La invención del padre Díez: la historia desconocida del genio que hizo posible el cine

Mitxel OlabuénagaSin categoríaLeave a Comment

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Tengo un tío paúl, como quien tiene un tío en América. De los paúles, quiero decir. San Vicente de Paúl fue un francés del XVII que se lio a repartir sopas cuando la guerra de la Fronda, que dejó el país hecho un higo; le gustaban más los pobres que a un tonto otro tonto. Fundó la Congregación de la Misión y las Hijas de la Caridad en el primer tercio del siglo y murió en 1660, con setenta y nueve años de edad. Dos siglos más tarde, nacería Mariano Díez —del que hablaremos en un momento—, y, otro ratito después, mi tío, que no fundó nada, que se sepa, pero al que le gusta mucho el cine, aunque más arreglar aparatos. Y los dibujos de «La pantera rosa». Un día, hará quince o veinte años, me dijo: «Voy a contarte una cosa…». Y me la contó. Luego se fue a la biblioteca de la Casa de los Paúles de Salamanca y empezó a rebuscar con sus gafas de cerca entre los anales de la congregación. Al día siguiente me entregaba un montón de fotocopias que replicaban palmo por palmo varios números de 1933 —del tomo 41, según recuerdo— que confirmaban lo que me había dicho, en un texto redactado por entregas por un esforzado A. Alonso, tan paúl como el que más, que contaba más o menos lo siguiente…

Mariano Díez Tobar nació en Tardajos el 21 de mayo de 1868, a diez kilómetros de Burgos, en la falda de un antiguo castro. Aprendió a leer y a contar muy pronto, mientras sus padres cosechaban. «No tengo más que enseñarte», le dijo el maestro un día, alabándolo por un lado y confesando por otro que hasta ahí sabía él; así que Mariano siguió estudiando a diez kilómetros, en la misma carretera de Villadiego —que recorría a pie a diario—, en Las Quintanillas, donde destacó también como estudiante antes de pasar al colegio seminario de Sigüenza, en el que ingresó en 1882, con catorce años. De allí se fue a Madrid como seminarista, y allí desarrolló una inclinación por las ciencias físicas y las matemáticas que en los estudios eclesiales de la época no acababan de caber, para ser trasladado luego a Murguía (Álava) con veintidós años recién cumplidos, en 1890 ya (o aún, según se mire), donde se contagió del entusiasmo fundador del nuevo colegio, que soñaba con ser semiuniversidad para el País Vasco. Allí empezó a impartir clases, aunque aún era un estudiante, y allí comenzaron los problemas que lo acompañarían toda su vida, y que hacen que hoy casi nadie haya oído hablar de sus logros, en los que entraremos enseguida.

Alonso recoge en los anales de la congregación las palabras que el doctorRafael Navarro, director del hospital de la Beneficencia de Palencia, dedicó a Mariano Díez hace un siglo: «He conocido pocas sabidurías tan hondas, eruditas y completas como la suya, enciclopédica si las hay. La tenía muy sistematizada, pero su sistema era un poco caótico y confuso. Poseía la erudición de un sabio del Renacimiento». Mariano, que estaba a sus cosas (que eran enseñar y rezar, por turnos o a la vez), se mantenía también atento a cada avance científico, aunque en la propia orden no se estimulaban tales progresos, necesariamente distractores, sobre todo si atendían a inventos tan inciertos como aquel del que mi tío me habló…

Las sombras de Java

La invención del padre Díez comienza con las sombras de Java, muy parecidas a las chinescas, y con su resurrección a finales del XIX a través de los teatros de sombras. Sigue con ingenios como el del fenaquistiscopio de Plateau (disco plano en el que se dibujaban las diferentes fases de un movimiento) y el teatro óptico de Reynaud, y con el quinetoscopio de Edison —ya en la década de 1880—, inspirado en las investigaciones de Muybridge, fotógrafo de origen inglés que supo capturar con varias cámaras el ciclo del galopar de los caballos. Concluye con los Lumière, que aún no habían inventado nada, pero que estaban haciendo negocio con la fotografía de toda la vida (aún no muy larga), poco antes de cambiar el mundo para siempre, lo que sucedería en un ratito, en 1895. Pero hay un nombre ausente en esta historia, un eslabón perdido… ¿Por qué aparecieron un día los Lumière con un artefacto que reproducía al fin la imagen en movimiento, aspiración frustrada de investigadores de medio mundo?

Saltemos de nuevo en el tiempo: atrás, adelante, atrás. Adelante. «El mundo científico» de Barcelona menciona a principios de siglo —en su número 568, páginas 13 y 14— las conferencias del padre Díez, a las que añadía siempre lo siguiente: «El conferenciante autoriza con absoluto desinterés a cualquiera de los asistentes para que lleve a la práctica cualquiera de las ideas o conceptos que encuentre nuevos en sus conferencias». Mariano no pretendía, como se ve, comercializar nada. Ojo ahora… «De una de ellas ha salido el cinematógrafo, según consta de testimonios fehacientes, como son los siguientes: el ingeniero francés A. Flamereau asistió en 1889 a la conferencia del padre Mariano Díez sobre el cinematógrafo, e inmediatamente, con anuencia del conferenciante, mandó construir en París el aparato. Lumière fue el que hizo las películas; Demeny con Pathé sólo fueron nuevos constructores; Marey fue el primero que se aprovechó de la idea y la aplicó al estudio del vuelo de las aves. De donde resulta que la cuna del cinematógrafo no es ni Francia ni los Estados Unidos, sino España». Tachán.

El mundo científico habla de 1889, pero según Esteban debió de ser más tarde (Mariano era aún un estudiante), seguramente en 1892, todavía a tres años (luz) de la invención del cinematógrafo. ¿Cómo es posible? Flamereau era representante de Lumière en España, y el padre Díez —que le pasó sus notas en Bilbao— había dado una conferencia en el seminario de Murguía con el siguiente tema: «El cinematógrafo: descripción del aparato por el que las imágenes de las personas, lo mismo que las demás cosas, sea que en el acto existan, sea que ya no existan, aparecen al vivo y como si fueran la realidad, con sus colores, movimientos, etc., ante nuestra vista». La charla desarrollaba el «problema industrial» de la fotografía y anticipaba las seguras ganancias de sus usufructuarios una vez se hallara remedio al desafío de la cronofotografía. Hablaba de la «sucesión de fotografías, no con movimiento continuo, sino con intermitencias o intervalos de reposo, para que, aprovechando la inercia de la retina, quedase tiempo para sucederse unas a otras y producir así la ilusión del movimiento». Que es, exactamente, la definición del cine.

La fórmula

Mariano Díez Tobar, desinteresado y cándido, le entregó a Flamereau la fórmula matemática que permitía sincronizar el paso de la película con la cruz de Malta del obturador, base, precisamente, del éxito futuro de los Lumière. Y ellos —agradecidos, al menos— lo invitaban tres años más tarde a la presentación del invento en España, en 1895. De su nombre, como rezan los anales de la orden, «ya no se acuerda nadie».

Mariano fue destinado a Villafranca del Bierzo en 1900. Allí desarrolló la mayor parte de su labor y contribuyó de forma fundamental a la creación de su museo de historia natural (gabinete, entonces) , con casi cuatro mil piezas, y un laboratorio de física. Varios artículos por él firmados glosan sus avances de entonces, con gran escándalo del visitador y del padre general de la orden, para los que aparecer en letras de molde era una muestra de vanidad imperdonable. Mariano no había enviado los escritos, su nombre había sido usado sin permiso.

En ellos se recogía el funcionamiento de varios aparatos a los que el propio padre Díez no concedía mayor mérito, a saber: una máquina que sacaba de los sonidos armonías; un aparato para conservar el vino; un reloj cuya cuerda era la voz del hombre y que funcionó durante diez años colgado sobre la pizarra de un aula de Villafranca, activado sólo por el sonido de las lecciones; un reloj sin cuerdas que marcaba las horas y los minutos, y no a saltos, como los demás relojes, sino de un modo continuo; ellogautógrafo, que partía del principio de que «es físicamente posible valerse de la energía de la palabra-sonido para dejarla impresa en el papel», con tantos resonadores «cuantos sonidos se quieran aprovechar de nuestro lenguaje»; el icocinéfono, que aplicaba el sonido del fonógrafo al cinematógrafo y anticipaba así el cine sonoro; o el iconotelescopio —o iconoscopio—, que permitiría ver imágenes a distancia y constaba de un transmisor (una cámara oscura con una lámina delgada de sulfuro de antimonio y plomo como fondo), un receptor (otra cámara oscura con fondo de cristal blanco) y un regulador sincrónico, lo que podría constituir una descripción primaria de la televisión, pero sin los anuncios: todo ventajas.

Obediente y regular

El padre Mariano Díez, «obediente y regular en todo», destruyó todas sus notas. Las quemó, simplemente, sin que a nadie, por lo visto, le pareciera mal. Había llegado a ser perseguido y calumniado, no tanto, acaso, por envidia cuanto para asegurar la atención a sus obligaciones, elegidas, al fin y al cabo. A menudo le tocó defenderse ante sus superiores: «No, querido padre visitador, no tengo libro alguno hereje ni tampoco que esté en el Índice. Las obras filosóficas y científicas que más leo son: santo Tomás, Suárez, Balmes, González (estudios filosóficos) y la filosofía lacense. Sí tengo la Ideología de Rosmini, pero en una edición purgada de las proposiciones ontológicas. Las obras de física y matemáticas que estudio y manejo a diario me parece que no ofrecerán peligro alguno de contagio».

En el museo etnográfico de los Milagros, en Baños de Molgas (Orense), puede visitarse hoy el proyector que el padre Díez hizo construir hace más de un siglo. Mi tío no habría sabido inventarlo, pero sabría, creo yo, arreglarlo; está expuesto con discreto orgullo, de forma algo incongruente, junto a algunos aperos tradicionales gallegos, con sus ruedas dentadas de latón, su película perforada (fosilizada casi, negra como el carbón), su cadena de arrastre, que se diría de bicicleta; con su lente desplazable para asegurar el foco; con su estructura de hierro y su manivela con mango de madera. Una vitrina de cristal lo protege del tiempo. Mariano Díez Tobar no llegó a cumplir los sesenta. Murió en Madrid hace casi un siglo, el 25 de julio de 1926, trasladado desde León cuando empezó a sentirse mal en mitad de unos ejercicios espirituales: su muerte fue, parece, tan itinerante como su vida.

No es preciso fantasear persecuciones ni forzar alegorías convenientes, ni poner un espejo delante de la humana miseria, ni meditar sobre el pasado desde aquí ni desde allí sobre el presente —reflexione cada cual al gusto, según inclinación y carácter—; ni siquiera reclamar unos premios de alivio con el nombre de Mariano, que tampoco sobrarían, aunque los premios tiendan a hacerlo. Sí recordar a un gran científico del que acaso debamos saber más, religioso antes que nada por decisión propia, que, según nos recuerda Esteban desde 1933, «siguiendo a su fundador, Vicente de Paúl, consideraba que el mérito estaba en el silencio y en el reconocimiento de Dios». Cada uno elige quién es y se hace cargo de sí, hace lo que decide hacer, cree en lo que escoge creer y, si ha de ser consecuente, se apropia de su vida. Mariano Díez Tobar lo hizo. Le ofrecieron toda clase de licenciaturas y doctorados, que no aceptó. Hizo lo que sintió y razonó, como mejor supo y pudo. Nunca se dio importancia, ni a él ni a sus ideas —ni a sus inventos, que no pasaban, para él, de curiosidades—: nos puso fácil el olvido. Toca ahora reivindicarlo. Al menos, eso.

Tomado de www.abc.es

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