La globalización y los retos de la Fe

Francisco Javier Fernández ChentoDoctrina Social de la IglesiaLeave a Comment

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Autor: Pablo José Martínez Oses, C.E.M.F. · Año publicación original: 2006 · Fuente: Marianistas.
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globalizacionAntes de hablar de la globalización, me gusta hacer una pequeña precisión metodológica que me parece pertinente y clarificadora. El término globalización procede del mundo an­glosajón y se ha asumido en castellano de forma automática, lo que suele inducir equívo­cos sobre su significación. El término que emplea el francés, que podemos traducir en castellano por «mundialización» me parece que inspira con más corrección ciertas tenden­cias que en sus afanes expansivos están logrando influir decisivamente en las condicio­nes de vida de gran parte de la población mundial. El término globalización, pareciera querer indicar que estamos ante un proceso no sólo tendente a afectar al mundo entero, sino también a hacerlo de forma global, es decir, atendiendo a diferentes perspectivas y al carácter multidisciplinar que tienen los «asuntos» mundiales. Más bien, y adelantamos al­gunas conclusiones, pienso que el proceso de mundialización/globalización puede resu­mirse fácilmente en unas pocas tendencias, y sobre todo en una serie de transformacio­nes de las estructuras de interés y de poder facilitadas por dichas tendencias. Pero vaya­mos por partes.

Caracterizando la globalización, o la mundialización neoliberal.

En realidad la globalización no es sino el resultado del predominio de una forma concreta de entender y de desarrollar la economía, que hoy conocemos como neoliberalismo. Este predominio coincide en el tiempo, y se sirve de ello, con una revolución tecnológica que abarata y agiliza las comunicaciones hasta el frenesí. La lógica económica a la que me refiero no es nueva, pero logra alcanzar cotas de expansión impensables hace sólo unas décadas. Después de casi medio siglo de guerra fría, con dos bloques económicos y polí­ticos muy diferenciados y permanentemente enfrentados, la debacle política y su posterior desaparición de uno de ellos, deja a la economía basada en los postulados liberales como vencedora de una pugna sostenida por tres generaciones. En términos de geopolítica, podemos decir que el neoliberalismo es una suerte de liberalismo llevado al paroxismo, sin límites territoriales ni enemigos en el horizonte.

La economía liberal de mercado, responde a una serie de principios y características que todo el mundo conoce. Entiende en desarrollo económico como un proceso de acumula­ción constante, que encuentra la motivación del mismo en los espacios de intercambio, en el sacralizado mercado. Un proceso de acumulación que no se limita a satisfacer necesi­dades o alcanzar metas previamente establecidas, puesto que se trata de un proceso de acumulación de capital, no de productos, que se convierte en la lógica inherente a la pro­pia actividad económica. Para poder acudir al mercado, es preciso acumular de forma permanente capital que nos permita reinvertir permanentemente. El capitalismo entiende la economía como un proceso de búsqueda de rentabilidades que acumular, no como un intercambio destinado a satisfacer necesidad humana alguna. Este proceso de acumula­ción ha tenido diferentes fases en la historia reciente del mundo. Cuando las posibilidades de acumulación local se saturan, los capitales acuden al exterior en busca de nuevas ren­tabilidades, y si esto no les fuera posible, escudriñan en el interior de los sistemas eco­nómicos para encontrar «nuevas ventajas» que les permita satisfacer la necesidad de acumular cada vez más rentabilidades. No es más que una lógica expansiva, permanen­temente expansiva.

Una de las claves para lograr mayor expansión es actuar sobre el espacio del intercambio, sobre los mercados. Si el espacio de intercambio presenta límites y normas para la realización de dicho intercambio, a nadie le cabe la duda que de alguna forma u otra estas limitaciones minarán las posibilidades de rentabilizar el capital con que acudimos al mer­cado. La lógica liberal defiende como un dogma de fe la libertad del mercado, para facilitar dicho proceso de acumulación. Por esta razón el liberalismo defiende que para lograr la expansión y el crecimiento de la economía es condición indispensable desregular (o libe­ralizar) los mercados.

Me parece esencial justificar que no estamos ante una cuestión de debate ideológico, co­mo ha sido habitual enfrentar siempre las «ideas» del libre mercado con las de las econo­mías «intervenidas» en mayor o menor medida. De hecho, actualmente tenemos ejemplos de contradicciones muy sugerentes, como es que las economías más poderosas del Pla­neta son las más protegidas por normas, aranceles, impuestos o barreras de cualquier tipo. Las economías norteamericana y europea se presentan como mercados enorme­mente regulados para dificultar, y en casos impedir, la competencia de las economías ex­ternas a dichos mercados. Al tiempo, norteamericanos y europeos exigen al resto de eco­nomías que desregulen sus mercados como única receta para lograr emprender la senda del desarrollo. Se trata más bien de una confrontación de intereses, los del proceso de acumulación frente a los intereses generales de satisfacer las necesidades de la pobla­ción. En algún momento de nuestra reciente historia, los interesados en el proceso de acumulación convirtieron en teoría omnisciente su perspectiva. En su opinión, lo que las economías del mundo precisaban es facilitar los procesos de acumulación mediante la desregulación de los mercados. Estos procesos de acumulación, que inicialmente sólo beneficiarían a las capas más altas de la población con capacidad previa para acumular, generarían tantas rentabilidades que redundarían en el conjunto de la sociedad. Durante años, numerosos centros de pensamiento defendieron la teoría del «rebasamiento» (trickle down) de las ganancias que finalmente alcanzarían a las capas más desfavorecidas de cada economía. Lo cierto es que hoy día compartimos el mundo con más riquezas de to­da la historia de la humanidad, con el momento de mayor desigualdad también en toda su historia. Nunca antes hubo tanta distancia entre los más ricos y los más pobres.

A partir de los años ochenta, y de forma mucho más exponencial a partir de la caída del bloque soviético en los noventa, el proceso de acumulación de capital y de expansión de las economías alcanza niveles insospechados con anterioridad. Los mencionados avan­ces tecnológicos permiten además que el capital se expanda con más celeridad y rentabi­lidad sobre sí mismo, sin «complicarse» en procesos de producción o distribución. La mo­netarización de la economía mundial es hoy día un hecho, cuando tenemos datos de que el mercado financiero mueve cincuenta veces más de capital que el mercado vinculado a bienes y servicios. Ganancia y rentabilidad sin producción. Es el colofón del proceso de acumulación, basado originalmente en las capacidades de producción de bienes que sa­tisfagan necesidades humanas. De ahí, que defendamos con muchos otros que la globali­zación es fundamentalmente un proceso de carácter económico y financiero predominan­te en términos mundiales. Estos procesos tienen sin embargo, como siempre lo tuvo la economía, una serie de consecuencias fundamentales para la vida de las personas. Aho­ra también éstas tienden a ser similares para la mayoría de los pueblos del mundo.

Principales consecuencias del proceso de globalización económica Como mencioné ante­riormente, la desigualdad creció como nunca antes había sucedido. Los más ricos son mucho más ricos puesto que logran beneficiarse de la expansión de la economía y de sus rentabilidades acumuladas. Tan sólo representan un 15% de la población mundial. Al tiempo, prácticamente la mitad de la población mundial, 3.000 millones de personas viven en la pobreza, con menos de dos dólares diarios de ingresos. De ellos, 1.100 millones de personas sobreviven en condiciones de miseria inimaginables para nosotros con menos de un dólar al día. Pero esto no se explica porque el proceso globalizador aún no les haya alcanzado.

Más bien al contrario, en el proceso de expansión de las economías, no existe ya país o región del mundo que no haya sido penetrado por los intereses del capital. En países de África con una esperanza de vida media de 38 años, numerosas empresas transnaciona­les explotan sus recursos naturales y humanos; los países más pobres de América Latina tienen en sus territorios zonas francas de producción en donde son explotadas sus pobla­ciones por salarios míseros y sin derechos laborales para coser las prendas de vestir que grandes empresas logran sacar simultáneamente en centenares de mercados de otras tantas capitales; en Asia meridional millones de niñas y niños trabajan en naves nausea­bundas y en condiciones de esclavitud produciendo ropas y enseres deportivos para las marcas más celebres del mundo.

¿Cómo se ha llegado a producir tal expansión empresarial que alcanza a todos los rinco­nes del Planeta? Siempre en la incesante búsqueda de la mayor rentabilidad las empre­sas iniciaron procesos de «deslocalización» de su producción, situando algunas partes de la misma en países o zonas donde los costos fueran menores. Una gran parte de los cos­tos de producción proceden de la carga salarial asociada al trabajo preciso para realizar la producción. Los países empobrecidos, sin legislaciones laborales ni derechos extendidos constituyen paraísos en los que situar aquellas fases de la producción más intensivas en mano de obra. Otro costo importante para la industria es la obtención de materia prima, para lo cual es interesante bien mantener el precio de la misma muy bajo, o bien comprar y controlar el proceso de obtención de la misma. Igualmente, los países empobrecidos con economías poco desarrolladas y siempre urgidas de liquidez suponen presas fáciles para estos intereses. De la misma forma, la expansión de la economía ha constituido más bien la expansión de algunos actores de la economía más que de la economía en su con­junto. El proceso de concentración de las empresas en cada vez menos manos parece igualmente imparable. Hasta el punto de que hoy en día, se calcula que el 70% de las ga­nancias del Planeta proceden de menos de 400 grupos empresariales. La aparición, desa­rrollo y predominio de las empresas transnacionales configuran uno de los elementos más preocupantes del actual panorama. Preocupantes por muchos motivos entre los que quie­ro destacar los que ponen en cuestión la forma de organización política que tanto esfuer­zo le ha costado a la Humanidad construir: la democracia.

La característica de la globalización más relevante en términos de soberanía es la apari­ción de los actores empresariales transnacionales, que son los defensores a ultranza de la lógica neoliberal de desregulación de los mercados y defensa de la acumulación como único sistema económico viable. No son los gobiernos, legítimamente elegidos como re­presentantes de la voluntad popular, quienes diseñan las políticas económicas con las que satisfacer las necesidades de sus ciudadanos. Más bien, podríamos decir, que los gobiernos actúan en el estrecho margen que los dictados procedentes de dichos centros de poder les conceden actuar. Últimamente, en las democracias occidentales, se ha con­vertido en una evidencia que las políticas económicas fundamentales no difieren de los programas electorales de unas alternativas políticas a los de otras. Para que una candida­tura tenga siquiera la posibilidad de prosperar, es indispensable que anuncia públicamen­te su suscripción a los dictados y postulados de los centros de poder financieros. Las em­presas transnacionales más importantes e influyentes manejan presupuestos muy supe­riores a los productos internos brutos de muchísimos países, no digamos pues de su relación con los presupuestos públicos que manejan los gobiernos. En la hipótesis de que un gobierno tomara decisiones que perjudicaran gravemente los intereses de dichas corpo­raciones empresariales, un simple movimiento bursátil en el mercado financiero, podría concluir con una devaluación de la moneda local que traería consecuencias terribles en forma de pérdida de empleos, cierres de actividades económicas y deterioro de los térmi­nos de intercambio, lo que pondría en juego las condiciones de vida de millones de votan­tes y con ello la viabilidad de dicho gobierno. Los mecanismos de poder residen cada vez más en los accionistas y por lo tanto propietarios de las grandes empresas cuyas decisio­nes son más determinantes para el desarrollo de un país que las decisiones de sus ciu­dadanías votantes.

La expansión del capital no se ha reducido a la actividad económica, sino que se ha aden­trado en las instituciones hasta el punto de ser responsables de los diseños y recetas de las grandes políticas económicas. La arquitectura financiera internacional, conformada básicamente por el grupo Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la más re­ciente Organización Mundial de Comercio no está gobernada por los gobiernos de los países que forman parte de sus respectivas membresías. Son los intereses económicos del gran capital concretados en estructuras de influencia y de poder quienes tienen el mando de dichas instituciones, y en consecuencia quienes dictan las condiciones y carac­terísticas en nombre de dichas instituciones que a los gobiernos les toca asumir. El con­junto de «recetas» económicas más célebre en las tres últimas décadas, es conocido co­mo Programa de Ajuste Estructural de las economías, que suponen un conjunto de condi­ciones impuestas a los gobiernos para «liberalizar» sus economías mediante la desregula­ción de sus mercados. Estos programas, además de proporcionar consecuencias sociales nefastas para las poblaciones de los países, no han perseguido mucho más que abrir las posibilidades de acceso de los grandes capitales a economías por explotar y a grandísi­mos mercados de potenciales consumidores.

Capítulo aparte merecería una de las constantes medidas impulsadas en el marco libera­lizador de dichas recetas, que son las privatizaciones de los sectores públicos de las eco­nomías. Tras la excusa de la eficiencia y de la eficacia, se han impulsado privatizaciones de empresas millonarias que han pasado de esa forma a estar en manos de las mismas corporaciones de capital transnacional en la mayoría de los casos. Especialmente rele­vante y preocupante es la tendencia privatizadora en la gestión de las políticas y servicios sociales públicos. La sanidad, la educación, o la gestión de aguas y servicios sociales son algunos ejemplos, de cómo el Estado, representante legítimo y democrático de las ciuda­danías, ha cedido su capacidad de diseño y gestión en políticas públicas de enorme rele­vancia para las condiciones de vida de las personas. La universalización, la transparencia y la función redistributiva de dichas políticas públicas quedan en entredicho en virtud del alejamiento del Estado de su espacio de diseño y de gestión.

La década de los noventa también es la década del llamado «Consenso de Washington», que establece el programa económico que durante más de dos décadas han seguido los países de la OCDE y las instituciones financieras internacionales por ellos gobernadas. El Consenso de Washington es el conjunto de temas que forman la agenda económica cen­trada en el libre comercio, en la liberalización del mercado de capital, tipos de cambio flexibles, tipos de interés determinados por el mercado, la transferencia de activos del sector público al sector privado, la estricta dedicación del gasto público a los objetivos so­ciales bien dirigidos, unos presupuestos equilibrados, la reforma fiscal, unos derechos de propiedad seguros, la protección sobre los derechos de la propiedad intelectual, y la libe­ralización de las cuentas de capital, aunque ésta última sea una «aportación» posterior procedente de las políticas derechistas de Reagan y Thatcher. Se trata de establecer la agenda económica internacional en función de los principios de libre mercado, disciplina y ajuste macroeconómico, privatizaciones, y libre comercio. Este programa de «ortodoxia» económica, diseñado e impuesto por los intereses del gran capital originalmente proce­dente de los EEUU para el resto de los países pero no para sí mismo, no sólo no puede explicarse por resultados positivos en términos de crecimiento económico, sino que ade­más ha repercutido inmensos costes sociales y de gobernabilidad para los países, muy especialmente para los más empobrecidos por más alejados de dichos intereses. La re­ducción del papel de los Estados en la vida económica ha contribuido en gran medida a hacer imposible que éstos asuman la responsabilidad de resolver los problemas sociales de sus ciudadanías. Últimamente, apelado por corrientes en contra, movimientos de pro­testa y rebeldía contra la agenda neoliberal, las instituciones financieras internacionales han propugnado la ampliación de la agenda del Consenso de Washington hacia cuestio­nes como la gobernanza, la reducción de la pobreza o cierta preocupación por las redes de seguridad social. Todo ello sin abandonar lo más mínimo la agenda inicial, se trata pues, de mantener ciertos niveles mínimos de institucionalidad para poder seguir adelante con el programa neoliberal.

Las externalidades del sistema. Los bienes públicos globales

Junto a la agenda de la liberalización comercial, el desarrollo tecnológico permitió configu­rar lo que hoy ya conocemos como globalización. Sin olvidar que el fundamento de dicho fenómeno es esencialmente económico, lo cierto es que ha traído consigo algunos otros procesos que están influyendo de forma importante en las prioridades de la comunidad internacional. Más allá de los procesos de integración de los mercados, la globalización también está produciendo cierta integración de las sociedades en función de dimensiones medioambientales, sociales y culturales, que están construyendo un espacio político mundial, o de asuntos mundiales, que se yuxtapone con los espacios políticos del tradi­cional estado-nación. Ciertamente, cada vez podemos observar con más claridad cómo algunas cuestiones centrales del desarrollo -medioambiente, mecanismos de exclusión, corrientes migratorias, alimentación, recursos naturales o segundad, por mencionar sólo unos pocos- «escapan» de las capacidades y de las competencias de los «viejos» Estados-nación. De esos asuntos precisamente, han tratado las diferentes cumbres internaciona­les promovidas por las Naciones Unidas desde el inicio de la década pasada.

Los denominados Bienes Públicos Globales, que representan un conjunto de bienes que el mercado por sí mismo no garantiza, como detener el calentamiento climático, el cono­cimiento y la información, o la paz y la seguridad, están creciendo en un mundo cada vez más interconectado. Estos bienes, precisamente por su consideración de públicos y de globales, no encuentran quien se haga cargo de ellos, son considerados como las «exter­nalidades» que están fuera de la competencia y capacidades de los Estados-nación, que es la estructura en la que aún hoy se realiza la gestión política de la gran mayoría de los asuntos. Los avances que en materia de gestión de los bienes públicos globales son difí­ciles de subrayar, puesto que presentan enormes ambigüedades. Por ejemplo, el Protoco­lo de Kyoto para reducir las emisiones de gases que provocan el calentamiento del clima, y el hecho de que la potencia más contaminante los EEUU no lo hayan suscrito, ponen muy en entredicho cuál es la capacidad que la comunidad internacional tiene para ser efectiva a la hora de contribuir a la producción y al mantenimiento de los bienes públicos. Lo mismo puede decirse del Tribunal Penal Internacional, o de cuantos otros ejemplos se quieran poner que ocupan actualmente los espacios multilaterales de discusión y nego­ciación. El desarrollo humano y sostenible de todos los pueblos, en esta generación y ga­rantizarlo para las próximas ¿puede lograrse desde la acción particular de los estados?

¿Es que acaso no depende directamente de la capacidad de la comunidad internacional para gobernarse internacionalmente, para acordar y gestionar los bienes públicos globa­les como tales?

Malas noticias de última hora

Ya casi es un tópico afirmar que los atentados del 11-S cambiaron muchos aspectos del panorama mundial. Pero sería más justo decir que lo que realmente cambió el panorama fue la reacción a dichos atentados por parte del gobierno de los Estados Unidos, coman­dado por George W. Bush, y asesorado -ya desde antes del atentado- por un grupo de neoconservadores conocidos como «halcones», muy cercanos al conjunto de intereses del gran capital financiero e industrial norteamericano.

Las nuevas estrategias y doctrinas sobre seguridad nacional del país más poderoso del Planeta, se extienden mucho más allá de sus fronteras nacionales y configuran toda una estrategia unilateral de dominación y control político y militar, que supone sin lugar a dudas una dinámica de imperialismo de nuevo cuño. O al menos con nuevas argumentaciones. La «lucha internacional contra el terrorismo» ha incorporado numerosos elementos que han logrado durante estos cinco años transcurridos «enterrar» muchas de las posibilidades de avanzar en la gestión multilateral de los asuntos globales. El unilateralismo de la Adminis­tración Bush, los recortes de libertades públicas, el aumento de los gastos de armamento y defensa, y el incumplimiento del derecho internacional está trayendo algunas consecuen­cias nefastas para la agenda internacional del desarrollo equitativo y la justicia mundiales. Entre ellas, tal vez las más evidentes, el debilitamiento del sistema de Naciones Unidas y de los espacios multilaterales en general, la profundización y la insistencia en la manifesta­ción de que un enfrentamiento entre civilizaciones está en juego, la desviación de las priori­dades del desarrollo y de los fondos para financiarlas hacia las operaciones militares y sus razones geoestratégicas, y sobre todo, la imposición por medio de la fuerza de un proyecto unilateral de dominación que no parece detenerse. En definitiva, esta nueva estrategia ha supuesto un nuevo aliento al mismo proceso neoliberal de expansión del gran capital, esta vez argumentado desde el temor y el supuesto conflicto entre culturas.

Los aspectos culturales de la globalización. El pensamiento único

El carácter eminente­mente económico del proceso globalizador también ha encontrado aliados indispensables en los centros de elaboración de discursos políticos que han logrado influir decisivamente en el pensamiento de las últimas décadas. Al menos dotando al programa neoliberal de cierta apariencia teórica y académica que permite influir en la opinión pública mundial. El famoso discurso de Fukujama sobre el «fin de la historia», como el estado actual que la Humanidad ha alcanzado definido por la existencia sin alternativas de la economía de mercado y la organización política de las democracias representativas liberales, ha calado mucho más hondo de lo que a menudo nos gusta reconocer. Más allá de los debates ideológicos que podamos tener con la mencionada tesis, las ciudadanías se comportan como si éstas fueran ciertas, renunciando a generar alternativas políticas, económicas y sociales al programa económico y político imperante.

La expansión económica de las últimas décadas ha incluido como cualquier otra expan­sión económica anterior, la colonización de las culturas y de los estilos de vida más diver­sos y variados. La extensión del consumo homogeneizante que proporcionan las inmen­sas capacidades de producción a gran escala de las transnacionales, no sólo ha hecho que millones de personas en el mundo hayan abandonado sus consumos tradicionales, y los hayan adaptado cuando no sustituido por el consumo de las mismas ropas, los mis­mos alimentos, los mismos medios de locomoción o incluso los mismos programas de televisión y los mismos idiomas. Las sociedades piensan y crecen en gran parte en función de lo que hacen, y evidentemente de lo que consumen. Se está produciendo así una suerte de homogeneización cultural, que además de perder la riqueza de la diversidad, añade una losa más sobre las maltrechas posibilidades de concretar alternativas reales al sistema neoliberal. La fuerza globalizadora cobra así su apariencia de irresistible.

Hasta el punto de trasladar el debate y el enfrentamiento a un supuesto choque de cultu­ras o civilizaciones, en la célebre terminología de Samuel Huntington. La colonización cul­tural de occidente pasa así de ser una consecuencia de la liberalización económica a un discurso de dominio explícito, en el que los valores tradicionales de la tolerancia, el respe­to y la convivencia entre diferentes queda condicionado a la asunción de determinados rasgos culturales propios de la civilización imperante, la adscripción en definitiva, al pen­samiento único. Muy relevante está siendo en los últimos tiempos, la identificación de es­tas civilizaciones supuestamente enfrentadas en función de su adscripción religiosa, lo que ha venido a facilitar enormemente una visión maniquea y simplista muy propia de nuestro tiempo.

Los retos de la fe. Una reflexión sobre los valores

Ante semejante panorama cualquier ser humano debería sentirse inquieto y retado, pues creo que hemos puesto de manifiesto algunas conclusiones que cuando menos ponen en juego de forma muy seria aspectos fundamentales de la configuración de nuestras socie­dades y de las oportunidades y amenazas que tienen las mismas.

Como propuesta inicial, creo que es útil e inteligente reflexionar juntos sobre el conjunto de valores que este panorama mundial pone de manifiesto, y que de forma más o menos consciente van impregnando el quehacer y el pensar de nuestras sociedades. En la medi­da en que dispongamos de suficiente claridad de cuáles son aquellos valores con los que nos vemos empujados a vivir, podrá cada cual contrastarlos con aquellos otros valores que su fe o su raciocinio le propongan.

Pero antes, me parece igualmente útil e inteligente considerar que esta reflexión sobre los valores no puede desembocar en una serie de consecuencias a nivel de conciencia per­sonal únicamente. En mi opinión, es imprescindible dotar del componente de colectividad a dichas reflexiones, sobre todo si nuestra pretensión es activar mecanismos transforma­dores y no sólo aliviar o descargar nuestra conciencia o corresponsabilidad. Lo cual, dicho sea de paso, no es poco.

Entre otras cosas, porque este esfuerzo de colectividad supondría ya en cierto modo, un «contravalor» de los que la lógica imperante impone. Ciertamente, el individualismo se ha constituido cada vez más en uno de los valores más importantes en las sociedades mo­dernas. Y este individualismo está basado en una de las pocas convenciones o normati­vas que la lógica neoliberal defiende a ultranza, que es la de la propiedad privada. El indi­viduo como entidad jurídica última que disfruta del reconocido derecho a la propiedad pri­vada se constituye en el núcleo social fundamental. Su capacidad para desarrollarse o para desarrollar su propiedad privada dependerá de sí mismo, de sus habilidades y de sus deseos. En la defensa de esta posibilidad se establece un valor fundamental, que configura con mucha fuerza las relaciones sociales actuales. La cuestión es que este indi­vidualismo fundamentado en el derecho a la propiedad privada, nos sitúa ante la tesitura de un ser humano definido más por el tener que por el ser. Nuestro valor social se identifi­ca con el cuánto tienes más que con otra cosa. ¿Cómo conservas y expandes tu propie­dad privada? Es la pregunta a la que más tiempo dedicamos nuestros esfuerzos y traba­jos, como si de ello dependieran todas nuestras posibilidades.

En el marco de esta dependencia del «tener» se sitúa el segundo de los valores reconoci­bles como predominantes en nuestras sociedades, y también consecuencia directa del orden económico. Se trata de la mercantilización de todos los espacios humanos. La rea­lidad ha de tener un reflejo mercantil o no merece la pena tenerlo en cuenta. Lo que no tiene un precio no tiene valor, o lo tiene sólo como un elemento decorativo. En definitiva, todo acaba teniendo un precio, y es en función de ese precio como se construye nuestro aprecio. De la misma forma, y casi automáticamente, lo gratuito es prejuzgado como des­preciable o queda recluido igualmente en el terreno de lo decorativo.

Así, poco a poco, nos vamos constituyendo en seres disociados, que supone un tercer valor más que una desgracia. La disociación sacude la vida de cada uno de nosotros, di­sociación entre nuestra actividad económica o profesional en la que a menudo tenemos que pasar por encima de determinados valores, ha pasado de ser un problema de con­ciencia a una propuesta de forma de vida. Cada vez es más habitual dedicar espacios casi simbólicos de nuestras vidas al desarrollo de los valores que supuestamente más nos importan. Así es habitual encontrar espacios de promoción de nuestros valores solidarios sin que entorpezcan o compliquen el resto de nuestras vidas. Colaboraciones económicas puntuales, apadrinamientos asépticos o pequeñas experiencias de turismo solidario son algunas de las ofertas de disociación como valor. Estas acciones más que impregnar nuestras vidas con el denostado valor de la coherencia, nos permiten dotarnos de la páti­na necesaria de bondad para poder seguir adelante en la loca rueda de nuestras vidas.

Y es que una de las condiciones para que estas propuestas sean aceptables es que no estén «manchadas» de tintes políticos. El valor de la solidaridad entendido corno una ac­ción despolitizada, buena en sí misma, es uno de los grandes inventos de nuestras socie­dades. Como si la solidaridad fuera una mercancía más, que la puedes comprar y adquirir incluso a plazos. La dimensión política del ser humano, y de su accionar en el conjunto de la sociedad queda así seriamente desprestigiada cuando no gravemente mutilada. El neo­liberalismo no sólo ha reducido el espacio de los Estados en el concurso de la influencia social, sino que limita igualmente la dimensión política del ser humano. Como si la solida­ridad o la justicia no fueran actividades eminentemente políticas, en su fundamento y en su realización. En el desprestigio de esta dimensión política, confluye también el despres­tigio de lo público. Cada día más, se contribuye a considerar lo público como ineficiente o inadecuado, olvidando el valor de construcción colectiva y de garantías que la generación del espacio público nos concede en tanto que ciudadanos.

Con todo ello, considero que es preciso animar el debate empezando por preguntarnos cómo vivimos y consideramos dichos valores imperantes. Si nos reconocemos o no y en qué medida aprisionados por dichos valores. Creo que puede resultar muy útil también analizar desde esta perspectiva cómo se comportan nuestras referencias institucionales, si nos dan claves liberadoras del aprisionamiento de estos valores, o si con su quehacer institucional (más que con sus discursos, que el papel todo lo aguanta) o público vienen a secundar todos y cada uno de estos valores.

Quiero terminar señalando que el espacio de búsqueda de alternativas colectivas no está ni mucho menos desértico. En el entorno de los espacios que inicialmente fueron denomi­nados «antig lobal ización» y que con inteligencia posteriormente se autodenominaron como «alterg lobal izadores», construyen y comparten numerosas experiencias que producen al­ternativas y esperanzas. Algunos sectores de la Iglesia católica se han comprometido con fuerza en la construcción de estas alternativas.

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