Lucía Rogé: La Hija de la Caridad en el mundo de los enfermos

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Lucía RogéLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Lucía Rogé, H.C. .
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Salamanca, 22 de octubre de 1977

A la vez que les pido me disculpen por no hablar en español, quie­ro hacer constar mi alegría por haber vivido esta «Semana Vicenciana» y haber tenido la oportunidad de orar con todas ustedes.

He podido apreciar con especial complacencia:

  • la seriedad del trabajo,
  • la objetividad de los análisis de situaciones y la subsiguiente acti­tud de revisión,
  • el entusiasmo por emprender una renovación en la línea del espí­ritu de los Fundadores.

Las sencillas observaciones que voy a hacer se basan en lo que «he creído» comprender y también en las experiencias similares de la evolu­ción de otras Provincias de la Compañía.

Aunque se ha dicho todo y se ha dicho muy bien, trataré en primer lugar, brevemente, de poner de relieve la importancia que para san Vicente tenía el cuidado de los enfermos; después trataré de subrayar algunos puntos claves de la evolución que se ha producido en el mundo sanitario, en razón de las repercusiones que tiene en nuestra vida; y por último, de señalar algunas pistas de orientación para las Hijas de la Caridad insertas en ese mundo sanitario, en constante mutación.

1. El mundo de los «pobres enfermos» ocupó un amplio lugar entre las preocupaciones de san Vicente, hasta el punto de que, para él, toda Hija de la Caridad, aunque preparada para otra actividad, era suscepti­ble de transformarse en «sierva de los pobres enfermos, a domicilio», tal es el caso de Margarita Naseau… Tres años después de la fundación de la Compañía (1633), se arriesga a enviar a sus hijas a un hospital. A su muerte, las dejará en quince hospitales.

2. Este es el punto de partida. Veamos la evolución, por ejemplo, en el campo hospitalario, tomando un caso concreto: el Hospital de Angers: en 1639: 8 Hermanas 100 camas en 1793: 38 Hermanas 180 camas en 1960: 40 Hermanas 1.600 camas

Hoy, en 1977:

  • 24 Hermanas 2.000 camas
  • 400 enfermeras seglares
  • 1.689 empleados
  • Añádase el equipo médico con sus subgrupos y el equipo administrativo.

Tal evolución numérica es elocuente por lo que se refiere a la situa­ción de las Hermanas:

En otros tiempos eran ellas solas, o poco menos, las que asumían responsabilidades junto a los enfermos, siguiendo las líneas de un regla­mento que no ha variado por espacio de tres siglos.

Hoy, la Hermana hospitalaria pasa de una situación de «hija de casa», que coopera en una actividad asumida por toda la comunidad, a una situación de inserción en el conjunto del mundo sanitario, supertec­nificado, para el que la palabra clave es con frecuencia, en los grandes centros: eficacia y, a veces, rentabilidad.

Otra observación: la Hermana pertenece en adelante, a una profe­sión que, como la de los médicos, se jerarquiza, se organiza, cuenta con dos asociaciones internacionales, una neutra y otra católica, ambas integradas en la superestructura de la O.M.S., y por lo que se refiere al C.I.C.I.A.M.S en las O.I.C. Añadamos a éstas las Federaciones de Religiosas.

Para poner más énfasis en esta evolución de la profesión, quisiera citar un párrafo del informe de la Presidenta Internacional, en el Con­greso de Tokio, de junio de 1977:

«Del mismo modo que las enfermeras desempeñan un papel cada vez más importante y asumen responsabilidades cada vez más grandes en el campo de la enfermería, junto a los pacientes, también su competencia debe ser tenida en cuenta y utilizada en los más altos niveles de gobierno, por lo que respecta a las decisiones a tomar en este terreno».

Vivimos con nuestras colegas seglares en este clima de promoción femenina y profesional. Ellas esperan de nosotras sinceridad, lealtad en nuestra integración en la profesión y en el acatamiento de sus leyes: «Somos todas iguales», se nos decía el jueves. Se trata de vivir una jus­ticia profesional y esto supone:

  • a un mismo título corresponden: las mismas funciones, el mismo ho­rario, los mismos emolumentos, a menos de aparecer como gozan­do de una situación de privilegio, como tantas veces hemos oído.
  • Tenemos que vivir en las condiciones sociológicas de nuestro tiempo, muy especialmente en el aspecto de la profesión. ¿Estamos preparadas para ello?
  • En la hipertrofia del grupo de un Hospital Clínico, por ejemplo, en el diálogo con otros intervienen frecuentemente,
  • la relación estrecha entre lo político y lo social, lo político y la fe.

En este nuevo contexto de relaciones, ¿cómo situar «el anuncio de Jesucristo»?

El estudio llevado a cabo estos días prueba que están atentas y aun preocupadas por la evolución del clima que rodea al enfermo hoy. Por­que no sólo, como se ha señalado muy bien, la influencia de la técnica, de la especialización, tienden a deformar, quiérase o no, nuestra visión del hombre, a materializarlo de cierto modo, sino que también el enfer­mo se convierte en el punto de aplicación de una ciencia de la que no siempre se pueden prever los efectos.

Añadamos que cada descubrimiento técnico, biológico y químico lleva consigo un problema humano y moral. Los ejemplos son numerosos. Pensemos en los comas superados, en los transplantes de órganos, etc… El respeto a la persona, a su integridad, a su libertad, a su derecho a la vida, a su derecho a la muerte, se ve interpretado por otros. El enfermo, desvalorizado, es más o menos manipulado psicológicamente.

¿Estamos preparadas para adoptar, a veces solas, la postura evan­gélica que ha de tomar la defensa de los derechos del enfermo, de su dignidad? ¿Estamos preparadas?

El hospital de nuestros días, a poco que tenga cierto volumen, se nos presenta como la confluencia de diferentes corrientes de vida:

  • vida de sufrimiento, de incertidumbre, de ansiedad, de pobreza… de los enfermos;
  • vida científica, técnica, del cuerpo sanitario,
  • vida administrativa de organización financiera y legal,
  • vida sindical cada vez más fuerte y politizada.

La presencia de las Hermanas se sitúa o debiera situarse, como la corriente de vida consagrada a Dios y a los pobres, de vida evangélica en unión con los demás cristianos.

¿Estamos preparadas para hacer que circule esa corriente?

Junto a sus interrogantes de Hijas de la Caridad, la mesa redonda en torno al trabajo de grupos ha presentado con honradez sus preocu­paciones fundamentales y también las dificultades con que tropiezan y sus propias deficiencias.

La segunda mesa redonda nos ha dado sugerencias para situacio­nes concretas y sobre todo una ilustración vicenciana con las interven­ciones del P. Flores.

La evolución de las formas de presencia plantea cuestiones. Pue­den darse tres situaciones:

  1. La comunidad constituida por cierto número de Hermanas, resi­de en el hospital, mediante un contrato suscrito entre la comuni­dad y la administración del establecimiento, con sujeción a las normas profesionales.
  2. La comunidad con residencia fuera del hospital, pero trabajando en el mismo como tal comunidad.
  3. Las Hermanas trabajan en el hospital con un contrato individual.

Estas modalidades corresponden a situaciones diferentes y no pue­den darse más soluciones uniformes: el trabajo de discernimiento del Consejo Provincial será el llamado a orientar la decisión. Por ejemplo, las exigencias de los hospitales universitarios pueden aconsejar vivir fuera, mientras que la comunidad con residencia en el mismo hospital queda plenamente justificada en un ambiente rural o semirural. Se trata, por nuestra parte, de dar una respuesta desde la vida, «dentro de la pastoral de conjunto», dicen las Constituciones, según el carisma vicenciano, es decir, a partir de las necesidades de los más pobres y no de nosotras.

3. ¿Cómo vivir el «totalmente entregadas a Dios para el servicio de los pobres enfermos», ya dentro del hospital, ya fuera, ya, si es preciso, con contrato individual? ¿Cómo vivir esa inserción leal en la profesión sin diluirnos en el laicado, sino por el contrario, centrándonos más en nues­tra identidad vicenciana?

En nuestra solidaridad con todos los que laboran en el campo sani­tario, tenemos que dar un testimonio eclesial, es decir, unidas a los demás cristianos, pero con una mayor radicalidad de lo absoluto de Dios en nuestras vidas, según el carisma vicenciano. Nuestra presencia debe ser ante todo, una actitud y función de siervas de los más peque­ños, los más desprovistos, los más desafortunados, los más pobres. Ser «las criadas» de Jesucristo.

Mostrar lo absoluto de Dios en nosotras es, primordialmente, vivir nuestra consagración con la misma lealtad «en cualquiera de las situa­ciones» en que podemos encontrarnos. Es vivir la pobreza, interrogarnos acerca de nuestras posesiones interiores y de cómo nos dejamos escla­vizar por el consumo, que nos envuelve como a los demás. Es vivir la obe­diencia y la aceptación de una dependencia, de una entrega de sí a otro, a Jesucristo, a través de medios humanos, deficientes a veces, en una lealtad total, una gran fidelidad al proyecto de la Compañía, las Constitu­ciones. Es vivir la castidad en alegría, acogiendo a los demás en nuestras vidas, sin perder de vista nuestra vulnerabilidad y no creyendo que pode­mos permitírnoslo todo; vivir la mortificación dando preferencia a Dios sobre todas las demás cosas y todos los demás seres. Entonces, con esta perspectiva, ningún detalle es mínimo. Por último, es orar, no dejar nunca la oración, decía san Vicente, dirigir de continuo nuestra mirada interior hacia Él. «Dios mío, sois mi Dios», decía el Fundador enseñando a las pri­meras Hermanas a hacer oración. Es recurrir a María con una sencillez filial. Lo absoluto de Dios en nosotras es la contemplación en la acción, la visión de fe que acompaña el gesto de caridad y de amor.

Pero la identidad de las Hijas de la Caridad requiere que todo esto se haga con un espíritu de pobreza interior, es decir, de humildad que puede llegar hasta amar el desprecio, en frase de san Vicente, porque así la vivió el Hijo de Dios. Es éste un espíritu de sencillez que coincide con la pobreza. Una Hija de la Caridad es sencilla en su espíritu, que ve a Dios en todo, personas y acontecimientos; profesa un culto a la Provi­dencia y gusta de ponerse bajo la dependencia de Dios. Es sencilla en sus pensamientos, sus palabras, su comportamiento, sin afectación de ninguna clase. Es sencilla en su trabajo y disponible, sencilla en toda su vida, se contenta con poco.

San Vicente, para hablar de disponibilidad, emplea la palabra indiferencia. Contestando a una pregunta que él le hace, santa Luisa dice: «Estar siempre dispuestas a ir a cualquier sitio y con cualquier hermana».1

Esforzarnos por vivir nuestra vocación vicenciana en toda su exigencia, es aceptar el riesgo de enfrentarse valientemente con incomprensiones y críticas, tanto a nivel individual como al de la Compañía. No podemos dejar de vivir ciertas diferencias, ciertas rupturas, a cambio de permanecer fieles al Evangelio y a Cristo. Asumamos en la fe, la contradicción de «estar en el mundo» sin ser en todos los puntos como el mundo.

Por último, demos también el signo de la unidad: «Dios nos ha reu­nido». Nuestra vida fraterna en común forma también parte de nuestra vocación, de lo que constituye uno de los puntos esenciales. Debe ser un testimonio de unidad, en apoyo a la Misión.

Por eso, cualquier evolución de las formas de presencia que perju­dique o distorsione nuestra vida de comunidad y nuestros lazos de unión fraterna debe ser objeto de una seria reflexión. Cualquier modifi­cación del estilo de vida que se oponga al espíritu de sencillez, de humildad, de pobreza, debe inquietarnos y llevarnos a revisarla comu­nitariamente, porque tenemos que desear y buscar una proximidad inte­rior y exterior con los pobres.

Nuestra participación en la Misión se sitúa en la búsqueda de una fide­lidad activa y responsable a nuestra propia identidad. De ahí nace la impor­tancia que para una comunidad hospitalaria tiene el proyecto comunitario local. En el fondo no es otra cosa que el «reglamento con sus pequeñas diferencias», de que habla san Vicente. Por medio de ese proyecto, demos una respuesta a las necesidades de los pobres, a las llamadas que a tra­vés de ellos nos dirige Jesucristo. Pero que no sea una respuesta de pura fórmula, que se queda en el papel, sino un verdadero compromiso de vida, que revisemos comunitariamente dos veces al año. Esas dos ocasiones, verdaderos tiempos fuertes, diferentes del retiro mensual, son ocasiones de revisión apostólica y revisión comunitaria que nos obligan a ponernos en situación de pobreza y humildad y a centrar de nuevo nuestra vida en el revestíos de Jesucristo de san Vicente. Nos ayudan también a la construc­ción de esa «comunidad-comunión» de que se nos ha hablado.

Todo lo que hemos oído en esta semana, muestra también la impor­tancia de la formación continua: precisamente esta Semana Vicenciana representa una de sus mejores realizaciones. Los años de formación técnica no bastan, lo sabemos. Pero cuánto más urgente todavía es hoy una formación doctrinal, una profundización en la fe, una formación catequética para el ambiente hospitalario. Esta catequesis especial, que se dirige al hombre doliente, supone en casi todos los casos, una etapa de pre-catequesis, cuyos preliminares son un clima de fe a nivel de cada servicio hospitalario, servicio en que se ha de respirar justicia y verdad en las relaciones, bondad y humildad en los cuidados, paz y amistad. Todo esto ha de servir de base a una pre-catequesis, pero no puede hacerse la catequesis si no se prepara. Esperemos que el Sínodo nos dé también orientaciones para la catequesis hospitalaria.

Porque la evolución del mundo de la sanidad requiere también la renovación de nuestro enfoque apostólico. Nuestra formación anterior nos orienta muy exclusivamente hacia el enfermo, del que, por mucho tiempo, fuimos las únicas en ocuparnos. Ahora bien, ese enfermo, por una parte, ha cambiado mucho. Acusa nuestra época con sus presiones socio-políticas, se ha convertido en un sujeto de derechos.

Por otra, se sitúa o debería situarse en el centro de un equipo, cuya única razón de ser es él. Sin perder de vista la evangelización del enfermo, tenemos que tener presente el conjunto del mundo hospitalario. Fijémonos de manera especial en los inferiores de este mundo, las limpiadoras, los obreros de todo tipo, los que pertenecen realmente al mundo de los pobres. Lejos de dejarnos influir por el sistema de la jerarquización, situémonos muy cerca de ellos, con verdaderos lazos de amistad. Por vocación somos de su misma condición, condición de siervas.

Por último, se trata también de sintonizar con todos los miembros de la Iglesia que colaboran en el hospital y todo esto pide conocimiento mutuo e intercambios organizados.

Si cuanto acabo de decir parece dirigirse más especialmente a las hospitalarias, no olvido por ello a las que van a prestar sus cuidados a domicilio. Desde los tiempos de san Vicente, ese servicio es una de las formas más aptas para llegar hasta los pobres en su propia casa, para comprenderlos mejor, para ganar su amistad, primer paso de toda pre­catequesis, como también de toda promoción humana.

La vocación de Hija de la Caridad, sierva de los pobres enfermos, ads­crita o no a una institución, se halla verdaderamente en la misma trama del carisma, porque la enfermedad constituye un grado más en la dependen­cia e inseguridad del pobre. Toda la profesión en sí y en cada uno de sus niveles está por completo, al servicio del hombre que sufre, a través de un trabajo penoso, a veces agotador, compartido con muchas otras perso­nas, servicio que se prolonga hasta la misma familia del enfermo.

Por lo que contemplamos en otras Provincias de la Compañía, vemos que el mundo de la sanidad ocupa el segundo lugar, después de los jóvenes y la enseñanza, en la ambición de los que quieren eliminar a los religiosos. Con esto queda dicho la importancia de la presencia de la Iglesia en este sector. Parece claro que todos los problemas se redu­cen a uno sólo, la necesidad de plantear interrogantes al mundo hospi­talario y de poder dar respuesta a los interrogantes, ya mudos, ya explí­citos, mediante una fe ilustrada y fuerte y una autenticidad de vida evangélica, una verdadera vida de Hija de la Caridad, «totalmente entre­gada a Dios» y a su servicio en los pobres.

Me llevo de esta Semana Vicenciana una gran esperanza. Se han puesto ustedes en situación de sinceridad, en búsqueda de verdad para poder anunciar a Jesucristo según su vocación peculiar de siervas de los pobres. ¡Qué magnífica intervención del Espíritu estamos vivien­do en la Compañía! No dejemos sin eco su invitación que nos urge a la conversión, sobre todo, en la línea de la pobreza.

Acojamos estas convergencias que se dan en medio de nuestras diversidades, como una gracia particular que Dios otorga a la Compañía. ¡Que sirva para sostener nuestros esfuerzos, seguras como lo estamos de que tal gracia se nos concede por la intercesión vigilante de san Vicente y santa Luisa! Nuestros Fundadores nos instan para que reen­contremos la savia primitiva y un amor ardiente «al que nada se le hace difícil» para anunciar la Buena Nueva a los pobres y a los más pobres. La buena nueva del amor de Dios y de la salvación en Jesucristo.

  1. IX, 465.

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