Leon Brancourt (1842-1884) (I)

Mitxel OlabuénagaBiografías de Seglares vicencianosLeave a Comment

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Autor: Desconocido · Año publicación original: 1895 · Fuente: Anales Españoles. Tomo III.
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La indecisión en la dirección de la vida es un tormento que paraliza a veces las más bellas cualidades; la impaciencia en los padecimientos y en las pruebas hace perder tesoros de méritos y enerva la abnegación de los que quisieran que el dolor no careciese de consuelo.

La vida del joven León Brancourt, cortada en la prima­vera de su vida, como lo fue la de San Luis Gonzaga y San Estanislao de Kostka, podrá servir de modelo a los jóvenes en el examen de su vocación y en la aceptación de los sacri­ficios que Dios pide a sus mejores amigos.

Capítulo I

Nacimiento. Familia e infancia de León.

León Edmundo Brancourt nació en Chalandry, feligre­sía del cantón de Crécy-sur-Serre, en el departamento del Aisne, el día lo de Junio de 1842. Era el cuarto de cinco hijos, dos de los cuales habían muerto antes que él en la más tierna edad.

Su padre, Luciano Florentín Brancourt, pertenecía a una familia compuesta de doce hijos, no menos recomendable por su posición que por su fe. Su madre se llamaba María Ana Turquín.

León había recibido de sus padres, juntamente con la vida, las disposiciones para la delicadeza de conciencia y para el heroismo del sacrificio; juntamente con la gracia del bautismo recibió una inclinación natural a la inocencia de costumbres, a la piedad y al amor de Dios.

Por nada de este mundo aquel niño, de una naturaleza endeble y delicada, hubiera dejado sus oraciones. Muchas veces, por la noche, deseando escuchar la conversación de personas juiciosas, no podía resolverse a irse a dormir. Queriendo su madre, como verdadera cristiana, inspirarle desde la infancia idea muy alta de sus deberes para con Dios, y al mismo tiempo acostumbrarle a la obediencia, no tenía más que decirle que si no obedecía en seguida, no haría su oración; el niño respondía entonces con cierto dolor, que provenía, sin duda, del Espíritu Santo: «Mamá, le ruego a usted que me deje dirigir a Dios mis oraciones, y en seguida, obedeceré».

Esta piedad sobrenatural estaba acompañada de una, grande caridad para con los pobres. Cierto día en que, des­pués de comprar un juguete, se entretenía con sus pequeños camaradas, su tío, capellán de un convento en San Quintín, le dijo: «Yo creía que tu buen corazón no te permitiría gastar tu dinero en niñerías, sino que reservaría algo para los pobres». El niño, que sólo contaba ocho años, entendió tan bien la lección de caridad que acababa de dársele, que no compró ya más cosa alguna inútil, y miró desde entonces la limosna a los pobres como uno de sus más dulces goces.

A pesar de ser de natural alegre, resuelto y de enérgica voluntad, escuchaba con grande atención las exhortaciones de sus padres, se sometía prontamente a sus menores dispo­siciones y se esforzaba en aprovecharse de sus avisos y con­sejos.

A la edad de diez años salió de la casa paterna para co­menzar sus estudios de latinidad en un colegio de San Quintín. Allí, aunque su fervor fuese frecuentemente contra­riado por su delicada salud, no hizo menos progresos en la clase, sacando todos los años notas muy favorables. Todas las noches el joven estudiante se retiraba a casa de su tío, capellán de la Cruz.

Este eclesiástico, igualmente recomendable por su gran piedad que por su ciencia, puso el mayor cuidado en prepa­rar el alma del pequeño Samuel para que entrase en comu­nicación con su Dios, hasta el día muy deseado de su prime­ra comunión. Aquella naturaleza tan candorosa y tan pura estaba admirablemente dispuesta para recibir el conocimien­to de la doctrina que Dios revela a los párvulos, para que ex­perimenten el sabor de los frutos de la divina Sabiduría, y gocen de la visión reservada a los corazones puros.

Dos años después de su primera comunión, que hizo el día 22 de Junio de 1856, escribió a su hermana, que a su vez acababa de tomar parte en el convite de los ángeles en el adorable sacramento de la Eucaristía:

CARÍSIMA HERMANA:

«Me es imposible dejar pasar un día tan feliz sin darte noticia de la dicha que, como tú, experimento en este mo­mento. ¡Ah! dime, apreciada María, ¿has pasado jamás día tan feliz, tan apetecible, corno el santo día en el cual nuestro Dios se digna visitar por primera vez a tu alma, alimentán­dola con su sagrado Cuerpo y con su preciosa Sangre?

Qué diferencia no debes notar entre esa alegría del co­razón, esa paz de la conciencia, y la alegría que hasta enton­ces habías podido tener en las varias circunstancias de la vi­da! La alegría que dan algunas veces los placeres de la vida es limitada y muy breve; pero la alegría de verse en la gracia de Dios, de poseerle dentro de su corazón, embriaga al alma de una felicidad inexplicable, débil imagen de la dicha de los santos en el cielo, nuestra futura patria, si imitamos los be­llos ejemplos de aquellos siervos del Señor.

Esta mañana, mi hermano ha celebrado la santa Misa a tu intención, y yo se la he ayudado, y así he tenido la di­cha de poder unir mis oraciones con las suyas. ¡Ojalá Dios las haya atendido y de esta manera haya hallado en ti una agradable morada donde constantemente permanezca! Un poco más tarde hice otra vez oración por ti en particular; espero que en cambio tú no me olvides en ese momento en que abunda en tu corazón la plenitud de la gracia de Dios».

Esta carta, en la cual se ve la dulce amistad de un her­mano y una ardiente piedad, estaba fechada en el Semina­rio menor de Soissons, en el cual León había entrado, des­pués de haber manifestado a sus padres el deseo que tenía de ser sacerdote.

El día de su primera comunión, 22 de Junio de 1854, manifestó el llamamiento con que Dios le había favorecido. Su tío le había encargado que, cuando poseyera a Nuestro Señor en su corazón, le pidiera la gracia más útil a su alma. Cuando, por la tarde, le preguntó qué era lo que había pe­dido a Dios, mientras estuvo dando gracias, el muchacho respondió con un tono de voz que respiraba humildad: Yo pedí ser sacerdote.

Desde entonces, como si estuviese seguro de que Nuestro Señor había escuchado su petición, jamás hizo mudanza en el designio de consagrarse al servicio de Dios.

Capítulo II

Entrada de León en el Seminario menor de San Léger, en Soissons. — Su emulación.—Su piedad; devoción a la Santísima Virgen; culto para con la santa Eucaristía.

Catorce años tenía León cuando entró en el Seminario menor de San Léger, en Soissons, por el mes de Octubre de 1856. Su hermano era profesor de la clase de cuarta; y bajo la dirección de este hábil maestro el joven se acostumbró a un trabajo asiduo y atento, procurando siempre darse cuen­ta de lo que estudiaba.

Esta primera formación ejerció grande influencia sobre las disposiciones con que comenzó los estudios. Más tarde manifestará su atractivo hacia los autores serios, con preferencia a los libros que no cuentan más que fábulas. «Acaba de introducirse en el programa de los estudios—escribía a su hermano, obligado a dejar la clase por motivos de salud—una obra que se deseaba hace mucho tiempo. Esta consiste en una elección de poetas cristianos para contrarrestar a Virgi­lio, Ovidio, Horacio y compañía. En efecto; cosa triste era para un Seminario el terminar sus estudios con la persua­sión de que los escritores cristianos nada habían dejado que pudiese compararse con las vanas ficciones del paganismo. Dígame usted, ¿hay idea tan extravagante como el poner en tortura el espíritu de los jóvenes sobre unas obras que no les cuentan más que mentiras? El arte en sí mismo de los auto­res cristianos no debe desdeñarse; y además, no se trata de retirar los clásicos paganos, no, sino que se quiere introdu­cir en los estudios el elemento cristiano al lado del elemento profano.

Algunas veces su delicada salud le ponía a duras prue­bas. Sentía mucho la ausencia de su hermano. Cierto día le escribió para decirle el cuidado que le daba su salud, sus di­ficultades en los estudios, confesando cierto desaliento que experimentaba, todo lo cual se disipó con una sola palabra de su excelente hermano. «Ya estoy mejor —dijo en seguida León. — Aquello fue una nube que apareció súbitamente. Ya pasó, no hablemos más de ello».

Esas luchas del joven estudiante contra las dificultades y las pruebas hacen resaltar los esfuerzos de su alma para cum­plir su deber, y demuestran que sabía buscar un apoyo en los avisos de un buen consejero, e implorar el auxilio divino.

En 1857, la protección verdaderamente milagrosa de la Santísima Virgen aumentó en el joven León su confianza en la Reina del cielo, y su inclinación a la piedad.

Por el mes de Agosto iba con su padre a Soissons en un coche. En el camino se espantó el caballo y retrocedió sobre la orilla de la carretera, que en aquel paraje tenía una eleva­ción de doce a quince pies; luego dio un salto, y el coche volcó. León fue lanzado a algunos metros de allí, y rodan do el coche, vino a pasar sobre su cuerpo. Su padre, media muerto de espanto, viéndole tendido sobre la tierra, pensó levantarle ya cadáver. Pero muy pronto el hijo se levantó por sí mismo, sin novedad, en la creencia de que debía su salvación a Nuestra Señora de la Saleta, a la cual se había encomendado. Desde aquel día prometió a su libertadora un reconocimiento y un afecto que conservó toda su vida.

Todos los años, en tiempo de vacaciones, hacía a pie una o dos veces la peregrinación a Liesse, distante quince  dieciséis kilómetros. Esa peregrinación era para él una gran  fiesta. Cuando iba, no cesaba en todo el camino de hacer oración, y al volver, la alegría que llenaba su corazón lió le  dejaba sentir la fatiga del viaje. Nuestra Señora había sido verdaderamente para él Nuestra Señora de Liesse, es decir, de grande alegría.

Mas esas peregrinaciones a la distancia de algunas leguas de su país, no bastaban para su corazón agradecido; así es que concibió el proyecto de ir a la Saleta, para satisfacer una deuda que, como él creía, había contraído para con Aquella que le había salvado. He aquí la carta dirigida a su herma no, con quien tenía completa confianza:

«Soissons, 31 de Septiembre de 1859.

Desde que has ido a París con mi tío, me prometes con­tinuamente llevarme allí; pero a pesar de lo muy agradecido que te estoy por esa bondad que usas conmigo, tengo mu­cho gusto en explayar hoy mi corazón con tuyo. Bien sabes que el mío te está manifiesto y conoces lo más se­creto de él; si así no fuese, no será por culpa mía.

No obstante, hay un pequeño asunto, del cual no me he atrevido a hablarte todavía. Consiste éste, te lo confieso sencillamente, en que me llama muy poco la atención ese viaje a París, que, en resumen, no haría más que recrear mi vista, y dejaría mi alma tan vacía como antes, si ya no fuese en detrimento suyo.

Otro viaje hay que seis años hace me preocupa, y es el viaje a Nuestra Señora de la Saleta. Desde el primer año que estuve en San Quintín, en 1852—entonces tenía sólo diez años—me llamó la atención esa peregrinación, y desde entonces estoy pensando en ella.

Después de haberme encomendado a la Santísima Vir­gen y de haberlo bien meditado, creo que ha llegado el mo­mento de ejecutarlo. En las vacaciones de Pascua, pues, quiero realizar ese proyecto. Si no tengo dinero haré el ca mino a pie, y, aun cuando lo tenga, haré una parte a pie para que sea una verdadera peregrinación. Nuestra Señora de la Saleta es la que me salvó la vida; sin ella hubiera muerto en el camino de Soissons antes de haber hecho pe­nitencia alguna. Es justo, y aun necesario, que haga alguna cosa por aquella Señora a la cual debo la vida.

Mi itinerario está trazado. No llevaré conmigo sino lo indispensable, corno el Kempis, un libro de meditaciones y de oraciones y otro de lectura.

Antes de emprender mi viaje me falta una cosa importante, y es tu consentimiento. ¡Oh! Yo te lo pido, carísimo hermano, no niegues a tu hermano esta gracia. No la nie­gues a la misma Santísima Virgen; atiende al objeto de este viaje; acuérdate que debo la vida a Nuestra Señora de la Saleta».

Su digno hermano respondió dándole consejos de sabi­duría y prudencia, poniéndole a la vista las dificultades in­superables, como decía, que se oponían a aquel viaje. En­tonces, León le escribió una nueva carta:

«7 de Febrero de 1860.

CARÍSIMO HERMANO:

Tu carta me ha afectado mucho. Todavía en este mo­mento te escribo con las lágrimas en los ojos, porque leyen do esta carta, digna de un verdadero corazón de hermano, 1s he regado con mis lágrimas, pero salidas del corazón.

Hoy puedo darte algunos pormenores que en mi prime­ra carta omití. Yendo a la Saleta me propongo otro fin; cer­ca de allí reside el santo cura de Ars, con quien deseo hacer una confesión general de toda mi vida con todo el cuidado y sinceridad de mi corazón, y rogar a Dios que me haga conocer por su boca si es para mí verdadera vocación y, por consiguiente, conveniente para mi salvación, el que me di­rija a la Gran Cartuja. Porque creo que es la voluntad de Dios que me consagre a Él sin reserva, dejando a un lado todo lo que tiene relación con el mundo. Yo quisiera ser todo de Dios; suspiro por el momento en que no me ocupe más que de Dios y de hacer penitencia de mis pecados.

Pero eso no sería para quedarme en la Cartuja, créelo; no querría desobedecer a Dios, exponiéndome a ir contra la voluntad de mis padres. Estaré allí algunos días solamen­te y volveré a preparar los caminos. Si Dios me llamase a una tan feliz vocación, me parece que dejaría fácilmente to­das las cosas del mundo. Lo que me daría pena sería el de­jar mi familia; pero siempre es primero Dios. Ruégale que me conceda una tal vocación; poco me importa estar en este en el otro lugar mientras sea Él mi única ocupación, como también el llorar mis pecados; en una palabra, que esté allí donde Él me quiere. Pídele, sobre todo, y antes que todo, la perfecta abnegación de mí mismo».

Este piadoso joven, de dieciocho años, era de la índole de San Luis Gonzaga, que lloraba también sus pecados y no pensaba sino en entregarse enteramente a Dios.

En su carta añadía estas líneas, llenas de confianza y de docilidad:

«Espero de tu bondad que no dejarás, en todas las cartas que me escribas hasta la Pascua, de darme algunos avisos, según las circunstancias en que me hallo; yo no los olvidaré, sino que me serviré de ellos para mi conducta».

Su hermano le escribió para recordarle las dificultades, o  mejor, la imposibilidad de aquel viaje, y León respondió entonces con una edificante deferencia:

«CARÍSIMO HERMANO:

Si no hubiese tenido la intención de someter mi volun­tad a tu decisión, no habría tenido necesidad de comunicarte mis ideas; así es que me someto a ella como a la volun­tad de Dios, sin pensar más en ello. Pero no olvido el punto capital, que es el de abandonarlo todo para ir a hacer peni­tencia. Sería preciso que Dios Nuestro Señor operase en mí una gran mudanza para que lo olvidara».

El piadoso siervo de María, para indemnizarse de su peregrinación a la Saleta, trató de ofrecer a la Santísima Vir­gen una corona que él mismo costeó. Se dirigió al Director encargado de la Congregación de la Santísima Virgen ro­gándole que se dignase aceptar aquella corona para su buena Madre celestial, pero encargándole el más absoluto secreto sobre su obsequio. Algunos .días después, en presencia de los asociados, y a continuación de una ceremonia preparatoria, la corona bendecida fue puesta en la frente de la estatua de María. El día 31 de Diciembre escribió a su hermano dán­dole noticia de aquella ceremonia, añadiendo: «Aunque no había pedido a la Congregación, en agradecimiento, más que un Memorare y un Avemaría, dejando lo demás a la gene­rosidad del Sr. Director, me aplicaron todas las oraciones; pero yo pido a Dios que las atienda de un modo particular en provecho de mis padres. ¿Es necesario que eso se publi­que? No lo creo. La Santísima Virgen conoce mi intención, Ella repartirá mejor que nosotros esos bienes».

Todo eso nos debe traer a la memoria que los doctores de la Iglesia han mirado la devoción a la Santísima Virgen como una señal de predestinación para una alma, y como prenda de maternal protección de parte de esa divina Madre.

María, que quiso que San Juan la acompañase al Calva­rio para que contemplase los secretos de la sublime ciencia de la caridad de Jesucristo, conduce al alma cristiana a la Eucaristía, que realiza de nuevo aquellas maravillas en la in­molación de la divina Víctima y en la santa Comunión.

Ya hemos visto que León, todavía muy joven, comuni­caba a su hermano, que iba a comulgar, el fuego que le abrasaba. Sus peregrinaciones a Nuestra Señora de Liesse eran coronadas por la santa Comunión. Las hacía a pie y en ayunas, para poder comulgar en ellas, aunque a una hora muy adelantada de la mañana.

León tuvo la fortuna de hallar un día a un religioso que daba gracias a Nuestro Señor por haberle concedido el fa­vor de ver, al tiempo de la santa Misa, su costado radiante en un cuadro que le representaba crucificado. Aquel religio­so comunicó al alma del piadoso siervo de María un deseo ardiente de comulgar con frecuencia, para lo cual tuvo en­tera libertad. No se contentaba con alimentarse de ese divino maná, sino que se hacía propagador de aquella santa prácti­ca entre sus condiscípulos, y sobre todo entre los miembros de la Congregación de la Santísima Virgen; tan cierto es que el fuego no puede ocultar su calor. La comunión frecuente, que era tan conforme a los sentimientos de San Vicente de Paúl, era también recomendada por los sacerdotes de la Mi­sión, sus hijos, que estaban encargados de la dirección del Seminario menor.

También Jesucristo en el Tabernáculo era obsequiado por el piadoso estudiante con frecuentes visitas. Los con­gregantes eran fieles en visitar a Nuestro Señor, prisionero de amor en la cripta de la magnífica iglesia de San Léger , donde estaba reservado, siendo notable la asiduidad con que nuestro León lo practicaba; al principio y al fin de las re­creaciones, después de las clases, era el primero en llegar y el último en retirarse; al marcharse, lo hacía con senti­miento, teniendo su vista fija en aquel Tabernáculo, desde donde Nuestro  Señor !derramaba sobre él sus santas inspi­raciones y sus beneficios.

Asistir al santo sacrificio de la Misa era para él un pla­cer; servir al sacerdote en el altar era una de las cosas que más ambicionaba, para lo cual, desde muy joven, había sido instruido por su tío y por su hermano, sacerdotes. El adorno del altar le causaba mucha alegría; las ceremonias le arrebataban; su recogimiento era grave y estaba embe­llecido por su natural buena presencia.

«Vuestra modestia — decía el Apóstol San Pablo a los primeros cristianos — sea conocida de todos los hombres; porque el Señor está cerca de vosotros». León sentía en sí esta presencia de Dios, de lo cual resultaba aquella dulce modestia que resplandecía en su semblante.

Por medio de la santa Comunión prendió en su corazón aquel amor a la abnegación y a la caridad, que causaba en el grande celo de la gloria de Dios y tierna caridad para con Nos condiscípulos.

Era muy inclinado a dar, a prestar, a sacrificarse a sí mismo para contentar a los otros. Acogía con tal confianza los que nunca había visto, que les ganaba el corazón.

Adornado el «buen León», como se le llamaba, con tan bellas cualidades, estaba dispuesto a ejercer el apostolado de caridad y de abnegación en una Conferencia de San Vicente de Paúl, de la cual vamos a hablar.

Capítulo III

León forma parte de la Conferencia de San Vicente de Paúl en el Seminario menor de Soissons.

En 1858 y 59 habían sido confiadas por el ilustrísimo de Garsignies a la dirección de los sacerdotes de la Congregación de la Misión, que tuvo por fundador a San Vi cente de Paúl, los Seminarios mayor y menor de Soissons Los directores no podían menos de ver con agrado y de dar importancia a todo lo que era conforme al espíritu de su santo y caritativo Padre. Efectivamente, el Superior del Se­minario menor, D. Agustín Dupuy, había podido apreciar todo el bien obrado por las Conferencias de San Vicente de Paúl, tanto en los miembros que la componen y en los tes­tigos de su celo , como en favor de los pobres. Estaba bien convencido de que hallaría un poderoso elemento para el bien en la fundación de una Conferencia entre los alumnos del Seminario. Fue, pues, erigida en el Seminario menor de Soissons, a principios del año 1860. La agregación que se pidió al Consejo general de París fue concedida sin de­mora, porque desde el principio se habían formado los cua­dros, se había constituido el centro y admitido familias pobres. Los miembros de la Conferencia de la ciudad se en­cargaron con mucho gusto de instruir a los nuevos cofrades en el modo de hacer la visita a los pobres. Los principales habitantes de la ciudad, los de Sahune, de Blavette, de la Prairie, Branche de Flavigny, mezclaron de buena gana sus nombres con los de los jóvenes estudiantes, miembros de la nueva Conferencia.

Gracias a estas lecciones de caridad, de humildad y de confraternidad dadas por hermanos experimentados y de muy alta distinción, los jóvenes reclutas de la pequeña Con­ferencia se hallaron en poco tiempo muy al corriente del Reglamento y de la manera de practicar sus admirables con­sejos. Nada instruye tanto como el ejemplo, y nada es tan práctico como la vida necesariamente activa de una Confe­rencia de San Vicente de Paúl.

Los dos primeros miembros escogidos para formar parte de la nueva Conferencia, fueron dos jóvenes estudiantes de la clase de Retórica. Uno de ellos, que poco después empezó la carrera de Medicina, murió en la flor de la edad. El se­gundo, guiado por caminos verdaderamente admirables de la providencia, llegó a ser Obispo. Había, como su amigo, formado el proyecto de ir a París para estudiar Medicina; pero Dios le dio a entender que por encima del ministerio de la caridad corporal había otro ministerio más elevado, el ministerio que tiene por objeto la salud de las almas. Todos los días, después de la comida, iba con su amigo a distribuir las sobras que habían dejado los estudiantes a los pobres que acudían al Seminario para recibirlas. Se organizaron también las visitas de los pobres a domicilio. La caridad, lla­ma divina, traída por Nuestro Señor al mundo, y de la cual quiso que todos los corazones estuviesen abrasados, no tar­dó en comunicar una nueva vida a nuestros nuevos miem­bros de la Conferencia.

El joven León no tardó en inscribir su nombre en la Conferencia establecida en el Seminario, apresurándose a dar esa feliz noticia a su familia, mediante una carta que es­cribió a su hermana María en estos términos:

CARÍSIMA HERMANA:

«Como sé la ternura de tu corazón para con los pobres, según me lo indican los sentimientos de compasión que te he visto manifestar hacia ellos, me apresuro a darte en este día detallada noticia de una humilde obra destinada a con­solar a los representantes de Nuestro Señor Jesucristo, y aliviar su miseria.

Esta obra es una Conferencia de San Vicente de Paúl, establecida en el Seminario. Tú sabes, sin duda, lo que es una Conferencia de San Vicente. Muchas veces habrás oído hablar de la de San Quintín. Pues bien; en el Seminario, la 1.011ferencia es la misma en cuanto a su principio, en cuanto sus reglas y en cuanto a su fin. Aquí me preguntarás: ¿Pero y con qué hacéis las limosnas? Esos señores de las ciu­dades son ricos. Pero vosotros, seminaristas, ¿de qué podéis disponer?

Es verdad que nuestros recursos son pequeños, nues tros fondos no son considerables. Pero nuestro amado Su­perior, hijo de San Vicente de Paúl, nos enseña a alegrar­nos como aquel gran Santo al vernos obligados a practicar la caridad aun en la pobreza. Porque, nos dice, si lo tuvierais todo a vuestra disposición, si viniesen a poneros el dinero en la mano, ¿qué mérito tendríais? Tal vez ninguno. Mientras que no teniendo nada, es necesario industriarse para tener alguna cosa que dar. Sin embargo, tenemos cada día las so­bras de nuestras mesas, que, conservadas con limpieza, se distribuyen a los pobres por dos socios de la Conferencia. Todos los días vienen a recibir su limosna cinco familias; otras tres reciben bonos de pan. De suerte que ya en éste momento, ocho familias son socorridas por nuestra Confe­rencia. Son visitadas regularmente cada semana por dos miembros de la Conferencia y un director de la casa que los acompaña.

En estas visitas es donde se ve la miseria en toda su ex­tensión y donde se aprende a compadecerse de los dolores de los desgraciados.

Esta carta de León es una clara explicación del programa de Conferencias de San Vicente de Paúl. La Conferencia de un Seminario menor es idéntica a las otras Conferencias que existen en las grandes ciudades.

Más adelante diremos el modo con que nuestro joven miembro de las Conferencias, León, conocía que tenía en aquella obra una escuela de progreso espiritual.

Su alma era muy sensible, y su corazón generoso no po­día contener su emoción a la vista de los pobres sin recur­sos. Velase obligado a manifestar su pena, como en otro tiempo San Vicente de Paúl, que exclamaba: «¡Los pobres son mi peso y mi dolor!»

Por el mes de Noviembre de 1861 escribía a su hermano lo siguiente:

«Nuestra pequeña Conferencia está siempre en vigor; pero ¡qué pocos son nuestros recursos comparados con las necesidades de nuestros pobres! ¡Cuántos no tienen siquiera el pan necesario! Uno de ellos, hombre fuerte, se halla aho­ra mismo sin poder encontrar trabajo. Allá le tiene Ud. con cinco hijos, sin el menor recurso, fuera del que proporciona su mujer, que gana unos treinta y dos céntimos al día. ¡Cuánto mérito tendrían esos desgraciados a los ojos de Dios si supieran sufrir sus penas!».

En menos de diez años, la Conferencia del Seminario menor de San Léger constaba ordinariamente de más de cincuenta miembros, escogidos entre las clases superiores, y llegaba a un presupuesto de tres mil francos. El excelente presidente, Sr. Baudon, que tan bien sabía animar a los jó­venes en su apostolado de caridad, recibiendo la cuenta que le presentaban de las obras de aquella Conferencia, escribía al Superior: «Estoy admirado de lo que hacen vuestros jó­venes de la Conferencia; ellos tienen entre manos obras tan importantes como las de las Conferencias antiguas estable­cidas en grandes ciudades». Las obras, en efecto, se mul­tiplicaban, aun cuando los recursos no eran muy abun­dantes.

¿De dónde procedía aquella fecundidad prodigiosa? De Dios, sin duda, de quien desciende todo don perfecto, y de la oración que le movía a derramar aquellas bendiciones; pero también de la santa emulación de caridad que reinaba entre los miembros. Cada semana, los de la Conferencia, después de haber dado cuenta de su visita a las familias asis­tidas, manifestaban sencillamente sus deseos, sus proyectos, las nuevas industrias de su celo para desarrollar las obras y arbitrar recursos.

A las obras ordinarias de la Conferencia del Seminario menor de Soissons conviene añadir una, promovida por las circunstancias.

Preciso es, sin duda, que todos los recursos de una Con­ferencia vayan a parar a los pobres; sin embargo, ¿no se ha visto que las Conferencias de todo el mundo contribuyeron para edificar la capilla de San Vicente de Paúl en la grande Basílica del Sagrado Corazón de Montmartre, en París?

Pues bien: el Papado, que es el arca bendita donde todos los pueblos pueden ir a buscar un refugio para escapar del diluvio del mal, se hallaba expuesto a la más espantosa tem­pestad. Estaba a punto de perder con el poder temporal secu­lar que Dios, los Reyes y los pueblos le habían confiado, la libertad necesaria para gobernar la Iglesia.

Los católicos más fieles a las tradiciones de fe y de pa­triotismo dieron la sangre de sus hijos, y muchos de ellos murieron mártires en los campos de Loreto y de Castelfidardo, añadiendo al sacrificio de sangre el de sus intereses.

Pero grandes y pequeños amaban a Pío IX, y éstos con­currieron como soldados ó aumentaron con sus modestas ofertas el dinero de San Pedro.

Los jóvenes socios de la Conferencia de San Léger sen­tían dilatarse sus deseos, y quisieron sostener la causa del Papado, como la causa de Dios, para lo cual, por espacio de dos años, se industriaron y pudieron sostener a sus expen­sas dos zuavos pontificios, dando por cada uno la suma ne­cesaria de 1.000 pesetas.

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