París, diciembre de 1976
En varias ocasiones, nuestras Constituciones destacan la importancia de la vida fraterna en común, «en función de nuestra misión específica de servicio», nuestra vocación incluye «vida fraterna y servicio».1
Se subraya sobre todo, la palabra fraterna, ya se trate de «ambiente fraterno» que «se construye todos los días gracias a la confianza»,2 o de «la oración y vida fraterna, necesarias para que el servicio conserve su dimensión apostólica».3
Desde el tiempo de los apóstoles, la vida fraterna es siempre Cristo en medio de nosotras, uniéndonos las unas a las otras en la participación y relación con el Padre y dándonos la razón suprema de estar juntas «como Hermanas que nuestro Señor ha unido para su servicio».4
La existencia de una comunidad local, como también la de la Compañía tiene su razón de ser en la unión de las personas, que se reconocen verdaderamente como hermanas, animadas de un mismo espíritu, el de san Vicente y, a través de un compromiso común, el de estar «totalmente entregadas a Dios para el servicio de los pobres».
En una comunidad de Hijas de la Caridad, la vida fraterna no será nunca sólo el resultado de una técnica de grupo; la vida fraterna es la certeza de estar reunidas en torno a Alguien, por Alguien. Brota de una presencia reconocida y amada en medio del grupo. En ese Alguien somos Hermanas, y cuando en el corazón de cada miembro de la comunidad se establece esta certeza de fe, se llega a conseguir, como se dice en los Hechos de los Apóstoles, una comunidad que no tiene «más que un corazón y un alma» al servicio de Cristo en las personas de los pobres.
Les propongo detenernos en algunas actitudes fundamentales, que caracterizaron la Iglesia primitiva y que, todavía hoy, construyen la vida fraterna renovando continuamente en ella el dinamismo del evangelio.
Es en primer lugar en la oración donde se manifiesta la vida fraterna en común. La unión de todas en Dios crea el vínculo fraternal.
La Eucaristía y la oración son sus puntos culminantes. La Eucaristía es la fuente donde, juntas, revivimos el misterio de Jesucristo, ofrecido en sacrificio por la salvación del mundo: «Cristo ha venido, Cristo nació, Cristo sufrió y murió, Cristo resucitó, Cristo vive, Cristo volverá a venir, Cristo está ahí…»
¿Quién puede decir todo lo que la vida fraterna debe a la liturgia preparada y vivida en común? Nada puede reemplazar la intensidad de comunión que crea la oración a donde cada una lleva su vida cotidiana, cargada de esfuerzos, de debilidades, pero también de amor, de alegría, de fe. Qué estimulantes espirituales son las celebraciones que expresan las llamadas percibidas, los sufrimientos descubiertos, las acciones de gracias por todos los esfuerzos de conversión, de justicia y amor de los que somos testigos, y todo lo que, finalmente, constituye nuestra vida de servicio. «¡Qué bueno es comprobar fraternalmente, nos dice el Padre Liégé, que nos identificamos en una misma fe, por la expresión y el intercambio!»
Una comunidad revela la vitalidad de su vida fraterna a través de la expresión espontánea de su oración. A la Hermana Sirviente le corresponde abrir ese camino de verdad y sencillez, manifestando ante sus Hermanas con toda humildad y desprendimiento de ella misma, su propia búsqueda de Dios.
En la elaboración de cada proyecto comunitario local se deben prever tiempos fuertes de oración en común, Eucaristía, oración, intercambios espirituales, sobre todo, de la oración y del evangelio. Una comunidad en donde las Hermanas se reúnen sólo raramente para la oración, o bien no sienten el deseo de esa oración en común delante de Dios, esa comunidad no tiene la visión vicenciana de la vida comunitaria.
En la conferencia del 31 de julio de 1634, san Vicente advierte a las Hermanas: «El ejercicio de vuestra vocación pide el recuerdo frecuente de la presencia de Dios… «Dios mío, Tú eres mi Dios», «Dios mío, y te amo con todo mi corazón…», «Me gustaría que todo el mundo te conociese».5
El Fundador se apoya también en el ejemplo de Cristo, recordando: «La recomendación que el Hijo de Dios hizo tantas veces,con las palabras y ejemplos, para que orásemos a Dios su Padre, tanto por la oración vocal que Él nos enseñó, como por la mental, advirtiéndonos que Dios quiere ser servido en espíritu y en verdad (Jn 4,23). Así pues, mis queridas hermanas, es preciso que vosotras y yo tomemos la resolución de no dejar de hacer oración todos los días. Digo todos los días, hijas mías, pero, si pudiera ser, diría más: no la dejemos nunca».6
Algunas tendencias actuales rechazan ese «todos los días», para favorecer, dicen, la libertad y la responsabilidad personal. Eso es introducir en la vida espiritual la fantasía, con un desconocimiento total de nuestra debilidad y de la poca resistencia que ofrecemos a la dispersión espiritual.
La Hermana Sirviente es responsable de la organización conjunta de la vida de oración. A ella le corresponde suscitar el deseo de un ambiente que favorezca la expresión de nuestra fidelidad y de nuestro amor.
SILENCIO
Este deseo de la oración se consolida en los tiempos de silencio que todas y cada una necesitamos. Son tiempos indispensables que deben preceder a los encuentros e intercambios y, en primer lugar, a los que tenemos con Dios.
Hablar por todas partes, hablar sin cesar, viviendo con un fondo sonoro continuo, es huir de sí misma y huir también de Dios, es volatilizar poco a poco el pensamiento con palabrería superficial, puesto que no se ha reflexionado ni madurado anteriormente. Sin previo silencio, sin reflexión y concentración, ¿cómo lograr ponernos en presencia de Dios y pensar en los demás? Si no tiene nunca un poco de perspectiva con relación a lo que se experimenta y se vive, ¿cómo permanecer en la objetividad? ¿Cómo esclarecer un hecho y descubrir la acción de Dios? Los mejores intercambios, las mejores revisiones comunitarias se viven allí donde se guardan tiempos y zonas de silencio.
El silencio se desea tanto más cuanto que es también atención hacia Alguien. El silencio es espera, apertura y disponibilidad a la gracia. Es preparación a la acción de Dios en nosotras. Porque el silencio sostiene la oración y el clima fraternal, precede a la reflexión misionera hecha en conjunto y se preocupará de despertar en cada una el sentido de las responsabilidades de la misión, no de manera intelectual, sino partiendo de la vida considerada en silencio delante del Señor, porque silencio y oración son verdaderamente valores misioneros en el seno de una vida fraternal y común. La Hermana Sirviente tiene la responsabilidad de promoverlos sin cesar.
IGUALDAD
El clima fraternal de que hablan las Constituciones, hace de la comunidad «un lugar donde se da el afecto, el respeto mutuo y la igualdad entre las Hermanas».7 Esta igualdad entre las Hermanas forma parte verdaderamente del proyecto concebido por san Vicente, ya desde los orígenes, para las comunidades que él estableció. Aquel «unas veces una, otras veces otra» para ejercer la autoridad, es una prueba de ello, citada muy a menudo. Ahora bien, hoy nos encontramos con dos movimientos contrarios en lo referente a la animación de una comunidad.
Por un lado, rechazo de la responsabilidad. No se quiere ser Hermana Sirviente, lo cual es susceptible de varias interpretaciones: miedo del fracaso y de pérdida de confianza de la comunidad; voluntad propia y egoísmo inconsciente; evasión de las obligaciones comunitarias.
Por otro lado, apego excesivo al cargo. A veces, hay Hermanas que admiten difícilmente que el cargo de Hermana Sirviente es un oficio temporal y siguen pensando que el cambio de oficio es una sanción. Sin embargo, san Vicente considera que la Hermana Sirviente debe solicitar el cese de su cargo como mínimo, cada seis meses.
Estas dos actitudes están muy lejos de la idea de los Fundadores sobre la igualdad entre las Hermanas: «Para ello, que la hermana sirviente se convenza de que su hermana vale más que ella, y que es mucho más capaz de ocupar el lugar suyo… Tienen que vivir de tal manera que no se sepa nunca cúal es la particular y cúal la sirviente. La sirviente no tiene que empeñarse en aparecer la primera, en estar mejor vestida, en caminar por delante de la otra».8
Solamente en la medida en que la Hermana Sirviente sea verdaderamente una presencia fraterna para sus Hermanas y desee vivir las mismas exigencias evangélicas y vicencianas, llegará a ser el vínculo y, en cierta manera, el lugar de confrontación y unión en la comunidad. Esta igualdad con las Hermanas no suprime en absoluto su responsabilidad particular y temporal.
La Hermana Sirviente no ha de hacer dejación de ella. Las Constituciones le piden por el contrario, «que sea la que cree, en unión con sus compañeras, una atmósfera de fe, de oración, de cordialidad leal, de fervor apostólico, en medio de la alegría».9
ALEGRÍA
Velar siempre para que reine la alegría en su comunidad es una responsabilidad de la Hermana Sirviente. No me refiero a una alegría superficial asociada al tiempo de expansión necesaria, porque ésta, si no se posee el gozo íntimo de pertenecer a Dios, no es duradera. No basta con tener una gran facilidad de relaciones, la vida fraterna obliga a un esfuerzo de atención hacia las demás para armonizar los ritmos de vida, a fin de vivir mejor juntas. Este compromiso pide que todas sacrifiquen un poco de sí mismas y así es como la vida comunitaria, en cierta manera, es también un morir a sí misma para que brote y surja la vida fraterna.
La vida apostólica supone un clima de alegría, de entusiasmo profundo, que se desprende del amor verdadero de Cristo. No somos bastante alegres, porque el clima de amor fraterno compartido no es bastante sólido. Ahora bien, «la alegría no se puede disociar del compartir», nos dice el Santo Padre en la Exhortación del 9 de mayo de 1975, sobre la alegría cristiana, «en Dios mismo todo es gozo porque todo es don». Las Hermanas jóvenes, más acostumbradas a los intercambios, encuentran dificultades sobre este punto. Necesitan de manera especial compartir la esperanza en el plano humano, comunitario y la esperanza teologal. Y Pablo VI dice también que allí donde desaparece la alegría «la esperanza no está suficientemente asegurada».
CARIDAD
Por último, una entra en el gozo espiritual viviendo en presencia de Dios. Lo que nos aleja de Él en la vida fraterna son las rupturas de caridad. Esto es válido a nivel de comunidad local y también Provincial.
La alegría habita en los corazones que se dan a los demás sin restricción, sin segregación, sin gheto exclusivo. La alegría, la verdadera, habita en los corazones reconciliados. No meditaremos nunca bastante el Himno de la caridad de san Pablo: «El amor es paciente, es afable, no tiene envidia, no se jacta ni se engríe, no es grosero ni busca interés, no exaspera, ni lleva cuenta del mal, no simpatiza con la injusticia, sino con la verdad. Disculpa siempre, se fía siempre, espera siempre. El amor no falla nunca».10
No esperemos que la Misión progrese dejando al margen estas exigencias del amor. Estamos en la mayor equivocación si creemos ser útiles a la Iglesia sin esforzarnos por lograr una verdadera caridad. Todo lo que hagamos es viento y paja si dejamos que en nosotros exista desprecio, desdén e indiferencia para con el prójimo más próximo, que son nuestras Hermanas. «En esto conocerán que sois mis discípulos, en que os améis unos a otros».11
Algunos interrogantes referentes a este tema:
¿Cuál es la verdad de mi oración, qué significado tiene mi presencia en la Eucaristía, si persisto en la división y conscientemente ignoro una parte de mis compañeras? ¿No hay en ello una dosis de orgullo muy grande, que pretende hacer creer que la verdad está en el campo donde me encuentro, en lo que pienso y en lo que digo? ¿Dónde está la humildad que, juntamente con la caridad, según quiere san Vicente, debe marcar de manera especial a una Hija de la Caridad auténtica?
En estas condiciones, ¿no estamos agonizando por orgullo en nuestra vocación más que por nuestros posibles errores de comportamiento apostólico? La Misión, la verdadera, consiste en primer lugar, en el amor entre nosotras, de lo contrario es una falsificación. A cada nivel de responsabilidad, nos corresponde contribuir con todas nuestras fuerzas para defender la caridad entre nosotras, y restaurar el valor de pedir perdón y dar buen ejemplo.
DIÁLOGO
El diálogo entre nosotras debe contribuir al deseado crecimiento de la caridad. Por eso se ha pedido a las Hermanas Sirvientes que favorezcan el intercambio con cada una de sus compañeras y que den a la comunicación un carácter de sencillez.
Esta disponibilidad previa y mutua que sugieren las Constituciones no significa desaparición progresiva de la comunicación. Es inconcebible igualmente hacerla eventual, reducida al azar de encuentros ocasionales. La responsabilidad de las Hermanas Sirvientes está gravemente comprometida en esta falta de relaciones personales.
El encuentro debe decidirse de común acuerdo, para que vaya por ambas partes, precedido de la oración, y los corazones estén así deliberadamente encaminados hacia la caridad, y ambas dispuestas a acogerse con amor. «En este encuentro, Hermana Sirviente y compañera tienen ambas que aportar y que recibir»,12 dicen las Constituciones. La Hermana Sirviente se pone primero a disposición de escucha y de receptividad. Sabe que la consagración repercute en todos los aspectos de la vida y que es posible ayudarse mutuamente a vivir su radicalismo con mayor autenticidad.
Afirmar que se pueden decir todos los problemas, comentarlos ante toda la Comunidad, equivale muchas veces a reducir a las Hermanas al silencio sobre sus verdaderas dificultades. Reducir toda la vida comunitaria sólo al diálogo de grupo, es perder poco a poco la dimensión personal, por otra parte tan fuertemente reclamada.
La Hermana Sirviente, consciente de su responsabilidad, está atenta a la comunicación con su compañera. Trata de acercársele a través de las preguntas que le plantea. Para una y otra es también el momento de reflexionar sobre un esfuerzo común, no debe temer reconocer sus deficiencias, sus capitulaciones, sus faltas de atención y de pedir con la misma sencillez, la ayuda y el apoyo de la compañera que tiene delante.
Algunos ejemplos amenazan la vida fraterna. He evocado la falta de benevolencia. Hay que citar también el egoísmo, que contiene un fermento que desune la comunidad. La Hermana Sirviente debe inquietarse si una Hermana no se presta nunca para un servicio común, si no ve las necesidades de las demás, si no toma parte en el intercambio, rehuye el recreo, está triste. La tendrá muy presente en la oración y procurará buscar un encuentro personal. Del mismo modo, una vida fraterna en la que los intercambios son ocasión de descargas agresivas, silencios de disgusto, actitudes pasivas indiferentes, hay que considerarla también en la oración y hacer un examen detenido en la revisión comunitaria.
Por el contrario, en las comunidades donde reina una verdadera vida fraterna, se observa una gran capacidad de acogida, sobre todo, con los pobres, una singular capacidad de hacer frente, serenas, a los imprevistos, una posibilidad de adaptación y un espíritu de creatividad para no dejar una llamada sin respuesta. De este modo, se desprende de la comunidad fraterna, como dice el Vaticano II, «una poderosa energía apostólica».
Trataré de resumir en unas frases lo que constituye las líneas fuerza que guíen a la Hermana Sirviente como animadora de la vida fraterna en el seno de su Comunidad:
Humildad para reconocer sus errores e impedir el bloqueo o la tirantez de sus Hermanas, unida al valor necesario para disipar los malentendidos y reparar torpezas.
Deseo de la verdad, de lograr una franqueza real en sus palabras para evitar la confusión y la ambigüedad en sus relaciones personales y comunitarias.
Pobreza espiritual para liberarse lo más posible interiormente. Prontitud para el perdón y olvido de los malos procederes y mezquindades.
Una capacidad de amor que se dilate constantemente, que la lleve a arrastrar a sus Hermanas por encima de las diferencias, la unión es signo misionero.
Por último, la certeza de que las tensiones y dificultades son incitación a la oración, que la armonía y la expansión son fruto del amor y de la gracia, y que nunca amará demasiado.