Las Hijas de la Caridad francesas durante la revolución (1789-1792)

Mitxel OlabuénagaHistoria de las Hijas de la CaridadLeave a Comment

CREDITS
Author: .
Estimated Reading Time:

A la revolución misma de 1789 podían aplicarse con todo rigor aquellas palabras que Macaulay estampó como un cauterio en la frente de uno de los personajes que más tristemente sobresalieron en ella, a saber: que «ni en la historia ni en la fábula se ha hecho nunca mención de hombre ni de demonio alguno que haya logrado acer­carse tanto como él al ideal de la perversidad consuma­da en todas sus manifestaciones». Más que el hecho en sí, de tan espantosa crueldad en su conjunto, y de tan infernal desorden, admira, quizá, la posibilidad de él. Desde que Jesucristo vino al mundo, jamás se ha encar­nado el infierno en una sociedad como en la francesa de aquellos espantosos días. Fue aquella hora verdadera hora de las tinieblas. En el odio estúpido que la Revolu­ción profesó a toda idea religiosa, llegó a ensañarse has­ta con las Hijas de la Caridad, que sólo beneficios y con­suelos habían derramado en el mundo, especialmente en las clases menesterosas y afligidas. No fue éste el menor ni el menos vergonzoso de sus atropellos.

Por él, en algún modo, puede decirse que dio comien­zo. El 13 de julio, víspera de la toma de la Bastilla, un grupo de ciento cincuenta desalmados penetraron, a eso de las dos y media de la mariana, en la casa de San Lá­zaro, de los Padres Paúles, y a ciencia y paciencia de las autoridades, estuvieron saqueándola de la mañana a la noche. La casa de formación de las Hijas de la Cari­dad, que estaba en frente, se libró de sufrir la misma suerte por una especie de milagro; pero no pudo evitar el ser requisada, primero, a las once de la mariana del mismo día, por quince de aquellos forajidos, y después, de cuatro a cinco de la tarde, por dos centenares de hom­bres y mujeres armados de picas, de palos y de pistolas.

Compréndese el susto, la ansiedad y el sobresalto de las pobres Hermanas. Al fin, como en vez de los tesoros de trigo y de dinero que pensaban, encontrar, sólo hallaron pobreza y sencillez, se retiraron, sin otra consecuencia para las Hermanas que la del mal rato que las habían he­cho pasar.

Los acontecimientos revolucionarios se precipitaron, como es sabido, con tal rapidez, que ya no las dejaron día seguro. Excusándose la Superiora General, Sor Renata Dubois, de no enviar a la Compañía, según costumbre, las notas biográficas de las Hermanas difuntas, escribía: «Es para mí de mucho sentimiento…; pero desde el 13 de julio último se pasan nuestros días en tan continuas alarmas e inquietudes, que hemos caído enfermas».

Realmente, el cariz que seguían presentando los pú­blicos acontecimientos, no eran para tranquilizar a nadie. Con todo, las amarguras de Sor Renata Dubois en aque­llos primeros avances de la Revolución fueron cosa de juego para lasque aguardaban a su sucesora, Sor María Antonieta Deleau, elegida Superiora General del Insti­tuto en Mayo de 179o. El juramento a la Constitución civil del Clero, que separaba la Iglesia de Francia de la Iglesia universal y la sometía, contra todo derecho, al Estado de la nación, fue la causa más inmediata de las persecuciones y malos tratamientos suscitados contra los fieles, y, entre ellos, contra las Hijas de la Caridad. Mu­chos sacerdotes, es decir, la mayor y más sana parte de ellos, se negaron a jurar. El Poder civil les desposeyó entonces de sus iglesias y se las entregó a los cismáti­cos y juramentados. Como era natural, los buenos cató­licos huían de comunicar con éstos en los actos del culto, y acudían a oír misa y a recibir los Sacramentos en las capillas particulares, donde celebraban los sacerdotes no juramentados.

Los satélites de la Revolución no pudieron llevar en paciencia esta noble conducta, que así hacía fallar sus planes, y una multitud de mujeres y de hombres, disfrazados, penetró con violencia en las casas de las Hijas de la Caridad y de otras Comunidades de Religiosas, per­siguiendo, desnudando y maltratando afrentosamente a aquellas almas puras, entregadas a la práctica de la vir­tud, y en su mayor parte, además, al alivio de los menes­terosos. «Las Hijas de la Caridad, escribía L’Ami du Roi, sufrieron estas odiosas violencias de manos de aquellos mismos hombres y mujeres cuya miseria y en­fermedades tantas veces habían socorrido y curado». Tres de ellas, empleadas en socorrer a los enfermos de la parroquia de Santa Margarita, murieron a consecuencia de tan bárbaros atropellos.

Inútiles, en último resultado, fueron todas las protes­tas. La noche de los rencores más absurdos y de las in­justicias más irritantes envolvía a toda Francia. En el Hospital de Hennebón colocaron una pieza de artillería a la puerta, y amenazaron a las Hermanas con disparar­la contra el establecimiento si no salían de él. No las que­dó otro remedio. Creyéndose más seguras, buscan asilo en Belle-Isle-en-Mer; pero también del allí son echadas, en­tre los denuestos y algazara de una chusma de doscien­tos militares, que al reconducirlas al buque, iban gritan­do: «i La maldición de la Isla se va! La maldición de la Isla se va!»P or zafia y odiosa que tal conducta pa­rezca, era muy natural, tan natural como que de un char­co corrompido se levanten fétidos vapores y contagiosos miasmas. En otros puntos las vestían de burla, y en esta forma las paseaban en un asno por las calles de la ciu­dad, excitando la risa del público. «El populacho de Bur­deos sumergió a dos Hijas de la Caridad en las aguas del Garona; las sacó, las volvió a sumergir, y continuó en este juego criminal hasta que las víctimas corrieron ver­dadero peligro de expirar en él. En Versalles fueron lle­vadas a palos y a azotes hasta la iglesia de la parroquia, en que estaba diciendo misa el cura constitucional».

Bienaventurados los que padecen sin más motivo que el de su inocencia.

En el progreso acelerado de esta nueva clase de liber­tad, igualdad y fraternidad, la Asamblea Legislativa abo­lió, con fecha 6 de abril de 1692, todas las Comunidades y Congregaciones, sin exceptuar a las hospitalarias, lo propio que todo hábito eclesiástico y religioso. La ley se promulgó, y empezó a cumplirse el 18 de agosto. Las Hi­jas de la Caridad perdieron, en virtud de ella, casi to­das sus casas, en número de más de quatrocientas; se vistieron de seglares y se retiraron con sus familias. La Madre General se recogió con la suya en Bray, diócesis de Amiens. En algunos establecimientos pudieron seguir prestando sus servicios a los pobres, a causa de no haber quien las sustituyese; pero en calidad de particula­res y sin distintivo exterior de ninguna clase.

Aun en tales condiciones, no cesó de perseguirlas la saña de la Revolución; y muchas, a causa de sus creen­cias o de sus prácticas y costumbres religiosas, fueron sepultadas en las cárceles, de donde algunas no salieron sino para acudir, como tantas otras religiosas, sacerdotes y simples fieles, a la arena del martirio. Flores purpú­reas, segadas por el huracán de la novísima persecución y envueltas. en su propia sangre, fueron Sor María Ana Vaillot y Sor Odila Baumgarten, del Hospital de Angers; Sor María Fontaine, Sor Juana Gérard, Sor María Lanel y Sor Magdalena Fantou, de la casa de Arras, beatifica­das por Benedicto XV en 1920; Sor Margarita Rután, Superiora del Hospital de San Eutropio, en Dax, y otras.

El árbol de las Hijas de la Caridad en Francia había sido tronchado y abatido, pero regado con la sangre vi­vificadora y lustral de estas puras e inocentes víctimas, no podía perecer: aunque laboriosamente, le veremos en otro artículo llenarse de ramos y hojas y ser, como en Espa­ña y en todo el mundo, lustre de la Iglesia y principio de salud y de consuelo para muchas almas.

PONCIANO NIETO

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *