A la revolución misma de 1789 podían aplicarse con todo rigor aquellas palabras que Macaulay estampó como un cauterio en la frente de uno de los personajes que más tristemente sobresalieron en ella, a saber: que «ni en la historia ni en la fábula se ha hecho nunca mención de hombre ni de demonio alguno que haya logrado acercarse tanto como él al ideal de la perversidad consumada en todas sus manifestaciones». Más que el hecho en sí, de tan espantosa crueldad en su conjunto, y de tan infernal desorden, admira, quizá, la posibilidad de él. Desde que Jesucristo vino al mundo, jamás se ha encarnado el infierno en una sociedad como en la francesa de aquellos espantosos días. Fue aquella hora verdadera hora de las tinieblas. En el odio estúpido que la Revolución profesó a toda idea religiosa, llegó a ensañarse hasta con las Hijas de la Caridad, que sólo beneficios y consuelos habían derramado en el mundo, especialmente en las clases menesterosas y afligidas. No fue éste el menor ni el menos vergonzoso de sus atropellos.
Por él, en algún modo, puede decirse que dio comienzo. El 13 de julio, víspera de la toma de la Bastilla, un grupo de ciento cincuenta desalmados penetraron, a eso de las dos y media de la mariana, en la casa de San Lázaro, de los Padres Paúles, y a ciencia y paciencia de las autoridades, estuvieron saqueándola de la mañana a la noche. La casa de formación de las Hijas de la Caridad, que estaba en frente, se libró de sufrir la misma suerte por una especie de milagro; pero no pudo evitar el ser requisada, primero, a las once de la mariana del mismo día, por quince de aquellos forajidos, y después, de cuatro a cinco de la tarde, por dos centenares de hombres y mujeres armados de picas, de palos y de pistolas.
Compréndese el susto, la ansiedad y el sobresalto de las pobres Hermanas. Al fin, como en vez de los tesoros de trigo y de dinero que pensaban, encontrar, sólo hallaron pobreza y sencillez, se retiraron, sin otra consecuencia para las Hermanas que la del mal rato que las habían hecho pasar.
Los acontecimientos revolucionarios se precipitaron, como es sabido, con tal rapidez, que ya no las dejaron día seguro. Excusándose la Superiora General, Sor Renata Dubois, de no enviar a la Compañía, según costumbre, las notas biográficas de las Hermanas difuntas, escribía: «Es para mí de mucho sentimiento…; pero desde el 13 de julio último se pasan nuestros días en tan continuas alarmas e inquietudes, que hemos caído enfermas».
Realmente, el cariz que seguían presentando los públicos acontecimientos, no eran para tranquilizar a nadie. Con todo, las amarguras de Sor Renata Dubois en aquellos primeros avances de la Revolución fueron cosa de juego para lasque aguardaban a su sucesora, Sor María Antonieta Deleau, elegida Superiora General del Instituto en Mayo de 179o. El juramento a la Constitución civil del Clero, que separaba la Iglesia de Francia de la Iglesia universal y la sometía, contra todo derecho, al Estado de la nación, fue la causa más inmediata de las persecuciones y malos tratamientos suscitados contra los fieles, y, entre ellos, contra las Hijas de la Caridad. Muchos sacerdotes, es decir, la mayor y más sana parte de ellos, se negaron a jurar. El Poder civil les desposeyó entonces de sus iglesias y se las entregó a los cismáticos y juramentados. Como era natural, los buenos católicos huían de comunicar con éstos en los actos del culto, y acudían a oír misa y a recibir los Sacramentos en las capillas particulares, donde celebraban los sacerdotes no juramentados.
Los satélites de la Revolución no pudieron llevar en paciencia –esta noble conducta, que así hacía fallar sus planes, y una multitud de mujeres y de hombres, disfrazados, penetró con violencia en las casas de las Hijas de la Caridad y de otras Comunidades de Religiosas, persiguiendo, desnudando y maltratando afrentosamente a aquellas almas puras, entregadas a la práctica de la virtud, y en su mayor parte, además, al alivio de los menesterosos. «Las Hijas de la Caridad, escribía L’Ami du Roi, sufrieron estas odiosas violencias de manos de aquellos mismos hombres y mujeres cuya miseria y enfermedades tantas veces habían socorrido y curado». Tres de ellas, empleadas en socorrer a los enfermos de la parroquia de Santa Margarita, murieron a consecuencia de tan bárbaros atropellos.
Inútiles, en último resultado, fueron todas las protestas. La noche de los rencores más absurdos y de las injusticias más irritantes envolvía a toda Francia. En el Hospital de Hennebón colocaron una pieza de artillería a la puerta, y amenazaron a las Hermanas con dispararla contra el establecimiento si no salían de él. No las quedó otro remedio. Creyéndose más seguras, buscan asilo en Belle-Isle-en-Mer; pero también del allí son echadas, entre los denuestos y algazara de una chusma de doscientos militares, que al reconducirlas al buque, iban gritando: «i La maldición de la Isla se va! La maldición de la Isla se va!»P or zafia y odiosa que tal conducta parezca, era muy natural, tan natural como que de un charco corrompido se levanten fétidos vapores y contagiosos miasmas. En otros puntos las vestían de burla, y en esta forma las paseaban en un asno por las calles de la ciudad, excitando la risa del público. «El populacho de Burdeos sumergió a dos Hijas de la Caridad en las aguas del Garona; las sacó, las volvió a sumergir, y continuó en este juego criminal hasta que las víctimas corrieron verdadero peligro de expirar en él. En Versalles fueron llevadas a palos y a azotes hasta la iglesia de la parroquia, en que estaba diciendo misa el cura constitucional».
Bienaventurados los que padecen sin más motivo que el de su inocencia.
En el progreso acelerado de esta nueva clase de libertad, igualdad y fraternidad, la Asamblea Legislativa abolió, con fecha 6 de abril de 1692, todas las Comunidades y Congregaciones, sin exceptuar a las hospitalarias, lo propio que todo hábito eclesiástico y religioso. La ley se promulgó, y empezó a cumplirse el 18 de agosto. Las Hijas de la Caridad perdieron, en virtud de ella, casi todas sus casas, en número de más de quatrocientas; se vistieron de seglares y se retiraron con sus familias. La Madre General se recogió con la suya en Bray, diócesis de Amiens. En algunos establecimientos pudieron seguir prestando sus servicios a los pobres, a causa de no haber quien las sustituyese; pero en calidad de particulares y sin distintivo exterior de ninguna clase.
Aun en tales condiciones, no cesó de perseguirlas la saña de la Revolución; y muchas, a causa de sus creencias o de sus prácticas y costumbres religiosas, fueron sepultadas en las cárceles, de donde algunas no salieron sino para acudir, como tantas otras religiosas, sacerdotes y simples fieles, a la arena del martirio. Flores purpúreas, segadas por el huracán de la novísima persecución y envueltas. en su propia sangre, fueron Sor María Ana Vaillot y Sor Odila Baumgarten, del Hospital de Angers; Sor María Fontaine, Sor Juana Gérard, Sor María Lanel y Sor Magdalena Fantou, de la casa de Arras, beatificadas por Benedicto XV en 1920; Sor Margarita Rután, Superiora del Hospital de San Eutropio, en Dax, y otras.
El árbol de las Hijas de la Caridad en Francia había sido tronchado y abatido, pero regado con la sangre vivificadora y lustral de estas puras e inocentes víctimas, no podía perecer: aunque laboriosamente, le veremos en otro artículo llenarse de ramos y hojas y ser, como en España y en todo el mundo, lustre de la Iglesia y principio de salud y de consuelo para muchas almas.
PONCIANO NIETO