La ignorancia de la juventud pobre (III)

Francisco Javier Fernández ChentoFormación VicencianaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Margaret Flinton · Año publicación original: 1974 · Fuente: CEME.
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Instrucción de las «niñas pobres» y de todos los pobres, quienes quiera que sean

La obra de las «pequeñas escuelas», como la obra entera de san Vicente y de santa Luisa, está dotada de flexibilidad y de adaptación.

A falta de maestras para instruirlos, los niños de familia acomodada serían admitidos en las escuelas de las hijas de la caridad, pero solamente a condición «de que las niñas pobres sean preferidas a las ricas y que éstas no desprecien a las otras». Se necesitaba además para esta admisión, la opinión favorable del señor párroco.

Fuera de las escuelas constituidas regularmente, habrá, los domingos y días de fiesta, reunión de mujeres y jóvenes de los alrededores para su instrucción en la fe… Santa Luisa miraba mucho por esto, comprendiendo que a veces «las chicas mayores necesitan más la instrucción que las peque­ñas…». Con mucha psicología, añadía, que había que en­señarlas «suave y lentamente, sin avergonzarlas de su igno­rancia». Y, como la palabra catecismo las podría asustar, no hay que utilizarla con estas mayores, sino decirles: «ha­remos la lectura», y sobre esto, ateniéndose al libro, darles explicaciones familiares, pero «nunca nada que sea demasiado elevado».

Hay que atraerlas, para la salvación de su alma, y santa Luisa anima a las primeras hermanas, recomendándoles que «hagan lecturas en las sobremesas de los domingos y fiestas, y hablarles de la devoción», después «acostumbrarlas a que os vayan a ver». Tres meses antes de su muerte, toma la pluma para preguntarle a sor Carlota Royer, que está en Richelieu, «si las mayores la van a visitar algunos días de fiesta, para oír la lectura y las advertencias que le da a las pequeñas». Está en germen la idea de los patronatos mo­dernos.

Pero el interés de Luisa no se limita a las muchachas. En todos los pobres ve las almas, y en las almas a Jesucristo. Cualquier lugar se transforma para ella en sala de catecismo:
el carruaje donde viaja; el albergue donde se para; la iglesia del pueblo en la que reza; la sala del hospital donde se le pregunta dulcemente al enfermo cómo cree que va a hacerviaje hacia el cielo; la habitación del pobre en la que se hace decir a los pequeños lo que saben del misterio de la Santísima Trinidad… por los niños espera llegar a los padres.

Quiere que sus hijas la imiten; para sus viajes, recomienda que después de haber adorado al Santísimo Sacramento en la iglesia del lugar por donde pasan, visiten a los
pobres del hospicio, teniendo cuidado de «catequizar a aquellos que encuentren, distribuyéndoles algunas estampas, incluso a las sirvientas de la hospedería que muchas veces necesitan que se les recuerde que deben salvarse».

Las tímidas, las vergonzosas, las pobres, éstas son las que elige Luisa y las que confía a sus hijas. La reina pide dos her­manas para la caridad de «Fontaine-belle-eau». Luisa se apresura a escribir a las humanas para animarlas y decirles «que reciban a los pobres, a todos los más que pue­dan». Al conocer la visita de la reina a la fundación que cuenta ya con setenta escolares, advierte a la superiora que no tema acercarse a la persona de su majestad cohibida por el respeto que le debe, pues «su virtud y su caridad dan con­fianza a los más humildes para exponerles sus necesidades». Y concluye: «No deje sobre todo de decirle las de los pobres, ateniéndose a la verdad».

La misma preocupación que por los pobres tiene por enviar a sus hijas a la casa paterna o a los campos para que instruyan a los niños encerrados en la casa o en la granja por las pesadas tareas del campo. También prevee que la jornada escolar, que comienza a las ocho y media no se aco­modará fácilmente a algunas que tienen obligaciones mati­nales. También le recomienda a las hermanas:

«Que reciban a cualquier hora a todas aquellas niñas que quieran venir a aprender. Como vendrán de todas las edades, las hermanas tendrán la discreción de poner en un sitio aparte a las que son vergonzosas y tímidas, acogiéndolas de todo co­razón, incluso cuando vengan la hora de la comida o cuando sea muy tarde. Les advertirán que se acostumbren a ponerse de rodillas por la mañana y por la tarde… darán algunos premios a las que son asiduas».

En otra parte recomienda a la hermana de la clase que regule tanto como pueda las horas de la instrucción, «exceptuando aquella que se debe dedicar a las pobres niñas que van a pedir el pan, o aquellas que van a trabajar para ganarse la vida, a las que hay que preferir siempre a las demás y recibirlas cuando vengan, y despacharlas según su necesidad…».

Al oír estas recomendaciones de santa Luisa de Marillac, al ver promover en el siglo XVII las obras básicas de la educación femenina, podemos constatar que Dios ha puesto el árbol en la semilla: hoy aún vienen por millares y milla­res en los cinco continentes las niñas a aprender los princi­pios de la vida cristiana y lo esencial de los conocimientos necesarios para las mujeres. Algunos puntos detallados de las «Reglas para la maestra» pueden haber cambiado con los siglos, pero el espíritu mismo de estas reglas permane­ce. Una vez más la sabiduría de santa Luisa transpira a través de estas líneas impregnadas de lo sobrenatural:

«La maestra pensará a menudo en la gran suerte que tiene por haber sido llamada por Dios para cooperar con El en la salvación de estas pobres niñas, que quizá se hubieran conde­nado si no tuvieran la instrucción que ella les da…

«Tendrá mucho cuidado en aprender bien aquello que debe enseñar a los demás, especialmente lo que afecta a las mate­rias de la fe y las costumbres…

No las instruirá, sea en el catecismo, sea en las buenas cos­tumbres, si antes no ha invocado la asistencia del espíritu Santo.

«Hará todo, lo posible para inculcar, en estas criaturas, buenas costumbres e impedir que contraigan malas, recordando las grandes dificultades que existen para remediarlas una vez que se han contraído…

«Sabrá también que no deben ser recibidas en su escuela toda clase de niñas, sino solamente aquellas que son pobres. No obstante, si la providencia y la obediencia la llaman a al­guna parroquia donde no hay maestra para la instrucción de aquéllas que son ricas y los padres le insisten para que las ad­mitan con las otras escolares, en este caso, las podrá admitir con el consejo del señor párroco, pero a condición de que actúe de forma que las pobres sean siempre preferidas a las ricas y que éstas no desprecien a las otras».

«Después de todo, se persuadirá de que si no es Dios mismo el que instruye a los niños que tiene a su cargo, en vano se to­mará la molestia y el trabajo para enseñarlos. Por ello a me­nudo se lo recomienda a Nuestro Señor, suplicándole que vierta sus gracias y bendiciones tanto sobre los escolares para que aprovechen sus instrucciones como sobre ella misma para cumplir bien su tarea, con el fin de todas juntas puedan recibir siempre las recompensas que le han sido prometidas por esto en el cielo».

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