La obra de los niños expósitos (I)

Mitxel OlabuénagaFormación VicencianaLeave a Comment

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La iconografía vicenciana es la que nos pone en presencia del señor Vicente y de su amor por los niños abandonados. Una ico­nografía que, en todas partes en donde han estado presentes las Hermanas, ha conservado esa atención del señor Vicente para con los niños abandonados. El otro rasgo, grabado en la memo­ria de todos, es la célebre exhortación por él dirigida a las Damas de la Caridad en 1647, cuando los tiempos se ponían difíciles y estaban enfrentadas a los acontecimientos políticos, cuando los costos convenidos se hacían demasiado gravosos, y se multipli­caban los establecimientos administrados, y no cesaba de aumentar el número de niños que había que recibir. Oigamos una vez más la vibrante llamada del sr. Vicente:

«Bien, señoras, la compasión y la caridad les han hecho adoptar a estas criaturitas como hijos suyos; ustedes han sido sus madres según la gracia desde que los abandonaron sus madres según la naturaleza. Dejen ahora de ser sus madres para convertirse en sus jueces; su vida y su muerte están en manos de ustedes; voy a recoger ahora sus votos y sus opiniones; va siendo hora de que pronuncien ustedes su senten­cia y de que todos sepamos si quieren tener misericordia con ellos. Si siguen ustedes ofreciéndoles sus caritativos cuidados, vivirán; por el contrario, si los abandonan, morirán y perecerán sin remedio; la expe­riencia no nos permite dudar de ello».

Es forzoso constatar la escasa información que tenemos sobre esta obra, tanto en las cartas como en las conferencias. En «El Gran santo del gran siglo» dedica el Pedro Coste un capítulo a este tema, uno de cuyos pasajes es la cita del diario de una Hija de la Caridad, que prestó servicios a los expósitos, y que cierto señor Capefigue asegura tuvo ocasión de consultar:

«22 de enero. Ha llegado el señor Vicente a las once de la noche; nos ha traído dos niños; uno de ellos tendrá unos seis días, el otro es un poco mayor. ¡Cómo lloraban los pobres pequeños! La superiora se los ha confiado a dos nodrizas.

25 de enero. Las calles están cubiertas de nieve; estamos aguar­dando al señor Vicente. No ha venido esta noche.

26 de enero. El pobre señor Vicente ha llegado aterido de frío. Nos ha traído un niño que está ya destetado. Da pena verlo; tiene los cabe­llos rubios y una señal en el brazo. ¡Dios mío, Dios mío! ¡Qué corazón tan duro hay que tener para abandonar así a una pobre criatura!

1 de febrero. Ha venido a visitarnos el señor arzobispo; tenemos mucha necesidad de limosnas de la gente; la obra va lenta; el señor Vicente no hace nunca cuentas, con su ardiente amor por los pobres niños.

3 de febrero. Las nodrizas nos han devuelto algunos de nuestros niños; parecen estar bien atendidos. La mayor de nuestras niñas tiene cinco años; sor Victoria empieza a enseñarles el catecismo y a hacer un poco de costura. El mayor de nuestros niños, por nombre Andrés, aprende muy bien las cosas.

7 de febrero. Hace mucho viento; el señor Vicente vino para visitar nuestra comunidad; este santo varón está siempre en pie. La superio­ra le ha pedido que descanse un poco, pero él corrió en seguida a ver sus niños. Da gusto escuchar sus tiernas palabras y sus hermosos con­suelos. Estas criaturitas le escuchan como si fuera su padre. ¡Bien se lo merece el señor Vicente! Hoy le he visto derramar lágrimas. Ha muerto uno de nuestros pequeños. Es un ángel, exclamó; pero ¡qué duro es no volver a verlo!».

Enternecedor relato del que Coste dice no haber hallado men­ción otra alguna, y cuyo estilo parece ser más del siglo XIX que del tiempo de san Vicente.

Es a finales de 1637, cuando por primera vez se manifiesta el señor Vicente a Luisa de Marillac, para que reciba a una mucha­cha de las afueras de París:

«Sobre la pobre chica de Madrid, he pensado hablar a fondo con el señor procurador general de este asunto y del medio de socorrer a estas pobres criaturas en los Niños Expósitos. La señora Goussault6 ha referido a usted quizá las instancias que se me han dirigido con este objeto».

Continúa en esta dirección en enero de 1638 y explica a Luisa que las Damas han abordado la cuestión:

… «En la última reunión se tomó el acuerdo de que se le pidiera [a Luisa] hacer un ensayo con los niños expósitos, si hay algún medio para alimentarlos con leche de vaca, y adquirir dos o tres a ese efecto».

Las Damas le aprietan, dice a Luisa en febrero:

«La señorita Hardy me sigue presionando para que reúna a las Damas que le han dado palabra de contribuir. Si no lo hago, se entris­tecerá mucho; si lo hago, iría contra mis sentimientos. Dudo de que esto salga bien, por la manera según están las cosas; pues ella entien­de que esas Damas han de ir a la casa de los niños expósitos, y que todo se haga allí dentro y según el orden que fue establecido; mientras que mi pensamiento es, que sería mejor abandonar los fondos de esa casa establecida, antes que sujetarse a tantas cuentas que rendir y a tantas dificultades con que enfrentarse, para crear un establecimiento nuevo y dejar ése tal como está, al menos por algún tiempo. ¿Qué le parece? Si yo creyese que ella acepta el ensayo que usted propone de una nodriza y de alguna cabra en su casa, eso bastaría».

Progresivamente va a ofrecer él sus energías a esta gran obra. Se empezará por admitir algunos niños en la casa de las Herma­nas, se adquirirá una casa que sirva de hogar a un número mayor de estas criaturitas. En adelante, una real renta asentará los cimientos económicos de la obra. Ésta se ampliará mediante la adquisición del castillo de Bicétre, en el extrarradio de París —sede de la que precisará deshacerse cuanto antes—, para conver­tirse finalmente por un real decreto de 1670, en parte integrante de los servicios del reino. Es mera demanda que, una vez asumi­da, seguirá paso a paso la llamada de la vida diaria cual resuena en Vicente: por encima de todos los lazos que la vinculan a las Damas, a las Hermanas, a la corte, y a los administradores y fun­cionarios del reino, se convierte en expresión de la buena nueva de Jesús.

LOS NIÑOS EXPÓSITOS EN FRANCIA EN LA ÉPOCA DE SAN VICENTE9

En el París de los siglos XV y XVI, los notables: deanes, canónigos y cabildo de Notre-Dame, se ocupaban más o menos directamente de los niños expósitos. Era deber suyo recogerlos y hacerlos criar para honor de Dios, dicen las patentes de 1536. A cargo de los mismos estaba también el hospital de los Niños‑Rojos: otro establecimiento que acogía a una parte de los niños abandonados, creado por un decreto del Parlamento, el 11 de agosto de 1552. Los agentes de la justicia en la ciudad y sus ale­daños debían contribuir al mantenimiento de los niños. Para ase­gurar la regularidad de las operaciones, los fondos asignados para la alimentación y otros gastos, procedentes de las limosnas, quedó en manos de los jefes y directores del Hótel-Dieu de la Trinidad —otro establecimiento que también acogía a niños aban­donados—. Concernía asimismo a los agentes de la justicia en la ciudad emplear a una mujer que recibiese a los expósitos «en dicha iglesia de Notre-Dame de París». Cierto libro de derecho francés refiere que: «dentro de la gran iglesia de Notre-Dame (con el indicador Niños Expósitos), a mano izquierda, hay un tablón que hace de lecho y da a la calle, donde los días solem­nes „se pone a los niños expósitos, para urgir al pueblo a la cari­dad. No lejos están dos o tres nodrizas, y una bandeja donde depositan sus limosnas las gentes de bien. Los referidos expósi­tos son a veces pedidos y adoptados por buenas personas sin hijos, con la obligación de alimentarlos y educarlos como sus propios hijos».

Acontecía que se exponía a niños en Notre-Dame, pero nunca hubo de manera habitual cunas preparadas para recibirlos. Sin embargo, se relata que, en el siglo XVI, el Hótel-Dieu entregaba a algunos de estos niños a las personas encargadas de custodiar­los, al objeto de reunir limosnas, los cuales eran abandonados a la puerta del hospital. Cuando un niño era abandonado en las calles de la ciudad, a nadie estaba permitido recogerlo, ni aun al comisario del barrio, o cualquier otro transeúnte. Debía llevarse a los Niños Expósitos de Notre-Dame, en la casa destinada a ali­mentarlos y lactarlos, que está junto a la casa episcopal, al fondo de una calleja que desciende del río… Con frecuencia ni el comi­sario ni oficial otro alguno se entrometía, por temor al ridículo y sospechoso origen de la criatura (la sospecha de que fuese suyo). Hallado el niño, era preciso ir en busca de la mujer encargada de los expósitos, quien lo recogía sin la menor dificultad, exigien­do, para domiciliarlo, cinco sueldos al que declaraba la puerta o el lugar en que se había encontrado.

El hospital de la Trinidad era muy antiguo, se lo ve figurar en títulos de 1217; en principio estuvo destinado a transeúntes y peregrinos. Allá por 1545 acogerá a niños que aprendan diversos oficios. Será destruido en 1789. Ocupaba el emplazamiento del pasaje de la Trinidad que va de la calle Grénétat a la calle Saint-Denys. En cuanto a las casas del puerto Saint-Landry, fueron adjudicadas a este mismo destino por el cabildo de Notre-Dame «mediante compensación razonable». En 1570, el Parlamento, deseoso de hacer más eficaz su fallo de 1552, mandó inspeccio­nar estos inmuebles y ordenó repararlos. De otro lado, decidió que los eclesiásticos y señores agentes de la justicia de París «se reuniesen los días, lugares y horas prefijados y designados por el dicho obispo de París, para deliberar y redactar memorias y artículos para la policía que les pareciese bueno y deber ser guarda­do y observado para la alimentación, gobierno y administración de los dichos niños expósitos». En el siglo XVII, los niños eran llevados por las madres, o por sargentos que muy a menudo no tenían delegación para ello. Para remedio de lo cual, se votaron sanciones contra toda persona que expusiera niños sin pasar por las formalidades administrativas vigentes.

Para una mejor organización de los servicios, se reunieron altos funcionarios de la justicia, y nombraron a cinco personas, [tres mujeres, un burgués y un tesorero]11, para un mejor seguimiento de las diversas operaciones. Paralelamente, en evitación de que los niños sean objeto de mercado, un fallo del Parlamen­to encargó a los deanes, canónigos y miembros del cabildo de la Iglesia de París, con delegación para ocuparse de los niños aban­donados, meter en prisión a quienes expusieran a dichos niños. [Extracto de los registros del Parlamento, 27 de mayo de 1564.-Colección Lamoignon, arch. de la Préfecture de pólice].

Los tres asilos que acogen a los niños ha recibido la misión de atender a una categoría diversa de niños. El hospital de los Niños-Rojos, instalado en el barrio del Temple, acoge a los niños provisionalmente abandonados por razón de la hospitalización o internamiento de sus padres. El hospital de la Trinidad, ubicado en la calle Saint-Denis, alberga a niños en la misma situación, pero de edad superior a los seis años y de los que se sabe habrán de estar bajo tutela durante una duración más prolongada. El hospital del Espíritu-Santo-en-Gréve (place de Gréve), por su parte, se ocupa de los huérfanos. A menudo se trata de niños cuyos padres han fallecido en el Hótel-Dieu: un hospital que recibía a gente pobre. Se ha de notar que los niños nacidos de uniones ilegítimas no son admitidos en ninguno de los referidos establecimientos.

Los niños eran confiados a nodrizas que se comprometían a alimentarlo y educarlos. Los recursos provenían principalmente de impuestos y limosnas. Desde 1552, los Señores altos funcio­narios de la justicia de la ciudad se desgravaban mediante una renta anual. Por lo que hace a la caridad pública, se redoblaba la inventivitas, no dudando, los días festivos, en poner a los bebés en serones a la entrada de la catedral. Para estimular la generosi­dad, una voz suplicaba entre gemidos «haced el bien a estos pobres niños expósitos».

Durante todo el siglo XVII, el abandono de niños no cesa de aumentar. La real decisión de impedir a todo hijo ilegítimo que herede de sus padres, conducirá a que el país cree los tornos de abandono. San Vicente será quien los instituya. Este dispositivo permitía a los padres depositar a sus hijos, con total seguridad y en anonimato. Se dejaba a los bebés con sus mantillas, mas tam­bién con marcas por las que se identificasen. Se pensaba que los depositarios conservaban la esperanza de recobrarlos en un futu­ro. El empleo de tornos de abandono será oficializado más tarde, es preciso esperar al decreto imperial del 19 de enero de 1811. Este dispositivo parece haber funcionado en París apenas una cin­cuentena de años (de 1810 a1860). Es abolido en 1863, y rempla­zado por el Despacho (Bureau) de admisiones, abierto las 24 horas del día. Entraban en él las madres solas. Allí eran interroga­das por un delegado, sin testigos. Cuando llegaba una madre para abandonar a su bebé, el empleado, con el fin de animarla a que lo retuviera consigo, se esforzaba en hacerla comprender la grave­dad de su acción. Para ello le proponía una ayuda en metálico o en especie: una nodriza o ropas de recién nacido. Para dejar la criatura, la madre debía presentar el certificado de nacimiento del niño; era el único documento exigido. Tan pronto era recibido el niño, se le inscribía en el registro de ingresos y a continuación era empadronado. En su libreta figuraba el número de orden, que era grabado en una placa suspendida de un collar de hueso para lle­varlo al cuello hasta su sexto año terminado.

El abandono de niños llegó a ser tan frecuente, que fueron necesarias medidas severas con ciertos «mensajeros, cocheros y conductores de carruaje», que tanto por vía fluvial o terrestre, llevaban diariamente a París, de casi todos los lugares del reino, niños de todas las edades y de ambos sexos. Los exponían en las plazas públicas y en las iglesias. En 1643, el Parlamento emitió una «prohibición muy expresa, vedando a todo mensajero, reca­dero, cochero o conductor de carruaje, llevar a niños cuyos nombres y apellidos no constasen inscritos en los libros, con los nombres, apellidos y domicilios de que quienes les encomenda­ban dichos niños… bajo pena de castigo corporal y mil libras de multa a beneficio del hospital general».

En los establecimientos donde van a trabajar las Hermanas, el niño, una vez acogido, recibía de la Hermana Sirviente «el collar», del cual pendía una bolsita que contenía el proceso ver­bal. Se adjuntaba la partida de bautismo «sin quitarle el collar». Mucho después, en 1674, hasta se advierte que hay dos nodrizas al servicio de «la Casa Cuna». Es conocida la reputación de este establecimiento, cuando san Vicente comienza su trabajo. Era preciso conducir a la nodriza al hospital para que tomara pose­sión del niño. Se pagaban a la nodriza tres libras por los diecio­cho primeros meses, y tres o cuatro, según los casos, en lo suce­sivo. En su calidad de nodriza recibía como suplemento una pinta de cerveza. La afluencia de niños fue pronto tal, que se resolvió no recibir en «la Casa Cuna» más que a los no desteta­dos menores de un año. La Hermana encargada de la colocación, acudía primero al párroco para enterarse de las mejores condi­ciones que la localidad pudiera ofrecer. Colocado el bebé con una nodriza, se le dejaba hasta que cumpliese tres años. Este plazo fue pronto ampliado a cinco años. Concluida la permanen­cia con la nodriza, los niños volvían a la ciudad, con destino al hospital general, o a la «Pitié», la Salpétrier, y sobre todo Bicétre, que se les había asignado de manera particular. Se creará ade­más otro establecimiento, en la calle Saint-Honoré, para brindar un tiempo de adaptación a los niños que volvían del campo a la ciudad. Efectuada la transición, se los enviaba a los hospitales generales. Allí les daba clase un eclesiástico. Se les enseñaba «la nota y el canto llano». La Rochefoucault censuraba en todo caso la cuasi ociosidad en que vegetaban los niños. Dados los proble­mas del paro urbano, se decidió mandarlos a los campos (cultiva­bles) de manera más habitual.

La designación “enfantstrouvé” (niños expósitos) vino de que denominada a los niños en las calles: a las puertas de las iglesias, delante de los comercios y aun delante de las casas de las parteras. Cuando un niño era recogido, precisaba hacer que se redactara un proceso verbal, en el cual figurase el lugar del hallazgo y un informe sobre su salud.

Los dos asedios de París, bajo Enrique III y Enrique IV, las guerras entre las coronas europeas, los combates entre protestan­tes y católicos, las sucesivas hambrunas que tenían por secuela la miseria de las clases populares, pero además la multiplicación de nacimientos ilegítimos —vinculado a la libertad de costumbres-todo ello— hizo del abandono de niños un flagelo efectivo de la sociedad francesa. Entre los niños expósitos, los no destetados eran los más numerosos.

A finales del siglo XVII se da un fuerte aumento en el núme­ro de niños abandonados, pasando de 1.700 anuales, el año 1700, a 7.560 el 1770, hasta estabilizarse en 5.800 por año. Una parte viene de las provincias y aun del extranjero. Llegan al 40% los procedentes de Bruselas, La Haya, Londres y Lieja. Los que lle­gan de las provincias son a menudo vendidos por los hospitales de provincia, que están mal proveídos. Llegan de Lyon, Provins, Périgueux, Picardía, Champaña y Borgoña. Estaban penalizados sus transportistas, pues eran causa de que se desplazase hacia París la población infantil. Los abandonos de niños estaban moti­vados por la esperanza de los padres de obtener una vida mejor para sus hijos, o por el deseo de alejarlos de su dudoso origen (si eran ilegítimos).

Si tuviésemos tiempo de hojear los registros de admisión en las casas parisinas de acogida: el Hótel-Dieu, la Couche y la Pitié, veríamos las procedencias de los niños y sus vínculos familiares. Se comprueba que los niños de París más frecuente­mente abandonados han nacido en el Hótel-Dieu (de madres en situación precaria). En París, más del 80% de los admitidos a la Casa Cuna provienen del Hótel-Dieu, y se los abandona antes de cumplir un año.

La mayor parte de los niños abandonados de París están bau­tizados: ello tiende a demostrar que se los había deseado. Sus padres los abandonan tras haberlos confiado a Dios mediante tal rito. Se observará también que la curva de abandonos se corres­ponde con la subida de los precios del trigo. Cuanto más caro es el trigo, tantos más niños se abandonan, lo cual evidencia ser el económico, el primer motivo del abandono. En lo que atañe a las razones morales, los movimientos de tropas ocasionados por los conflictos del país conllevan, de un lado, la abundante viudez en la campiña, y del otro la vida disoluta en la ciudad —comercian­tes que abusan de sus empleadas domésticas.

A veces los registros revelan también cómo han querido dejar su nombre los responsables del abandono, con miras a asegurar una pista por la que recuperar al niño, tras haber confiado a la nación su supervivencia y educación. Para evitar lo cual, un real edicto condicionará la búsqueda del niño al pago de una fuerte suma: exigirá el desembolso de la cantidad asumida por el Esta­do como pensión, durante el período que carga sobre la econo­mía estatal la crianza del niño.

Tal es la compleja situación en que el señor Vicente, oídos los requerimientos que le dirigen las Damas y los notables, va a aco­meter, con las Hijas de la Caridad, la aventura de servicio en favor de estos párvulos en peligro de muerte.

CEME

Bernard Massarini

 

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