Las mártires de Barcelona

Mitxel OlabuénagaBiografías de Hijas de la CaridadLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Elías Fuente · Año publicación original: 1942.
Tiempo de lectura estimado:

Sor Toribía Martícorena y Sor Dorinda Sotelo

En Barcelona hemos tenido dos mártires Hijas de la Ca­ridad. Dos figuras simpatiquísimas. Dos modelos de atrayen­te ejemplaridad. Dos caracteres bien distintos. Dos extremos que se tocaron en vida y a los que la muerte unió para siempre bajo un mismo arco de triunfo, tejido con palmas de inmortalidad.

Tales fueron Sor Toribia Marticorena y Sor Dorinda Sotelo.

Su martirio esencial se dibuja con dos pinceladas de horror. Vinieron los de la F.A.I., se las llevaron en un coche y, antes de que el reloj marcara unos cuadrantes, sus almas habían volado raudas al Cielo, tras ruda y desigual lucha por defender el honor de su cuerpo virginal, que yacía cubierto de púrpura, que entretejiera con urdimbre de coágulos san­guíneos allá en las vertientes del Tibidabo.

En Santa Coloma de Gramanet, entre Barcelona y Badalo­na, en pintoresca colina, se levantan airosas edificaciones que constituyen el Sanatorio Antituberculoso llamado del Espíri­tu Santo. A la Comunidad encargada del mismo pertenecían Sor Toribia y Sor Dorinda.

Sustos, registras y vejámenes tuvieron que sufrir las Hermanas desde el 19 de julio, bien de mañana, en que la canalla marxista se lanzó a la calle en Barcelona y sus alrededores.

«Sin embargo —escribe una de ellas , las Hermanas se­guíamos con nuestro santo hábito, porque nos parecía cobar­día quitárnoslo sin que ellos (los revolucionarios) lo orde­nasen…»

«Por fin (el día 22 del mismo mes, por la noche), llega­ron los señores del Comité, con orden de que nos quitásemos el hábito y diciendo que pasábamos a ser ciudadanas.»

Y como ciudadanas y camaradas enfermeras vivieron aún en el Sanatorio, durante otros ocho días, todas las Hermanas de la Comunidad. Al cabo, empezó su odisea.

«Nosotras, viendo lo mal recibidas que eran nuestras Her­manas de los suyos y que no podíamos salir sino con extraños, y sin poder ir con, nadie por el miedo que reinaba en todos, nos determinamos cinco Hermanas a pedir al Director, que era un anarquista, que nos dejase como enfermeras, lo que aceptó con gusto y nos aprobó la Generalidad.»

De momento, para todas se resolvió la situación; pero les quedaba mucho que peregrinar de puerta en puerta. Y vinie­ron los consiguientes apuros.

El Dr. Barchau, Director Médico del Sanatorio, desde el primer momento se puso a disposición de las perseguidas Her­manas con todo cuanto valía y poseía. En la casa de su padre, sita en la calle de Roger de Flor, 80, se refugiaron la Supe­riora y cuatro Hermanas más, entre ellas, Sor Toribia y Sor Dorinda.

Mas no tardó en llegar el día en que el caritativo doctor, D. José María Barchau, tuvo que poner pies en polvorosa. Y en, casa dejó a su hijito con la cocinera y la «dida» o maes­tresa, en castellano ama seca.

Estas se propusieron, desde aquel entonces, vivir como se­ñoras. Y cierto día, alegando que constituían un compromiso, rompieron santos y quemaron libros. Enterada del caso la es­posa del doctor, se personó en su casa y las reprendió severa­mente. La cocinera se marchó aquel mismo día, por no aguan­tar el chaparrón, y el ama amenazó con hacer tres cuartos de lo mismo. En aquel trance, el doctor rogó a la Superiora que enviara una Hermana para que se hiciera cargo de su casa. Accedió con disgusto y por gratitud Sor Pujadas, dando tal cometido a Sor Dorinda. El ama se puso con ella en plan im­posible. Su insolencia crecía de día en día. La obligaba a dar­le buena comida y bien aderezada. Y la pobre Sor Dorinda, niña de veintiún años, nunca se había visto en semejantes »0a- jes. ¡Lo que lloró la cuitada! ¡Qué quincena tan amarga! El ama perdió los estribos y con las mujerucas y criadas hablaba contra las monjas, sin recatarse, desde luego, de decir que en su casa tenía una de mandamás.

A la postre, se fué. Y entonces llegó a hacer compañía a Sor Dorinda, Sor Toribia. Sor Dorinda respiró. ¡Qué bien lo iban a pasar sin aquel mal bicho! Mas la dicha completa qué poco duró. Se enteraron a los pocos días de que el ama venía de cuando en cuando a preguntar a la portera si estaban las monjas en casa.

Hasta que sucedió lo que era de temer.

El día 24 de octubre de 1936, sábado, y a las once de la mañana, una pandilla de ocho milicianotes de la F. A. I. irrumpió en el piso que las dos Hermanitas habitaban, y sin tardar mucho bajaban con las dos corderillas, las hacían en­trar en los dos coches que tenían preparados a la puerta de la casa y…

Su conducta con ellas dentro de la casa debió de ser des­cortés en suma y aun brutal. Sus pésimas intenciones se pusie­ron bien al descubierto. Ciertas estaban de que había llegado la hora del sacrificio, pues Sor Dorinda tuvo la precaución de meter en el bolsillo del niño, que los anarquistas hicieron, se quedara con la portera, un papelito con el número de un te­léfono, para que avisaran a uno de los médicos amigos y por él a la Superiora de su desaparición.

A las dos horas volvieron los mismos milicianos a la casa, que desvalijaron a su placer.

Un miliciano harto rojillo, pero que por haber estado enfermo en el Sanatorio y al cuidado de Sor Toribia, estimaba a ésta grandemente y repetidas veces la había ofrecido su casa, más dos médicos, los doctores D. Gerarda Manresa y D. Juan Bautista Roset, se pusieron en movimiento para averiguar lo ocurrido a las dos Hermanas. Y las hallaron el lunes, día 26, del todo descompuestas y con trazas de haber sufrido fuerza, en el depósito del Hospital Clínico de Barcelona. Para dar más fe de tu identificación, el sobredicho miliciano llevó a otras dos Hermanas de la misma Comunidad un zapato de cada una de las muertas. Tras todas las pesquisas puestas en juego, no que­dó punto de duda de que eran ellas.

Sus restos descansan en la fosa común del Cementerio Nuevo de Barcelona.

En las Oficinas de Identificación se han encontrado las fichas siguientes, que corresponden sin duda a Sor Toribia y Sor Dorinda. Para mayor abundamiento, aquel día no mata­ron más mujeres en Barcelona. Dicen, así las fichas:

«Ficha núm. 263, B.–Una mujer (Tibidabo, carretera de las Aguas) de unos cincuenta años, talla alta, gruesa. Traje marrón, cuadros blancos. Presenta heridas por arma de fuego en la región temporal derecha, otra lateral derecha del cuello, dos en la región frontal y dos en la mejilla izquierda, con fractura del maxilar inferior.

Diagnóstico: Hemorragia cerebral traumática.»

«Ficha núm. 264, B.—Una mujer (Tibidabo, carretera de las Aguas) de unos veinticinco a treinta años, talla regular, buena constitución, ropas color. Abrigo negro. Presenta heri­das por arma de fuego en el mentón y cara lateral derecha y cuello.

Diagnóstico: Hemorragia cerebral traumática.»

Las sospechas de la denuncia recaen sobre la ya para los lectores tristemente famosa «dida» o ama seca del niño del Dr. Barchau. Además de las razones apuntadas, porque pare­ce ser que los facinerosos iban también en busca de éste. Mas a las simples conjeturas, pues los datos conocidos no dan mayor fuerza, nosotros nos permitimos hacer la siguiente insinua­ción: ¿No irían más bien los milicianos en busca del doctor, y, al no encontrarle, cebaron su rabia en las Hermanas, una vez averiguado que lo eran, cosa fácil para semejantes sabue­sos, y más con la pinta de tal que tenía Sor Toribia? Porque, e insistimos sobre el particular por ser de trascendencia para el posible proceso de beatificación,’ lo único que se ha podido averiguar respecto a los milicianos es que pertenecían a la cé­lebre «Patrulla del Clot», barriada entre San Andrés y Barce­lona. Por tanto, aunque es posible que su actuación obedecie­ra a instigaciones de la cocinera o de la «dida» del doctor, animadas de espíritu de venganza hacia las Hermanas, que, por lo demás, nada malo las hicieron, no se excluye ni mucho menos la posibilidad de que el tiro viniera por otros cien mil caminos

Réstanos trazar en breves rasgos las semblanzas de estas dos ilustres mártires, lamentando no poseer amplitud de da­tos, que ya no se podrán conseguir, porque Sor Toribia fué siempre violeta escondida, y Sor Dorinda era capullo entre­abierto en la Congregación.

 

Sor Toribia Marticorena Sola era natural de Murugarren (Navarra), donde nació el 27 de abril de 1882. Sus padres se llamaban Santiago y Manada. Ingresó en el Instituto de las Hijas de San Vicente el 12 de mayo de 1905. Estuvo destinada en el Hospital Provincial de Valladolid. En 1921 llegó a Ma­rruecos en la expedición de Hermanas que presidió el llorado

P. José Ibáñez, siendo destinada a Larache. En el Sanatorio de Santa Coloma llevaba doce años.

«Al fin, se puso en condiciones de ingresar, en la Compa­ñía, y marchó a hacer la prueba en León, donde Sor Ciselia Solchaga tuvo ocasión de ver que esta joven era distinta de las demás, por algo que no se explicaba. ¡Qué angelical! ¡Qué avisadita! Sin mandarle las cosas las prevenía.»

«Entró en el Noviciado el 20 de mayo de 1933, y en las pocas cartas que desde entonces me escribió pude entrever la alegría de su alma al pertenecer a la Compañía.»

«En mi concepto, todo lo bueno que se diga de ella es poco, porque la gracia del Espíritu Santo la inundó. Era una aldeanita de las del tiempo de San Vicente.»

«Parece que la estoy viendo, cuando un día la interroga­ba sobre la primera idea de darse a Dios. Mire usted, me dijo: fueron unas monjitas a mi pueblo, y estando en la iglesia, volví la cabeza y las vi. Sentí tanta alegría, que, mirando al altar, le dije al Señor: Yo quiero dejar el mundo y ser como esas almas. Se ve que el Señor aceptó sus santos anhelos y la quiso coronar con el martirio. Bendito sea El, y quiera man­darnos muchas Sor Dorindas, que embalsamen con el buen olor de sus virtudes los sitios por donde hayan de pasar.»

Dijimos al principio que Sor Toribia y Sor Dorinda eran dos temperamentos muy distintos. En efecto, la una era seria y la otra un cascabel. Mas las dos eran un caso. La formalidad de Sor Toribia sufría y aun se prestaba al genio animado y ju­guetón de Sor Dorinda. Como ésta era tan joven, las enfermas se permitían con ellas algunas bromas, y Sor Dorinda se ven­gara inocentemente traspasándolas a Sor Toribia. Un día dijo aquélla a ésta:

—Sor Toribia.

—¿Qué?

—¡ Cómo se le nota!

—Qué se me nota?

—Que tiene usted cara de idiota.

—¡Bobadas! Con las chiquillas, chiquilladas. Más te val­dría si dirías jaculatorias.

Y mientras Sor Dorinda, como huyendo presurosa de la amenaza que aparatosamente esgrimía Sor Toribia, bondadosa y complaciente, alegraba con su risa comunicativa y retozona las estancias de aquella mansión del dolor.

Sor Toribia no lograba ocultar bajo los pliegues de su hu­mildad sus preclaras dotes. Y los Superiores la apreciaban grandemente. En 1929 llegó al Sanatorio preconizada Supe­riora; pero supo excusarse. Lo propio hizo cuando, años des­pués, la destinaron a Larache para idéntico honorífico cargo.

A este propósito decía: «Aunque la obediencia hace mila­gros, yo no sé cómo han informado de mí. Yo no me opongo, pero es que no valgo.» Tan pobre concepto tenía de sí.

De su amor al trabajo., y al trabajo humillante, quedan muchos recuerdos en el Sanatorio del Espíritu Santo de San­ta Coloma de Gramanet.

Porque parecía tener pasión por barrer y fregar el suelo, un año, el día de su Santo, le regalaron las enfermeras un es­cobón y una bayeta.

Se había hecho célebre una carterita hecha por ella mis­ma y que siempre llevaba prendida a la faltriquera, en la cual echaba cuanto encontraba aprovechable, tirado por el suelo: botones, cuerdecitas, alfileres, etc. así que, cuando al­guna de las Hermanas o de las enfermeras y enfermas nece­sitaban alguna de estas minucias, venía el consabido: —Sor Toribia, ¿tiene un botón?

—Toma, hija.

Para que estrenase una prenda —escribe una de las Her­manas— teníamos que ponernos fuertes y quitarle la vieja y esconderla.

Grifos y luces no dejaba uno inútilmente abierto. Parecía andar al cierre de los mismos.

Con las enfermas, más de una vez ejercitó la caridad hasta el grado heroico. Ella asistió con asiduidad a una, que estaba lo que se dice completamente podrida.

Caritativamente considerada, no sólo era heroica, era de­licada. «Estábamos en Misa, escribe una compañera, y alguna enferma tosía; pronto echaba mano al bolsillo.: no le falta­ba un caramelo para mitigar la tos de sus queridas enfermas.»

Así era de buena Sor Toribia Marticorena. «Con tal que se termine esta espantosa guerra —decía—, y no se ofenda tanto a Dios, poco importan nuestras vidas.»

Dios aceptó su ofrecimiento.

 

Sor Dorinda Sotelo Rodríguez nació en Santa María Lo­doselo (Orense) el 15 de febrero y fue bautizada el 18 del mismo mes y año. Sus padres, Manuel y Rosa, siempre fue­ron de intachable conducta moral y religiosa. Fue confirmada en la iglesia parroquial de Trasmiras el 15 de mayo de 1922.

Cuando tenía unos doce años de edad quedó huérfana de madre.

El 29 de septiembre de 1930 fue admitida en el Colegio de la Purísima que las Hijas de la Caridad dirigen en Oren­se. «Al recibirla —escribe Sor Asunción Domínguez— noté en su semblante un candor excepcional que siempre con­servó.»

El 8 de diciembre del mismo año 30 fue admitida como aspirante en la Asociación de las Hijas de María. –

Su atraso en materia de instrucción era enorme. ¡Pero, qué cuidado puso en todo, y qué humilde y qué sencilla y qué agradecida se la encontraba siempre!»

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *