran nuestra capacidad de amarlo, de unirnos a Él y nos desvían del objetivo de nuestra vida. ¿No podríamos hoy decir lo mismo de programas de televisión, ajenos a nuestras vidas de servicio a los pobres, horas vacías y aun nocivas, a veces? Destruyen el equilibrio de nuestra vida física y espiritual. ¿Qué más podría decirnos la Santísima Virgen? ¿Nos tendría que señalar muchos detalles de confort, de falta de pobreza, así como de falta de caridad fraterna? ¿Serían inútiles sus recomendaciones acerca de las visitas? Nuestra manera de comportarnos ha de establecerse en función de la caridad, del amor. La Santísima Virgen nos invita este año a revisar, a la luz de su mensaje, toda nuestra vida de Hijas de la Caridad.
¿Cómo establecemos, pues, una escala de valores de acuerdo con las exigencias de nuestra vocación? En primer lugar, parece evidente que tenemos que reafirmar en nosotras y en nuestro comportamiento, nuestra identidad de Hijas de la Caridad. Ahora bien, esto implica para nosotras, ciertas rupturas con todo lo que no está de acuerdo con la fe cristiana y con la vocación vicenciana, estar en el mundo sin ser del mundo. La identidad de Hija de la Caridad debe probarse con la vida, y la vida de las Hijas de la Caridad se fundamenta en la mística del servicio a los pobres por amor. Hemos, pues, de llegar a ser místicas y contemplativas en plena vida de servicio.
Reafirmar nuestra identidad de Hijas de la Caridad. Nuestra época de intercambios, de compartir a todos los niveles, de reuniones de todo tipo, tanto en el orden de la actividad profesional como para hacer Iglesia, trabajar en Iglesia y unir al pueblo de Dios, representan un gran logro del Concilio, un paso real a la unidad en el seno de la Iglesia. Sin embargo, como el Papa ha recordado en Brasil, significaría un gran empobrecimiento para la Iglesia el que cada uno quisiese hacer lo que hace otro, viniendo así a difuminarse los carismas de cada Instituto religioso.
Nuestro carisma es el de siervas de Jesucristo en la persona de los pobres, carisma también de siervas entre nosotras. Es el carisma del amor servidor, es decir, del mayor amor posible. Esta mística de servicio nos une a Dios, proporcionándonos la ocasión de servirle, de servirle a Él mismo, real y misteriosamente presente en los pobres. Cualesquiera que sean nuestra actividad, destino o entorno, nuestra única razón de ser es servir por amor, humilde y sencillamente. Nuestro signo distintivo en la Iglesia radica en eso, hacer a Dios presente en los pobres, a través de nuestro servicio. Nuestra pertenencia a la Compañía se sitúa a este nivel de disponibilidad.
Para ser siervas de los pobres, hemos de ser contemplativas en el quehacer de cada día, es decir, agudizar nuestra visión de fe y contemplación a Jesucristo en el pobre. Y para llegar a ser contemplativa en el quehacer cotidiano es preciso sedo al pie de este altar, como nos lo pide la Santísima Virgen. Una lectura demasiado rápida de las Conferencias de san Vicente podría hacer olvidar que el «dejar a Dios por Dios» se complementa con: «siempre en caso de necesidad y nunca por pereza».
Encontrar nuevamente esta dimensión de contemplación amorosa a lo largo de toda nuestra jornada ordinaria es mirar a María y, como ella, «conservar todas estas cosas en el corazón», alimentarse con la Palabra de Dios, con el Evangelio. Convertir el servicio en contemplación es obtener de María la gracia de estar en verdad habitado por el Espíritu de amor.
Pidamos este año, mediante el rezo del rosario, la gracia de saber vivir con interioridad. El rosario es una oración de contemplación, que nos hace meditar los diferentes misterios de la salvación, misterios de Cristo a los que ha estado vinculada la Santísima Virgen, descubrimiento de Dios presente en el mundo por la Encarnación, contemplación de Dios que da su vida por la salvación del mundo, contemplación de Dios que nos llama a unirnos con Él, a compartir su gloria. Y poco a poco, por la repetición, vamos caminando con María, lo mismo que en la vida, vamos trabajando en la misión lentamente, a través de alegrías y sufrimientos.
Además, el rosario es una oración de la Iglesia. El Papa nos pide que seamos fieles a ella. Nos pone en comunión con otros muchos cristianos, sobre todo con los más pobres. Y, por último, es por excelencia la oración de los pobres. «Dios te salve… ruega por nosotros…».
Lo mismo que la Iglesia no puede concebirse sin María, como se nos repite frecuentemente, tampoco la Compañía puede concebirse sin María. Es su única Madre, desde su fundación, por la confianza filial que en María tenían tanto santa Luisa como san Vicente. Una Hija de la Caridad que deja de invocar con frecuencia a María, que no toma ya la vida de la Virgen María, humilde sierva del Señor, como punto de referencia, está en camino de desviarse de su vocación.
Pensemos también que la elección del lugar de las apariciones está cargada de significado. Es justamente una respuesta a santa Luisa que confió a María la Compañía naciente. A nosotras nos corresponde ser fieles, poniendo más amor en nuestra vida, en nuestra vida consagrada, entregada totalmente a Dios, como María en la Anunciación; en nuestra vida de servicio a Cristo en los pobres, tomando iniciativas como María en Caná, comprometiéndonos como María en el Calvario; en nuestra vida fraterna, uniéndonos en la oración por la Iglesia y la Misión, como María en el Cenáculo.