Había nacido por pura casualidad en Florencia, con ocasión de una estancia de sus padres en la ciudad de origen de su padre. Allí fue bautizado el 4 de noviembre de 1522. Una vez instalada en la corte, su madre, sin que él fuera ya joven, le orienta hacia una carrera militar, condición para el cambio social. Consigue en 1550 una compañía de caballería ligera, toma parte en todos los combates de la época, en Alemania, en Italia, por las fronteras del Norte; luego comanda en 1559 una compañía de gendarmes. Con ocasión de las guerras de religión, se encuentra en Saint-Denis, en Jarnac, en Poitiers, y en Mancontour; manda dos galeras en el sitio de La Rochelle. Acumula al mismo tiempo funciones y dignidades: gentilhombre de cámara del duque de Orléans -el futuro Enrique III- y maestro de su guardarropa en 1554, caballero de la Orden del Rey en 1563. Miembro permanente del Consejo real.
Un matrimonio halagüeño con la joven viuda del barón de Retz consagra su entrada en las filas de la nobleza francesa. Será primer gentilhombre de la cámara en 1566, mariscal de Francia en 1567, gobernador de Nantes, de Metz, luego de Provenza. Nombrado caballero de la Orden del Espíritu Santo de la primera promoción, el 31 de diciembre de 1578, general de las galeras de Francia al año siguiente, se convierte en el duque de Retz en 1581 por erección especial del condado de su mujer a ducado de par.
Su fortuna básica se incrementa al mismo ritmo. Se hará constancia tan sólo de sus principales componentes. Al condado de Retz en Bretaña, adquirido por matrimonio, se añade el marquesado de las Islas de Oro -las Islas d’Hyères-, regalo de la reina en 1567. Se compra en 1568 la tierra de Noisy-en-Cruye, cerca de Versalles, donde se construye una hermosa residencia: frescos, mosaicos, parque adornado de la inevitable gruta, rocalla, todas estas maravillas se deben a los artistas italianos establecidos en Francia. La propiedad, en poder de la familia hasta 1654, sucesivamente partidas de placer y encuentros políticos. Pertenece, con los recuerdos de que está cargada, al patrimonio cultural del memorialista.
En 1572-1573, el mariscal compra el marquesado de Belle-Île, al mismo tiempo que el cargo de gobernador. La plaza, fortificada por él, viene a completar las tierras del país de Retz: es la herencia que reserva al mayor de sus hijos, cuyos descendientes la ostentan todavía en la época de la Fronda. Otros dominios en île-de-France, en Normandía, en Saintonge, en Poitou, en Borgoña, compartidos con los demás hijos, se quedarán en la familia, donde se les encontrará. Por el contrario, las tierras adquiridas en el Pecq, en el Vesinet, y en Versalles, en poder del estado, serán vendidas a Luis XIII, quien se divertía cazando en ellas: se sabe la costumbre que tuvo Luis XIV en esto. Si se añade a esta fortuna básica importante las rentas de los cargos y de los gobiernos y los beneficios obtenidos de las operaciones financieras, estamos con toda seguridad ante el éxito redondo como el de este hijo de un inmigrado florentino.
Sin duda alguna que se debía a Catalina de Médicis. Pero sus tres capacidades notables en ello jugaron buena parte. En él había hallado la reina a un servidor de los pocos: valeroso, inteligente, hábil, infatigable -y sin sentimientos. Sabe batirse y pagar con su propia persona en primera fila; sabe también mandar regimientos o navíos y no puede decirse que haya robado la vara de mariscal. Es un excelente diplomático. Conoce Italia, España, Alemania, resulta una especie de ministro de Asuntos extranjeros oficioso. En caso de mostrarse sin piedad, este realista prefiere agotar primero los recursos de la negociación, experto en contentar a sus adversarios con palabras, evitar las promesas comprometedoras. Entre el apoyo a los protestantes alemanes, necesario para formar contrapeso a los Habsburgos, y la alianza con España para la defensa de la causa católica, intenta durante mucho tiempo llevar, a pesar de sus simpatías personales pro-españolas, una política de equilibrio. Hace también función, llegado el caso, de embajador de prestigio. Él es quien dirige en 1573 la expedición fastuosa encargada de traer consigo a Isabel de Austria prometida a Carlos IX, y quien se casa con ella en nombre del rey; es él quien va a debatir en Londres sobre un matrimonio eventual entre Isabel de Inglaterra y el duque de Alençon. Él acompaña al futuro Enrique III, elegido rey de Polonia en su viaje hacia Varsovia, vela por su seguridad durante la travesía de las provincias germánicas hostiles, secunda al nuevo soberano con sus consejos en los primeros contactos con sus desconcertantes súbditos.
Abreviando, es el hombre incondicional de Catalina de Médicis, quien sabe que puede contar con su fidelidad absoluta. ¿Fue tal vez su amante? algo poco probable, hayan dicho lo que hayan dicho los libelos. Pero fue su confidente, su «alma» y su «demonio», como se decía entonces. Asociado al conjunto de su política, lleva como ella la tara de haber desencadenado la San Bartolomé. Asistía a los consejos secretos donde se decidieron en agosto de 1572 el funesto atentado contra Coligny, que fracasó, luego la huida hacia adelante que fue la masacre. Repartir las responsabilidades entre la reina, su hijo menos el duque de Anjou, futuro Enrique III-, Retz y algunos otros consejeros es imposible: Catalina no necesitaba de las incitaciones de sus fieles italianos para aplicar la máxima de Maquiavelo que manda, cuando se quiere perder a sus enemigos, , no hacerlo a medias (-Gaspar de Saulx-Tavannes acusa al mariscal de Retz de haber preconizado un masacre general, arguyendo que «no se debía ofender a medias», «que si se quebrantaban las leyes, había que violarlas por completo para su seguridad, siendo el pecado tan grande por poco que por mucho». Pero trata de disculparse a sí mismo) Lo cierto es que Alberto de Gondi vio que se le confiaba, como al mejor diplomático, una bien difícil y desagradable misión: revelar al rey Carlos IX la participación de su madre en el atentado y arrancarle su consentimiento en la ejecución de los jefes protestantes. Excepcional episodio sangriento en la carrera de un hombre que ponían antes de la violencia la persuasión insinuante. Pero es de los que se bastan para empañar de forma duradera una reputación.
En este periodo incierto entre todos, fértil en convulsiones de situaciones, el hombre hábil salió a pesar de todo sin apuros. Se necesitaba talento, ya que los hijos de Catalina no le querían! Ya había dicho Carlos IX: «Si pudiera desembarazarme de este Perron a quien llaman Retz, yo no consentiría a ningún italiano en mi casa». La muerte de la reina madre debería haber doblado las campanas por su fortuna.
Pero le volvemos a ver poderoso y próspero bajo Enrique III, que le detestaba y luego bajo Enrique IV. Su posición financiera, pacientemente consolidada en el transcurso de los años, le permite enfrentarse sin temor a una desgracia temporal: tiene guardadas las espaldas. Y él sabe que será correspondido. Ya nunca será el favorito titular. Pedro después de veinte años pasados en los negocios, a propósito de los centros de la política europea, instruido por los secretos de los particulares, teniendo relaciones en todas partes y parientes en la gran banca, es el intermediario obligado para negociar préstamos, reclutar tropas, abrir las vías para alianzas.
Prudente, pero no cobarde, se toma sus riesgos a sabiendas. Su lucidez, su percepción juiciosa de las relaciones de fuerza, pero también su fidelidad le dicen que no existe salvación fuera de la obediencia al soberano legítimo. Para seguir siendo fiel a Catalina de Médicis y a Enrique III, se aliena sucesivamente de los protestantes, luego de los Guisa y llega a ser la bestia negra de los Ligueros. En una fecha en que no se pagan caras las chanzas de Enrique de Navarra, sabe descubrir sus cualidades y olfatear su salida feliz. Se alía con él entre los primeros y negocia por su cuenta en Italia: figurará en buen puesto a su lado en la entrada en París el 12 de marzo de 1594, luego el día de su coronación, antes de convertirse en miembro de su Consejo.
Debe su supervivencia política a la conciencia siempre viva de sus propios límites, que le permite ser aceptado, a pesar de la envidia. Sus lazos con los reyes sucesivos, a veces difíciles, están señalados con una deferencia sin servilismos. Dos anécdotas, en los extremos de su carrera, le pintan a maravilla. El joven Carlos IX se había mostrado brutal con un gentilhombre cuyos logros en la caza le producían celos: «Vos habéis perdido el corazón de toda vuestra nobleza», le dice con toda sencillez Alberto de Gondi y con tristeza. El rey comprende al punto y piensa. Mucho después, sabiendo que Enrique III se apresta a desposeerle de su cargo de primer gentilhombre de la cámara en provecho del duque de Joyeuse, se adelanta y dimite él mismo con una elegancia que el rey le agradece.
Flexibilidad, arte del halago, disimulo, «embustes» ¿o perfecto hábito del siglo? Los miramientos que prodiga en su alrededor se extendían a todos; prestaba muchos servicios, sin sacarles fruto alguno: «Se advierte su conducta por haber sido el más prudente y moderado favorito que se haya visto nunca. Nunca se le ha visto arrogante por rico que haya sido. Y nunca ha disgustado a nadie que le haya introducido a la presencia del rey, y se portó con tal destreza que si no hizo lo que pretendía, dio a saber que la culpa no era suya y no dejó de mostrarse agradecido con los que le habían dado ocupación.»
Modesto, se callaba la extensión de su poder: «Abusó tan poco de su crédito y de su autoridad que fingía por moderación no tener ninguna parte en el gobierno y ocultaba tan bien todas las conferencias secretas que tenía con el Rey que afectaba de no entrar mas que con la gente cortesana en las horas que su habitación quedaba abierta
Discreto, ocultaba su fortuna: «En cuanto a sus bienes, los tuvo como enterrados, colocándolos en la banca y realizando la mayor parte de sus adquisiciones lejos de la corte […). en el campo trató de aparentar que reparaba más bien que edificaba sus casas, queriendo que se creyera que lo que tenían de magníficas no era de él sino de su predecesor.
Extraordinaria prudencia, con un favorito de altos vuelos, que le valió atravesar sin tropiezos uno de los periodos más agitados de nuestra historia y morir en su lecho, el 12 de abril de 1602, a la edad de ochenta años.
El mariscal de Retz, insinuante, circunspecto, desprovisto de arrogancia, atento a sus interese sin olvidarse nunca de que había sido banquero, sino servidor fiel de una monarquía a la que debía su fortuna, este hombre que pasó, según el decir de su nieto, «por el más hábil cortesano de su tiempo», es por más de una razón la exacta antítesis de su nieto, de quien los historiadores acostumbran a decir, contra toda evidencia, que se le parecía. Demasiado cercano a sus orígenes, percatándose de su éxito demasiado fresco, no hizo totalmente suyo el estado de espíritu de la aristocracia que acababa de acogerle, rechinando los dientes. Si se quiere por fuerza mayor que la historia se repita, no es en el temerario y embrollón animador de la Fronda en el que se reencarna el siglo siguiente, sino -¡que ironía!- en otro favorito italiano de un genio muy superior, prometido a un destino brillante por otras razones: el cardenal Mazarino. ¿Será ésta la razón secreta, inconsciente, por la que se hacen tan pocas referencias a él en las Memorias?
La duquesa de Retz
La herencia noble, si la hay, le vino al memorialista por la ascendencia femenina, como tal vez el talento literario. El 4 de septiembre de 1565, el hijo de Antonio de Gondi se desposa con Claude-Catalina de Clermont. Este matrimonio le proporciona la reserva aristocrática y francesa que le faltaba; es la primera de estas alianzas que harán decir al cardenal que se ha mezclado la sangre extranjera, en los Gondi, «con la de todas las grandes casas del reino».
Era para la joven un casamiento desigual. Ella era la hija única del barón de Dampierre, de la casa de Clermont, en el Delfinado, y de Juana de Vivonne de la Châtaigneraie, de una muy antigua familia emparentada en Brantôme y a la que debía dar lustre al siglo siguiente la marquesa de Rambouillet. La habían casado muy joven con Juan de Annebault, barón de Retz y de La Hunaudaye, pero en 1562, «la fortuna le había hecho la gracia de liberarla, en la batalla de Dreux, de un enojoso, que era indigno de poseer a un sujeto tan divino y tan perfecto».
Ella tenía veintidós años. Tres años después, usaba de la libertad que le daba la viudedad para desposar, con la gran indignación de sus próximos, a Alberto de Gondi. La madre, Señora de Dampierre, tuvo parte en su maldición. El primo Brantôme estaba que rabiaba. La joven viuda se divertía con ello. El nuevo elegido, aunque le doblara en edad, era un elegante, fino, cultivado, y rico, lo cual no quiere decir nada. Ella había puesto algún reparo por el patronímico extranjero malsonante; pero la reina lo había arreglado todo permitiéndole transmitir a su marido el de Retz, cuya baronía ella recibía. Ella será pronto mariscala. Luego duquesa de Retz. No tenía necesidad de este matrimonio para abrirle las puertas de la corte, donde su madre hacía brillar su figura. Pero él le ofrecía la situación envidiable de esposa de un favorito poderoso, capaz de hacer y deshacer las fortunas. Ella se había asegurado de tener su propia corte.
Era la mujer más bella del reino, y la más sabia. Ornato y gloria de su sexo, milagro de su tiempo, décima Musa y cuarta Gracia o, como se decía más pedantemente, Jarite, ninfa, diosa, niña querida de Apolo y rival de Orfeo: la mitología ha sido pasto de los poetas en busca de calificativos. Su nombre se prestaba a juegos de palabras metafóricos evocando las redes en las que la hermosa cazadora apresaba en sus trampas a sus pretendientes. Belleza idealizada, toda convencional, a la que sería difícil dar figura, si no nos quedara un retrato grabado. En él la vemos rubia -pero ¿no vamos a desconfiar?-, la nariz carnosa, los ojos pesados pero animados, el rostro lleno, perdido en los óvolos de una enorme fresa, y el talle estrangulado en una increíble estrechez en un corsé realzado de brocados. Al conjunto, para nuestro gusto, le falta encanto. Le hallamos un no sé qué de seductor a veces en los grabados antiguos.
Sobre las perfecciones de su alma, los admiradores son más explícitos. El obispo de Dax, Francisco de Noailles, encargado de su educación, le había enseñado el latín y el griego, que hablaba, según se cuenta, a la perfección. Se cubrió de gloria cuando los embajadores polacos vinieron en 1573 a ofrecer al duque de Anjou su corona electiva. Usaban el latín como lengua internacional y nadie, de entre los cortesanos era capaz de darles la réplica. Fue la duquesa de Retz quien respondió a la arenga del obispo de Posnam con un discurso de bienvenida muy bien construido y que sirvió de intérprete, durante toda la estancia, entre la familia real y los enviados polacos. Componía en prosa y en verso, era «de las más doctas y mejor versadas, tanto en la poesía y arte oratoria, como en filosofía, matemáticas, historia y otras ciencias».
Conocía el italiano y el español. Cantaba también acompañándose a sí misma de un instrumento. Pontus de Tyard la describe «sentada sosteniendo un laúd con las manos, sintonizando con el sonido de las cuerdas que tocaba divinamente, su voz dulce y fácil, con la que tan graciosamente medía una oda francesa» [que oyente se sentía) «encantado como por una armonía celestial».
Practicaba a maravilla el arte de la conversación, de mujer cultivada, espiritual pero no pedante, que sabe deslizar como hallazgos de su cosecha las citas de los Antiguos y devolver la pelota a interlocutores ávidos de brillar ellos también.
El hotel de Retz acogió a todo cuanto contaba por entonces en las letras, de manera notable a los poetas de la Pléiade. En torno a la huésped, las mujeres más importantes por espíritu y belleza -en particular Henriette de Clèves, duquesa de Nevers, y Margueritte de Valois, esposa del rey de Navarra; Madeleine de l’Aubespine; Madelaine de Bourdeilles, hermana de Brantôme y Hèléne de Surgères, cantada por Ronsard, sus primas. Un album manuscrito recoge fragmentos de versos con los que familiares del célebre salón verde han honrado a la dueña de los lugares y a sus bellas amigas. Allí se daban nombres de pastores y de ninfas: la duquesa era Dictynne, o, a veces, Pasitea, es la inspiradora de Amadís Jamyn, de Pnthus de Tyard, quien le dedica su Diálogo del furor poético; Rémy Belleau le ofrece su Turquesa; Étienne Pasquier escribe para ella su Pastoral del viejo enamorado, nacida del debate galante que había animado una de sus soirées, «a saber quién podía hablar mejor del amor, si el joven, o el viejo. Baïf le pide humildemente que se complazca en el envío de una pieza en verso, Los Pasa-Tiempos.
En verdad que se ha de hacer el juego de las adulaciones, a menudo excesivas en la época. Nos quedaría por saber que la duquesa fue una de las raras mujeres en ser admitidas por Enrique III en la Academia del Palacio. Se distinguía con ese nombre las reuniones que organizó el rey dos veces a la semana en su gabinete, de 1576 al 1579, «para oír a los más doctos», sobre temas morales y religiosos -el honor, la ambición, la ira, los celos, el temor, la verdad y la mentira, el conocimiento, el alma. Cada sesión estaba dedicada a un tema; uno de los participantes hacía una exposición, seguida de discusiones. D’Aubigné, cuyo calvinismo es poco sospechoso de complacencia hacia los Gondi, evoca el recuerdo de una justa elocuente entre la mariscala de Retz y la Sra. de Lignerolles, para evaluar la excelencia respectiva de las virtudes morales e intelectuales: sobre un tema tratado por igual por Ronsard y Desportes, se habían hecho admirar y habían probado «que sabían más de las cosas que de las palabras. De una «gran obra» cuyo autor de las Trágicas le atribuye la redacción, nada se ha sabido. En suma, si henos de creer a sus panegiristas fúnebres, «una dama honesta llena de entendimiento, que prefiere sin embargo a todas las demás ciencias la que podía mejor extender su espíritu al conocimiento de Dios».
Esta imagen halagadora tiene su reverso natural. La corte de los últimos Valois era brillante, pero también disoluta. La Sra. de Retz era el adorno de todas las fiestas. Amaba agradar, reír y hacer reír. Tenía un gusto especial por la intriga y una curiosidad intemperante. Participó en la famosa sesión de magia en la que se hizo aparecer a Catalina de Médicis, en la pantalla cambiante de un espejo, el destino futuro de sus hijos. D’Aubigné le atribuye una iniciativa descabellada para asustar al supersticioso Enrique III: por el tubo de una cerbatana introducida en la pared de la cámara real, dos favoritos debían remedar la voz de un ángel y susurrarle al oído amenazas por sus pecados. La cosa no se llevó a cabo y la responsabilidad de la mariscala es dudosa. Pero sólo se presta a los ricos y su gusto por las chanzas es seguro.
Está al tanto de todos los secretos amorosos y no puede guardárselos siempre para sí. Una de sus cartas refiere a una amiga un breve antojo del rey, al que la reina dio la alerta. Contribuyó al descubrimiento del lío de Enrique de Guisa con Margarita de Valois y esta indiscreción le valió el odio tenaz del interesado. Las calaveradas de la célebre Margot y las de la duquesa de Nevers son más que sabidas. Pues eran sus mejores amigas. ¿Para imitarlas? Se le han prestado debilidades hacia uno de los queridos del rey, Carlos de Barzac d’Entragues, llamado «el bello Entraguet». El catálogo satírico de la Biblioteca de Mme de Montpensier hace de ella el autor de una obra imaginaria -Los diversos platos del amor, traducido del español al francés-, que no deja apenas duda sobre su reputación. Y Tallement refiere unas palabritas sobre los pájaros portadores de cuentos, en este caso los duques, a quienes se refería su esposo. Sabríamos más si su virtud no hubiera encontrado a un defensor póstumo inesperado en la persona de su nieto, el joven abate de Gondi, futuro cardenal de Retz. Hojeando un día entre sus amigos, los hermanos Dupuy, los manuscritos de Brantôme, les pidió autorización de tachar un pasaje que relataba los amores de la duquesa: «Quedó borrado de tal forma que nadie podría descifrar una sola palabra».
La cohesión de la pareja no parece haber sufrido por estas diferencias. La unión de Alberto de Gondi y de Catalina de Clermont estaba sellada por una común ambición, para cuyo éxito se repartían las tareas. Para el, la gestión de los asuntos en lo secreto del gabinete, la guerra, la diplomacia. Para ella, los papeles de representación en la corte. Una esposa tan vidente acaparaba las miradas apartándolas de él. El magisterio que ejercía en las letras y en las artes era inseparable de un mecenazgo cuyos beneficiarios se sabían deudores con el mariscal. Él mismo no desdeñaba dejarse ver por la Academia de París ni de tener de tarde en tarde su partida -se ha conservado de él un Discurso sobre la Cólera. Pero con ocasión de sus largas numerosas ausencias, su mujer ocupa el terreno. Su diferencia de edad era una baza más. En cuanto a él, hombre afecto de Catalina de Médicis, de quien solamente le separaban tres años, era, por el hecho mismo de esta fidelidad, sospechoso a los ojos de sus hijos; ella, perteneciendo a la misma generación que éstos, se encontraba a sus anchas con ellos y con las jóvenes reinas: doble favor, cuyos efectos se acumulan.
Entre dos campañas o dos embajadas, había hallado el tiempo de hacerle diez hijos, sin que su paternidad fuese puesta en duda, según parece. Solidarios en la gestión de la fortuna familiar, emprenden juntos el viraje político decisivo que fue la alianza precoz con Enrique IV. Se sienten desolados porque su hijo mayor, un descerebrado, se aliste en las filas de los ligueros, comprometiendo en ello su futuro antes de perder prematuramente la vida. En lo más encarnizado de la guerra civil, en ausencia de su marido, la musa de los salones literarios se muta en mujer de cabeza y de acción: «Con un valor verdaderamente varonil», reúne tropas para defender sus tierras amenazadas de pillaje y defender a sus súbditos de la masacre: por lo cual el rey -se trata esta vez de Enrique IV- la tuvo en gran estima y se sirvió de sus consejos en asuntos de gran trascendencia».
Uno y otra eran católicos convencidos, bien que se hayan inclinado por trabajar al fin por la reconciliación confesional. Su ancianidad fue prudente y piadosa. El mariscal supo dimitir de las funciones que no estaba ya en condiciones de ejercer: «Un chancro, que le consumió y le destruyó miserablemente con grandes y extremos dolores», hizo de sus últimos años un martirio. Murió el 12 de abril de 1602.
«Así termina, añade l’Estoile, el último de los consejeros de Estado y autores de la jornada San Bartolomé: tan solo feliz por la duración de la enfermedad que lo llevó al arrepentimiento y confesión de sus faltas y pecados […], que es el final que se ha de desear a todo hombre cristiano».
La duquesa lo siguió a un año de distancia. Fue enterrada en los laterales de su madre en la iglesia del monasterio de las hijas de Santa Clara llamadas del Ave María. El fasto de su tumba y del mariscal, en la capilla que llevaba su nombre en Notre Dame, proclamaba a toda luz «la ilustración» de la familia.






