Irlanda, 8 de septiembre de 1982
Es una gran alegría para mí estar aquí con ustedes, en esta reunión de familia, para celebrar tan grato aniversario y compartir juntas los sencillos pensamientos que el Señor nos comunica mientras recordamos los cincuenta años de existencia del Seminario.
Los Seminarios son células vitales del cuerpo total de la Compañía. Para cada Provincia, el Seminario es esperanza de vida, a causa de la transmisión, que en él se hace, del verdadero espíritu de nuestra vocación. El Seminario es ese tiempo privilegiado en el cual cada una de nosotras empezamos a adquirir nuestra verdadera identidad de Hija de la Caridad.
El Seminario es la construcción de la Compañía por el descubrimiento que hacemos de nuestros lazos de pertenencia y por nuestra integración en la familia vicenciana.
El Seminario es la esperanza de una vitalidad que se transmite, de una vitalidad que garantiza el cumplimiento del designio de Dios a través de la Compañía. Es Dios quien hizo vuestra Compañía, dice san Vicente, y es Dios quien la conserva: «Es Él, hijas mías, a quien podemos llamar autor de vuestra Compañía. Lo es verdaderamente mejor que ningún otro».1
Dios mantiene a la Compañía como Él la deseó y sigue deseando que sea. A través de sus Fundadores, le dio un carisma especial, el de servirlo a Él en los pobres, y un espíritu propio, el de humildad, sencillez y caridad. Los Fundadores quisieron interpretar el evangelio precisamente de esta forma. Ellos mismos con sus vidas, ilustraron diferentes capítulos de ese Evangelio: «Tuve hambre… Lo que hicisteis al más pequeño de mis hermanos, a Mí lo hicisteis».2 Porque Jesucristo era para los Fundadores alguien en quien reconocían al Hijo de Dios vivo, en quien creían, por eso tomaron sus palabras en serio: «Hijas mías, decidme, ¿no dice la verdad nuestro Señor? Y puesto que nos la dice siempre, ¿por qué no lo creemos? Hermanas mías, yo lo creo tan firmemente como si lo viese aquí, en medio de nosotros, aunque muy indigno, sí, hijas mías, lo creo tanto como creo que estáis aquí vosotras».3
Entonces, los Fundadores trataron de calmar el hambre material y espiritual de los pobres. Los sostuvieron y visitaron, los amaron y consolaron, los sirvieron con humildad y sencillez. Para ellos, la vida de Jesucristo fue una referencia constante: «Para ser verdaderas Hijas de la Caridad, hay que hacer lo que el Hijo de Dios hizo en la tierra».4
En el Seminario, la Hija de la Caridad, a través del conocimiento profundo y simultáneo del Evangelio y de los escritos de los Fundadores, va a ir descubriendo el espíritu de su vocación, confrontándolo con la llamada interior que ha escuchado. El amor del Señor que actúa en ella le hará comprender las exigencias que requiere un compromiso verdadero. En esa misma conferencia del 5 de julio de 1640, san Vicente resume esas exigencias como otros tantos medios para seguir el ejemplo de nuestro Señor Jesucristo, someterse la propia voluntad, como Él obedeció a la Santísima Virgen y a san José. Trabajar por el prójimo, como Él visitaba y curaba a los enfermos. Instruir a los ignorantes en lo necesario para su salvación, es el servicio espiritual.
Durante el Seminario, la Hija de la Caridad va pues, a adquirir su verdadera identidad, la de sierva de los pobres. Hija de la Caridad, sierva de los pobres. De esta identidad, san Vicente da unos rasgos muy concretos, diez años depués de la fundación, en la conferencia sobre la imitación de las buenas aldeanas (25 de enero de 1643). La identidad característica de la Hija de la Caridad ha de reconocerse en que su espíritu es extremadamente sencillo. Todavía hoy, este rasgo del corazón, del espíritu, de la conducta, tiene que permitir que se pueda distinguir a la verdadera Hija de la Caridad, sencilla, leal, bondadosa, humilde. Porque la sencillez, que brota la primera del pensamiento de san Vicente, acompaña a la humildad, a la pobreza, a la sobriedad, a la obediencia disponible y amorosa, a la voluntad de Dios, y no puede separarse de ellas.
La verificación de la identidad de la Hija de la Caridad ha de hacerse a partir de estos rasgos, de tal manera que entre nosotras debemos reconocernos mutuamente por ese espíritu que caracteriza a nuestra familia espiritual. Ese mismo espíritu es el que va a unir a toda la Compañía: «No se podrá dar la unión, si las Hermanas tuvieran deseos contrarios»;5 y si la desunión se implanta entre nosotras, «pudiera ser que Dios, irritado, destruyese vuestra Compañía».6 El Seminario anuda entre nosotras lazos de pertenencia común, a Dios, a los pobres, a la Compañía.
Todo esto es lo que el aniversario de hoy nos trae a la memoria. Toda la acción que el Seminario en una Provincia constituya es célula de la Iglesia, que es la Compañía. A través de la vida del Seminario, se perpetúa el fervor amoroso puesto al servicio del Señor en los pobres.
Para cada una de nosotras es también como un desafío. El impulso, el fervor con que nuestro corazón se dirigía a Dios en los días de nuestro Seminario, no debe disminuir ni enfriarse. En abril de 1650, san Vicente escribía al señor Gerald Brin, sacerdote de la Misión, por entonces en Limerick, diciéndole lo edificado que estaba porque «se ha dado usted a Dios para resistir hasta el fin, ya que prefiere usted exponerse a la muerte antes que dejar de asistir al prójimo».7
Que este aniversario renueve en nosotras la resolución, llena de amor y humildad, de darnos a Dios para resistir hasta el fin, sirviéndole en los pobres, contando con la gracia de Dios y la ayuda de la Santísima Virgen.








