Lucía Rogé: La pobreza

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Lucía RogéLeave a Comment

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Autor: Lucía Rogé, H.C. .
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Sor Lucía Rogé, H.C.

París, 24 de octubre de 1975.Dos acontecimientos han marcado recientemente a la familia vicen­ciana, las canonizaciones de Elizabeth Ann Seton y de Justino de Jaco-bis. El Señor quiere por ese medio, atraer nuestra atención hacia el ejemplo de sus vidas e impulsar nuestro corazón a imitarlos; así nos vemos incitadas directa e indirectamente, a reconocer la acción de Dios en nuestra vida para serle fieles.En este sentido, me gustaría compartir con ustedes, algunas refle­xiones sobre un mensaje especial, común a los dos nuevos santos que nos aporta la historia de sus vidas, la pobreza.

Para santa Isabel Ana, la decisión de seguir más íntimamente a Jesucristo equivale a elegir la pobreza, el desprecio, el marginación, todo lo que viven hoy tantos pobres. A Justino de Jacobis, la vida misio­nera lo lleva a una pobreza radical. La fe permitió vivir a ambos en un estado de desprendimiento excepcional con la serenidad sorprendente de los santos. El amor a Dios hizo franquear a Isabel Ana sus últimas etapas de indecisión ante el realismo de la pobreza. Justino de Jacobis fue penetrado cada vez más en la vida de la pobreza para adherirse completamente a las exigencias del amor.

¡Qué invitación para nosotras! ¿Quién se atreverá a discutir la fuerza de testimonios sellados por tales vidas? El hecho de la canonización los presenta ante nuestras mentes y corazones obligándonos, como Familia Vicenciana y muy especialmente como Hijas de la Caridad, a revisar cómo vivimos la pobreza.

Tratemos de hacerlo, juntas, una vez más, teniendo el valor y la sen­cillez de ver la realidad y de entrar en lo concreto. Porque, en efecto, ha de ser a través de nuestra vida diaria y de la apreciación del nivel econó­mico de las personas que nos rodean como podremos conocer la realidad de nuestra holgura o nuestra pobreza. Es necesario que suscitemos un porqué y dejemos que se trasluzca la razón del renunciamiento volun­tario a tener más y gozar más en los aspectos más sencillos de la vida.

  • Fijémonos en el aspecto de alimentación. ¿Conservamos la fruga­lidad de que nos habla san Vicente? ¡Cuántas razones encontramos para apartarnos de ella y olvidarnos de retornar a la misma: la salud, la cordialidad, las fiestas, etc.! Es verdad que es conveniente y deseable realzar las alegrías; pero no caigamos en la exageración, tanto en la cali­dad como en la frecuencia, que han de verse restringidas si hemos de hacer posible un auténtico compartir con los pobres.
  • En cuanto al vestuario, ya llevemos el hábito de la comunidad, ya un traje seglar, la pobreza radica aquí también en la cantidad y en la calidad. Preguntémonos el número de piezas que componen nuestro ajuar, sencillamente, empezando por los zapatos, medias, y comparé­moslo con los pobres. Que se vea la calidad media de las telas y que todo sea modesto y sobrio.

Podríamos detenernos aquí, puesto que san Vicente nos dice: «No tenéis derecho más que para vivir y vestiros; el resto pertenece al ser­vicio de los pobres».1 Sin embargo, conviene reflexionar sobre otros aspectos de nuestra vida en que se registra mayor apertura, bajo el impulso de una civilización científicamente estudiada para motivarnos a comprar, así como por el desarrollo, por la ampliación de nuestro senti­do de lo necesario, incluso de lo que juzgamos indispensable, y la res­tricción de nuestra concepción sobre lo que es superfluo para los pobres. «Desear tener comodidades y que no nos falte nada»2 es contra la pobreza, nos dice san Vicente; es la actitud de los ricos que pueden procurarse todo con el dinero. El otro día, unas Hermanas explicaban que habían rehusado tener cuartos individuales, mientras los niños de los enfermos no tuvieran guardería infantil. No pedir, está bien; pero rehusar, por amor a los pobres, es comprometerse con la pobreza.

Las comodidades en las viviendas han aumentado considerablemen­te entre las Hijas de la Caridad; también aquí, son numerosos los casos que piden un examen leal. Como nos dice san Vicente, tratemos de «ver las manchas que tenemos sobre el rostro», el aislamiento acústico más perfec­cionado, aislamiento visual, decoración variada, grandes fotografías, menu­dencias, flores, todos los elementos en uso entre los ricos. Quiéralo yo o no, toda concesión hecha al dinero, incluso en cosas pequeñas, modifica mi comportamiento. Compromisos fútiles llevan consigo cambios en el cora­zón y un desplazamiento en la escala de valores. La pobreza de espíritu, la de las Bienaventuranzas, se encuentra a través de la austeridad.

Los instrumentos de trabajo son también campo abundantemente provisto, donde se da con frecuencia el hecho de tener aparatos por duplicado, debido a que no estamos dispuestas a prestar las cosas, gesto propio y espontáneo en los pobres. Por ejemplo, ¿cuántos magne­tófonos, máquinas fotográficas hay por casa? Una comprobación de esa multiplicidad en los aspectos más variados, como revistas, discos, etc., podría permitir sin duda, un buen ahorro en beneficio de los pobres, y nos daría ocasión de analizar nuestro espíritu de pobreza. Cuando se siente apego a algo hasta el punto de no querer prescindir de ello ni siquiera para prestarlo, no se es pobre. Es lo que dice san Vicente «tener una afición desordenada e insistente a que no le falte nada».3

Otra cuenta viene a gravar nuestros presupuestos comunitarios, el de los descansos. Descansar es necesario; pero el descanso de una Hija de la Caridad no debe asemejarse a las vacaciones de las perso­nas ricas, ni por el lugar, ni por la multiplicidad de viajes y gastos de litros y litros de gasolina. Estamos muy lejos de «sólo lo necesario para vivir y vestirse». Y sin embargo, el querer permanecer en estado de ser­vicio en seguimiento de Cristo no puede aliarse con un nivel de vida visi­blemente superior al de aquéllos que pretendemos servir. La doctrina es clara, hay que amar a Dios con preferencia a toda otra cosa, es el cami­no para servirle en los pobres.

Evidentemente se me puede objetar diciendo: «la frase que usted cita es una frase del siglo XVII. No vive usted en la realidad. Hoy san Vicente…». También en ese caso quiero responder con un hecho vivido, un acontecimiento que me interpela y me conmueve. Desde hace tiem­po me ha impresionado la intensa irradiación de la Madre Teresa. Se mul­tiplican las revistas, libros, discos, emisiones de TV sobre su persona, marcada tan intensamente por la pobreza, y sobre su acción con los pobres. Colaboradores seglares (20.000 según su fichero) y numerosas vocaciones surgen en torno suyo.

En octubre de 1974, una joven de Avranches, en Francia, hacía por pri­mera vez los votos en la comunidad de la Madre Teresa; otras varias la han seguido. Veamos lo que dijo aquella Hermana joven en una entrevista que concedió al periódico local La Manche Libre: «De todo lo que nos dan, sólo guardamos lo mínimo para nosotras a fin de dejar todo lo posible para los pobres. Aprovechamos lo que los demás tiran. Personalmente, no posee­mos absolutamente nada, excepto dos saris de algodón de rayas azules, uno puesto y otro para cambiarnos. Tenemos un dormitorio común y come­mos lo mismo que los pobres, alimentación rica en féculas, pero muy pobre en lo demás. En Londres, donde hemos abierto uno de nuestros tres novi­ciados, nuestras Hermanas, indias y europeas mezcladas, viven como los pobres, sin calefacción; sólo una habitación de la casa la tiene».

Esto es de actualidad, del año 1975, vivido por jóvenes. Pero es también el programa propuesto por san Vicente a sus hijas. Admiré­moslo y digámonos que el Señor puede multiplicar los mismos llama­mientos, y dejémonos interpelar por ello humildemente. Reconozcamos que hemos suavizado la rigurosidad de las exigencias primitivas de nuestros Fundadores. San Vicente nos había prevenido: «Desear lo que a uno le gusta, desearlo ardientemente, exigirlo e impacientarse si no se le concede a uno enseguida, sentir mucho que se lo nieguen, mirad, todo eso va contra la santa pobreza… La pobreza pide una renuncia de todos los bienes y comodidades. En fin, consiste en no desear nada más que a Dios».4 Cuando se es Hija de la Caridad, se practica una cierta manera de contentarse con poco, de no dejar ver lo que nos falta, de no granjearse regalos; en una palabra, una cierta ascesis de consumo que nos asemeje a los pobres, en verdad y amor. Tratemos seriamente con verdad y con amor de volver a la pobreza.

La vitalidad espiritual de una comunidad radica ante todo, en el impulso personal y comunitario para reencontrar auténticamente a los Fundadores, impulso que se traduce obligatoriamente en un cambio de vida. No tengamos miedo a comprometernos en el camino de la verdad. Luchemos contra una anemia espiritual que, poco a poco, va borrando en nosotras los rasgos del verdadero rostro de la Compañía.

«La comunidad de vida establece entre las Hermanas una coparti­cipación que abarca desde las condiciones materiales de la existencia hasta los compromisos espirituales y apostólicos».5

Podríamos añadir este otro pasaje de las Constituciones: «La pobre­za esencial es la del corazón. Permite aceptar con paz las contradiccio­nes y fracasos, las limitaciones propias y ajenas. La pobreza del cora­zón, que es acogida hecha al espíritu, abre al amor de todos».6 De modo que las exigencias de nuestra vida fraterna en común nos proporciona ocasiones de practicar la pobreza.

Querría destacar algunas:

  • En primer lugar, el hecho de no escoger a nuestras compañeras. Nos adherimos a este ensamblaje hecho por Dios, con su amor como vínculo de unión. No escoger entrar en un grupo, y asumir en la fe todas sus riquezas y deficiencias es ya hacer un acto de pobreza.
  • · Vivir la pobreza en esa comunidad en que Dios nos ha colocado es aceptar también, buscarle juntas, caminar juntas hacia Él, trabajar juntas en la Misión, con medios tan pobres como nuestras propias personas. En definitiva, es Él quien actúa en las obras.
  • Esta comunidad de vida fraterna, a través de su proyecto comuni­tario, puede centrar sus intercambios y retiros mensuales en el tema de la pobreza, partiendo de la vida actual y apoyándose sobre el Evange­lio y profundizando en la doctrina de san Vicente.

Partiendo de la vida actual, fijándose no solamente en la pobreza clásica, sino en las formas modernas que reviste en torno nuestro y que afectan al hombre en su ser profundo, en su actuación y en su entorno.

También podemos buscar analogías entre las situaciones de los pobres y las de Cristo hombre a través del evangelio, su infancia de emi­grante; su vida pública, sin morada fija; su condena injusta y despojo radical del Calvario.

Finalmente, tenemos la posibilidad de beber en las fuentes las importantes enseñanzas que nos dejó san Vicente sobre la pobreza. Por una parte, nos explica qué es: «renunciamiento, abandono, confianza, abnegación»;7 por otra parte, ya lo hemos visto, recuerda las faltas que la desnaturalizan: «desear que nada nos falte».

  • La revisión comunitaria es un acto de pobreza. Pienso en tantas comunidades que la descuidan y no la hacen ni siquiera una vez al mes. ¿Pueden decir que son pobres? Sí, lo repito, la revisión comunitaria es en sí misma un acto de pobreza. Significa que uno no cree poseer la perfección («no tengo nada que reprocharme…», es lo mismo que dijo el fariseo en el templo: «no tengo nada que reprocharme», lo leemos en el evangelio). Sino que, por el contrario, uno se reconoce pobre en virtud, se acepta la pobreza personal y, sobre todo, se acepta el ponerse uno mismo en tela de juicio ante la Palabra de Dios, ante las Constituciones y ante el juicio de las compañeras.

Podemos centrar esta revisión comunitaria, de común acuerdo, sobre la pobreza. Una buena base inicial es, por ejemplo, la información sobre los gastos comunes en los que cada una tiene su parte de res­ponsabilidad, agua, luz, gas, calefacción, teléfono, etc., comparándolos con el presupuesto de una familia pobre.

De igual manera, la revisión debe hacerse no sólo sobre lo mate­rial, sino, como dicen las Constituciones, sobre la participación de cada una en los intercambios espirituales, preparación en la oración, intercambio sobre el evangelio, etc.; si permanezco siempre en silen­cio, debo interrogarme sobre mi pobreza, lo que Dios me da es para que lo comparta.

Igualmente ha de informarse sobre lo que puede interesar al con­junto, claro está; pero también hay que prestar atención a cada una de las compañeras, hay que estar disponible para los trabajos comunes.

Es necesario que cada una se obligue a hacer un mínimo de traba­jo doméstico; constituye una parte del don de sí, de su tiempo. «Vuestro tiempo no os pertenece, ‘dice san Vicente’, es de Dios y de los pobres».8 Los pobres sí que tienen el sentido de la coparticipación, porque ellos tienen la experiencia de que les falte lo esencial.

• Otra manera de practicar la pobreza, a través de la vida fraterna, es la comunicación con la Hermana Sirviente. Reconocer la necesidad de alguien que coordine la vida comunitaria, que sea conexión, el trans­misor, en cierta manera, de la voluntad de Dios, eso es ya un acto de pobreza. Voy a la comunicación como pobre, reconociendo que sola no puedo ver claro sobre mí misma. Espero ese servicio como pobre, y lo espero de quien me ve día tras día, con claridad y la verdad que revela la intimidad de vida.

Con esa misma actitud, acojo a la que acude a mí para pedirme este servicio, consciente de la humildad que manifiesta ese gesto, dando gracias a Dios por todo lo que así me hace comprender Él mismo y por descubrir la acción de la gracia de la Hermana que está ante mí.

La comunicación es esencial para una Hija de la Caridad, en parti­cular para aquélla que quiere vivir en pobreza, porque la pobreza va unida al control y a la dependencia. Control, sometiéndose a dar cuen­ta; dependencia en la obediencia que refleja una actitud filial respecto a Dios. Es una pobreza-confianza. Eludir la comunicación, tanto de un lado como del otro (amparándose en lo que proponen las Constitucio­nes, que tratándonos como adultas, dicen: «Las Hermanas se presen­tan espontáneamente a la comunicación»), significa rechazar una cierta dimensión de pobreza. En efecto, es a lo largo de la comunicación como, sostenidas fraternalmente, podemos entrar verdaderamente en la disponibilidad. Ese diálogo sencillo y confiado puede ayudarnos a descubrir el contenido de pobreza que se encierra en ciertos aconteci­mientos; ver cómo languidece la obra de toda una vida, tener que abandonar un cargo, un empleo en el que se tiene éxito y en el que hemos adquirido lazos de amistad y tantos medios providenciales por los que Dios nos propone la pobreza y nos invita a volvernos a Él como a nuestro único Bien.

De manera más habitual, a lo largo de la comunicación, podemos considerar juntas cómo vivir el trabajo en pobreza. En efecto, querer ser pobre y llamarse sierva no va de acuerdo con el hecho de dispo­ner de su tiempo con más o menos rigor o fantasía (la fantasía, se quie­ra o no, es una actitud de rico), hacer el trabajo a su aire, repartirlo según su parecer, asumir responsabilidades o emprender iniciativas sin dar cuenta de ello. Las sencillas aldeanas de ayer, la gente humil­de de hoy, saben cuántos problemas hay que afrontar en una vida de trabajo, cómo deben doblegarse a las directivas de otras personas y encerrar bajo llave las propias iniciativas. En verdad, siempre resulta difícil afrontar la comparación con los pobres, y es únicamente juntas, en la vida comunitaria y muy especialmente en la comunicación, como podremos ver claro.

Seguir a Cristo en la pobreza, como lo hicieron nuestros dos nuevos santos es abandonar deliberadamente todo lo que poseemos personal­mente, o aceptar vernos privados de ello, incluso, de lo que más quere­mos, como lo hizo Isabel Ana; es también rechazar todo deseo de domi­nio, toda ocasión de prestigio, como lo hizo Justino de Jacobis.

Es apartar de nosotras todo deseo de influencia preferente, de con­sideración especial; rechazar toda complacencia en la popularidad y todo intento de buscarla, viviendo las exigencias del servicio de Dios con pureza de intención. Es entrar en el camino del desprendimiento, que es el de la esperanza. Cuando el Señor miró la bajeza de su sierva, hizo en ella y por ella maravillas. Como María, acojamos la gracia de esta pobreza de corazón. Tenemos la seguridad de que Dios nos acom­pañará en todos nuestros pasos por alcanzarla. Cuanto más nos des­pojamos, más nos llenamos de Dios. Nuestra vida apostólica necesita nuestro testimonio de pobreza.

El Cardenal Marty, en una carta reciente a sus sacerdotes, les dice que la evangelización necesita fuertes personalidades; lo vemos a tra­vés de los dos santos de que acabamos de hablar. «Hacen falta fuertes personalidades, ‘dice el cardenal’, y hacen falta santos». Y un poco más adelante les pide con insistencia: «Atreveos a hablar de Cristo, el Hijo de Dios. Y lo haréis recordando la fragilidad y la limitación de nuestras palabras, que son a la vez verdaderas e inadecuadas. No olvidaréis nunca que, cada vez que intentamos hablar de Jesús y de Dios en él, nuestras palabras son insuficientes. Guardaréis viva vues­tra común responsabilidad del mensaje que se nos ha confiado. El mundo no necesita falsos profetas ni falsos mesías. Espera que le digamos en su lenguaje y según su nivel intelectual, la verdad sobre Cristo y su salvación. Tenemos que profesar y presentar el rostro de quien amamos, y enseñar aquél a quien la Iglesia canta y proclama como su maestro y su libertador. Es necesario que profesemos y pre­sentemos el rostro de aquél a quien amamos».

Querría comprometerme con ustedes y, siguiendo a san Vicente, presentar al mundo el rostro de Jesucristo pobre al servicio de los pobres, sus hermanos.

  1. IX, 99.
  2. IX,  818.
  3. IX, 405.
  4. IX, 818.
  5. C. 23. Ed. de 1975.
  6. C. 17. Ed. de 1975.
  7. IX, 813-828.
  8. IX, 908.

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