Lucía Rogé: Las Consituciones

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Lucía RogéLeave a Comment

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Author: Lucía Rogé, H.C. .
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Sor Lucía Rogé, H.C.

París, 7 de marzo de 1983

Como ya saben ustedes, yo también estoy haciendo los Ejercicios Espirituales. Aun cuando no esté con ustedes en el salón, escucho las conferencias. Pero no he podido resistirme al deseo de conversar con ustedes acerca del acontecimiento que se nos prepara: la llegada del libro de las Constituciones.

El retiro o Ejercicios, según san Vicente, es un tiempo propicio para la reflexión: «Creo que habéis hecho oración sobre este tema. El primer punto es la necesidad que tienen todas las Compañías de una regla o manera de vida adecuada al servicio que Dios quiere obtener de ella».1

Estas palabras pueden incitarlas a meditar sobre la forma de recibir las Constituciones. Hace mucho que las estábamos esperando y Dios, en su sabiduría, ha querido dárnoslas en este año 1983, 350 años des­pués de la fundación, 350 años después de aquel esbozo de reglamen­to que hizo santa Luisa, primer reglamento que cabía en una página… Es éste, un año especial, un año que nuestro Superior General ha decla­rado Jubilar para la Compañía, coincidiendo en esto, como muy bien saben ustedes, con el Año Jubilar proclamado para la Iglesia. Es tam­bién, para nosotras, un año dedicado a santa Luisa. Y, precisamente, ha sido este año el que Dios ha escogido para darnos las Constituciones. Esto no debe dejarnos indiferentes, antes bien, es como una provocación que se nos hace para que nos preguntemos cómo vamos a recibirlas.

De hecho, puede decirse que llegan después de 15 años de prue­ba. La primera Asamblea que se ocupó de las Constituciones fue la de 1968, seguida inmediatamente por la de 1969 y otras tentativas: en 1974, en 1979-1980… Pero, ahora, por fin, nos encontramos ante nuestra Regla de Vida para hoy. Al considerar todos estos plazos, estas esperas, todo este trabajo, podemos decir que, a través de la nueva edición de nues­tras Constituciones, nos vemos invitadas a un renacimiento: renacer con ellas como las primeras Hermanas. Quizá, nuestra primera preparación tenga que consistir en abrir nuestro corazón a esa entrega total que con­tienen y nos proponen. En tratar de penetrar en toda la amplitud del carisma que de nuevo se nos pone ante la vista, tal como lo recibimos de los Fundadores y se nos ha transmitido a través de las generaciones. Tenemos delante un nuevo texto, pero que sigue poniéndonos en pre­sencia del mismo eje fundamental: «Entregadas a Dios para el servicio a los pobres, servicio corporal y espiritual, por todas partes a donde se nos envíe, integradas en la Iglesia, con un espíritu específico de humil­dad y de sencillez».2

¿Cómo acoger las Constituciones?

¿Cómo aprovechar estos meses que nos quedan para prepararnos? San Vicente nos diría: con oración. Pidamos, sí, al Espíritu, las disposi­ciones de fe y de confianza en su acción sobre la Compañía, a través de las Asambleas. Guardémonos de empezar a discutir o protestar, «picar­nos», diría san Vicente por las palabras u otras cosas sin mayor impor­tancia: vayamos al espíritu. Preparémonos, también, con un deseo de conversión, de renovación en el amor a Dios, el amor a los Fundadores, a la misma Compañía; con una disposición previa de aceptación de lo que se nos diga. Yo añadiría aún más: una disposición previa de acción de gracias. Sí, vuelvo a repetirlo, a través de las Constituciones recibi­mos la invitación a renacer en nuestra vocación, a tomar un nuevo impul­so, a emprender una nueva marcha.

Somos, nosotras, una generación importante, algo así como aquella que recibió el primer reglamento. Con las Constituciones, vamos a aco­ger una nueva expresión de la voluntad de Dios para un período de duración… no me atrevo a decir ilimitada (porque tenemos sobrada prueba de la rapidez de los cambios y mutaciones, y es posible que las generaciones venideras tengan que revisar estas Constituciones antes que lo hemos hecho nosotras con las anteriores).

En una conferencia del 8 de agosto de 1655, san Vicente enumera las razones que existen para hacer buena acogida a las Santas Reglas: «…son de Dios. Esas reglas están todas ellas distribuidas por la sagra­da Escritura… Os hacen llegar a lo que Dios pide de vosotras en calidad de buenas cristianas… Os hacen servir a los pobres de la manera (de la manera, en la forma: esto es importante) que Dios pide de vosotras, y tratar con el prójimo con espíritu de humildad y de caridad, especialmente, entre vosotras (quedémonos bien con este pensamiento final)».3

He estado repasando las citas y notas que se nos señalan al final de los capítulos de las Constituciones: sólo encontrarán ustedes referen­cias al Evangelio, a san Pablo, a los Fundadores y a algún texto de los más hermosos del Concilio, así, como esas dos frases de la Madre Gui­llemin que ahora son ya fundamentales para nosotras: la que nos recuer­da cómo hemos de «humanizar la técnica para convertirla en vehículo de la ternura de Cristo», y la que afirma que cualquiera que sea el oficio que se desempeñe en la comunidad, se tiene la certeza de estar al servicio de los pobres, «porque todo en ella está concebido con tal fin». San Vicen­te tiene, por lo tanto, razón al afirmar que las Reglas (las Constituciones, en nuestro caso) son para nosotras guías seguras, ya que toman sus referencias en la sagrada Escritura y en la Iglesia.

De modo que, actitud de acogida en fe, certeza de que Dios nos habla a través de esa Regla de Vida. Dios nos habla. Dios nos ha habla­do, ha ido preparando nuestros corazones durante etapas sucesivas, desde la Asamblea de 1968 hasta la que terminó el 9 de febrero de 1980. Una Comisión internacional emprendió el trabajo de transformar las frases un tanto áridas de los postulados, en textos comprensibles y, en mayo de 1980, se pudieron presentar las Constituciones a la SCRIS,4 el Dicasterio romano encargado de estos asuntos. En julio siguiente, recibimos una carta pidiéndonos paciencia porque había una gran can­tidad de Constituciones de Institutos religiosos en estudio. Aguardamos, pues, pacientemente hasta mayo de 1981. A partir de esa fecha, hasta diciembre de 1982, (no entro en detalles que serían prolijos), hubo cier­to número de visitas y cartas que, finalmente, desembocaron en el Decreto del 2 de febrero.

Tenemos, pues, la certeza de que Dios nos ha hablado a través de todas esas etapas y que nos ha ido haciendo progresivamente dóciles a sus intervenciones. Él mismo ha pulimentado la obra que le presentá­bamos. Cuando se tiene el honor de ser un Instituto de Derecho Pontifi­cio, la voluntad del Santo Padre, expresada por los Dicasterios, pasa por encima de una Asamblea. Esto les explicará las modificaciones de forma que puedan encontrar, las que, por lo demás, no cambian nada de lo que es fundamental en nuestra vocación.

No esperen que van a encontrar el estilo de antes, que encerraba toda nuestra jornada en un horario… Ese programa-horario es ahora la tarea del proyecto comunitario local, al menos, en parte. Lo que van a encontrar, repito, sin alteración alguna es el espíritu. Por eso, precisa­mente, estas nuevas Constituciones son un libro de meditación para cada una de nosotras en particular, lo que no suprime, sin embargo, la lectura compartida en comunidad.

Otra actitud que debemos tener ante las Constituciones: una actitud de humildad. Si algún punto me sorprende, si no llego a captar bien todo, tengo que tomarme el tiempo de orar, de meditar, de descubrir el lenguaje de Dios a través de las palabras humanas… Pero, sobre todo, tengo que guardarme de criticar. Puedo pedir una explicación, pedir la ayuda de Dios para comprender lo que Él quiere decirme, pero no tengo derecho a criticar mi Regla de Vida.

Una actitud también, digamos, de referencia y de fidelidad. Es posi­ble que, desde hace unos quince años ya, la referencia que hacíamos a las Constituciones no era algo terminante: «no están todavía aprobadas…» Ahora, eso se ha acabado. Repito que no hay lugar ya para el «más o menos», lo indeciso, lo indeterminado. Las Constituciones son obligatorias, están aprobadas, las tenemos en la mano… Son, por lo tanto, el camino que tengo que seguir para vivir de verdad mi vocación de Hija de la Caridad, para ser «verdadera Hija de la Caridad», como diría san Vicente. Si no las tengo en cuenta, si obro de manera diferente, si con propósito deliberado no entro en el espíritu de mi Regla de Vida, no soy «verdadera Hija de la Caridad». Por lo menos, tengo que reconocerlo con honradez y lealtad y sacar las conclusiones pertinentes. Todo esto, me incita a una fidelidad real y activa para con Dios, manifestada con mi respuesta, es decir, con la manera en que voy a vivir mis Constituciones, porque san Vicente nos dice: «Tenéis que creer que ha sido la dirección de su divina Providencia la que ha hecho que vuestra manera de vivir se constituyese en regla con el tiempo…; la forma de vida que nuestro Señor os pide».5

Esa honradez o lealtad espiritual frente a la manera en que voy a tra­tar de vivir mis Constituciones me lleva a una actitud de conversión. Tenemos que prepararnos para cambiar. No podemos pretender que estamos dispuestas a recibir las nuevas Constituciones si no existe en nosotras la resolución de entrar en un movimiento de cambio, de ende­rezamiento, de renovación, como en los primeros tiempos de nuestro Seminario. Es menester decidirse a poner manos a la obra. Nuestra Madre Guillemín decía: «La vida espiritual necesita también organizarse». Y ella, sin embargo, era una contemplativa. Si no tomo ningún medio para ser lo que tengo que ser, para dar con mi vida, la respuesta que un día quise dar a Dios, habré de decirme que no persigo ninguna meta, que no tienen consistencia o estabilidad mis deseos, que soy pusilánime o tal vez perezosa en el plano espiritual. La llegada de las Constituciones me invi­ta a reaccionar, a tomar los medios necesarios para llegar a una fidelidad por amor, lectura, meditación de esas Constituciones. San Vicente decía a las primeras Hermanas: «Es menester que con el tiempo tengáis todas una copia, impresa o de otro modo, y que todos los días leáis un artículo»,6 algo así, como llevamos siempre el rosario para poderlo rezar. A ello, nos ayudarán también los intercambios y las buenas resoluciones personales o comunitarias. Sí, vuelvo a repetirlo, actitud de conversión, de cambio, de vuelta hacia Dios en relación a lo que hemos prometido.

Por último, me parece que todas conocen bien los puntos en los que es necesario cambiar. No será probablemente en el del servicio a los pobres, porque estamos bien penetradas del lugar que ocupa en nues­tra vocación, y eso se lo debemos al Concilio, en buena parte, y a las Asambleas, desde la de 1968. Todas hemos estudiado ese aspecto, hemos reflexionado en profundidad sobre el servicio, y puedo decirles con gran alegría que por todas partes, en todas las Provincias, se ha dedicado una atención activa y operante a los más pobres. Continua­mente, en el Consejo General, recibimos comunicación de transforma­ciones de obras que se llevan a cabo para atender preferencialmente a los pobres y aun a los más pobres. Quiere ello decir que estamos vol­viendo a nuestra identidad vicenciana y hemos de dar gracias a Dios por este favor que nos ha hecho.

Pero sin dejar de poner el acento en este servicio a Cristo en los pobres, de conformidad con el espíritu de los Fundadores, las Constitu­ciones ponen también otras cosas de relieve. Nos llaman también a cier­tas conversiones indispensables para que el servicio perdure, indispen­sables para ese renacimiento total de que hablábamos.

Tendremos por fuerza que meditar detenidamente en el apartado «Trato con Dios», sobre todo, en frases como ésta: «La acción apostóli­ca de las Hijas de la Caridad se nutre de contemplación, siguiendo el ejemplo del Hijo de Dios que, íntimamente unido a su Padre, se retiraba con frecuencia a orar».7

No ignoran ustedes que nuestras primeras Hermanas no eran de mejor condición que nosotras. A una pregunta de san Vicente sobre la manera en que se cumplía el reglamento (esto ocurría en 1647, es decir, catorce años después del comienzo de la Compañía), santa Luisa con­testó modestamente: «Las faltas más ordinarias son el poner poco cui­dado en dedicarse a la oración, el no estimar bastante nuestras reglas, el estar convencidas de que no nos obligan».8

Todo esto es verdad hoy también. No oramos bastante, no somos bastante «espirituales», nos dejamos enredar por lo material, creemos demasiado en las soluciones posibles materialmente, inclusive tratán­dose de nuestra vida misionera.

Hay otros puntos que tendremos que leer también una y otra vez, por ejemplo: «La ascesis personal y comunitaria es igualmente exigen­cia de amor, encuentro con Cristo y medio indispensable de conversión en la vida diaria».9

O también: «Para favorecer la intimidad de cada una con Dios y res­petar en todas un indispensable sosiego interior, es necesario prever tiempos de silencio. Clima de Dios, el silencio, aceptado de común acuerdo, prepara los momentos de mayor riqueza en el plano espiri­tual».10

Con relación a la vida fraterna: «La comunidad viene a ser una comunión en la que cada una da y recibe, poniendo al servicio de todas cuanto es y cuanto tiene. Es un lugar donde se da el afecto, la estima y el respeto, la igualdad entre las Hermanas, unidas por la convicción de una misma llamada».11

Por supuesto, habrá que leer también con detenimiento todo lo que constituye el objeto de nuestros votos. Veamos un pasaje referente a la pobreza: «Las Hermanas llevan una vida sencilla, con gran confianza en la providencia (y no precisamente en la seguridad social), y se conten­tan (fijémonos, ¡se contentan!) con los gastos necesarios para sus acti­vidades apostólicas y su vida de siervas. Optan especialmente por las habitaciones de estilo modesto».12

Cuando recibamos las Constituciones, será el momento de decir­nos: ¿vivimos verdaderamente como pobres? Yo creo que no somos pobres del todo. Pero, además (y esto es lo que más inquieta), tenemos, los hemos conservado, reflejos de ricos. Es verdad que, de cuando en cuando, hacemos actos de pobreza, pero conservamos actitudes o reflejos de ricos, es decir, que, en último término, no nos falta de nada: ni agua, ni electricidad, nada de nada… Y en el plano espiritual, es lo mismo. Nos parece tener derecho a todo, a todo.

Pues sí, me parece que nuestras Constituciones nos invitan a un renacer gozoso, como todo nacimiento. Para nosotras, tiene que ser una alegría el poder recomenzar, nacer de nuevo a la oración, a la contem­plación, a la pobreza, a la disponibilidad, al amor mutuo.

Mas, para ello, es menester que conozcamos las Constituciones. Tenemos verdaderamente que leerlas una y otra vez, meditarlas. Ten­dremos que hacer revisión de vida frente a ellas. Por ejemplo, si hacen ustedes revisión comunitaria en su comunidad por algo, podrían hacerlo acerca de un punto de las Constituciones que les cuesta y al que oponen ciertas resistencias. Tendrán también que dar cuenta de cómo las viven. Es fácil hacerlo en el momento de la comunicación (a condición, claro, de que ésta se haga). Es fácil en ese momento decir cómo se viven las Constituciones, a nivel personal y a nivel ccimunitario.

Demos gracias a Dios, por mediación de nuestros Fundadores, por habernos conservado, arraigado en el corazón, el amor a Cristo en los pobres. Pidámosle, por la Virgen Santísima, que nos ha enviado las Constituciones el 2 de febrero (es de tener en cuenta) que haga de nosotras, verdaderas siervas. Que, como María, nuestra única Madre, estemos siempre vueltas hacia nuestro Dios, atentas a su Palabra que se nos comunica por las Constituciones y a la que hemos de dejar que transforme nuestras vidas. Que, como María, también, en un afán de ser­vicio, nos hallemos presentes junto a los pobres, hablando poco, pero activas, exultantes de alegría interior ante la acción de Cristo en ellos.

Cuando explicó por primera vez el Reglamento, el 31 de julio de 1634, san Vicente fue enumerando los frutos que alcanzaríamos al prac­ticarlo: «Tenéis que creer que si hay alguna criatura que pueda esperar el paraíso, son las que sean fieles a esto… En segundo lugar, es el comienzo de un grandísimo bien, que quizá dure perpetuamente (por de pronto, lleva durando 350 años)… Sí, hijas mías, si entráis en la práctica de vuestro reglamento, con el propósito de cumplir la santísima voluntad de Dios, hay grandes esperanzas de que vuestra pequeña comunidad dure y aumente».13

Andando el tiempo, san Vicente habría de dar otra motivación para la práctica de las Reglas, motivación que conocen ustedes: encierra una gran esperanza y no está exenta de humor: «Otra razón, hijas mías, es que resulta fácil observar vuestras reglas… No hay nada tan fácil y agra­dable como levantarse a las cuatro, ofrecer los primeros pensamientos a Dios, ponerse de rodillas para adorarlo y ofrecerse a él».14 ¿Por qué dice eso? Porque el amor lo hace todo fácil.

Y para terminar, he pensado leerles un pasaje de la carta del car­denal Pironio que acompaña el envío de la aprobación: «Me regocijo con ustedes por el feliz desenlace de este importante trabajo y hago votos para que este período excepcional para las Hijas de la Caridad, que se abre con la entrega de sus Constituciones aprobadas les sirva para conocer su regla de vida, para apreciarla y, sobre todo, para vivirla con una fidelidad nacida del amor».

¿Qué más se puede decir?

  1. IX, 120.
  2. C.2.1.
  3. IX, 727.
  4. Sagrada Congregación de Religiosos e Institutos Seculares.
  5. IX, 203.
  6. IX, 1.084; cfr. IX, 121.
  7. C. 2.14.
  8. IX, 291.
  9. C. 2.13.
  10. C. 2.14.
  11. C. 2.17.
  12. C. 2.7.
  13. IX, 28.
  14. IX, 122.

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