LAS HIJAS DE LA CARIDAD EN EL HOSPITAL PROVINCIAL DE EPIDEMIAS DEL CERRO DEL PIMIENTO

Mitxel OlabuénagaFormación VicencianaLeave a Comment

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SIETE VÍCTIMAS DE LA CARIDAD.

Majorem caritatem nemo habet ut animara suam ponat quis pro amicis suis. Nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos.(Ju., cap. XV, v. 13.)

Palabras pronunciadas en la más solemne ocasión por la Eterna Verdad y Sabiduría infinita, cuando hallándose co­mo tierna madre rodeada de sus amorosos hijos, el Salvador del mundo, la noche misma en que iba a dar principio a su Pasión Sacrosanta, en que Él mismo se entregaría de su voluntad a la muerte más cruel é ignominiosa, muriendo cual infame malhechor en medio de dos de ellos, para más afrenta y dolor, dando así el más perfecto ejemplo y po­niendo en práctica las solemnes palabras que a sus discípu­los dirigiera y que tan cumplidamente habían ellos de imi­tar dando su vida por amor de aquel Señor que primero la dio por todos, enseñando de este modo a cuantos después en la sucesión de los siglos habían de creer en Él, a despre­ciar los trabajos, penas y aflicciones, tormentos y hasta la muerte misma como ganancia sobremanera grande por ganar a Cristo, premio por Él prometido en su eterno reino.

Bien puede gloriarse la Iglesia nuestra Madre de haber albergado en su maternal seno, desde su fundación hasta la hora presente, hijos de todos estados, clases y condi­ciones, naciones y reinos, grandes y pequeños, que, cual esforzados campeones y guerreros valerosos, no dudaron en abrazar los trabajos más rudos y penosos, sepultándose, por decirlo así, en esos establecimientos de infección para asistir a los pobres apestados de cualquier ataque epidémi­co. Y lo que se ha verificado en todos tiempos y lugares y siempre que la mano del Señor, justamente irritada por los pecados de los hombres, ha herido de muerte a pueblos, villas, lugares, aldeas, ciudades, provincias y reinos con el cruel azote de la peste, allí se han encontrado almas gene­rosas, ángeles de caridad que, desafiando todos los peli­gros, se han entregado a la muerte misma por salvar la de sus hermanos. Y esto ¿quién lo hace? la caridad, y solamente la caridad cristiana. Ni el paganismo, ni el filosofismo, ni toda la canalla perturbadora del orden social de nuestros aciagos días ha podido, con toda su vana palabrería y filan­trópicas obras, formar una Hija de la Caridad. Ahí están los hechos, examínense: apenas se ha presentado bajo diferentes fases y aspectos el desolador azote de la epidemia, cuando esas manos mercenarias, viéndose amenazadas de muerte, han huido, no han tenido valor para arrostrar tan noble ex­posición, y cobardes han abandonado el campo de batalla. Pero la caridad cristiana, vivificada por el soplo del Espí­ritu Santo, no solamente no ha huido, sino que cual madre cariñosa ha permanecido constante a la cabecera del pobre y apestado doliente y recogido el aliento de miles de víc­timas infortunadas de mal tan terrible, ha sabido inspirar en el corazón de estos infelices sentimientos de fe, esperanza y caridad, expirando muchos de ellos con la dulce con­fianza de que iban a conseguir su último fin y para el cual habían sido criados, y del que jamás o  muy superficialmente se habían acordado en vida.

Y esto que la Iglesia ha verificado desde su existencia, IQ vemos hoy con nuestros propios ojos y casi se nos en­tra por nuestras puertas. Demos una ojeada a esta villa de Madrid y Corte de España, dirijamos una mirada a una de sus afueras, y quedaremos plenamente convencidos de su veracidad. A la parte Poniente de la Capital, y corno a dos kilómetros del centro de la población, se halla situado el para muchos tan temido y titulado Cerro del Pimiento.

Árido, solitario, triste y seco su suelo, parece que está indicando la desolación en él verificada por el ya repetido azote de la peste. La mayor parte de los habitantes de Madrid ni siquiera saben dónde se halla este terrible teatro de la muerte más que por lo que han oído de la prensa; y como ésta, sin temor de exagerar, puede decirse que, a excepción de la muy reducida que defiende los sanos prin­cipios de la religión y la moral, toda la demás no se man­tiene de otra cosa que de mentiras, calumnias, injurias, blas­femias y herejías, hablando de todo y no entendiendo de nada, según expresión de personas nada sospechosas en la materia, y conforme a este modo de proceder han pintado con más o  menos vivos colores la situación, localidad, ser­vicio etc., del mencionado establecimiento; pero de lo que menos se han ocupado era de lo que en hecho de verdad debían y era su obligación, portándose siquiera imparcial­mente en asunto de tanta trascendencia, a fin de que tanto el Gobierno como el Ayuntamiento y Diputación provin­cial se hubieran interesado un poco más en favor de tan urgentes y apremiantes necesidades. Y no podrán discul­parse con alegar ignorancia de un hecho que continua­mente resonaba en sus oídos, por medio de las quejas, ya por escrito, ya personalmente, que se les han dirigido; pero es lo que sucede, que, como dice el refrán, ojos que no ven corazón que no siente; sin embargo, Dios Nuestro Señor permitió que el mismo Ministro de la Gobernación quedara por experiencia convencido de la realidad de los hechos, cuando, personándose en aquel lugar, encontró que todo cuanto le habían dicho y él había oído era mucho menos de lo que vio. Por sí mismo pudo apreciar la enorme defi­ciencia en todo lo existente, y la malísima administración que allí reinaba, sin tomar por eso medidas enérgicas para re mediarlo en lo sucesivo.

A las órdenes de tan descabellada administración y a las de toda una cuadrilla de golfos de primera clase han tenido que estar sometidas las beneméritas Hijas de la Caridad, sufriendo lo indecible, soportando los más indignos tratamientos por el bien de sus pobrecitos y por no dejarlos abandonados, los cuales correspondían a sus atencio­nes y caridad considerándolas como sus verdaderas ma­dres; han sido objeto de las más pesadas burlas, se las privó de toda libertad de acción en bien de los pobres, se las ha tratado sin consideración ninguna a su misión su­blime y con todo género de desprecios, siendo precisa­mente las únicas personas dignas de consideración y apre­cio, de las que al servicio de los pobres en aquel benéfico establecimiento se encuentran. Todo esto y muchísimo más que pudiéramos relatar han sufrido con una invicta pacien­cia, con heroica resignación y humildad profunda las Hijas de la Caridad, y no es menos lo que al presente están su­friendo esas verdaderas mártires de la Caridad. Porque si al fin estuviera aquel local en condiciones siquiera un poco medianas para el fin a que lo han destinado, podrían al menos tener un poco de consuelo; pero aquel estableci­miento no está ni mucho menos para servir de Hospital de epidemias, y menos aún para la tan común en esta villa y Corte de Madrid, del tifus y viruela, aunque no todos los que han sido admitidos hayan sido atacados de mal tan terrible.

Al sur del Cementerio Patriarcal de San Martín, en una colina desmontada, y cerca del canalillo estrecho que rodea la Corte, no muy distante de la Cárcel Modelo, de­nominada el Abanico, dando vista a la Moncloa y al Ins­tituto Rubio, se levanta el tan temido de muchos Cerro del Pimiento, rodeado por una miserable valla, que sólo per­manece en pie cuando la dejan los vientos, encerrando en su gran circuito unos veinte Pabellones destartalados, que más parecen barracas de ferias que no habitaciones para los pobres apestados, pues el cimiento sobre que estriban todos ellos no es más que un miserable madero de no mucha consistencia y de menos duración, con lo que da lugar a que insectos, lagartijas, y sobre todo hormigas, in­vadan todos los pabellones, se paseen como por su casa y no dejen cosa libre sin husmear, llenando las camas, ropas, los mismos enfermos, sin perdonar a los cadáveres, en los que pueden cebarse con mayor facilidad. Fríos a más no poder tales tugurios en invierno, conviértense en pequeños hornos en verano, cuando a eso de media tarde cae el sol con toda su fuerza sobre ellos; aislados por grandes distan­cias unos de otros, y sin una miserable cubierta de defensa y comunicación entre ellos, expuestos a los rigores del frio, calor, lluvias, nieves etc., como aconteció el pasado invierno en las grandes nevadas que hubo, en que las pobres Hijas de la Caridad se veían con gran dificultad para salir de los ventisqueros y remolinos de aire y nieve en que se hallaban envueltas al ir de un pabellón a otro con sus provisiones de caldos, comidas y demás para alimentar a los pobrecitos epidémicos; no puede reunir peores con­diciones para el objeto a que lo han destinado, pues todas ellas son pésimas y malas en extremo.

Si de las habitaciones pasamos a las otras cosas necesa­rias é indispensables para el servicio común, hay que cerrar­se los ojos y taparse las narices por no ver y percibir tal hediondez; ocho pozos negros existen en todo aquel circui­to; y como no son suficientes para el servicio general, por ser muy pequeños, y muy grande el caudal de aguas fecales que en ellos se deposita, resulta que continuamente, si no todos, la mayor parte están despidiendo las inmundicias por aquel inculto campo, entre los mismos pabellones y casi a las mismas puertas de algunos de éstos, por conductos al descubierto, despidiendo un hedor fétido en extremo y capaz de tumbar con él a las más robustas y fuertes natura­lezas.

Siete Hijas de la Caridad han sido allí víctimas de tan terrible azote; murieron corno valerosos soldados de ba­talla con las armas en la mano, y dando y sacrificando su vida en aras de la Caridad, y por el amor del prójimo, pues la mayor parte de estas heroicas víctimas se cree, y con fundamento, que contrajeron la contagiosa enfermedad, no sirviendo a los pobrecitos apestados, pues más de una vez han quedado sus blancaa tocas y negros vestidos, y hasta su misma cara y manos, convertidas en recipientes de los vómitos de aquéllos, y nada malo les ha sucedido, sino aspirando el ambiente infeccioso, corrompido y fétido des­prendido de los pozos y corriendo por aquellos arroyos que por necesidad habían de atravesar al ir a servir a los enfermos, y que hoy mismo existen en la actualidad, como puede cerciorarse por propia experiencia el que quiera pasar a verlo; pues el que esto escribe más de una vez ha tenido que levantarse los vestidos por no ensuciarlos en semejantes lodazales, y al salir una vez revestido para acompañar el cadáver de una Hermana y cantarle un res­ponso, tuvo que hacer lo mismo con la capa pluvial. Esos deletéreos y fétidos miasmas, a la vista y percepción están de todos, vistos de los médicos, Gobernador, Ministros, Presidente de la Diputación provincial y demás conspicuos personajes, y son capaces por sí solos de inficionar, no a una, sino a mil ciudades madrileñas y no madrileñas; y después de todo, sin arreglar nada ni tomar medidas adecuadas; y ¡priva la higiene!!! Añádase a esto un caso lamentabilísimo en extremo y que por sí solo y sin comentario alguno ma­nifiesta la desgraciada administración de aquel estableci­miento. Por no hacer las diligencias necesarias para el sepelio de varios cadáveres, llegaron a reunirse en el de­pósito hasta siete de éstos, de dos, cuatro y ocho días insepultos, que, uniéndose a la terrible enfermedad de que habían perecido el calor insoportable de la estación, despe­dían de sí tal hedor y fetidez, que se hacía casi imposible el acercarse a ellos, habiendo de tomarse mil precauciones y desinfectantes para lograr sacarlos; advirtiendo que ningún caso se hizo a las repetidas instancias de la se­ñora Superiora de las Hijas de la Caridad que continua­mente hacía para lograr su sepultura.

De todo lo expuesto y mucho más que aun podríamos añadir, pero que razonablemente omitimos, puesto que sería cuento de nunca acabar, podrá fácilmente colegirse lo mucho que las Hijas de la Caridad han tenido que sufrir al ver tan incalificables abusos, tales desaciertos y desmanes sin poderlos remediar, por más que clamaban y reclamaban contra ellos, complaciéndose a veces en hacer lo contrario de lo justísimo y equitativo que ellas pedían. ¡¡¡Cuántos trabajos, cuántos sufrimientos, cuántas amargu­ras y privaciones no han tenido que soportar estas buenas Hermanas por no abandonar a los pobrecitos!!! ¡¡¡Cuántas lágrimas no han derramado a veces por no poder obrar, como era justo y debido, en bien de los enfermos y su asistencia!!! ¡Qué penas tan grandes han tenido que devo­rar! Sólo Dios sabe los subidos méritos de vida eterna que ellas habrán adquirido en tan costoso y caritativo servicio, y los que al presente estarán adquiriendo; porque si malo estaba aquello al principio, malo ha continuado estando y pésimo está al presente. Y a pesar de tantos sufrimientos, privaciones y amarguras, aquellas buenas Hermanas tra­bajan con denuedo y sin cesar, día y noche, en procurar el bien espiritual y corporal, temporal y eterno de tantos infelices y desgraciados, no arredrándose por las dificul­tades que continuamente se les ofrecen y exponiéndose, hasta con peligro de su vida, por la salvación de sus pró­jimos.

La Corte entera quedó admirada y no pudo menos de tributar el homenaje de reconocimiento y gratitud a cinco de estas heroínas de la Caridad que en un solo mes pere­cieron víctimas de su abnegación y cuidado por los pobres apestados, en cuyo servicio con tanto gusto suyo estaban ocupadas. Pocos meses después otras dos mártires de la Caridad seguían a sus envidiadas Hermanas é iban a re­unirse con ellas en el Cielo para recibir de manos de su Dulce Esposo y amabilísimo Jesús el premio debido a tan­tos méritos y la duplicada corona de vírgenes y mártires.

Por no extenderme demasiado, reservaré para otra oca­sión los nombres y apellidos de estas amadas Hermanas, y haremos una pequeña relación del número de enfermos y apestados, tifoideos y variolosos por ellas asistidos.

Animémonos todos, Misioneros é Hijas de la Caridad, a seguir las huellas de estos modelos para nosotros tan her­mosos; seamos fieles y exactos en el cumplimiento de los deberes que nos impone nuestra vocación santa, y el Señor nos concederá la inefable dicha, si no de derramar nuestra sangre por su amor, al menos la de morir mártires de la Caridad, a fin de que nuestras coronas sean duplicadas en aquella bienaventurada patria de eterna felicidad.

Madrid 21 de Agosto de 1905.

  1. M. Y S., I. S. C. M.

ANALES 1905

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