El tema que se me ha ofrecido para su exposición en esta Semana ofrece un amplio abanico de posibilidades de desarrollo, como consecuencia de la centralidad de la caridad en el mensaje y en la vida cristiana, y de la riqueza de perspectivas que posee el misterio de la Iglesia. Sin embargo, dentro de una Semana de Estudios Vicencianos, que se ha propuesto como objeto de su investigación «la caridad como carisma vicenciano», la comprensión del tema que se me ha pedido parece que deberá hacerse teniendo en cuenta lo que ha sido y significado, como realidad eclesial, la figura de san Vicente de Paúl.
Pero hay que advertir, ya de entrada, que la particular atención al punto de vista vicenciano no va a suponer un planteamiento pragmático, reducido a la fundamentación y justificación, dentro de una eclesiología más o menos renovada, de unas acciones caritativas, urgidas por la situación actual del mundo y destinadas a llevar asistencia y solución a los múltiples problemas de los pobres de este mundo. La caridad vicenciana, con toda su impresionante manifestación organizativa y ejecutiva, tiene su origen último en la profunda experiencia espiritual de san Vicente. A esa experiencia deberemos recurrir al intentar presentar en esta Semana vicenciana a la Iglesia como «comunidad de caridad».
En efecto, en una primera aproximación a lo que fue la experiencia espiritual de san Vicente de Paúl surge la sorpresa de descubrir que tras la vida incansable de un hombre de acción se esconde la profundidad espiritual de un místico. En sus instrucciones, siempre en contacto inmediato con la realidad de la vida, brota con toda naturalidad la referencia al misterio trinitario de Dios, que debe iluminar e inspirar toda la vida de los Misioneros o de las Hermanas. Y es ahí, a partir de esas llamadas al misterio divino, donde se sugieren los rasgos de una comprensión de la Iglesia muy actual y centrada en el amor. El misterio de Dios, uno y trino, el Espíritu Santo y su comunicación carismática, fundamentan una comprensión del ser cristiano como comunión de vida y servicio, inspirada en la Providencia inefable que Dios tiene sobre todas las cosas.
Desde esas alturas del Ser divino se entiende del modo más lógico la naturaleza de la Iglesia como «sacramento de unidad», como «comunión de vida», como «comunidad eucarística», en la que se constituye «el nuevo Pueblo de Dios», como «Iglesia servidora, enviada a los pobres». Son todas ellas perspectivas del misterio de la Iglesia, destacadas, en su día, por el Concilio Vaticano II. Por otra parte, no resulta difícil poner de manifiesto que en cada una de estas formas de comprender la Iglesia se encuentra esencialmente presente la caridad, lo que hace posible su identificación como «Comunidad de caridad».
1. La Iglesia «sacramento de unidad»
Un primer paso en la exposición de nuestro tema podemos darlo siguiendo el camino andado por el Concilio Vaticano II en la constitución «Lumen gentium». En el comienzo mismo de la constitución, en un como preámbulo a toda ella, el Concilio presenta a la Iglesia «como un sacramento, es decir, un signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano»1. Sacramento de unión; unión con Dios; unidad de todo el género humano. Esto es lo primero que tiene en cuenta el Concilio cuando pretende presentarse ante los hombres de nuestro tiempo.
En la teología sacramental tradicional se define al sacramento como «signum efficax»2. Un signo eficaz, es decir, un signo, un medio de comunicación interpersonal, que realiza, o pretende realizar, en aquel a quien se dirige, aquello mismo que significa. Es esta comprensión la que tiene presente el Concilio al describir a la Iglesia como «un sacramento»: «sacramento, es decir, un signo e instrumento». Un «signo», que hace referencia, y en algún modo representa, a una realidad distinta de lo que es él mismo, pero con la que mantiene una verdadera analogía. «Instrumento», en cuanto que es el medio del que se vale el agente que hace el signo para comunicar y hacer la realidad significada.
El término referencia) de «la Iglesia sacramento» es «la unidad». Unión íntima de los hombres con Dios; unidad de todos los hombres entre sí. Esta «unidad» compleja, referida a Dios y a los hombres es la que la Iglesia tiene que significar, representar y realizar, cuando se la considera «como sacramento de unidad». Ahora bien, la referencia significativa y efectiva a la unión íntima con un Dios uno y trino en sus Personas, exige en la Iglesia sacramento ser un testimonio vivo de su unión con Dios y estar también ella, pese a su pluralidad, constituida como «comunión de vida de caridad y de verdad» (LG 9, 2). Desde este punto de vista, la Iglesia sacramento de la unidad, deberá ser, ante todo, Comunidad de amor. Un amor que manifieste su experiencia de unión con un Dios que es Amor (cf. Jn 4, 8. 16) y que impulse a los hombres a alcanzar la plena unión con El. Un amor que haga coherente y creíble su testimonio del Dios Amor y se manifieste perceptiblemente, tanto en su misma vida interna como en toda su actividad exterior de relación con los hombres y las sociedades.
Por otra parte, esa misma referencia sacramental a la unidad de los hombres entre sí pide que se la defina esencialmente como una comunidad de solidaridad humana, comprometida en llevar a su término la unidad, ya pretendida por Dios, cuando creó al hombre a su imagen y semejanza y lo destinó a un solo e idéntico fin, (cf. GS 24, 1). Una solidaridad con toda la obra divina, que tiene su fuente en la profundidad de su unión con Dios, y que debe manifestarse en su capacidad para estar próxima a todos los hombres y para acercarlos entre sí.
Sacramento de unidad hoy
A este propósito enseña el Concilio: «Esta doctrina posee hoy extraordinaria importancia a causa de dos hechos: la creciente interdependencia mutua de los hombres y la unificación creciente del mundo»3. En efecto, el hecho de la multiplicación de vinculaciones de todo tipo van urdiendo el apretado tejido social de nuestro tiempo. Se estrechan cada vez más las relaciones entre los pueblos y las culturas. La presión que impulsa hacia la unidad parece incontenible. Por eso se hace cada vez más actual y comprensible toda palabra y toda acción que, de algún modo, ayude a descubrir el sentido de este fenómeno histórico-cultural de carácter universal. Esta es la tarea de una Iglesia sacramento de la unidad en nuestro tiempo.
Por otra parte, hoy más que nunca, es necesario poner alerta a nuestro mundo ante los riesgos y tentaciones de los individualismos, los egoísmos colectivos y los totalitarismos que lo amenazan. Riesgos y tentaciones que encuentran su tremenda fuerza persuasiva en las difíciles circunstancias críticas que estamos viviendo. Una Iglesia sacramento de la unidad de los hombres entre sí debe decir, y persuadir, que es posible la construcción de una sociedad solidaria y fraterna. Y debe hacer creíble ese discurso profético, anticipando en ella misma la realidad de una sociedad plural, realmente humana y unida. Esto lo hará en la medida en que el determinante último de toda su vida y acción sea el amor; es decir, en la medida en que ella misma se presente y comporte ante todos los grupos humanos como Comunidad de amor.
Sacramento divino-humano
La doble dirección de la significación y de la acción sacramental de la Iglesia sacramento de la unidad, dirección ascendente de unión de los hombres con Dios y dirección horizontal de unidad de los hombres entre sí, no están yuxtapuestas, sin más, en el ser sacramental, sino profunda y mutuamente coordinadas. Esta íntima coordinación se fundamenta en el ser teándrico, divino-humano, de la Iglesia4. De un modo análogo a lo que sucede en el misterio del Hijo de Dios hecho hombre, también en la Iglesia lo divino y lo humano, lo invisible y lo visible, se encuentran en la realidad de su ser unitario.
La presencia en ella del Espíritu Santo y de su acción, que la unifica, es la que la orienta y la mueve en las dos direcciones, vertical y horizontal, y la que le permite alcanzar ambos objetivos. Pero la coordinación de las dos tendencias, de sentido aparentemente contrapuesto, se efectúa conforme a la íntima relación que existe entre ambas. El misterio de la Iglesia sacramento, a semejanza del misterio de Cristo, es el punto de encuentro de lo divino y lo humano. Es la unión de los hombres con Dios la que da una dimensión insospechada a la unidad de los hombres entre sí. El Dios que crea al hombre a su imagen y semejanza (cf. Gen 1, 26-27), ha querido que constituya una sola familia. «Pues todos, dice el Concilio, creados a imagen de Dios, que hizo ‘de uno todo el linaje humano para que habitara toda la faz de la tierra’ (Act 17, 26), son llamados a un solo e idéntico fin, es decir, a Dios mismo» (GS 24, 1). Pero es el mismo Dios, el que en su Hijo, Cristo, une consigo a la naturaleza humana, «se une, en cierto modo, con todo hombre» (GS 22, 2) y, consiguientemente, une en el misterio de Cristo a toda la humanidad con un vínculo indestructible.
«Más aún, enseña el Concilio en la misma constitución, el Señor Jesús, cuando pide al Padre que ‘todos sean uno…, como nosotros también somos uno’ (Jn 17, 21-22), ofreciendo perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la unión de las Personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y el amor. Esta semejanza muestra que el hombre, que es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrarse plenamente a sí mismo, sino en la entrega sincera de sí mismo» (GS 24, 3).
La iluminación de san Vicente de Paúl
Esta matizada, casi tímida, sugerencia del Concilio sobre la semejanza que se da entre la unión de las Personas divinas y la unión de los hijos de Dios, la proclama y enseña, sin la menor vacilación, san Vicente de Paúll, como una verdad y principie fundamental de la fe cristiana, que debe animar la vida de las comunidades de Misioneros y de Hijas de la Caridad. «En nuestra vida de comunidad, escribía a una pequeña comunidad de hermanas, no ha de haber más que un alma sola y un solo corazón, a fin de que, mediante esta unión, seáis una imagen verdadera cl la unión de Dios, de la misma manera que por vuestro número representáis a las tres Personas de la Santísima Trinidad. A este fin, ruego al Espíritu Santo, que es la unión del Padre y del Hijo, que sea igualmente la vuestra…»5.
El modelo de unidad de vida, que san Vicente propone a esta comunidad, se inspira en la unidad de la Iglesia de Jerusalén, en la que «la multitud de Tos creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma» (Act 4, 32). Con ello pudiera pensarse que el santo les había propuesto ya el modelo ideal de unidad que una comunidad cristiana puede y debe vivir. Sin embargo, san Vicente no se contenta con esto; va más allá. La unidad ideal de la comunidad de Jerusalén, un solo corazón y una sola alma, es el fruto visible del Espíritu Santo, que ha venido sobre los discípulos el día de Pentecostés. Es, pues, el reflejo visible de la unidad de las Personas divinas. Por eso, la unión de las hermanas, que deben ser también «un alma sola y un solo corazón», será el medio por el que lleguen a ser «una imagen verdadera de la unión de Dios». El misterio del Dios uno y trino debe hacerse presente en la pequeña comunidad de Hijas de la Caridad, lo mismo que se representaba en la primera comunidad de Jerusalén. Por eso pide «al Espíritu Santo, que es la unión del Padre y del Hijo, que sea igualmente Ta vuestra», como, de hecho, fue la unión de la Iglesia naciente de Jerusalén.
En esta concepción vicenciana, una teología entrañada en su vida, no elaboración de una reflexión teológica especulativa, late implícita toda una comprensión de la Comunidad ciistiana como sacramento de la unidad: «imagen», «representación», acción del Espíritu Santo, efectividad de la imagen, que por eso merece el calificativo de «verdadera». Todo ello centrado en la unidad fontal del Dios uno y trino, que se manifiesta, imaginada y representada, en la unidad visible de la comunidad misionera. Desde esta manera de ver las cosas, se comprende la importancia y el valor que san Vicente de Paúl daba a la unión de sus Misioneros y de las Hijas de la Caridad.
La eclesiología conciliar ha confirmado sus puntos de vista, sin duda descubiertos y enunciados a la luz de su profunda experiencia de Dios. La situación actual de los cristianos y de nuestro mundo, tensos entre el impulso irresistible hacia la unidad y los enfrentamientos y rupturas, provocados por los egoísmos y particularismos de todos, hace especialmente urgente la acción de una Iglesia firmemente concienciada de su papel de sacramento de la unión de los hombres con Dios y de la unidad de los hombres entre sí.
En san Vicente de Paúl la pasión por la unidad de Dios, vivida y manifestada en sus comunidades, se tradujo en una entrega de amor sin límites al servicio de todos los necesitados. Hoy necesitamos hacer esa misma traducción de la unión con el misterio de Dios al amor efectivo a los hombres necesitados. Pero importa también comprender que el compromiso en el trabajo urgente por la unidad entre los pueblos y entre las Iglesias y confesiones cristianas es una exigencia que nace del ser mismo, uno y trino, del Dios de nuestra fe.
2. La Iglesia es «comunión»
«La eclesiología de comunión es una idea central y fundamental en los documentos del Concilio. Koinonía, comunión, fundada en la Sagrada Escritura, es tenida en gran honor en la Iglesia antigua y en las Iglesias orientales hasta nuestros días. Desde el Concilio Vaticano II se ha hecho mucho para que se entendiera más claramente a la Iglesia como comunión y se llevara esta idea más concretamente a la vida»6. Estas palabras de la Relación final del Sínodo extraordinario de los Obispos de 1985 ponen de relieve la importancia de la idea de «comunión» en la doctrina del Concilio y concretamente en su eclesiología. Se trata de una idea «central y fundamental». No se trata de un hallazgo de la especulación teológica moderna. Nos encontramos ante un punto de vista sólidamente fundado en la Sagrada Escritura y en la tradición de la Iglesia antigua y de las Iglesias orientales.
Sin embargo, en la segunda de sus relaciones al Sínodo, el relator, cardenal G. Danneels, resumiendo las intervenciones de los Padres sinodales, no dudaba en afirmar que «esta idea, o para mejor decir, esta realidad de la comunión, no se ha entendido suficientemente hasta ahora y, todavía menos, ha sido realizada»7. La afirmación del relator del Sínodo es muy seria y nos plantea graves problemas de especulación teológica y de vida cristiana práctica. No puede considerarse un hecho de importancia secundaria que la «idea central y fundamental» de la doctrina conciliar, fundada en la Escritura y en la tradición, sea un concepto todavía no suficientemente comprendido y menos realizado. El hecho nos deja perplejos y nos invita a dar un nuevo paso en nuestra búsqueda de lo que debe ser la Iglesia, comprendida como «Comunidad de amor» y en la posible iluminación vicenciana.
En un primer momento, debemos buscar una clarificación de la misma idea de «comunión» que, según el parecer de muchos Padres sinodales, «hasta ahora no ha sido suficientemente entendida». La cuestión fue, en alguna manera, respondida por el mismo Sínodo extraordinario, cuando decía en su Relación final: «¿Qué significa la palabra compleja «comunión»? Fundamentalmente se trata de la comunión con Dios, por Jesucristo, en el Espíritu Santo. Esta comunión se tiene en la Palabra de Dios y en los sacramentos»8.
En este mismo sentido, la «Carta a los Obispos sobre algunos aspectos de la Iglesia considerada como comunión» de la Congregación para la Doctrina de la Fe, del pasado año9, decía: «El concepto de comunión está «en el corazón del autoconocimiento de la Iglesia», en cuanto misterio de la unión personal de cada hombre con la Trinidad divina y con los otros hombres, iniciada por la fe, y orientada a la plenitud escatológica en la Iglesia celeste, aun siendo ya una realidad incoada en la Iglesia sobre la tierra».
«Para que el concepto de comunión, que no es unívoco, pueda servir como clave interpretativa de la eclesiología, debe ser entendido dentro de la enseñanza bíblica y de la tradición patrística…»10.
El texto de la Sagrada Congregación enlaza, por una parte, el tema de la comunión con el de la Iglesia sacramento de unidad con Dios y con los demás hombres. Por otra parte, nos señala los dos campos de estudio que es necesario abordar para definir el concepto y poder servirnos de él en la eclesiología: comunión en la Escritura y comunión en la tradición de los Padres.
La «comunión» en la tradición evangélica
La «comunión», en su contenido esencial, se encuentra en el centro de la Buena Nueva proclamada por Jesús. El anuncio de la Buena Nueva hay que escucharlo en las circunstancias históricas concretas en las que fue proclamado. Es en ese contexto donde adquiere todo su sentido y donde, consiguientemente, puede entenderse lo que significa la «comunión» en el mensaje de Jesús. Pero, ¿cómo era ese mundo en el que vivió Jesús? ¿Cómo se situó Jesús dentro de él? ¿Qué hizo Jesús en ese mundo? Estas son las preguntas a las que debemos dar una respuesta.
El mundo de Jesús, el mundo del Evangelio, no tiene nada de paradisíaco. Era un mundo entrecruzado por fuertes tensiones políticas, sociales y culturales y erizado de difíciles problemas; un mundo enfrentado, dividido y roto. Un mundo en crisis, a punto de desaparecer. Sólo unos decenios más tarde, una guerra feroz, que se gestaba ya en tiempos de Jesús, terminaría con el aplastamiento y dispersión del pueblo judío.
El origen de esta situación crítica se encuentra en un profundo y amplio proceso de expansión cultural del mundo helénico. La gran cultura griega, unida más tarde a la romana, lleva entrañada una inmensa fuerza expansiva, (pensamiento, literatura, arte, política, economía…). Lo invade irresistiblemente todo. Una ideología panhelénica fundamenta y dinamiza el proceso. El proyecto es el sueño de Alejandro Magno: reunir a todos los pueblos en una gran patria común, la «Ekumene».
La helenización del mundo mediterráneo y del próximo oriente provoca la reacción de resistencia de los pueblos y culturas afectados, que desencadena un proceso de contrahelenización. Este proceso en Palestina pone en pie de guerra al pueblo de Israel. Los duros años del exilio, en contacto con culturas y religiones extrañas, habían afirmado la propia identidad: conciencia de elección; alianza y ley; promesas y fidelidad; recuerdo del templo y del culto; tradiciones y memoria ritual. Una ideología apropiada, «la apocalíptica», se expresa en una literatura de resistencia, que anuncia la espera inminente del Reino de Dios, fortalece los ánimos para la resistencia y la lucha e incita al celo violento por el honor de Dios. Todo el mundo judío se ve envuelto en la lucha. Surgen líderes carismáticos, que convocan a la gran empresa del Reino: Matatías, los Macabeos, el Maestro de Justicia, Teudas, Judas el Galileo, Juan el Bautista, los jefes Zelotes… En torno a ellos crecen los grupos carismáticos: asideos, macabeos, esenios, fariseos, zelotes…
Este es el mundo en que vivió Jesús, en el que su mensaje de la Buena Nueva alcanza todo su sentido de radical «utopía». Situación de división y enfrentamiento, de manos crispadas por la ira y armadas por el odio. El se distanció de todos los grupos. No ha sido posible encasillarlo en ninguno. De hecho, cuando se le juzgue en Jerusalén, todos lo condenarán. Con la condena de su persona se rechaza también su mensaje.
Jesús «proclamaba la Buena Nueva de Dios: el tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios se ha aproximado. ¡Convertíos y creed en la Buena Nueva!» (Mc 1, 14-15). Así comienza el evangelista Marcos la narración de la actividad pública de Jesús. Las palabras que emplea son las entonces corrientes. Forman parte del lenguaje del pueblo y de los grupos de la resistencia judía. Son casi exactamente las mismas palabras de las que se valía Juan el Bautista en su predicación (cf. Mt 3, 2). Pero en labios de Jesús las palabras tienen un sabor diferente. Dichas en medio de una fiesta, en la alegría de una comida de amigos, recostado en la mesa con gentes de conducta libre, publicanos y pecadores, rodeado de hombres y mujeres del pueblo, no sonaban amenazadoras ni despertaban temor. Invitaban a celebrar fiesta. Lo recordaba Jesús en aquella pequeña parábola: «Sois como los niños, que no quieren jugar», ni a juegos serios, ni a juegos de risa. Cuando os llamaba Juan a la penitencia, decíais: «Está endemoniado». Os llamo ahora yo a celebrar fiesta, y murmuráis: «Es un comilón y un borracho, amigo de pecadores!» (Mt 11, 16-19).
El Dios que Jesús anuncia próximo es un Dios Padre, un Dios amigo, que abre sus brazos a todos los hombres con la gran noticia de su perdón. Viene al encuentro de todos, de los que aún están muy lejos y del que está a la puerta de casa sin querer entrar (cf. Lc 15). Quiere reunir a todos sus hijos que están dispersos, (cf. Jn 11, 52). Que todos, hayan sido lo que hayan sido, celebren su fiesta de su reencuentro como hijos y como hermanos.
Cuando se mueven los cimientos de un edificio, se conmueve todo el edifico. La casa amenaza ruina y sus habitantes la desalojan. Ya no se puede vivir ni dormir tranquilo en ella. Dios es el cimiento de toda la realidad, su fundamento último. Cuando Dios se mueve, todo el mundo se conmueve con él; todo queda amenazado. Eso pensaban los apocalípticos; eso proclamaba en el desierto Juan el Bautista. Dios viene, se acerca. Consiguientemente, todo el mundo se conmueve; está amenazado. Hay que desalojar la casa. Hay que retirarse al desierto y prepararse para la inminente ruina total de este mundo.
Jesús también anuncia que el Reino de Dios, Dios, se ha acercado a nosotros. También afirma que ese moverse de Dios conmueve a todo el mundo. ¿Cómo no va a conmoverse, si él es su Creador, el fundamento de toda la realidad? Pero esa conmoción no es amenazadora. El mundo se conmueve con el mover de Dios en el sentido del amor que lo trae a este mundo, en el sentido del acercamiento, la proximidad. Todo se hace próximo cuando Dios se aproxima. Desaparecen las distancias. Un hombre cualquiera es, está, próximo. El es el «prójimo» que hay que amar. El hombre que encontramos en el camino por donde pasamos todos los días y que tiene necesidad de ser ayudado. Aunque ese hombre sea un desconocido, o un hombre social o culturalmente enemigo. No importa; el Dios que se ha aproximado, ha hecho todo próximo y con ello ha hecho posible el amor a todo. Este es el sentido profundo de la parábola del buen samaritano.
Desde este punto de vista, «Dios-con-nosotros» significa que, al acercarse Dios, ya no es posible encontrarlo solo. Se le encuentra siempre «con-nosotros». Lo encontramos en el encuentro con un hombre, que está ya siempre «próximo». Lo encontramos, en todo caso, como «Dios Próximo». Este fue el mensaje de Jesús. Un mensaje que venía a cambiarlo todo. Porque todo cambia en su realidad más profunda, en el mismo ser, cuando cambia la relación con Dios. Por eso, porque se intuía que lo trastocaba todo y subvertía todo, los hombres dijeron «no» a esta Buena Nueva y a aquél que la proclamaba. Todos lo condenaron. Se le ajustició fuera de las puertas de la ciudad (cf. Heb 13, 12). Sin embargo, Dios, el «Dios Próximo» de Jesús, dijo «sí», resucitándolo de entre los muertos. Un «sí» dado a Jesús de Nazaret, a su vida y a su mensaje. Eso significa la resurrección de Jesús: su causa, lo que dijo e hizo, vale; es verdad.
La causa de Jesús continua en la Comunidad de sus discípulos, que, como él, con su vida y con su palabra, anuncian la Buena Nueva del «Dios Próximo», que lo aproxima todo y hace posible el amor entre los hombres. Pablo lo resumía diciendo que «todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo; ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3, 27-28). «En Cristo» se acabaron las distancias y los muros de todo tipo, que separan a los hombres. Todo se ha hecho «próximo». Esto es lo que se quiere decir cuando hablamos de «koinonía», de «comunión». Más allá de las «solidaridades» limitadas de nuestro mundo, la proximidad de Dios crea «un mundo nuevo», una «nueva solidaridad» entre los hombres, donde ya no hay fronteras, ni distancias, ni muros. Todo se ha hecho próximo. Todo se hace «uno en Cristo Jesús», (Gal 3, 28). Este es el mundo nuevo, cuya llegada anunciaba Jesús. Esto es la «comunión» a la luz del Evangelio.
La «comunión» en la tradición patrística
La reflexión de los Padres, desde los Apologistas del siglo segundo hasta la edad de oro de los grandes Padres griegos, sobre el concepto de «koinonía», «comunión», constituye una etapa esencial en el encuentro del Cristianismo con el mundo helenístico. Desde el primer momento está planteada la que podemos llamar «polémica de la razón». Lo que se debatía para los cristianos era el problema de la fidelidad a los acontecimientos salvadores realizados en Jesucristo, a su exigencia de máxima relevancia, de novedad radical y de historicidad, confrontados con la trascendencia eterna del platonismo y de su mundo ideal. El imperativo misionero y apologético de aproximación al mundo greco-romano imponían la necesidad del esfuerzo por hacer inteligible y admisible la fe cristiana a los hombres de otra cultura. En ese contexto hay que situar la reflexión patrística sobre la «koinonía-comunión».
Un excelente estudio del teólogo ortodoxo J. D. Zizioulas sobre el tema de la «comunión en el pensamiento patrístico griego» nos permite disponer de una precisa síntesis de ese pensamiento patrístico, que vamos buscando en nuestro trabajo:
«Resumiendo este ensayo de síntesis de la concepción patrística griega respecto a la Verdad, podemos decir que el logro principal de los Padres griegos sobre este tema consiste en la identificación de la Verdad con la Comunión.
«Hay que subrayar claramente la palabra ‘identificación’, porque esta síntesis no debe confundirse con otras combinaciones de la Verdad y de la Comunión, que se han dado en la historia de la teología cristiana. Si la Comunión es una noción que se añade al Ser, no tenemos el mismo cuadro. El punto crucial se encuentra en el hecho de que el Ser está constituido como Comunión y sólo entonces Verdad y Comunión pueden identificarse. Que esta identificación constituye el problema más difícil para la teología, hay que percibirlo en la aplicación de la Verdad a la Existencia. Nuestra condición de Existencia caída está precisamente caracterizada por el hecho de que en nuestro acercamiento a la Verdad el Ser está constituido antes de la Comunión. La salvación por la Verdad depende, por consiguiente, en último término, de la identificación de la Verdad con la Comunión»11.
En este importante resumen-síntesis del pensamiento patrístico hay que destacar algunas conclusiones importantes para la comprensión de la Iglesia comunión. En primer lugar, la afirmación de que entre Verdad, Comunión y Ser se da una identificación. Consecuentemente hay que decir que el ser cristiano está constituido como Comunión. La Comunión no se añade al ser, sino que lo constituye. Se es cristiano siendo y viviendo en comunión. La comunión tiene un valor ontológico, valor de ser. Teniendo en cuenta estas afirmaciones de la tradición patrística, la afirmación de que la Iglesia es comunión, se refiere a su ser-cristiano, a su identidad ontológica.
De ese «ser-cristiano», que constituye y define a la Iglesia comunión, se derivan un conjunto de principios eclesiológicos que definen y traducen a la vida lo que debe ser la Iglesia comunión, si quiere ser fiel a sí misma. Entre el amplio abanico de principios seleccionamos los siguientes, como especialmente significativos para nuestro estudio:
- Principio comunitario, afirma la fundamentalidad y prioridad de lo comunitario en la Iglesia, frente a cualquier otra consideración, por significativa que pueda ser12.
- Principio de la pluriformidad en la unidad. La comunión no uniformiza. La comunión pluraliza y personaliza, dentro de la unidad13.
- Principio de solidaridad eclesiológica, que reconoce la importancia del bien común de la Iglesia, al que todo cristiano debe contribuir, anteponiéndolo a todo interés individualista14.
- Principio de la subsidiariedad eclesiológica, que afirma la necesidad del reconocimiento de la iniciativa y responsabilidad, la libertad, de las personas y grupos menores ante las instancias superiores, cuya actuación deberá ser siempre subsidiaria15.
- Principio de participación y corresponsabilidad. Por ser comunión, en la Iglesia debe darse la participación y la corresponsabilidad en todos los grados16.
- Principio de colaboración. Por ser comunión, todos, cada uno a su modo, deben cooperar en la obra común, en la que todos se encuentran comprometidos17.
- Principio de proximidad. La comunión hace próximo a todo hombre que se encuentra en el camino. Es el «próximo» que hay que amar. La Iglesia comunión debe estar próxima a todos los necesitados de la tierra18.
Este conjunto de principios, fundados y derivados directamente de la comunión, definen el rostro de una Iglesia fuertemente unida por el amor y que, como Cristo, movida por el amor, vive totalmente para los demás. Nos encontramos realmente ante una Comunidad de amor.
Los factores de realización de la «comunión»
La segunda relación del cardenal Danneels al Sínodo extraordinario de 1985, al hablar de la «comunión», no sólo ponía de relieve la deficiente comprensión del concepto, sino que acentuaba aún más lo precario de su realización. Este fallo práctico es el que debe llevarnos ahora a una clarificación de las condiciones en que se realiza la «comunión» y de los factores que intervienen en su desarrollo. Reencontrarlos para fortalecerlos y para asegurar su eficacia es una tarea prioritaria en nuestra Iglesia. Esos factores son los siguientes: el Espíritu del Señor; el amor cristiano; la Palabra que nos convoca en la Iglesia; la Eucaristía y la vida sacramental; la estructura ministerial, comprendida como «ministerio de la Comunidad»; los factores vinculantes de toda comunidad humana, operantes igualmente en el cuerpo social de la Iglesia. Antes de estudiarlos en particular, hay que recordar que el debilitamiento de la «comunión», de una forma o de otra, es indicio del debilitamiento en la vida de la comunidad de alguno de estos factores. Por el contrario, el robustecimiento de los factores es promesa del crecimiento de la comunión eclesial.
El espíritu del Señor. Es el factor primero de la comunión eclesial. Hace la comunión y la expresa. Lo mismo que en el comienzo de la creación del mundo el Espíritu agitaba las aguas en las que nacía la vida, también es el Espíritu el que hace nacer la vida en la nueva creación, que es la Iglesia. Así lo entendió Lucas en los Hechos de los Apóstoles. La primera comunidad cristiana, que se caracteriza por la «comunión» (Act 2, 42), es el fruto de la llegada del Espíritu en Pentecostés. Su llegada hace que la pluralidad de lenguas, que aísla e incomunica a los pueblos, se resuelva en una unidad plural, donde la multitud de los que creen tiene un solo corazón y una sola alma (Act 4, 32).
El tiene toda la iniciativa en la vida y desarrollo de aquella Iglesia prodigiosamente creciente. Habla y actúa en Pedro, en Esteban y en Felipe, pero también en la Comunidad que delibera sobre las exigencias de la fe: «hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros…» (Act 15, 28). Las mismas tensiones dentro de la Comunidad él las transforma en ocasión de crecimiento (Act 6, 1-6).
Hoy necesitamos reconocer de nuevo esta primacía del Espíritu. Hay que recordar que sigue animando y viviendo en nuestra Iglesia; que le ha asistido de un modo especial en ese acontecimiento extraordinario que fue el Concilio Vaticano II; que puede hablar y obrar libremente allí donde quiere; que está presente en todos los niveles de la Comunidad de bautizados, (cf. AA 3, 4). Pero hoy también, más que nunca, necesitamos la capacidad de discernir su voz; una voz que debe siempre llegar en coherencia con la voz y enseñanzas de Cristo, no en contradicción con ellas. Su impulso se debe mover en la dirección de la comunión que él produce; nunca en sentido de división.
El amor cristiano. El más alto de los dones comunicados por el Espíritu Santo a la Iglesia es el amor. El lo pone en nuestros corazones (Rom 5, 5). No se trata de una primacía relativa entre distintos dones, que poseen todos ellos un cierto valor. Es la primacía de lo absolutamente necesario. Ese amor es el que hace que cualquier otro don, actividad o compromiso tenga algún valor, o simplemente sea nada (cf. 1 Cor 13, 1-3). Hay vida y hay fe cristiana, si hay amor. Si no se ama se está en la muerte (1 Jn 3, 14). El amor nunca encuentra motivo justificante para retirarse y cesar de amar. «El amor lo excusa todo, lo cree todo, lo espera todo, lo soporta todo. El amor no acaba nunca» (1 Cor 13, 7s). Su fuerza unitiva vence todo factor disolvente (cf. Col 3, 14). El crea y mantiene el ser de la comunión.
Hoy, cuando la fiebre del erotismo ha degradado y trivializado el amor, hay que reafirmar la seriedad de su hondura. Cuando en nombre de Dios, o de Cristo, o de intereses humanos se encuentran excusas para mantener y alimentar viejos rencores y resentimientos es preciso reencontrar «el amor primero» (cf. Apoc 2, 4). Hay que volver a creer y proclamar su fuerza creadora y transformadora; «que la ley fundamental de la perfección humana, y por ello de la transformación del mundo, es el mandamiento nuevo del amor» (GS 38). Sólo así tiene sentido hoy la comunión.
La Palabra que llama y hace. Es la Palabra de Dios. Es la Palabra creadora, que hace lo que dice; reúne y convoca a los que creen en ella, revelando y comunicando el misterio del Dios a quien nadie ha visto (cf. Jn 1, 18). Anuncia al «Dios Próximo», que hace próximas todas las cosas. Su Verdad nos hace Comunidad oyente y creyente. Es la Palabra que para quienes la escuchan es «recuerdo y profecía». «Recuerdo de Jesús», «memoria Christi», el Cristo amigo de publicanos y de pecadores, que andaba y comía con ellos, mandaba amar a los enemigos, nos amaba hasta el fin y hacía del amor hasta dar la vida el mandamiento de la ley nueva. «Profecía de Jesús», de ese «sí de Dios», que es Cristo (cf 2 Cor 1, 20), dicha y vivida por la Comunidad que la testifica sin miedo, con toda libertad, ante los poderosos de este mundo. Una Palabra de esperanza para todos los hombres, pero especialmente dirigida a los pobres, a lo perdido e insignificante. Palabra «hecha carne» en Cristo y en la Comunidad de sus discípulos, que hacen de ella su vida.
También hoy necesitamos oír y creer en la fuerza creadora y transformadora de la Palabra limpia del Evangelio. La Comunidad cristiana debe volver a ser, ante todo, «servidora de la Palabra» (cf. Lc 1, 2) y servidores de los hombres con la Palabra. Con demasiada frecuencia nos, servimos de ella para nuestros propios intereses o, porque no estamos convencidos de su verdad, la sustituimos por palabras y discursos humanos, que no pueden salvar.
La Eucaristía y la acción sacramental. La Eucaristía que la Iglesia hace y celebra es, a su vez, factor creativo de la Comunidad eclesial. «La Eucaristía es el sacramento en el que se expresa más cabalmente nuestro nuevo ser»19. «La comunión con la sangre de Cristo y la comunión con el Cuerpo de Cristo hace que, aun siendo muchos, seamos un solo pan y un solo cuerpo» (1 Cor 10, 16). Es la realidad última, el paso a ella, lo que misteriosamente tiene lugar en la Eucaristía. Pan y vino son cuerpo y sangre de Cristo. Pero también la Comunidad que celebra la Eucaristía es también realmente, a ese mismo nivel de ser escatológico, «Cuerpo de Cristo». En la Alianza Nueva, que se sella en la Eucaristía, en Cristo y por Cristo, se establece una nueva relación entre los hombres y Dios, y por consiguiente, entre los hombres entre sí. Relación de filiación en Cristo, el Hijo, relación de fraternidad en Cristo, nuestro Hermano, relación de comunión, en Cristo y por Cristo, con Dios. Y con la Alianza Nueva con el Dios que es Amor, nos comprometemos a vivir la Ley nueva de amar como Cristo ha amado. En la Eucaristía se hace una Comunidad de amor.
La reforma litúrgica ha sido uno de los logros más importantes del Concilio. Sus directrices y normas han tenido una rápida y prácticamente universal recepción por toda la Iglesia. A través de ella, las nuevas posibilidades ofrecidas a las Comunidades para una más consciente celebración de la Eucaristía constituyen una de las mayores esperanzas de la Iglesia actual. Pero hay que recordar que ya Pablo decía a la Comunidad de Corinto que una Eucaristía, celebrada en una Comunidad dividida, puede hacer más mal que bien (cf. 1 Cor 11, 17). Y la división a la que aludía era la del distanciamiento que hacía que mientras unos tenían de todo, otros pasaban hambre. Ante nuestras divisiones actuales, ante el hambre de millones de pobres, ¿podemos celebrar nuestra Eucaristía con conciencia tranquila? ¿Qué tipo de comunión vivimos en nuestras Eucaristías y en nuestra vida sacramental en general?
El «ministerio de la Comunidad». Finalmente, es factor importante en orden a la creación de la comunión y a su mantenimiento, la «articulación social» de la Iglesia, «la sociedad provista de sus órganos jerárquicos» (LG 8, 1), el Romano Pontífice, los Obispos, Presbíteros y Diáconos. El Concilio lo llama «ministerium communitatis» (LG 20, 3), inspirándose en Ignacio de Antioquía. Se trata de un ministerio orientado esencialmente a la afirmación de la unidad. «El Romano Pontífice como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los Obispos como de la muchedumbre de fieles. Cada uno de los Obispos, por su parte, es el principio y fundamento visible de unidad en sus Iglesias particulares» (LG 23, 1). Análogamente habría que afirmar esa función del Presbítero respecto a la Comunidad local. Actúan y dan realidad y efectividad eclesiástica a la acción de los distintos factores: mediante el discernimiento y reconocimiento del Espíritu y de sus carismas (cf. LG 30); como ejercicio de un ministerio que presupone y exige el amor (cf. Jn 21, 15-17); como sujetos de un «ministerio de la Palabra», confiado particularmente por Cristo a los Doce (cf. Mc 3, 13-14; Mt 28, 1920); en la presidencia de la Eucaristía y en el desempeño del ministerio de la reconciliación. Todos los factores de comunión están íntimamente relacionados con este factor, que les da realidad y visibilidad.
Pero hay que recordar que a lo largo de la historia, y precisamente por su carácter social, este factor ha sido uno de los responsables directos de una gran parte de las rupturas de comunión que se han dado en la Iglesia.
Junto a estos cinco factores, propios de la Iglesia, hay que recordar y reconocer la importancia de todo un conjunto de factores, comunes a todos los grupos humanos y actuantes y efectivos en la consecución y mantenimiento de la unidad de la Iglesia. Basta una simple enumeración de algunos de los más importantes: la afirmación y defensa del bien común, el respeto a los derechos de las personas y de las minorías; reconocimiento y ejercicio del diálogo en el interior del grupo; derecho a la información y a la manifestación de la propia opinión. Todos ellos son factores de unidad de una humanidad creada por Dios para realizarse socialmente. Todos deben ser tenidos en cuenta en una Iglesia que Cristo fundó como ser social.
La experiencia vicenciana de la «comunión»
La íntima relación entre «la comunión» y la vida trinitaria, que han puesto de relieve las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia, tal como hemos indicado en las páginas anteriores, nos permiten suponer que esta idea de «comunión», al menos en su contenido, no puede estar ausente en las enseñanzas de san Vicente de Paúl, tan sensible al misterio trinitario de Dios. En efecto, hemos escogido este texto por parecernos especialmente ilustrativo. Hablando a las Hijas de la Caridad, teniendo ante los ojos el misterio de la vida divina, les enseñaba lo que debía ser su vida:
«En Dios hay tres personas, sin que el Padre sea más grande que el Hijo, ni el Hijo más grande que el Espíritu Santo. De igual manera, las Hijas de la Caridad, que deben ser retratos de la Santísima Trinidad, aunque sean muchas, no deben tener más que un corazón y un alma, y como en las sagradas personas de la Trinidad, las obras, aunque diversas y atribuidas a cada una en particular, tienen relación una con otra, sin que por atribuirse la sabiduría al Hijo y la bondad al Espíritu Santo se entienda que el Padre carezca de estos dos atributos, ni que la tercera Persona no tenga el poder del Padre, ni la sabiduría del Hijo, así también es preciso que entre las Hijas de la Caridad, la que tenga cuidado de los pobres se relacione con la que cuida de los niños abandonados, y la que cuida de los niños se relacione con la que cuida de los pobres. También quisiera que nuestros corazones se conformasen con la Santísima Trinidad en que, así como el Padre se da todo entero a su Hijo y el Hijo a su Padre, de donde procede el Espíritu Santo, de igual manera las Hijas de la Caridad se unieran unas con otras para producir las obras de caridad, que son atribuidas al Espíritu Santo, a fin de que se parezcan a la Santísima Trinidad»20.
Un breve análisis del texto nos descubre la riqueza de su contenido teológico. Son tres las aproximaciones al misterio trinitario que nos ofrece el texto. A continuación, el santo proyecta cada una sobre lo que, de acuerdo con el misterio divino, debe ser la vida de las Hermanas de la Caridad. La primera se refiere a la unidad del Ser divino, dentro de la pluralidad de las Personas. De modo semejante, las Hermanas de la Caridad, «que deben ser retratos de la Santísima Trinidad, aunque sean muchas, no deben tener más que un corazón y un alma». Se afirma y se pide una misteriosa unidad de ser, mediante la participación de la vida divina.
La segunda aproximación atiende al modelo de la intercomunicación trinitaria de los atributos divinos. Intercomunicación del obrar divino en todas sus operaciones. De un modo análogo debe darse la intercomunicación del obrar apostólico de las Hermanas de la Caridad. La operación de «relación» de que se habla, entre el trabajo de la Hermana que atiende a los pobres y el de la que atiende a los niños abandonados, creo que hay que entenderla en un sentido de teología trinitaria: una relación sustancial de comunicación de vida.
Finalmente, la tercera aproximación, todavía más profunda y sutil, une las dos anteriores referidas al ser y obrar divino. San Vicente pretende que en la unión de las Hijas de la Caridad, «para producir las obras de caridad, atribuidas al Espíritu Santo», se dé como una prolongación de la procesión del Espíritu Santo, en ellas y por medio de ellas, como procede en el misterio divino de la entrega mutua del Padre al Hijo y del Hijo al Padre.
En todo caso, es el misterio de comunión de las tres divinas Personas el que debe ser participado y vivido por las Hijas de la Caridad. Ellas «deben ser retratos de la Santísima Trinidad». Deben pretender «parecerse a la Santísima Trinidad». Esto implica que, para san Vicente de Paúl, las Hijas de la Caridad, en su identidad y en su trabajo apostólico, deben ser Comunidades de comunión de vida. Consiguientemente, la comprensión de la Iglesia como comunión les ofrece el marco de referencia y el fundamento que mejor da razón de su identidad cristiana.
3. Conclusiones
- Entre los rasgos distintivos de la imagen de Iglesia que nos ha dado el Concilio Vaticano II, destacan por su referencia a la caridad la comprensión de la Iglesia como sacramento de unidad y como comunión de vida.
- Ambas formas de comprender el misterio de la Iglesia entrañan una profunda referencia a Dios en su misterio trinitario, que se ofrece a los hombres, en la Iglesia, para ser participado y vivido por ellos.
- Todo ello supone una comprensión fundamental de la Iglesia como Comunidad de Amor, en su origen fontal y en la necesaria praxis de compromiso por los hermanos.
- La figura de san Vicente de Paúl, prototipo de la vivencia de la caridad efectiva y del servicio a los necesitados, nos presenta una síntesis viva y anticipada de esta eclesiología conciliar.
- Fue su experiencia espiritual, centrada en el misterio del Dios uno y trino, la que se proyecta en una vida comunitaria de sus discípulos, Misioneros y Hermanas, que debe ser imagen verdadera de la Trinidad y debe expresarse en una vida de entrega total a los pobres.
- Es esa referencia a Dios y a su traducción práctica al servicio de los necesitados la que, ante todo, debemos tener presente hoy, cuando pensamos en una «nueva evangelización» y en la construcción de una «civilización del amor».
- Este es el mensaje que nos dice san Vicente de Paúl y que nos enseñó el Concilio al presentarnos a la Iglesia como sacramento y comunión.
- Concilio Vaticano II, Lumen gentium, 1. Para el estudio de este importante texto, cf. G. Philips, La Iglesia y su misterio I, Barcelona 1968, pp. 91-97; P. Smulders, La Iglesia como sacramento de salvación, en G. Baraúna (ed.) La Iglesia del Vaticano II, I, Barcelona 1966, pp. 377-400. En una rica monografía Y. Congar estudia sistemáticamente el tema: Uni Pueblo mesiánico. La Iglesia sacramento de salvación, Madrid 1976.
- Cf. M. Nicolau, Teología del signo sacramental, Madrid 1969. Para una comprensión actualizada de la teología del sacramento, cf. D. Borobio, De la celebración a la teología: ¿Qué es un sacramento?, en D. Borobio (ed.), La celebración en la Iglesia 1, Salamanca 1985, pp. 359-536.
- Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 24, 2. Ambos hechos, considerados como «condición de nuestra época», aparecen ya aludidos en LG 1, al presentar a la Iglesia como sacramento de unidad.
- Cf. LG 8, 1. Sobre el alcance eclesiológico de la consideración teándrica de la Iglesia, cf. A. Antón, Estructura teándrica de la Iglesia, Est. Ecl. 42 (1967) 39-72.
- Saint Vincent de Paul, Correspondence, Entretiens, Documents, IV 235-236 (IV, 228s).
- Sínodo de los Obispos, II Asamblea extraordinaria (1985), Relatio finalis, C), 1.
- Sínodo de los Obispos (1985), 2.° Relatio cardinalis G. Danneels II, C).
- Sínodo de los Obispos (1985), Relatio finolis, II, C), 1.
- Congregación para la Doctrina de la Fe, La Iglesia como Comunión, Ecclesia, 4 julio 1992, pp. 34 (1042)-38 (1046). El documento, que sale al paso de ciertas desviaciones en la comprensión de la «eclesiología de Comunión», es, por otra parte, una confirmación de la importancia que da a esta eclesiología la doctrina oficial del actual Magisterio.
- Congregación para la Doctrina de la Fe, o. c., 3.
- J. D. Zizioulas, Verité et Communion dans la perspective de la pensée patristique grecque, Irénikon 50 (1977) 486-487.
- Cf. la expresión del principio en un reciente documento de los obispos alemanes: «los dones y los cometidos, que han sido confiados a todos juntamente, comunitariamente, son primarios respecto a toda diversidad, por significativa que pueda ser». El laico en la Iglesia y en el mundo, Ecclesia 2.300 (1987) 39.
- Sínodo de los Obispos (1985), Relatio finalis, R, C), 2.
- Cf. GS 26; Juan Pablo II, Solicitudo rei socialis, 39-40; Congregación para la Doctrina de la Fe, Libertatis conscientia 73.
- Cf. Pío XII, Aloe. 20-11-1946, AAS 38 (1946) 144-145; Congr. para la Doctrina de la Fe, Libertatis conscientia 73.
- Cf. Sínodo de los Obispos (1985), Relatio finolis, II, C) 6.
- Cf. LG 30; Apostolicam actuositatem 2; 3; Sínodo de los Obispos (1985), Relatio finolis, n, C) 6.
- Cf. Sínodo de los Obispos (1985), Relatio finolis, R, D) 6.
- Juan Pablo II, Redemptor hominis, 20, 2.
- Saint Vincent de Paul, Correspondence, Entretiens, Documents, XIII 633 (X, 766s).







