La historia de los pobres según san Vicente

Francisco Javier Fernández ChentoFormación VicencianaLeave a Comment

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Author: Patrick Griffin, C.M. · Source: Ecos 1998.
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pobreza_vicenteEl tema que se me ha asignado trata de la historia de la pobreza según san Vi­cente de Paúl. Me parece que este tema permite una variedad de presentaciones, pero yo he escogido la que encontraba más familiar y que espero les interese.Cuando estudiaba Teología siendo seminarista, uno de los teólogos más po­pulares, que tenía una gran influencia y que leíamos con frecuencia, era el alemán Karl Rahner. Nosotros, estudiantes, bromeábamos diciendo que Karl Rahner ex­plicaba en la primera parte de todos sus artículos lo que no iba a hacer. Esta mañana, yo quisiera utilizar la misma técnica, diciéndoles lo que no voy a hacer.

No voy a describir las diferentes clases de pobres de quienes san Vicente y santa Luisa se ocuparon en su tiempo. Los enfermos, los hambrientos, los

huérfanos, los esclavos, los enfermos mentales, los heridos y todos los po­bres que lo fueron en tiempos de san Vicente por las mismas razones que hoy: estructuras injustas, prejuicios, guerra, hambre, enfermedad, codicia y egoísmo continúan llenando el mundo de pobres. Estudiar estas estructuras y la manera de cambiarlas merecería la pena para todos nosotros, pero no lo voy a hacer ahora.

No voy a hablar de los medios variados y creativos con los que san Vicente respondió a la pobreza de su tiempo, ni de los diferentes grupos que formó para responder a ella con sus dones respectivos. Es un estudio que también vale la pena, pero no es la tarea que me he propuesto hoy.

No voy a analizar el carisma administrativo de san Vicente y cómo aprendió a organizar y a financiar tantos servicios y ‘<ministerios» diferentes estable­cidos por él y sus compañeros. Como en muchos otros sectores, la atención y la disciplina de san Vicente en estos asuntos pueden ayudarnos a orientar bien nuestro trabajo, pero no es ésta mi finalidad.

Todas estas posibilidades son muy importantes e instructivas y formarán parte de sus reflexiones durante estos días, pero no es éste mi objetivo.

Al reflexionar en la estructura general y en el enfoque de su trabajo, he pen­sado fijarme en lo fundamental. Mi objetivo es poner de relieve los elementos más importantes que definen para mí, para nosotros, la visión de san Vicente de Paúl sobre el servicio a los pobres. Es la vuelta a las fuentes de nuestro carisma. No voy a decir nada nuevo. Las invito solamente a examinar, juntamente conmigo, los valores fundamentales que caracterizan nuestro carisma tal como lo vivió san Vicente de Paúl y tal como debe vivirse hoy:

  • Cristo está presente en el pobre.
  • La responsabilidad de atender a los pobres puede y debe compartirla toda la comunidad cristiana.
  • El pobre debe ser servido y respetado como individuo.
  • El servicio a los pobres es una experiencia que nos enriquece humana y espiritualmente y que perfecciona nuestro ser humano y espiritual.

Mi estilo de presentación es más personal que profesional, más familiar que el de una conferencia; más que dar información, invita a la participación. Les propon­go volver a examinar conmigo algunos de los fundamentos de nuestro carisma y a profundizar en ellos en vez de a acumular más información sobre dicho carisma. Por esta razón, mi estilo va a ser sumamente sencillo: hablaré de cosas ya bien conocidas, contaré historias y pondré ejemplos caseros. Quisiera centrarme en algunos elementos que considero esenciales para nosotros.

Y contarles historias será mi técnica.

Las historias permiten decir la verdad que va más allá de los simples hechos. Captan la atención sobre el sentido de los acontecimientos y de las personas, más que sobre los detalles. Nada hay que capte más la atención y que avive la imaginación de las personas que una buena historia cuidadosamente relatada. Lo mismo que una pieza de música se puede escuchar una y otra vez, o un objeto de arte puede visitarse varias veces, así una buena historia tiene una belleza y una significación que requieren reflexión y aplicación posterior. Las historias ofre­cen al narrador una libertad que le permite ser inventivo y creativo en sus des­cripciones para darles un verdadero significado. Y las historias nos invitan a entrar en las situaciones, a asumir diferentes papeles y a aprender mediante esa par­ticipación. Unas veces podemos ser el príncipe o la princesa y otras la hechicera o el lobo.

Uno de los modos de ver la Sagrada Escritura es considerarla como una Historia Sagrada. El Antiguo Testamento está lleno de historias: de la creación y de la gracia, del pecado y de los distintos caminos escogidos por Dios para su pueblo elegido. En el Nuevo Testamento reconocemos que Jesús tenía un don excepcional de narrador. Las parábolas de Jesús son historias breves pero llenas de significado; los acontecimientos de la vida de Jesús son historias que nos hablan de El y de su doctrina. Las historias nos incitan a conocer a Jesús y su camino, las historias tienen un poder enorme.

A los niños les encantan las historias. Les gusta oírlas y volverlas a oír una y otra vez sin cansarse. Para ellos, la historia es siempre fuente de alegría y se aprende y refuerza la misma lección en cada relato. ¡Pobre del que cambie una sola palabra del cuento conocido de memoria por el niño que escucha!

Pero, al crecer perdemos a veces esta capacidad de escucha. Para quienes conocen bien la Biblia —o que piensan conocerla— es difícil escuchar una historia ya muy conocida. Una vez que escuchamos el principio de la lectura, inconcien­temente dejamos a veces de escuchar. Reconocemos la historia de la Creación, la de Jonás, de la oveja perdida, y entonces prestamos poca atención. Es un problema serio; al dejar de escuchar, la historia deja de aportarnos sorpresas y nuevos desafíos y de abrir nuevos horizontes. Es un situación terrible. Nuestra fe ha envejecido. Conocemos las palabras pero hemos congelado su sentido. Para subsanar esta situación hace falta especial cuidado y mucha atención. Lo mismo que ocurre con la Sagrada Escritura puede ocurrir con las historias de nuestra herencia vicenciana.

Nos reunimos durante estos días como miembros de la Familia Vicenciana y como miembros que sirven en nuestras Comunidades como Ecónomos. Me pare­ce que debiera yo decirles hoy algo nuevo, algo que les impresionara y que reordenara su forma de pensar sobre la gestión económica de san Vicente; pero me resisto a esta tentación. Somos miembros de una misma Familia, tenemos las mismas tradiciones y compartimos muchas de ellas. Al estudiar el programa veo que hemos llegado a lo que atañe a nuestra tradición. Es ahora cuando hemos de volver a las historias de los orígenes y dejar que nos hablen como por primera vez. Allí es donde encontramos nuestras raíces y nuestra inspiración. No es para en­cerrarnos en el pasado sino para sugerir orientaciones para el futuro.

Y en las historias bien conocidas de nuestra herencia, quizá podamos descu­brir muchas luces. Escuchémoslas con apertura y avidez que favorezcan la sor­presa, la alegría y el deseo de un nuevo compromiso.

1. Cristo presente en el pobre

La historia de la conversión de san Pablo de Tarso nos ofrece un buen punto de partida. Recordarán que Pablo era un feroz perseguidor de la comunidad cristiana. No debemos suponer que esto se debía a que no comprendía la fe de los cristianos. No era ese el caso. Conocía las creencias de Israel, pero no veía que las enseñanzas sobre Jesús de Nazaret iban en esta línea. Mas, cuando encuentra a Jesús en el camino de Damasco, todo cambia. Pablo no recibió más información que la de que Jesús está vivo, que ha resucitado de entre los muertos. Al comprender esto, cambió su conocimiento de Jesús y sus creencias anteriores. Así, todas las enseñanzas de Israel cobraron un significado más nuevo y más profundo; ahora toda la información que tenía acerca de Jesús de Nazaret la veía con una nueva luz. Pablo sabía que los cristianos creían y predicaban que Jesús había resucitado de entre los muertos, ahora también él lo creía y en ello radica toda la diferencia. Esta certeza cambió todas las demás cosas en las que creía y la forma de orientar su vida. Pablo proclamará incesantemente que Jesús vive y dará su vida por esta Verdad. La visión del camino de Damasco fue una expe­riencia luminosa para Pablo, pero necesitó años para comprender su pleno signi­ficado para él mismo y para su ministerio. Fue conociendo progresivamente lo que el Señor le pedía. Como Cristo estaba presente entre los cristianos perseguidos, Pablo se mantendría a su lado con el fin de estar más cerca de Cristo.

Vicente tuvo una experiencia paralela. Quizá no un encuentro deslumbrante pero no por eso menos eficaz. Supo que Jesús está presente en el pobre y que por eso ellos son nuestros «Amos y señores». Esta visión de Cristo en los pobres nos la demuestran muchos pasajes de los Evangelios y es una creencia a la que los cristianos siempre han prestado atención. La gran diferencia para san Vicente es que él lo creyó realmente. Esto es lo más importante. Para él esto fue más que una declaración de fe cristiana, fue el principio que guió toda su vida y su ense­ñanza. Es imposible pasar esto por alto. En la historia de san Vicente es el punto de partida para comprender lo que él fue. Creía que Cristo está presente en el pobre. Era la fuente de todas sus acciones y lo que le permitía poner todo en marcha para el servicio.

¿Es ridículo insistir en este punto esencial de la conversión de san Vicente? Quizá, pero para mí es un punto esencial de su carisma. Ver a Cristo en el pobre es una gracia especial, pero para san Vicente no fue una iluminación repentina como la experiencia de Pablo. No, esta luz vino, al parecer, gradualmente, pero no fue menos profunda. Como normalmente ocurre en la vida de san Vicente, no hay nada de milagroso en esta visión. Es una gracia que le fue concedida, lo que es válido para nosotros también, que no hemos tenido encuentros milagrosos.

¿Fue el mensaje del Evangelio o los encuentros frecuentes con los pobres los que le ayudaron en este esclarecimiento? ¿Qué es lo que permitió a san Vicente ver a Cristo, no solamente en el pobre que se humilla en confesión y en los huérfanos abandonados a su triste suerte, en los enfermos sin ayuda, sino también en el po­bre arrogante, ingrato o en los galeotes de corazones endurecidos por su sufrimien­to sin esperanza? ¿Para nosotros es tan fácil ver a Cristo en los pobres reunidos a la entrada de nuestro patio, o en los rincones de las calles o en el metro? La visión de Cristo en los pobres no puede ser sólo una cuestión de conocimiento intelectual o de una verdad aceptada en la fe, sino algo que vibre en nuestros corazones, en nuestra voluntad, en nuestras manos. Es una gracia que hay que pedir y aceptar cuando se nos da. Vicente habla de ello a sus hijas con energía:

«Hijas mías, ¡cuánta verdad es esto! Servís a Jesucristo en la persona de los pobres. Y esto es tan verdad como que estamos aquí. Una Hermana irá diez veces cada día a ver a los enfermos, y diez veces cada día encontrará en ellos a Dios. Como dice san Agustín, lo que vemos no es tan seguro, porque nuestros sentidos pueden engañarse; pero las verdades de Dios no engañan jamás. Id a ver a los pobres condenados a cadena perpetua, y en ellos encontraréis a Dios; servid a esos niños, y en ellos encontraréis a Dios. ¡Hijas mías, cuán admirable es esto! Vais a unas casas muy pobres, pero allí encontráis a Dios. Hijas mías, una vez más, ¡cuán admirable es esto! Sí, Dios acoge con agrado el servicio que hacéis a esos enfermos y lo considera, como habéis dicho, hecho a El mismo» (Conf. Esp., n.° 414 – Conf. 13-2-1646).

Para nosotros, nuestra dinámica no consiste simplemente en ver si Cristo está presente, sino en saber que Cristo está allí y encontrarlo, y habiéndole encontrado, servirle. La parábola del juicio final, a la que san Vicente alude con frecuencia, ilustra bien este tema. A los que estén a su derecha, el Señor les dirá que tuvo hambre, que tuvo sed, que estuvo preso, desnudo y enfermo y cómo ellos le socorrieron; ante su asombro, Jesús les responderá: «cuando lo hicisteis con el más pequeño de los míos, a Mí me lo hicisteis». A los que estén a su izquierda, les hablará de esta misma presencia y de su omisión en asistirle; éstos se extra­ñarán también y escucharán la misma respuesta: «fue a Mí a quien no lo hicisteis». Observen que ninguno de los dos grupos reconoció la presencia del Señor, pero uno ayudó a los necesitados y al hacerlo sirvió al Señor sin reconocerle, mientras que el otro no hizo nada y con ello ignoró al Señor. Esta imagen hablaba fuerte­mente al corazón de Vicente.

La convicción personal de san Vicente, de la presencia de Cristo en el pobre es de un valor inapreciable y piedra fundamental para nosotros. Comprender esto en la vida de san Vicente es comprender el carisma del Fundador y su visión del pobre.

Preguntas para la reflexión

Supongamos que el Señor se revela a ustedes un día —en una visión, un sueño o una voz inconfundible  y les dice simplemente: ‘<Estoy presente entre vosotras, en medio de los pobres» y nada más. ¿Qué diferencia causaría esto en la forma de vivir su servicio? ¿La entenderían como una acusación o como una afirmación? ¿Encontrarían su servicio inadecuado? ¿Se comprometerían de una manera nue­va? ¿Qué quisieran decir a sus hermanos y hermanas a este respecto? ¿Piensan ustedes que podrían comprender mejor por qué insisten tanto en ello san Vicente y santa Luisa?

2. Trabajar juntas al servicio de los pobres

Veamos una historia que me contaron cuando era niño. No es bíblica ni vicen­ciana. Quizá la conozcan o quizá no. En todo caso, voy a contársela: El título es: «Una sopa de piedra», he sabido después que se trata de un cuento antiguo. Es una historia de niños pero no necesariamente para niños. Voy a resumirla:

«Se trata de una ciudad en la que la gente es pobre. Cada persona guarda el alimento que tiene y atiende sólo a sus propias necesidades. Llega un día un extranjero a la ciudad y la gente le dice que se marche porque no hay comida para él en esa ciudad. El extranjero les dice que no necesita su comida. Saca una piedra de su bolsa y dice que con esa piedra hará sopa de piedra. Capta inme­diatamente la atención de la gente que quiere conocer este secreto. Así que, el extranjero les dice que necesita un puchero, agua y algo de leña para hacer fuego. Una persona le trae el puchero; otra saca agua del pozo y una tercera trae parte de su leña para que el extranjero pueda hacer su sopa de piedra. El pone el agua y la piedra en el puchero y enciende el fuego, se sienta y espera a que la sopa de piedra esté lista. La gente espera también con impaciencia. Después de un rato, el extranjero dice que para cambiar, es bueno añadir a la sopa de piedra unos cuantos huesos de jamón curado. Uno de los vecinos de la ciudad dice que él los tiene, los trae y los echan en el puchero. Unos minutos más tarde, el extranjero dice que en algunos lugares él ha añadido una patata, una zanahoria o una cebolla a la sopa para darle algo de color. Y rápidamente, la gente saca de sus escondites unas cuantas patatas, zanahorias y cebollas que se cortan y se echan en la sopa. Y el cuento continúa como todos los cuentos. Poco a poco, cada uno contribuye con algo a la sopa, y cuando está preparada, todo el mundo toma algo de esa sopa tan sustanciosa hecha con una piedra».

La moraleja del cuento necesita poca explicación. Es un cuento que enseña a la gente a compartir y a aprender que cuando se coopera, se puede conseguir mucho y se puede atender a las necesidades de todos. Esta realidad aparece en los Hechos de los Apóstoles en la primera comunidad cristiana y encuentra ecos en la descripción de la Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo. También es una historia que creo que Vicente de Paúl encontraría aceptable.

Un paralelo con esa historia podría encontrarse en la experiencia de Vicente en Chatillón. Una historia que está en el origen del alma vicenciana y que nos resulta familiar a todos. Los hechos, como Vicente los describe, son sencillos:

«Un domingo, mientras me revestía para la santa misa, me dijeron que a un cuarto de legua, en una casa aislada, todos estaban enfermos, sin que ninguno pudiese atender a los demás, y que todos estaban en una necesidad indescriptible. No tuve más que decirlo en el sermón, cuando Dios movió los corazones de los que me escuchaban, y se compadecieron profundamente de estos pobres afligidos».

San Vicente ve entonces cómo la gente ha respondido con generosidad a las necesidades de la familia y se da cuenta de que el presente está solucionado, pero ¿y el futuro? Hace falta una organización para atender las necesidades de manera sistemática. Así que comienza las caridades para socorrer a las personas necesita­das que de otra manera no se podrían solucionar si fuesen individuos aislados.

Esta manera de socorrer las necesidades de los pobres reuniendo a la comu­nidad cristiana en el servicio, fue un truco aprendido en Chatillón, pero que de­mostró ser válido en otros lugares y en numerosas situaciones y llegó a ser dis­tintivo de la respuesta vicenciana a la necesidad de los pobres:

  • ofrecer una ayuda organizada,
  • compartir el peso con la comunidad cristiana para que nadie estuviera sobrecargado,
  • dar de una forma digna,
  • buscar soluciones para que los pobres sean más independientes y para que contribuyan a su propio bienestar.

Un resumen escrito por el Padre Desmoulins (Superior del Oratorio de Macon) ilustra esta práctica:

«Los pobres enfermos serán ayudados con alimento y medicinas, como en los demás lugares en donde se ha establecido la Confraternidad de la Caridad. Todo este trabajo ha comenzado sin subvención pública, pero el señor Vicente estaba tan acostumbrado a organizar las cosas, que los socorros vinieron regularmente. Fue un éxito. Uno dio dinero, otro comida, cada uno según sus posibilidades. Más de trescientos pobres en total fueron alojados, alimentados y cuidados. Después de proporcionar la primera ayuda, el señor Vicente dejó la ciudad».

La «sopa de piedra» mejora a medida que se añaden nuevos ingredientes y todos quedan bien alimentados. Vicente trajo la piedra y otros dieron su tiempo, dinero, alimentos, albergue y servicio, e incluso el regalo de la dedicación de toda una vida. Vicente promocionó la caridad de los demás. Nosotros somos los here­deros de su receta.

Vicente enseña a la gente a hacer esta «sopa de piedra». A cada uno se le pide que contribuya de acuerdo con sus posibilidades y su estado de vida y de esta manera se solucionan las necesidades de los pobres. Pero esto sólo es posible porque las personas confían en Vicente. El cree en la «sopa de piedra», y por eso todos aprenden a creer en ella. El ve a Cristo en el pobre; los que se unen a él aprenden a aceptar su visión y unos pocos afortunados aprenden a tener ellos mismos la misma visión. Algunos aprenden incluso a hacer «sopa de piedra».

Deberíamos resaltar aquí especialmente lo que subyace en el corazón de esta práctica. No es sólo que Vicente sea un orador persuasivo, o un buen organizador, sino que reconoce que toda la comunidad cristiana es responsable de las nece­sidades de los pobres. Sólo cuando la comunidad aprende a actuar con unanimi­dad se pueden solucionar estas necesidades y los pobres pueden ser servidos. Y es beneficioso, no sólo para los pobres, sino también para aquéllos que contri­buyen y sirven.

Otro punto que podemos considerar aquí es el tema de la Asamblea General de la Congregación de la Misión, celebrada el verano pasado: «La Familia Vicenciana y el desafío de la misión para el nuevo milenio». El P. Maloney, sor Elizondo y las demás autoridades de la Familia Vicenciana han conseguido un conocimiento más claro, durante estos últimos años, del bien que se puede hacer a los pobres cuan­do colaboran las ramas de la familia. Es un tema que nos puede interesar a todos.

A veces, puede parecer que obligamos a la gente, cuando pedimos su ayuda de tiempo, dinero o esfuerzo para el servicio a los pobres, pero me parece que tanto el Evangelio como san Vicente lo considerarían la oportunidad de dar una gran felicidad a una persona y a la comunidad. Están sirviendo a Cristo y haciendo un importante trabajo cristiano. Es algo que la gente debiera buscar y luchar por hacer y debiéramos estar agradecidos de poder ofrecerles la oportunidad de realizarlo. Más que sentirnos culpables o avergonzados de pedir el tiempo, el dinero o el esfuerzo de la gente, deberíamos estar contentos de ofrecerles la oportunidad de hacer lo que proporciona alegría a los demás y que lleva al que da más cerca de Cristo.

Preguntas para la reflexión

Como miembro de la Familia Vicenciana, ¿cómo puedo hacer «sopa de pie­dra» sabiendo que no sólo es dar vida a los pobres, sino también a aquéllos que aportan los ingredientes necesarios? Dado que las necesidades de los pobres del mundo son cada vez más acuciantes, ¿cómo podemos responder mi Provincia y yo con más fuerza a esta necesidad, cooperando con la Familia Vicenciana? ¿Soy capaz de reconocer que, a veces, la Evangelización se lleva a cabo a través de la inspiración y de la organización más que a través del activismo? ¿Qué historias y experiencias vivencianas me hablan de esta necesidad? ¿Cuál es la piedra que nosotros aportamos?

3. La importancia de la persona

Permítanme contarles otra historia que tiene un sabor más casero:

«Un día, una mujer estaba muy ocupada cuando su hijo quería a toda costa jugar con ella. La mujer buscó cualquier cosa para darle al niño y que se distrajese, y encontró una revista. En la revista había un dibujo grande del mundo y la mujer cogió las tijeras y cortó el dibujo, luego lo cortó en trozos. Pensó que esto man­tendría al niño ocupado un rato. Sin embargo, al cabo de unos momentos, el niño reapareció con el rompecabezas completo y la mujer se sorprendió. Preguntó al niño: «¿Cómo lo hiciste tan pronto? Eres demasiado pequeño para saber cómo es el mundo». Y el niño respondió: «Bueno, en la otra cara de la hoja que me diste había un dibujo de una persona, formé la persona, y luego cuando le di la vuelta, el mundo estaba en su lugar».

Aunque no es precisamente una lección de Aristóteles, la moraleja es clara: el mundo sólo tiene sentido cuando uno se concentra en la persona. Uno no puede socorrer al mundo entero a la vez, sino sólo a un individuo; pero en ese individuo se resume todo el mundo y Cristo está presente en él.

En una de sus conferencias, san Vicente usa una imagen parecida:

«No debemos considerar a un pobre campesino o a una pobre mujer según su aspecto exterior, ni según las apariencias de su espíritu, dado que, con frecuencia, no tienen ni la figura ni el espíritu de las personas educadas, pues son vulgares y groseros. Pero dadle la vuelta a la medalla y veréis, con las luces de la fe, que son ésos los que nos representan al Hijo de Dios, que quiso ser pobre… ¡Oh, Dios mío, qué hermoso sería ver a los pobres considerándolos como hijos de Dios y con el aprecio en que los tuvo Jesucristo!» (Síg. XI/4, pág. 725).

Yo considero esto como otra característica de la cercanía de san Vicente a los pobres: el énfasis que pone en la persona y en la presencia de Cristo en cada pobre individualmente. San Vicente no se quedó sólo en la respuesta institucional ante la pobreza. Sus conferencias y sus cartas están llenas de referencias a la manera personal con que uno tiene que socorrer las distintas necesidades de los pobres que encontramos y la relación que debemos mantener con ellos al servir­les. Vicente entra a veces, en sus instrucciones, en detalles delicados para aque­llos que vayan a visitar a los pobres, y habla no sólo de lo que debe hacerse, sino de la actitud que se ha de tener hacia la persona.

Hermanas, es difícil no quedar atrapadas en el «juego de los números» que forma parte de la manera de pensar en nuestro mundo. Yo siento la tensión en mi vida de varias formas. Si sé que voy a pronunciar una homilía y van a asistir sólo cinco personas allí, no hago mucho esfuerzo al prepararla. Si va a haber 500, realmente trabajaré con más profundidad (según esa escala se pueden adivinar el trabajo que me supone hoy mi conferencia). Y no es sólo en el área de los números en donde esta actitud es evidente. A veces, también depende del valor que damos a los individuos. Ustedes o yo, apenas nos perderíamos la oportunidad de hablar o hacer algo por alguien de influencia, pero podría suceder que dejá­semos marchar al pobre, que realmente quisiera unos momentos de nuestro tiem­po. Vicente nos dice que todos quieren hablar con el obispo, pero ¡cuánto más importante para nosotros es querer hablar y servir a los pobres, que representan a Cristo, como a nuestros señores y maestros!

Hay quienes dedican toda su vida a cuidar a una persona —a un niño enfermo, a la esposa, a un padre anciano, a un amigo—. ¿Qué valor tiene esa vida?

Para S. Vicente cada persona es única. Se sirve a las personas de una en una y no en masa. Las organizaciones e instituciones son importantes e incluso esenciales, pero si se pierde el valor de la persona, se pierde también el valor cristiano. Dios no nos llama como grupos o números sin nombre, sino como per­sonas únicas. Vicente sabía esto y quiso enseñar esta disciplina a sus colabo­radores y seguidores: la presencia de Cristo tiene que ser valorada en cada persona.

Preguntas para la reflexión

Mi ministerio y servicio/visión de los pobres ¿tiende a lo numérico e institucio­nal? ¿Me guío más por los números que por la experiencia, por la eficacia más que por la empatía? En mi deseo de contar «con números elevados», ¿pierdo a veces de vista la importancia de la persona? ¿Olvido a veces la doble cara que tiene mi moneda: los pobres a quienes sirvo por un lado y el Hijo de Dios por el otro? ¿Qué historias/experiencias vicencianas me muestran el valor de la persona?

4. Santidad personal por medio del servicio

El servicio a los pobres es una escuela de virtud. Permítanme invitarlas a volver conmigo a una de las historias más fundamentales de san Vicente: la de Folleville. Es una historia bien conocida por cada uno de nosotros y se la considera frecuen­temente como punto de partida en el cambio de vida de san Vicente. Las circuns­tancias son sencillas. Llaman a Vicente a la cabecera de un moribundo, en tierras de los Gondí. Vicente oye su confesión y se da cuenta del pecado grave en el que este hombre ha vivido. Entonces Vicente se ve animado o se anima a sí mismo— a predicar una misión en todas esas tierras. Y éste es el comienzo.

¿Qué ha ocurrido? Vicente ha respondido a una necesidad; ha visto que, a través de su ministerio, un hombre ha sido liberado de su pecado. El hombre se salva, pero quizá, en el mismo acto, Vicente también. Todas las cosas que él ha aprendido en el seminario vienen ahora a fructificar en este encuentro. Reconoce su propia capacidad y la forma en que él puede solucionar las necesidades, se transforma y se salva no menos que el hombre que ha confesado.

El servicio a los pobres nos empuja a examinar nuestras propias «virtudes» y nuestro compromiso en la forma de vivir nuestra vida cristiana y vicenciana. Los pobres nos confrontan con la realidad. Vicente habló repetidamente a sus colabo­radores y seguidores de su experiencia y de lo que requiere el trabajar al servicio de los pobres. A veces sus palabras parecen incluso duras, pero es porque no quiere que la gente deje de ser realista. Las circunstancias que hacen pobres a los necesitados y que los mantienen pobres son, con frecuencia, injustas y des­humanizantes, y eso influye en la forma en que ellos viven y reaccionan. Vicente sabía esto y fue en esta realidad en la que quería que sus seguidores creciesen en virtud y dedicación.

Podemos hablar de caridad y de lo maravillosa que es, hasta cansarnos. Podemos cantar el himno de Pablo al amor, en Corintios 1.13, pero cuando el amor lleva una cara sucia e intenta meter su mano en nuestro bolsillo, podemos decepcionarnos. Podemos hablar de generosidad con sus características maravi­llosas, hasta cansarnos, pero cuando nos exige constantemente nuestro tiempo, podemos fallar. Podemos hablar de paciencia, pero al hacerlo, por centésima vez, puede resultar pesada. Podemos hablar de perdón hasta extasiarnos, pero cuan­do la gente nos ataca, nos juzga y nos utiliza, nos sentimos heridos. El trabajo con los pobres nos obliga a confrontar nuestras virtudes con las suyas; pone con claridad delante de los ojos nuestras debilidades. Podemos volver del servicio a los pobres desanimados cuando el ideal se encuentra con la dura realidad.

Y podemos refugiarnos en el apoyo de la oración y de la comunidad, tendemos a ello.

Esto no es para descorazonarnos, sino para animarnos —forzarnos a cam­biar— a la conversión. La experiencia de ver nuestras palabras transformadas en acciones es gratificante; la experiencia de ver nuestras palabras cambiadas en fallos es una experiencia de crecimiento. Examinamos lo que hemos hecho, y vemos cómo podemos cambiar, adaptarnos, crecer. Santiago habla de la Sagrada Escritura como de un espejo. Nuestra experiencia con los pobres puede ser tam­bién un espejo. Nos deja ver el verdadero retrato de nosotros mismos y nos desafía a ver quiénes somos y lo que podemos llegar a ser.

Piensen cómo un niño consigue lo mejor de la gente. Los niños no son las personas más fáciles de complacer a veces. Exigen de la familia mucho tiempo, dinero y paciencia. Pero también logran que salga a la luz lo mejor de las perso­nas: bondad, paciencia, generosidad y amor. Los pobres se les parecen en algo. Sacan al Cristo que llevamos dentro, a nuestra vida consagrada, bajo las formas de virtudes y compromisos. Y al hacerlo, nos prestan un gran servicio que es por lo menos tan significativo como cualquier servicio que podamos prestarles. Cada uno ayudamos al Señor. Vicente observó:

«…Dios ha prometido un premio eterno a aquellos que den un vaso de agua a un pobre; no hay nada más verdadero, no podemos dudarlo; y esto es para vosotras,

hijas mías, una gran razón para la confianza, porque si Dios promete una eterni­dad feliz a aquellos que dan sólo un vaso de agua, ¿qué no dará a la Hija de la Caridad que ha dejado todo y que le hace una ofrenda de sí misma para servirle todos los días de su vida? ¿Qué le dará? ¡Oh!, ni se puede imaginar. Ella tiene buenas razones para esperar ser del número de aquellos a quienes El dirá: «Venid, benditos de mi Padre, poseed el Reino que ha sido preparado para vosotros».

…los pobres que han sido asistidos serán sus intercesores ante Dios; vendrán en multitud a su encuentro y dirán a nuestro buen Dios: «ésta es, Dios mío, la que nos ayudó por tu amor; ésta es, Dios mío, la que nos enseñó a conocerte… He aquí, Dios mío, la que me enseñó a esperar en Ti; ésta es la que me enseñó tu bondad a través de la suya»».

Así, el servicio a los pobres es un impulso para continuar la conversión, porque nos pone en una actitud que nos conduce al Señor. Vicente llamaba a los pobres «Nuestros amos y señores». Sí, y son también nuestros maestros, guías y exami­nadores. Pueden sacar de nosotros lo peor y lo mejor, y así es como debe ser.

Preguntas para la reflexión

¿Cómo nos sentimos al permitir que los pobres nos lleven hacia la perfección, desafiándonos en la manera de utilizar nuestros recursos, desafiándonos a que rehusemos el ir por caminos fáciles y exigiéndonos la práctica de la virtud heroica? ¿Qué clase de historias vicencianas puedes contar sobre las formas en las que el servicio a los pobres ha sacado lo mejor y lo peor de ti? ¿Ves que el camino del Señor te conduce a ti y a tu Provincia a través de los ghetos, hospitales y barrios pobres de tu país y de este mundo?

Termino. Como dije al principio, no iba a ser una visión exclusiva expresada en una conferencia aprendida. Mi deseo ha sido reflexionar con ustedes sobre algu­nos de los elementos fundamentales de nuestro carisma como yo los entiendo e identifico en la historia de nuestro Vicente de Paúl y en otras historias. Las ideas son sencillas:

  • Cristo está presente en el pobre,
  • el servicio a los pobres es responsabilidad y privilegio de todos los cristia­nos,
  • se debe servir y valorar al pobre como persona única,
  • el servicio a los pobres es nuestro camino de salvación.

Hoy les invito a ustedes a reflexionar en estos elementos que nos hacen ser lo que somos; a recordar nuestra historia y a volver a comprometernos, con nuevo vigor y creatividad en el servicio que es don y llamada, a través de Vicente de Paúl y Luisa de Marillac.

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