COMBATIENTES DE LA CONTRAREFORMA
Jean-François-Paul de Gondi, el futuro memorialista, nació en el castillo de Montmirail, en las tierras que sus padres poseían en Brie, en septiembre de 1613. Su partida de bautismo menciona que fue llevado a las fuentes el 20*. Era el último de los tres hijos de Philippe-Emmanuel de Gondi, también él hijo del mariscal. Situación poco envidiable del segundón de la rama menor. A su hermano, Pierre, nacido en 1606**, está reservado lo esencial del patrimonio. El segundo, Henri, marqués de las Islas de Oro, nacido en 1610, debe ser arzobispo de París, como sus tíos. En cuanto al pequeño Paul, se hará de él a toda prisa caballero de Malta. Pero nada se ha decidido para él: constituye un recurso en caso de accidente, para recoger la herencia en el mundo o en la Iglesia.
Los hombres del siglo XVII no tenían costumbre de enternecerse por los primeros pasos, las primeras sonrisas de sus vástagos; y sobre todo se abstenían, con alguna excepción, de hablar sobre ello. Su infancia es pues mal conocida. Él mismo no hace comenzar el relato de su vida hasta el momento que «ha conocido [su] estado» -1, en el que ha tomado conciencia de su lugar en la sociedad. Se permite con todo imaginar lo que fueron sus primeros años, pues estamos bien informados sobre sus padre y madre: se hallan en el primer rango del combate por el renacimiento del catolicismo.
El «siglo de los santos»
Nos exponemos a no entender nada de la Francia de comienzos del siglo XVII si se deja a un lado la extraordinaria vitalidad de este movimiento.
Los éxitos protestantes se habían apoyado en la pretendida decadencia de una Iglesia demasiado comprometida con el mundo de la que se decía olvidadiza de la fe y de la pureza moral originales. Al cabo de un siglo de desgarros y de guerras despiadadas, el catolicismo ha comprendido la lección intentando ocupar el mismo territorio de sus adversarios. Francia es, en una Europa partida en dos, el único gran Estado en que coexisten las dos confesiones: la religión del príncipe no es necesariamente la de los súbditos. Los hugonotes minoritarios, protegidos por el edicto de Nantes, siguen con fuerza. Además, nuestro país tiene en mucho la autonomía que le aseguran por parte de la Santa Sede las tradicionales «libertades de la Iglesia galicana». Los decretos del concilio de Trento no son recibidos; la Inquisición le es perdonada, las autoridades eclesiásticas no se ponen al frente de la reconquista.
Esta abstención deja el campo abierto a las iniciativas privadas, que florecen más libremente, más diversas, más originales, más expuestas también, ya se verá, a las derivas doctrinales. La primera mitad del siglo XVII no ha usurpado su apelativo de «siglo de los santos». Raramente semejante esfuerzo se hizo para acordar la vida con la fe, para llevar a la práctica el deseo de absoluto que abrasa las almas. Entre vida laica y vida religiosa, se borran las fronteras. Hay solitarios que llevan, al margen de las congregaciones, una existencia casi conventual. La muerte de un esposo o de una esposa suscita vocaciones tardías, a menos que dos conjuntados se separen deliberadamente para hacer profesión al mismo tiempo en sus monasterios respectivos. Se puede ser por turno padre o madre según la carne, y Padre o Madre en religión. Una niña como las demás, la pequeña Marie de Rabutin, futura marquesa de Sévigné, es también la «viva reliquia» de una santa, su abuela Jeanne de Chanta, fundadora de la Visitación. El padre de nuestro memorialista entrará en las órdenes después de su viudez. Toda la familia de Gondi se baña entonces en este clima de fe muy viva y de militantismo católico. Todos están mezclados, de cerca o de lejos, en la empresa de renovación religiosa, Gracias a ellos – ¿compensación providencial?- una buena parte de la fortuna acumulada en el siglo XVI por el prudente mariscal cae en la escarcela de la Iglesia para sus obras de evangelización y de caridad.
Solo los títulos de gloria del más insignificante de entre ellos, Enrique, segundo obispo de París y cardenal de Retz primero del nombre en 1618, «un espíritu dulce, débil, de ningunas letras y poca resolución», son su presencia entre os ejércitos reales en las últimas guerras contra los protestantes –muere, de enfermedad, al pie de las murallas de Lunel el 15 de agosto de 1622- y la lista de las innumerables casas religiosas parisinas cuyas cartas de fundación él contrafirmó. Entre ellas, las Carmelitas, las Ursulinas y las del Císter en el barrio de Saint-Jacques; los Jacobinos, los Agustinos, reformados en el barrio de Saint-Germain, los Capuchinos calle de Saint-Honoré, la Visitación calle Saint-Antoine, los Mínimos plaza real, las religiosas de Nuestra Señora de la Merced, las religiosas de la Anunciación, el hospital Saint-Louis y el de la Caridad; y, por iniciativa del futuro cardenal de Berulle, la congregación de los sacerdotes del Oratorio, en la que entrará después su hermano Philippe-Emmanuel.
Una pareja cristiana
Nada parecía destinar a este último a jugar un papel en la Iglesia. Dos de sus hermanos habían sido designados para ello por transmisión familiar: el segundo, Enrique, a quien se ha evocado ahora mismo brevemente, y el cuarto, Jean-François, de quien hablaremos más adelante. Philippe-Emmanuel, él, fue el encargado de asegurar la perpetuidad de la línea, amenazada por la muerte prematura del mayor de todos, Charles, en 1596. Este mayor dejaba bien es cierto un hijo de poca edad, heredero del título ducal y de la mejor parte del patrimonio, pero era imprudente, en aquellos tiempos de alta mortalidad, hacer descansar sobre una misma cabeza el futuro de la casa. El mariscal había dimitido pues en favor de su tercer hijo del generalato de las galeras y le había establecido en el mundo.
Casado en 1604 con Margarita de Silly, lleva en compañía de amigos brillantes –los duques de Guisa y de Chevreuse, Bassompierre, Créqui…- la vida fácil de un cortesano, en el clima de civilidad elegante cuyo modelo proporcionaba la obra célebre de Baldassar Castiglioni. Su gusto por el fasto le hizo rebasar los límites que le fijaban sus rentas. Se le decía acribillado de deudas. Era, dirá su hijo, el hombre mejor hecho, el más diestro y uno de los más valientes del reino. Un grabado nos le muestra en traje de pompa con gorguera, puntillas, bordados, vasta toca de penacho blanco. Un rostro fino, regular, barba, mostacho y cabellera abundantes, una expresión abierta, componen una fisonomía amable, en la que se buscarían en vano rastros de ascetismo. Es de un mundano de quien se trata que, si se ha de créer a la tradición familiar, habría » brillado en el Parnaso «, es decir manifestado algunos dones literarios. Resumiendo un gentilhombre como había muchos en la época.
Su generalato de las galeras no era una simple sinecura, participó contra los piratas y contra los protestantes, en operaciones de las que Le Mercure français da una cuenta elogiosa.
Al acabar junio de 1620, sale de Marsella a la cabeza de siete galeras para dar caza a los corsarios berberiscos. El 22 de julio, primer éxito: somete a dos buques enemigos a la vista de Oran , libera a los cuarenta esclavos cristianos encadenados al remo, envía en represalias a ciento cincuenta Turcos a engrosar la chusma de Toulon. Se apodera de un bergantín, luego desaloja un gran navío instalado por un renegado de La Rochelle, famoso en Argel por el nombre del raïs Soliman, a quien persigue y fuerza a inmovilizarse. Tras esta faena, hundiendo o quemado otras dos embarcaciones adversas sin perder él uno solo, llegó a Marsella gloriosamente con cuatro navíos enemigos y una carga de prisioneros.
En la primavera de 1622, se unió a la escuadra que cercaba La Rochelle. Patrulló en alta mar durante el verano. Cuando el ataque del 22 de octubre, salvó la embarcación que llevaba la duque de Guisa, jefe de la expedición, al que unos barcos incendiarios habían puesto en llamas.
» El Sr. General (es decir Philippe-Emmanuel) dio señales de un valor muy varonil en esta ocasión, y se mostró lleno de valor y de generosidad en medio de sus oficiales. El duque de Guisa se mostró muy satisfecho de él y de sus galeras, atribuyéndoles la mejor parte en el honor de esta victoria, y escribió al Rey en términos encomiásticos «.
El combate, suspendido por la noche, se reanudó al día siguiente. Las galeras dieron la caza al barco almirante enemigo. Le hicieron hundirse en los bancos de arena de la isla de Ré, le cañonearon y dieron muerte a más de doscientos hombres. Duro mucho la victoria y la paz que siguió.
El joven Pierre de Gondi, entonces de dieciséis años, estaba cerca de su padre. Cuando los combates de la isla de Ré, recibió el bautismo de fuego, gloriosamente materializado por una descarga de mosquete en la espalda. Tuvo un caballo muerto a sus pies. El relato de sus trofeos, amplificado por la imaginación infantil, debió hacer palidecer de envidia a sus hermanos, en particular al más joven, que no soñaba más que con hechos gloriosos. El futuro cardenal alimentará contra Richelieu, quien privó a la familia del generalato de las galeras, un odio tenaz. Son inseparables, en su espíritu, del fracaso de los cañones , de la sangre, de la gloria –la única, creía él por entonces, que fuera digna de un gran señor, la que se conquista a punta de espada.
Pero en Philippe-Emmanuel, desde hacía tiempo, la moral aristocrática del honor se había batido en brecha por la piedad. Sin duda, es la razón por la cual se le pudo reprochar la falta de bravura. Sin dar un paso atrás en los combates, no los buscaba. Tenía otras aspiraciones. El itinerario que le condujo de la toldilla de un navío de guerra a la celda de un convento lleva consigo bastantes sombras. Es cierto, en todo caso, que su mujer le sirvió de mediación.
Se había casado en 1604 –el contrato de matrimonio lleva la fecha del 22 de junio-8 -con una de las dos hijas de Antoine de Silly, conde de la Rochepot, doncel de Commercy. Rubia, pálida, con los ojos muy separados y el mentón fugitivo, ceñida en su coselete rebordado de oro y de perlas, Françoise-Marguerite aparece, en su retrato grabado, de una irreal fragilidad. «Era una gran gazmoña», dice Tallemant bien informado sobre el capítulo de las costumbres. Era de una piedad profunda, inquieta, exaltada que repercutía sobre su salud delicada. Hacía en al Carmelo las visitras asiduas, allí trataba a la Madre Margarita del Sabto Sacramento, hija de la célebre Sra. Acarie, más tarde beatificada que fue la fundadora de la orden en Francia y marcó con sus irradiación mística los primeros años del siglo XVII. Allí fue donde Philippe Emmanuel se encontró con Bérulle, quien fue decisivo en su vocación.
La leyenda familiar rodea este encuentro con un aura sobrenatural, que viene a autentificar el testimonio del futuro memorialista:
«He oído decir varias veces a mi difunto padre que, muchos años antes de que entrara en la congregación del Oratorio, y en el tiempo en que aún se encontraba implicado en las intrigas y en los placeres de la corte, se vio obligado por mi difunta madre a ir a ver a la Madre Marguerite ; a la que resistió por algún tiempo, y que habiéndose decidido al final por pura complacencia, encontró allí al difunto cardenal de Bérulle, quien no era todavía más que superior del Oratorio, con el que no tenía ninguna confianza, y que la Madre Marguerite le dijo abordándole estas mismas palabras : » Mirad, señor, al R. P. de Bérulle a quien no conocéis, pero le conoceréis algún día. El será el instrumento más eficaz del que Dios se servirá para vuestra salvación. Os burláis de mí a la hora que es, pero conoceréis un día que os digo la verdad «. Yo he oído hacer este relato a mi difunto padre una infinidad de veces desde que estuvo en el Oratorio; pero recuerdo habérselo incluso oído decir en mi infancia, mucho antes de que tuviera el pensamiento de entrar».
Los efectos de la profecía se hicieron esperar unos doce años por lo menos. Nada en lo inmediato se modificó en la existencia de Philippe-Emmanuel de Gondi. Mas cuando buscó para sus hijas a un preceptor, se dirigió a Bérulle, quien le recomendó a Vicente de Paúl.
Vicente de Paúl con los Gondi
Se ha de rechazar entre las fábulas edificantes la anécdota citada con frecuencia : La Sra. de Gondi visitando en Marsella las galeras de su marido y descubriendo entre la chusma a un sacerdote desconocido quien se había sustituido heroicamente por un condenado ; era Vicente, a quien ella habría mandado soltar y aceptado en su casa. En realidad este entró en los Gondi como preceptor de los hijos nacidos y por nacer, en 1613, el año mismo de la llegada al mundo de Jean-François-Paul. Sus funciones pedagógicas de los dos mayores –siete años y tres años- se duplicaron bien pronto con un papel de director de conciencia con los padres.
Con Philippe-Emmanuel, las relaciones fueron de inmediato excelentes. Vicente había dado, poco después de su entrada en la casa, un golpe de efecto. Al enterarse de que su amo, insultado por otro gentilhombre, se preparaba para enfrentarse a él en duelo, le esperó a la salida de la misa y se echó a sus pies:
«Perdone, Señor, le dijo, que os diga unas palabras con toda humildad. Sé de buena tinta que tenéis el proyecto de batiros en duelo, pero yo os declaro de parte de mi Salvador,[…] a quien acabáis de adorar, que si no alejáis de vos ese mal proyecto, él ejercerá su justicia sobre vos y sobre toda vuestra posteridad».
Philippe-Emmanuel, sorprendido, pero impresionado, renunció a exigir reparación por las armas: rara victoria de la piedad sobre la moral del honor, que fue citada como ejemplo durante las campañas de la Iglesia contra el duelo y que es señal de la extraordinaria fuerza que emanaba de Vicente.
Con la piadosa, la buena, la caritativa Sra. de Gondi, que ha hecho las delicias de la hagiografía, el trato era más delicado. Ciertamente, ella rebosaba de virtudes. » No hablaba nunca y no podía permitir que en su presencia se hablara de los defectos de otro». Hacía reinar en su casa un clima de paternalismo cristiano, velando por las necesidades materiales de sus criados, pero también de su educación moral y espiritual, asociándolos en la oración de la tarde en común. Pero llevaba la introspección al extremo, se atormentaba de escrúpulos, veía a cada instante los infiernos entreabiertos a sus pasos. La sola idea de la condenación le inspiraba una ansiedad nerviosa. Permanecía pendiente de la palabra de su confesor. Siempre dolida, tenía la triste propensión a caer enferma cada vez que él se alejaba.
Todo prueba que Vicente de Paúl había intentado sustraerse a sus exigencias. Llevaba al mismo tiempo su preceptorado y las funciones de párroco de Clichy, que procuraba conservar. En 1617, ruega a Bérulle que le retire de esta casa, sin tratar de despedirse de los dueños, él se escapa, sale el mes de julio a la parroquia de Châtillon-lès-Dombes, en Bresse, que le ha sido confiada. Ay, los Gondi llevan muy mal su deserción y remueven cielo y tierra para recuperarlo. El general de las galeras se da a la desesperación. Su esposa confía a una amiga su sorpresa entristecida:
» Nunca se me habría ocurrido. El Sr. Vicente se había mostrado tan caritativo con su alma que yo no podía sospechar que me fuera a abandonar de esta manera. Pero, Dios se alabado, yo no le acuso de nada, ni mucho menos; creo que no ha hecho nada sino por una especial providencia de Dios y llevado de su santo amor. Pero, de verdad, su alejamiento es muy extraño, y confieso no ver ni gota. Ya sabe la necesidad que tengo de su dirección y los asuntos que tengo que comunicarle; los dolores del alma y del cuerpo que he sufrido, falta de ayuda ; el bien que deseo hacer en mis pueblos y que es imposible emprender sin su consejo. En una palabra, veo a mi alma en un estado lastimoso».
La presencia de un confesor suplente elegido por Vicente no podría consolar su penitencia enfebrecida que le impide comer, beber, y dormir: si la hemos de creer, sus hijos se debilitan, sus súbditos sufren, ella misma languidece y se muere. Acaba por entregarse por director que la ha traicionado a un chantage espiritual refinado y perverso: no sobrevivirá, su alma se condenará, y es él quien tendrá toda la culpa.
«Yo no me equivocaba al temer perder vuestra asistencia, como os he contado tantas veces, le escribe, ya que en efecto la he perdido. La angustia en que me hallo me resulta insoportable sin una gracia de Dios totalmente extraordinaria, que yo no merezco. Si tan solo fuera por algún tiempo, no sentiría tanta pena; pero cuando veo todas las ocasiones en las que tendré necesidad de ser ayudada, con dirección y consejo, bien en la muerte, bien en vida, mis dolores se renuevan. Juzgad pues si mi alma y mi cuerpo pueden soportar largo tiempo estas penas. Me encuentro en el estado de no buscar ni recibir asistencia de otra parte, porque sabéis muy bien que no tengo la libertad para las necesidades de mi alma con mucha gente. […] Si, después de esto, me rechazáis, yo os declaro culpable ante Dios de todo lo que me suceda y de todo el bien que dejaré de hacer, por falta de ayuda. Me pondréis en la circunstancia de estar en lugares con frecuencia privada de los sacramentos, por las grandes penas que me pasan y la poca gente que es capaz de asistirme. […] Sé que mi vida no sirviendo más que para ofender a Dios, no es peligroso ponerla al azar; pero mi alma debe ser asistida en la muerte. Acordaos de la aprensión en que me visteis en mi última enfermedad, en un pueblo. Estoy ceca de llegar a un situación peor ; y el solo miedo de ello me causaría tanto mal que no sé si, sin gran disposición precedente, no me produciría la muerte».
Vicente estuvo ciertamente tentado de dejar pasar la salvación física y espiritual de sus parroquianos de la Bresse, cuya conquista se había ganado en pocos meses, antes que la de la general de las galeras. Pero el desarrollo, incluso hasta la simple supervivencia de las obras cuyos fundamentos acababa de echar exigían protecciones. El era también un escrupuloso. Ante la imposibilidad de convencer a la Sra. de Gondi, y con los consejos de Bérulle, acabó por obtemperar, lo que Philippe-Emanuel le agradeció en términos de una calurosa sencillez, que contrastan aeotunadamente con las intemperancias de lenguaje de su esposa, compartiendo su alegría, y añadiendo:
«Yo no os diré más, ya que habéis leído la carta que escribo a mi mujer. Os ruego tan solo que consideréis que al parecer Dios quiere que por vuestro medio el padre y los hijos sean gentes de bien».
El día de Navidad de ese año 1617, volvía a los Gondi, a quienes no abandonará hasta después de la muerte de la ama de casa, ocho años más tarde. Pero esta breve fuga –seis meses apenas- no le ha sido inútil. A su regreso, la brida es más floja. Si sigue alojado en el lugar, y conserva la dirección moral y religiosa de la familia, está descargado del preceptorado, y encuentra en las misiones de evangelización y de caridad un campo a la medida de su temperamento de hombre de acción.
Paul de Gondi no fue pues el alumno de Vicente. ¡Qué consuelo para los historadores preocupados por lavar a este de toda responsabilidad en las extravagancias ulteriores de un indigno discípulo! Había sido un error creer que le había enseñado el latín, hasta la teología! El futuro arzobispo acababa de nacer se encargó de sus funciones y tenía cuatro años cuando el preceptor de sus hermanos al regreso de Châtillon-lès-Dombes, fue dispensado de toda tarea pedagógica. El santo hombre no tuvo pues ninguna parte en la formación del futuro fautor de escándalo.
Eso es confundir instrucción y educación. Vicente continúa habitando en casa de los Gondi hasta 1625, es decir durante los doce primeros años del niño. Dirige la conciencia de los padres. Por lo tanto estos estaban mucho más atentos a su prgenitura que la mayor parte de los miembros de la alta aristocracia. La Sra. de Gondi proclamaba, en su favor: «Deseo mucho más hacer de estos que Dios me ha dado y que pueda darme todavía santos en el cielo que grandes señores en la tierra». La solicitud que prodigaba a sus criados, para formarlos en el examen de conciencia, debió ejercerse prioritariamente sobre sus hijos. ¿Cómo no habría reclamado, para su educación, los consejos de su confesor?
La ausencia de documentos nos condena a las conjeturas. Una cosa es segura después de todo : Vicente ha conocido bien al más joven de los niños de la casa. Ha sentido simpatía por él. Y él no era hombre para equivocarse sobre la calidad de los seres. La extrema inteligencia del pequeño Paul, su carácter apasionado, entero, intratable, no eran hechos que le desagradaran: solos son capaces de lo mejor los que cortan por la mediocridad, aun cuando sus aspiraciones vayan con riesgos. Sin duda, calculó él, porque él mismo también sufría, cuánto debía pesar la piedad triste, austera, severa, angustiada de la madre a un niño lleno de vida, de regocijo, de exuberancia: y él pudo temer por este los efectos de un perfeccionismo espiritual tiránico. Velando sus primeros pasos en la vida clerical, habría dicho sobre su protegido que » no tenía suficiente piedad, pero que no estaba demasiado lejos del reino de Dios «-17. La carta que dirigirá el 5 de septiembre de 1658, muy cercana ya su muerte, al cardenal exiliado, muestra que los acontecimientos ulteriores no le habían hecho volver a hablar de su juicio. Mientras tanto, su itinerario se ha cruzado, en muchas ocasiones, ya se verá, con el del frondista. Antes que negar estos lazos, será mejor buscarles el sentido.
Francia, tierra de misión
Vicente, una vez implantado en casa de los Gondi, los convenció fácilmente que se asociaran a las empresas de evangelización y de caridad que proyectaba. Los doce primeros años del futuro cardenal se desarrollan pues en una casa toda zumbando de militantismo católico. La lección no estará perdida para él totalmente.
Philippe-Emmanuel y su esposa repartían el tiempo entre París y sus dominios rurales. En la capital, habitaban bien en la calle Neuve-des-Petits-Champs, en la plaza Saint-Eustache, donde se los ve hacia 1613-1615, bien en la calle Pavée, en el Marais, donde documentos dan fe de su presencia en 1625. En provincias, tienen incluido en las propiedades heredadas del mariscal –el conde de Joigny, la baronía de Villepreux- tierras aportadas en dote por Margarita de Silly en Folleville, en el Somme, y en Montmirail, en Brie.
Estancias en el campo les hicieron calibrar la extrema pobreza de las iglesias rurales. Se sabía ciertamente que la instrucción de los sacerdotes era muy insuficiente y que los estragos operados por las guerras de religión los habían acostumbrado más a pensar más en su supervivencia que en sus tareas litúrgicas. A pesar de todo, de lejos, no se imaginaba la amplitud.