Antes de presentar a ustedes a las Hijas de la Caridad en los Campos de Batalla durante el período tenido en cuenta por este Coloquio, deseo darles a conocer el pensamiento que tenía San Vicente de Paúl acerca del servicio de sus Hijas, porque el precursor, realmente, es él, ya que las Hijas de la Caridad no han hecho sino cumplir lo que él les recomendaba.
En una conferencia del 18 de octubre de 1655, cuyo título era «Sobre el fin de la Compañía», les dijo entre otras cosas:
«…Por tanto, el fin al que debéis tender es honrar a Nuestro Señor Jesucristo, sirviéndole en los niños para honrar su infancia, en los pobres necesitados como en el Nombre de Jesús y como a esas pobres gentes a las que asististeis cuando vinieron a refugiarse en París por causa de las guerras. Así es como tenéis que estar dispuestas a servir a los pobres en todos los sitios a donde os envíen: al ejército, como habéis hecho cuando os han llamado allá, a los pobres criminales y en cualquier otro lugar en donde podáis asistir a los pobres, ya que es ese vuestro fin…
Así es como habéis de portaros para ser buenas Hijas de la Caridad, para ir adonde Dios quiera; si es a África, a África, al ejército, a las Indias, adonde os pidan, ¡enhorabuena!; sois Hijas de la Caridad y hay que ir… Nunca os lo recomendaré bastante, hermanas mías, pues ése es el fin de vuestra Compañía…»
Después de haber estado en los campos de batalla en vida de San Vicente, las Hermanas estaban dispuestas, dos siglos después, a ir a ellos.
Las aprobaciones oficiales de la Compañía de las Hijas de la Caridad pusieron el gobierno y dirección de la misma Cofradía en manos de Vicente de Paúl, de por vida, y, a su muerte, en las de sus sucesores los Generales de la Congregación de la Misión. El Superior General de esta Congregación de la Misión, en la época que estamos considerando, era el Padre Etienne, al que oirán ustedes nombrar varias veces. La Superiora General era Sor Montcellet.
1) Las Hijas de la Caridad en Argelia después del desembarco de los franceses en aquel país, en 1830.
En 1836, después del desastre del primer asedio de Constantina, a petición del Coronel Lamoriciére, seis Hermanas fueron al Hospital de Bon para hacerse cargo del cuidado de los heridos y enfermos. Allí permanecieron poco tiempo.
Oficialmente, y a petición del Arzobispo de Argel, no llegaron al país hasta 1842. Posteriormente, se encargaron, entre otros, de cuatro Hospitales militares, pero durante el período considerado, sólo lo hicieron del de Argel, abierto en 1854.
2) Las Hijas de la Caridad en Crimea durante la guerra.
Las hostilidades ruso-turcas empezaron el 23 de octubre de 1853, pero las flotas inglesa y francesa se hallaban en los Dardanelos desde el 27 de junio. El 23 de marzo de 1854, Inglaterra y Francia declararon la guerra a Rusia. El Reino de Piamonte y Cerdeña se unió a la contienda el 26 de enero de 1855.
Las Hijas de la Caridad estaban en Turquía desde 1839. En 1854, eran unas 150 las que residían en Constantinopla y sus alrededores. Para poder dedicar mayor número de Hermanas al cuidado de los heridos, se cerraron las escuelas. En un primer momento, fueron las Hermanas a los Hospitales de El Pireo, Gallípoli, Varna. En un relato de los hechos, el P. Doumerq, Sacerdote de la Misión, dice:
«…En cuanto a la estancia de las Hermanas en dichos hospitales, no recordaré sino una cosa: el efecto moral producido por su presencia. Fue inmenso. Los enfermeros, diezmados ya por la plaga (el cólera), no se atrevían a acercarse a los enfermos… pero en cuanto vieron a las Hermanas desembarcar y dirigirse al hospital con el rostro sereno y alegre, todo el mundo se sintió fortalecido. Ese mismo hecho se ha ido produciendo por todas partes…»
En aquellos tres hospitales no habían de permanecer mucho tiempo: sólo unos meses; en efecto, las tropas que acampaban en las ciudades vecinas, se hallaban de momento ante Sebastopol y los enfermos habían sido evacuados a Constantinopla.
Tan pronto como le avisaban la llegada de un barco, Sor Lesueur (que había fundado la misión de Constantinopla) enviaba a dos Hermanas a bordo con provisiones y cuanto fuera necesario para proporcionar los primeros auxilios a enfermos o heridos, ya que el desembarco requería mucho tiempo. Esta medida era tanto más importante cuanto que aquellos hombres hacinados en los barcos, habían tenido ya mucho que sufrir durante la travesía y llegaban en un estado de debilidad grande.
Además, las Hermanas visitaban también con frecuencia a los presos, ya franceses detenidos por delitos o faltas contra la disciplina militar, ya rusos y polacos hechos prisioneros en los combates cerca de Sebastopol. Unos estaban en las cárceles de la ciudad; otros, en viejos barcos anclados en el puerto. Por todas partes se les dispensaba a las Hermanas la misma acogida, porque por todas partes también ellas se presentaban para aliviar las miserias que encontraban. A veces, llegaban a conseguir la libertad condicional de los enfermos para poder transportarlos a los hospitales y cuidarlos allí hasta su completa curación… Los cuidados prestados a los presos enemigos causaron el mejor efecto. «A Dios sea dada toda la gloria», fue la conclusión que sacaba Sor Lesueur en una carta dirigida al Padre Etienne.
Como quiera que los heridos llegaban en gran número a Constantinopla, a la vez que el cólera hacía su aparición en el ejército, se establecieron en la capital unas doce ambulancias. Venían a representar —oscilando según la intensidad de los combates— de 7 a 8.000 soldados. A los pocos días de su instalación, se declaró un incendio en una de esas ambulancias, y las Hermanas, ayudadas por los enfermeros y personal empleado, se ingeniaron para salvar a todos los heridos. En tal ocasión, el General Canrobert escribió a la Superiora General una carta de agradecimiento.
En julio de 1855, la Administración pedía que las Hermanas volvieran a hacerse cargo del hospital de Varna porque el General en Jefe había dado órdenes de dirigir hacia aquella ciudad varios convoyes de heridos. Diez Hermanas marcharon hacia allá en dos veces. Pero la situación se hizo crítica por la enfermedad y aun el fallecimiento de varias Hermanas, y el Ministerio de la Guerra pidió al Padre Etienne un refuerzo de quince Hermanas más. Aquella petición llegó a los Superiores en el momento en que se estaba celebrando una tanda de Ejercicios Espirituales en la Casa Madre de la calle del Bac, en París; y no sólo quince, sino un número mayor de Hermanas se agolparon a la puerta del despacho de la Madre General para pedir con insistencia la dicha de ir a ayudar a las Hermanas de Oriente. Varios grupos numerosos partieron, en efecto.
Después de la firma del Tratado de París, el 30 de marzo de 1856, todas las autoridades escribieron para expresar su gratitud. Durante aquella guerra, fallecieron 33 Hermanas: 10 piamontesas y 23 francesas. El General Espinasse fue a visitar a Sor Lesueur para poner en su conocimiento que se le había concedido una condecoración. Ella dio las gracias, pero puntualizó que, más que una cruz de guerra, prefería que le ayudasen a abrir un hospital para los pobres de los que nadie se ocupa, que no tienen ni cancillerías ni consulados para atenderlos.
3) Las relaciones de Miss Nightingale con la compañía de las Hijas de la Caridad.
Cuando el gobierno inglés, estimulado por la opinión pública, hubo decidido dedicar al servicio de las ambulancias de su ejército de Oriente un cuerpo de enfermeras, puso los ojos, para dirigir a dichas enfermeras, en Miss Nightingale. Aquella señora que hacía tiempo se hallaba en Londres al frente de las obras benéficas anglicanas, aceptó llena de abnegación la difícil tarea que se le ofrecía. Reunió a unas cuarenta señoras y jóvenes y se embarcó con ellas rumbo a Oriente, en el mes de octubre de 1854.
Al dirigirse a Marsella donde debía embarcar, pasó por París y Miss Nightingale quiso aprovechar esta ocasión para conocer más de cerca a las Hijas de la Caridad, estudiar sus reglamentos e iniciarse en su forma de vida. Provista de una carta de la Reina Victoria y recomendada por el Embajador de Inglaterra en Francia, fuese a ver al Padre Etienne y le pidió su autorización para que ella y sus compañeras pasasen unos días en algún establecimiento dirigido por las Hermanas. El Padre Etienne no juzgó oportuna esta solución, pero llevó a Miss Nightingale a la Casa Madre. Y allí le dio a leer las Reglas de las Hermanas, pudo visitar los diferentes oficios, examinarlo todo a su gusto. Los días siguientes pudo visitar el Orfanato de la calle Oudinot, el hospital Necker y la casa de la calle de Reuilly. Por todas partes se pusieron gustosamente a su disposición para darle cuantos informes pudo desear. Una vez terminadas sus visitas, fue a dar las gracias al Padre Etienne y tuvo con él una larga conversación.
Con su comunidad de diaconisas, tomó la dirección de la ambulancia de Escútari, en la que permaneció hasta su cierre. Con Sor Lesueur mantuvo las relaciones más cordiales: tenía tanta confianza en ella y la estimaba tanto, que cuando marchó le entregó las abundantes provisiones de que disponía, sabiendo que no podía dejar en mejores manos lo que deseaba aplicar al alivio de los pobres.
4) Durante la guerra civil en México.
México había logrado su independencia en 1829, pero desde aquella época el país no había dejado de verse desgarrado por disensiones internas. Las diez primeras Hijas de la Caridad llegaron de España en 1844. En 1847, uno de los pretendientes a la presidencia, Santa Ana, desencadenaba una nueva guerra civil. Las Hermanas fueron a cuidar a los heridos en las ambulancias. Pero los enfermos, que estaban acostados sobre esterillas, sin medicamentos ni cuidados, casi sin comida, irritados por su triste situación, las recibieron de manera desconcertante. A fuerza de bondad y mansedumbre, las Hermanas llegaron, no obstante, a ganárselos. Poco después, hizo su aparición el tifus que se cebó en cuatro Hermanas, de las que fallecieron dos.
Transcurrido algún. tiempo de calma, al menos aparente, Santa Ana fue derrocado en 1885 y el país quedó en manos de varios partidos. El 11 de enero de 1858, estalló en la capital una rebelión más importante contra el gobierno del momento. En aquella circunstancia escribía un Sacerdote de la Misión:
«… Los hospitales de la ciudad quedaron ocupados, ya por las tropas gubernamentales, ya por los insurrectos. Tanto en un caso como en otro, las Hijas de la Caridad estuvieron día y noche junto a los enfermos proporcionándoles los cuidados que requerían sus heridas, las amputaciones y los horribles dolores de los últimos momentos.
La victoria fue de los insurrectos. Cuando los soldados del gobierno, que ocupaban el hospital de San Juan de Dios, supieron que los insurrectos habían vencido, suplicaron a las Hermanas que les ayudaran a ponerse a salvo. Una Hermana les hizo acostar en camas de enfermos haciéndolos pasar por tales. Más tarde confesó al jefe de los insurrectos lo que había hecho, y éste la alabó sin ambages. Otros soldados gubernamentales llegaron, caída ya la noche, al hospital de San Andrés y se ocultaron por los rincones del edificio. La Superiora les llevó alimentos, ropas de paisano y les facilitó la salida uno tras otro.»
El 15 de diciembre de 1860, el mismo sacerdote escribe:
«Supongo que conoce usted este país y la desolación en que le ha sumido la larga y cruenta guerra que se ha abatido sobre él… En Saltillo, dos Hermanas han dado comienzo a una ambulancia. Estaban sencillamente de paso en esta ciudad el 8 de agosto y pensaban regresar al día siguiente a Monterrey. Por la noche dio comienzo un fuerte tiroteo y estas Hermanas ofrecieron sus servicios para atender a los heridos. Por la mañana continuaban las cosas igual y se decidieron a ir a varias casas en busca de ropa blanca, hilas, vendas y todo lo necesario en tales circunstancias; al mismo tiempo, rogaron a los vecinos que fueran a ayudarlas a preparar las curas. Cuando terminó el tiroteo, el General dio órdenes de trasladar a los heridos a la casa en que estaban las Hermanas; les llevaron 27.»
Por la misma época escribía Sor Saillard:
«…Ya tiene usted noticias del asedio y toma de la ciudad de Guadalajara por los Federales. Las Hermanas han recibido en sus hospitales tropas de los dos bandos. Se ha instalado una ambulancia en el centro de la ciudad, y en ella han recibido a los soldados del gobierno. En Belén, trece Hermanas se han hecho cargo de 800 heridos y enfermos de fiebre pertenecientes a los Federales. Diez Hermanas han sido víctimas de la fiebre y tres han permanecido en pie para atender a todo el hospital. Dios las ha protegido y duplicado sus fuerzas…»
A la guerra civil se añadió la guerra con Francia, Inglaterra y España; después, con Francia sola; pero esto era ya después de 1863.
5) La guerra del Piamonte y de Francia contra Austria (1850-1860).
Después de haber firmado una alianza con el rey del Piamonte, Víctor Manuel —que no tenía más deseo que el de conseguir la unidad italiana—, el gobierno francés declaró la guerra a Austria, en mayo de 1859, y pidió al Padre Etienne un número de Hermanas lo bastante considerable para poder organizar inmediatamente las ambulancias. El Superior envió cuarenta Hermanas que debían reunirse en Milán. Una de ellas escribe:
«…Hicimos el viaje de Génova a Milán atravesando un país en el que la guerra lo ha destrozado todo… Los comienzos de nuestro servicio fueron penosos… Entre otras cosas, hacía falta poner remedio al despilfarro que privaba a los enfermos de recursos aportados para ellos… Nada igualaba el contento y agradecimiento de los pobres heridos…»
En la ambulancia de Milán, las Hermanas tuvieron que sustituir a señoras distinguidas de gran abnegación… aunque no todas… Muy pronto se pudo admirar el orden del servicio —el buen entendimiento que reinaba entre las Hermanas de las diversas ambulancias…— Sor Coste, encargada del conjunto de las Hermanas francesas, visitaba constantemente las ambulancias. Y lo mismo hacía Sor Cordero, encargada de las ambulancias italianas. La campaña terminó el 16 de julio de 1860 y Napoleón firmó el tratado de Villafranca…
6) Durante la guerra en Italia.
En 1860 casi todos los Estados italianos se unieron y Víctor Manuel fue proclamado Rey de Italia. Pero esto no ocurrió sin ir precedido de lucha. Por ejemplo, Garibaldi había sublevado el reino de las Dos Sicilias contra el Soberano Francisco II. Éste se refugió en Gaeta después de la entrada de Garibaldi en Nápoles. Allí se vio sitiado por los piamonteses; capituló el 13 de febrero de 1861.
Sor Coste que, después de la guerra con Austria, había sido nombrada responsable de la Provincia de Hijas de la Caridad de Nápoles, tuvo que ocuparse todavía de ambulancias. Los restos del ejército de Francisco II llegaron a Nápoles poco después que ella misma llegara allá: heridos, hombres válidos, mujeres, niños, se hallaban acampados en el más completo desorden. Y en medio de esta tropa sin freno ni disciplina fue donde Sor Coste tuvo que desplegar su caridad. Dio muestras de autoridad suficiente como para poder establecer el orden y obtener obediencia y respeto de aquella multitud en medio de la cual, poco antes, hubieran estado en peligro sus mismos días.
A la vista del enemigo que se acercaba, se vio obligada a dispersar a aquella gente. Poco después, Garibaldi entraba como dueño y señor en Nápoles. Una vez allí, pidió a Sor Coste Hermanas para sus ambulancias. En efecto, el número de heridos crecía sin cesar y fue necesario para tener refuerzo de Hermanas cerrar las escuelas y hacer un llamamiento a toda la Provincia. Una Hermana hace esta observación:
«…Aquellas ambulancias ofrecían un espectáculo aterrador. Y entre aquellos pobres heridos, ¡cuántos jóvenes! algunos eran casi niños…»
En Gaeta, donde se había refugiado la familia real juntamente con los restos del ejército regular, abundaban los enfermos. El Almirante de la flota francesa escribió a Sor Coste rogándole que le enviara Hermanas. Fue ella misma a acompañarlas, y en diciembre de 1860 escribía a la Superiora General:
«…¿Qué decirle de los pobres enfermos? Se mueren de agotamiento al carecer de todo. El chocolate que recibimos gracias a la Providencia, ha podido aliviar algunas necesidades: se lo damos en trozos pequeños como si fueran pastillas; y por ese mínimo servicio, recibimos miles de bendiciones. La caja de caramelos ha colmado de alegría a un pobre Garibaldista, enfermo del pecho… Tengo que regresar a Nápoles, pero me cuesta dejar a ocho Hermanas solas para atender a mil enfermos…»
Diecisiete Hermanas habían de morir en Nápoles y en las ambulancias víctimas de la epidemia del tifus. Las Hermanas habían cuidado a seguidores de Garibaldi, piamonteses y partidarios del rey, de la misma manera. No obstante, a Sor Coste se la tuvo por sospechosa en algunos ambientes oficiales.
7) La guerra de secesión en los Estados Unidos (1861-1865).
La lucha entre el Norte («Nordistas» o gubernamentales) y el Sur («Sudistas» o Confederados) tuvo por causa la cuestión de la esclavitud de los negros, que Lincoln, Presidente de los Estados Unidos, quería suprimir. Esta lucha armada llevó también a las Hijas de la Caridad norteamericanas junto a los soldados heridos o prisioneros de guerra. Veamos algunos de los episodios por los que pasaron las Hermanas durante la primera parte de la guerra.
Hacia fines de abril de 1861, el bombardeo de Norfolk y de Portsmouth (dos ciudades separadas por una bahía muy estrecha) se desencadenó por decisión de un Consejo de guerra. Comenzaron a caer las bombas y como el fuego se hubiera propagado hasta el arsenal, ardió una gran cantidad de pólvora. Las dos ciudades temblaron hasta en sus cimientos… Norfolk estaba ocupada por los Confederados; el hospital de las Hermanas se vio pronto abarrotado de heridos en lastimoso estado. Era un dolor contemplar tantos males difíciles de remediar.
En Portsmouth, el gobierno pidió Hermanas para que atendieran a los heridos de aquella parte. Cuando éstas llegaron se encontraron con centenares de heridos procedentes de los campos de batalla: llegaban en un estado deplorable. Sin pérdida de tiempo había que poner manos a la obra y era mucho lo que había que hacer, ya que en muchos casos las heridas eran mortales. Día y noche estaban las Hermanas junto a los heridos, ofreciéndoles sucesivamente alimento, medicinas y palabras de consuelo. No daban abasto para acudir a todos aquellos males de que eran testigos. Según ellas, hubieran querido poder prescindir de comer, de dormir, de atender a sus propias necesidades, a la vista del estado en que se encontraban aquellos pobres heridos. Mientras atendían a uno, oían los gritos de dolor con que otro las llamaba… y sus fuerzas no estaban a la altura de su caridad: no podían llegar a todo. Por fin, otras Hermanas más acudieron en su ayuda.
El 7 de junio de 1861, tres Hermanas llamadas por los Confederados llegaban al hospital de Harpersferry. Tuvieron unos comienzos difíciles porque el hospital carecía de lo necesario en relación con el número de hospitalizados. Cuando las cosas empezaban a organizarse, fue necesario evacuar la ciudad y dirigirse a Winchester, donde se hicieron cargo de una ambulancia con otras tres Hermanas. El 21 de junio de 1862, el Padre Gondolfo, Sacerdote de la Misión, escribía al Superior General:
«… Las Hermanas han obedecido a la llamada urgente que les ha dirigido el médico cirujano del Ejército, General Hammon, en nombre del Gobierno. Se han prestado a atender a los heridos y enfermos de cualquier nacionalidad, hacinados en los diferentes hospitales de varias ciudades del Norte…»
En la misma carta explica cómo se recibió el 17 de junio un telegrama solicitando cien Hermanas, con el ruego de hacerlas marchar lo antes posible. Las Superioras consiguieron reunir ochenta Hermanas que marcharon el día 18, en barco, rumbo al fuerte Monroe, donde las esperaban dos hospitales y cinco barcos improvisados como ambulancias. Apenas habían llegado, cuando el enemigo obligó a la división en que se encontraban a cambiar de posición. Veamos cómo presenta los hechos una de las Hermanas:
«…Aquí empezó una escena de confusión como apenas puede uno imaginarse. Los soldados se precipitaban en los barcos ya cargados de enfermos y heridos; además, hubo que transportar los caballos y las provisiones, de tal manera que estábamos más cerca de hundirnos que de navegar…
Una Hermana anciana, en particular, aventajó a todas las demás en actividad y celo. Se hallaba en la bodega donde la oscuridad era tan intensa que no podía verse nada… Por eso se habían dispuesto, acá y allá, algunas lamparillas, que no eran suficientes para alumbrar la «sala». La falta de aire y de claridad en un local en que se hallaban doscientos hombres atacados de tifus y disentería… etc., producía efectos que cuesta trabajo imaginar a quienes no los han experimentado. Esta Hermana de que les hablo pasaba el día y la noche junto a los enfermos; no se la podía arrancar de su lado… El amor de Dios que desbordaba de su corazón era como el aceite misterioso que mantenía encendida la lámpara de su celo.
Llegados a su destino, se instaló a los heridos en hospitales en los que las Hermanas los cuidaron. Diez de ellas quedaron en uno de los barcos para servir de enlace entre los campos de batalla y el hospital…»
El 4 de junio de 1862, cuatro Hermanas llegaron al hospital de Frederik, y el 14 de julio siguiente, otras veinticinco se incorporaron a otro hospital recién abierto en Point-Look-Out. En su carta del 2 de junio de 1862, el Padre Gondolfo, antes mencionado, puntualizaba que las Hijas de la Caridad tenían a su cargo dieciséis hospitales en diferentes ciudades, y visitaban a los enfermos en las ambulancias establecidas en localés de iglesias Presbiterianas, Episcopalianas, Unitarias… El 7 de agosto de 1862, el Padre Mac Gille, Sacerdote de la Misión, escribía al Padre Mallar, en París:
«… Lo que causa la admiración de la gente es ver cómo se parecen entre sí las Hijas de la Caridad, no sólo por el hábito, sino sobre todo por la unidad de espíritu y de intenciones; es, también, verlas trabajar en los dos lados, tanto con el ejército del Norte como con el del Sur, prestando los mismos servicios y prodigando los mismos cuidados a los enfermos y heridos sin distinción de religión o de partido. Esto es lo que causa una impresión profunda y duradera en el espíritu de los Americanos…»
El 11 de agosto de 1862, a petición del Mayor General del Ejército, se envió a tres Hermanas a las cárceles militares. Una de ellas observa:
«… Nuestra primera visita fue mal acogida. Aquellos pobres soldados, desprovistos de todo consuelo físico y moral… se negaron a dirigirnos la palabra. No nos dejamos vencer por esta acogida desagradable, más bien fue un estímulo para nuestro celo… Lo primero que hicimos fue preparar un buen caldo y algún otro alimento en lo posiblo apetitoso, para repartírselo a los presos…»
«…Cuando pudimos penetrar junto a los presos enfermos, nos encontramos ante un espectáculo desolador; aquellos pobres, reducidos a una miseria extrema, dejaban ver el abandono y la miseria en que yacían. Gracias a Dios, los Oficiales secundaron nuestros esfuerzos con energía y buena voluntad.»
Desde Emmitsburgo, el 15 de diciembre de 1862, dicen:
«…No es fácil responder a todas las peticiones; no obstante ponemos en juego para ello el máximo de nuestras posibilidades…»
En aquel año 1862, fueron a Manassé, en Virginia (con los Confederados). Y lo primero que tuvieron que hacer fue limpiar el hospital, para cuyo menester hubieron de servirse de palas. Siguieron al ejército hacia Gordonville, Danville, Lynchburg… Igualmente, fueron a Entretan, en Maryland. Los caminos estaban sembrados de heridos, y el sol era de fuego. Empezaron por proteger a cada soldado mediante una especie de tienda de campaña que prepararon con una manta de caballo extendida sobre cuatro estacas clavadas en el suelo. Más adelante se las vería en Natchez (Mississipí), en Nueva Orleans, en Filadelfia, en Washington. Estando en esta última ciudad, les llevaron una noche 64 heridos horriblemente mutilados. Sólo 8 de ellos tenían completos todos sus miembros. Varios expiraron al ser trasladados del coche a la sala. Las Hermanas iban de una cama a otra haciendo cuanto podían por aliviar los sufrimientos físicos, y siempre que les era posible recordaban a aquellos pobres el pensamiento de Dios y de la eternidad.
Una de las batallas más terribles fue la de Gettysburg, que duró del 1.° al 8 de julio de 1863. En una carta de ese mismo día 8, el Padre Burlando, Sacerdote de la Misión, refiere al Padre Etienne:
«…He acompañado a ocho Hermanas, con medicamentos y provisiones. Después de algunas dificultades, llegamos al campo de batalla y a la ciudad cercana. Todo estaba sumido en una verdadera confusión: las casas, los templos, la iglesia, el tribunal, el seminario protestante… se hallan llenos de heridos, y varios centenares de éstos están todavía tendidos en el campo de batalla, sin casi socorro alguno… De dos en dos, las Hermanas acuden a los hospitales más grandes. Otras han vuelto al día siguiente. En realidad, toda la ciudad está transformada en hospital…»
Dos de las Hermanas quedaron instaladas en la iglesia. Los heridos estaban echados sobre los bancos o incluso debajo de éstos, en cualquier lugar que ofreciera espacio suficiente para colocar en él un cuerpo humano. Los heridos estaban allí sin que se les hubiera hecho ninguna cura en sus heridas. En algunos se había declarado ya la gangrena y el olor infecto de las llagas añadía una nota más de horror a toda aquella miseria. Otras cuatro Hermanas trabajaron durante varios días en un gran colegio al que se habían llevado 800 heridos. El cirujano no daba abasto, y las Hermanas tenían que hacer casi todas las curas. ¡Qué terribles heridas tuvieron que ver! Heridas profundas, infectadas, con gangrena o llenas de gusanos, que había que lavar y limpiar con el mayor cuidado para aliviar un poco siquiera el sufrimiento de aquellos hombres. Muchos de ellos, por otra parte, atacados por el tétanos, tenían gran dificultad para injerir cualquier alimento. Era necesario mucho tiempo y mucha paciencia para conseguir que tragaran algunas cucharadas…
En la ciudad de Gettysburg había un total de 113 ambulancias. La guerra no debería terminar hasta 1865… pero nuestro Coloquio no llega hasta esa fecha.
Conclusión.
En todas aquellas situaciones, en todos aquellos combates, las Hermanas siguieron siempre la prudencia práctica de San Vicente, contenida en el siguiente consejo dado por él:
«…no pronunciarse por ningún partido en tiempo de guerra o de disensiones públicas… .
Y decía también, al recomendar a sus misioneros que rezasen por la paz:
«Es necesario que Dios ensanche nuestra alma, que nos dé amplitud de entendimiento… para que podamos saber hasta dónde llega la obligación que tenemos de glorificarle de todas las formas posibles».
Muy acertadamente decía Juan Pablo II, en Roma, el 26 de septiembre de 1987:
«San Vicente vivió con la luminosa convicción de que cada vez que se socorre a un pobre, se opera en nosotros un acercamiento a Jesucristo… «