La fe, don y respuesta libre en lo cotidiano: en la oración, la vida comunitaria y el servicio de los pobres

Francisco Javier Fernández ChentoFormación VicencianaLeave a Comment

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Author: Roberto Gómez, C.M. · Year of first publication: 2013 · Source: Ecos de la Compañía.
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En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Jn 3,3)

un paso de feSe me ha pedido que les hable de la fe en el centro de nuestra experiencia como personas consagradas que creen, oran, aman y sirven. Pueden imaginar que no es fácil! La fe es algo tan íntimo, casi incomunicable incluso si la fe en Jesucristo es una experiencia común, una aventura que se vive con los demás. Los que dicen que no se puede dar la fe, tienen razón. Lo único que se puede hacer es dar testimonio de ella e invitar a creer. Y esto no se hace solos.

Les confieso que a menudo tengo el sentimiento de estar desprovisto ante las exigencias personales, eclesiales (comunitarias) y apostólicas de mi fe en Jesucristo; me siento pequeño e incapaz ante la magnitud de los desafíos de mi ser como creyente. Como los apóstoles, sólo puedo dirigirme hacia el Señor para suplicarle: “Señor aumenta en nosotros la fe” (Lc 17,5). Sí Señor, ¡concédeme una dosis renovada de confianza en Dios, que aumente mi fe!

La respuesta del Señor a los apóstoles es inmediata pero enigmática. En realidad, propone una parábola que no es un discurso sino un recorrido (un camino); responde a la petición expresada por un relato que debe comprenderse y que debe hacernos reflexionar: “Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: “Arráncate de raíz y plántate en el mar” y os obedecería” (Lc 17,5-6). La versión de Mateo es todavía más atrevida: “En verdad os digo que, si tuvierais fe como un grano de mostaza, le diríais a aquel monte: ‘Trasládate desde ahí hasta aquí’, y se trasladaría. Nada os sería imposible” (Mt 17,20). Les aseguro que ningún sicomoro me ha obedecido nunca, y ¡menos aún una montaña!

¿Cuál es pues el sentido de la Parábola propuesta aquí por Jesús? El Maestro comienza por comparar la fe a un grano de mostaza: “En verdad os digo que, si tuvierais fe como un grano de mostaza” ¡eso es lo sorprendente! El grano de mostaza es muy pequeño… ¡bastaría solo un poco de fe! Llega entonces la segunda parte de la parábola aún más sorprendente: “¡Si un día nuestra fe se convierte en algo grande como un grano de mostaza, entonces ocurrirán cosas extraordinarias!” grandes sicomoros, con raíces profundas y sólidas se arrancarían de raíz e irían a plantarse en el mar, si se les diera la orden de hacerlo… Aún mejor, ¡las montañas se desplazarían! Nada es imposible. Al menos todo esto es sorprendente.

Nuestra atención debe centrarse en el contraste entre la talla (o la dimensión) y el poder. Una fe de la talla de un grano de mostaza podría hacer cosas extraordinarias. Se podría traducir: bastaría un poco de fe para realizar lo que es estrictamente imposible. ¡Un mínimo de fe, puede hacer cosas extraordinarias!

Qué contraste entre la pequeña talla de la fe y sus posibilidades ilimitadas! No era la primera vez que Jesús utilizaba la imagen del grano de mostaza en el evangelio. Más bien, compara el Reino de Dios con algo que comienza siendo muy pequeño y se convierte en algo grande: ¿lo recuerdan? “¿A qué es semejante el reino de Dios o a qué lo compararé? Es semejante a un grano de mostaza que un hombre toma y siembra en su huerto, creció, se hizo un árbol y los pájaros del cielo anidaron en sus ramas” (Lc 13,18-19 et Mt 13,31-32).

Las parábolas de Jesús provocan, cuestionan, intrigan. Ellas provocan esta pregunta: ¡y si fuera cierto! ¿Y si fuera verdad que una fe “de pequeña talla” pueda arrancarse de raíz, trasplantar, transformar? Repitámoslo, la parábola pronunciada por Jesús insiste voluntariamente en el contraste entre la pequeñez de la fe y sus capacidades insospechadas. La fe es pues posible, accesible a todos, es de talla humana; nadie puede decir que es incapaz de tener tal fe. Esta es la convicción de Jesús; nos lo ha contado y nos invita a compartir su certeza: con un mínimo de fe el cristiano puede actuar más allá de lo que parece posible1.

A partir de esta convicción que compartimos con Jesús, intentemos avanzar en nuestra reflexión a partir de tres preguntas:

  1. ¿Quién puede tener una fe tan grande como un grano de mostaza?
  2. ¿Cómo hacer crecer nuestra fe?
  3. ¿Cómo hacer eficaz nuestra fe? ¿Cómo hacer para que ella dé fruto?

I.- ¿Quién puede tener una fe tan grande como un grano de mostaza?

A la luz de la parábola de Jesús, la respuesta a esta cuestión es sencilla, pero está lejos de ser inofensiva o banal: cualquier persona de buena voluntad, hombre o mujer, puede tener una fe dinámica que crece y hace crecer, que se refuerza y hace fuerte, que evoluciona y hace evolucionar, que desarraiga y empuja. Al tomar de nuevo la segunda parte de la parábola del evangelio se podría decir que la fe es en primer lugar obediencia (escucha), luego solo puede hacerse obedecer (decir al sicomoro arráncate de raíz o a la montaña pasa de aquí a allá).

Evidentemente, cuando hablamos de “fe” hay que comprender la respuesta del hombre a la iniciativa de Dios. Ciertamente, Dios tiene siempre la iniciativa. Hacemos aquí referencia a lo que podríamos llamar la base (el zócalo) de la fe (su base inmutable, su fundamento, lo que afecta a lo esencial): la fe es una respuesta humana a las iniciativas de Dios! Con ello queremos decir que el ser humano puede decir que cree en Dios porque Dios es el primero en creer en él. ¡A menudo olvidamos esto! Olvidamos decir que Dios es el primero en creer en la humanidad. Tal vez hay que añadir que Dios cree en nosotros más de lo que nosotros creemos en nosotros mismos. François Mauriac2 tiene razón al decir que « creer » es en primer lugar reconocer que somos amados” (por Dios).

La definición más sencilla de la fe es que es una respuesta al amor de Dios manifestado a lo largo de la historia de manera definitiva en Jesucristo su enviado. Si tomamos las Sagradas Escrituras, constatamos la veracidad de lo que decimos en voz alta: ¿Quién buscó al primer Adán y Eva? ¿A Abrahán? ¿A Moisés? ¿A los profetas? ¿A todo el pueblo ?… Dios y siempre él. El busca al hombre como lo ha hecho siempre y lo hará eternamente. No se desanima ante la indiferencia de sus criaturas. Al buscarnos, hace posible la fe. Esta es como un impulso de confianza, una adhesión firme y estable al proyecto de Dios. Proyecto de Dios cuyo único fin es nuestra felicidad.

El Nuevo Testamento desvela el amor infinito de Dios para con la humanidad en la persona de Jesucristo. A través suyo, Dios hace todo lo posible para hacer entender que nos ama, que está a nuestro lado, continuamente actúa en nuestro favor. La fe humana, que es una decisión, está así invitada a leer en la Encarnación del Hijo de Dios, la voluntad Divina de revelarse, de darse a conocer y de dialogar con nosotros3. En efecto, el Dios Todopoderoso nos lo dice todo en su Hijo. Nuestra fe, fe que puede crecer, pasa por el conocimiento de este Hijo: toda la Palabra de Dios se resume en su Hijo. Nuestra decisión a favor de Dios pasa por la adhesión íntima a la persona de Jesucristo.

A propósito de esto, me gusta mucho la expresión de Orígenes, tomada por el Papa Benedicto XVI en Verbum Domini: “El Verbo se ha abreviado:4… es difícil traducir en una sola palabra esta idea: Dios se ha abreviado, se hace pequeño, se estrecha, se condensa, se resume, se simplifica… para arrancar de nosotros un acto de confianza que hace eco al suyo. “El Hijo mismo es la Palabra, el Logos; la Palabra eterna se ha hecho pequeña, tan pequeña como para estar en un pesebre. Se ha hecho niño para que la Palabra esté a nuestro alcance”5.

Si estos gestos de la bondad de Dios no afectan a nuestro ser, a nuestra razón y a nuestro afecto, entonces ¿qué podría afectarnos?

A través de una imagen del AT, quisiera insistir en el hecho de que nuestra fe descansa en el mismo Dios. Es Él quien está en el origen de la decisión de fe, es también él quien la dinamiza, respetando nuestra libertad. La imagen es la del águila que enseña a sus hijos a revolotear (planear) animándoles: “Como el águila incita a su nidada, revoloteando sobre los polluelos, así extendió sus alas, los tomó y los llevó sobre sus plumas. El Señor solo los condujo, no hubo dioses extraños con él”. Encuentro en estos versículos una hermosa imagen de la fe. ¡Todo está dicho! la fe se ha hecho posible por Dios, es él quien la provoca, la cuida, es él quien la envuelve y la instruye. Es Dios quien está más allá de la fe y es Él quien la protege cuidándola. Luego viene el despegue. La metáfora del águila que anima a su nidada a despegar es sencillamente hermosa y conmovedora. El águila planea sobre sus crías, va por delante; despliega toda su envergadura, finalmente toma a sus aguiluchos, los lleva sobre sus propias alas…Nada falta, pero la libertad está preservada. Sería necesario imaginar a los aguiluchos de vez en cuando soltarse y volver a descansar en las alas del padre… ¡qué belleza!

Sí, nuestra fe puede crecer, esto es perfectamente posible (como lo es también que nuestra fe disminuya o que, por desgracia, la perdamos); pero no hay que contentarse con nuestra poca fe. Deberíamos gritar como el padre del niño poseído del evangelio: “Creo, pero ayuda mi falta de fe” (Mc 9,24). Para ilustrar de nuevo esta actitud, quisiera citarles la experiencia espiritual de un religioso dominico, Ambroise-Marie Carré o.p.6“Una tarde, en la pequeña pieza que me servía de habitación, sentí con una fuerza increíble que no dejaba lugar a ninguna duda, que era amado por Dios y que la vida (…) que tenía ante mí era un don maravilloso. Invadido de felicidad, ¡caí de rodillas!” Ambroise-Marie no tenía más que 14 años. Pero no se contentó con una fe asegurada por esta experiencia mística. Siempre buscó a Dios; “pero más que vivir de esta verdad, buscó nuevos descubrimiento, nuevas revelaciones, deseando contactos nuevos, escalando “una escalera que se orienta hacia el cielo”7. No contentarse con verdades antiguas y eternas, demasiado simples, sino buscar experiencias nuevas, hace crecer nuestra fe, viva y operante. Al citarles al Padre Ambroise-Marie, les invito a hacer la misma experiencia.

Nuestros fundadores, Vicente de Paúl y Luisa de Marillac, tuvieron una fe “contagiosa” (estos días lo oirán, por eso no insisto en ello). Buscaron a Dios y experimentaron durante sus vidas que el amor de Dios es siempre primero, que “el amor de nuestro Dios siempre está ahí”8 . Desde este punto de vista ellos son místicos. ¡Tengamos cuidado! Por nuestra “poca fe” corremos el riesgo de desanimarnos y decepcionar a los hombre y mujeres en desánimo!

II.- ¿Cómo hacer crecer nuestra fe?

Si los apóstoles piden un suplemento de fe al Señor (Lc 17,5) es porque el crecimiento de la fe es posible; aún más, es pedida y esperada por el maestro. ¿Dónde estamos? especialmente nosotros, personas consagradas, que hemos escogido seguir al Señor de una manera más radical. ¿Dónde nos encontramos con relación al crecimiento de la fe?

Es cierto que no hay fórmulas mágicas. Lástima! La fe es un don de Dios y al mismo tiempo una decisión del hombre (y de la mujer) que escoge responder libremente a sus iniciativas de amor. Dicha decisión se puede cultivar. El Señor al que hemos escogido seguir se parece a la mujer de la parábola de la levadura y de la masa: el Reino de la fe dice Jesús: “es semejante a la levadura que una mujer tomó y metió en tres medidas de harina, hasta que todo fermentó” (Lc 13,21). La única finalidad de la levadura es hacer crecer la masa y lo mismo ocurre con la fe. Si Dios suscita, (siembra) en nosotros la fe, es para que crezca y de mucho fruto.

San Agustín resume muy bien lo que acabo de decir en algunas palabras: “los creyentes ‘se fortalecen creyendo9. La fe se refuerza y crece creyendo, compartiéndola. Es sencillo, lógico y cierto: los creyentes «se fortalecen creyendo». El papa Benedicto XVI comenta la frase de san Agustín: “El santo Obispo de Hipona tenía buenos motivos para expresarse de esta manera. Como sabemos, su vida fue una búsqueda continua de la belleza de la fe hasta que su corazón encontró descanso en Dios. Sus numerosos escritos, en los que explica la importancia de creer y la verdad de la fe, permanecen aún hoy como un patrimonio de riqueza sin igual, consintiendo todavía a tantas personas que buscan a Dios encontrar el sendero justo para acceder a la “puerta de la fe”10. El papa concluye diciendo: “… Así, la fe sólo crece y se fortalece creyendo; no hay otra posibilidad para poseer la certeza sobre la propia vida que abandonarse, en un in crescendo continuo, en las manos de un amor que se experimenta siempre como más grande porque tiene su origen en Dios11. Quiero que se fijen en la expresión “un in crescendo continuo”. ¿No es esto lo propio del discípulo de Cristo? ¿En primer lugar de todo bautizado y especialmente de toda persona consagrada? Preguntémonos ¿por qué me estanco en mi vida de fe? ¿Por qué este letargo y esta rutina que invade a menudo nuestras vidas de creyentes? ¿Por que finalmente esta esclerosis del corazón? Expresión cercana a la de Cristo resucitado cuando dice a los peregrinos de Emaus como un dulce reproche: Qué necios y torpes sois para creer lo que dijeron los profetas” (Lc 24,25).

No seré original al proponerles tres medios prácticos para crecer en la fe. Son fundamentales:

a) La lectura orante de la Palabra de Dios.

La Lectio Divina ha vuelto a la vida de la Iglesia y me alegro. Viene de un largo y prolongado éxodo. Es cierto que en los tiempos antiguos, los fieles tenían un tal respeto de la Sagrada Escritura, que con frecuencia se mantenían distantes de ella12. Hoy, en cambio, la enseñanza de la Iglesia, la reflexión espiritual, teológica y pastoral, ha vuelto a poner la Palabra Divina en el centro de nuestra vida de creyentes, de todos los creyentes. Estoy convencido de que nuestro crecimiento en la fe pasa en primer lugar por esto. Necesitamos recordarnos las hermosas palabras de san Jerónimo: “la ignorancia de las Escrituras, es la ignorancia de Cristo13. Los medios de los que disponemos hoy son enormes para acercarnos y encariñarnos con las Sagradas Escrituras, (pero es cierto que vivimos en un mundo de medios ilimitados y objetivos difusos). Me permito recordarles la lectura y el estudio de Dei Verbum (Constitución Dogmática sobre la revelación Divina de Vaticano II) y Verbum Domini (Exhortación apostólica post-sinodal del Papa Benedicto XVI, 2010), eso para empezar. Les invito a participar en los círculos bíblicos propuestos por todas partes.

b) La oración personal y comunitaria.

No es un secreto ni para ustedes ni para mi, que una de las causas principales de tantas dificultades en la vida consagrada es la pobreza de nuestra vida espiritual. Tenemos una necesidad vital de la comunicación intima con el Señor. Voy a utilizar una expresión voluntariamente provocadora: necesitamos “ese boca a boca” diario con el Señor, de este cara a cara con El. San Vicente utiliza varias imágenes cuando quiere insistir sobre la necesidad de la oración. Para él, la oración es: “el alma”, “el aire”, “el alimento”, “el rocío”, “el depósito”, “la fuente de juventud”, “el sol”, “el pan cotidiano”, “el centro de toda la devoción”… La oración en él es el alma de la acción. Actúa de manera infatigable porque ora incesantemente, ¡en eso radica su secreto!

Escuchemos lo que le dice a un hermano joven, Antoine Durand, de 27 años, que había sido enviado para llevar a cabo una difícil misión: “Una cosa importante, a la que usted debe atender de manera especial, es tener mucho trato con nuestro Señor en la oración; allí está la despensa de donde podrá sacar las instrucciones que necesite para cumplir debidamente con las obligaciones que va a tener…Jesucristo, que debe ser el ejemplo de su forma de gobernar, no se contentó con utilizar sus predicaciones, sus trabajos, sus ayunos, su sangre y su misma muerte; sino que a todo esto añadió la oración” (XI-3, 236-237).

Subrayo sencillamente una cosa: “es tener gran trato con nuestro Señor en la oración”. Aquí tenemos un punto en el que siempre podemos progresar, ¿no es cierto? Sepan que cuando leemos la Palabra de Dios con espíritu de fe, cada uno de nosotros se introduce en un diálogo con el Señor.

Vicente de Paúl, estaba convencido de que “La gracia de la vocación depende de la oración” (III, 494). ¿Tienen dudas sobre este punto? Yo no… en cambio, confieso que me cuesta ponerlo en práctica… ¡Oh Salvador!

Permítanme dar un salto de tres siglos en el tiempo citándoles Dei Verbum: “Pero no olviden que debe acompañar la oración a la lectura de la Sagrada Escritura para que se entable diálogo entre Dios y el hombre; porque «a El hablamos cuando oramos, y a El oímos cuando leemos las palabras divinas14. Ven que en el progreso de la vida espiritual no hay compartimientos separados. Todo está encajado: oración, acción, contemplación, Palabra de Dios…

Resumiendo, la vida espiritual es ante todo un diálogo constante con nuestro creador. Si volvemos a tomar la hermosa imagen del águila del Deuteronomio 32,11, podríamos decir que Dios está en la oración como el águila que anima a su nidada y vuela por encima de sus pequeños desplegando toda su envergadura. Es Él quien nos levanta tomándonos entre sus ala, quien vuela en nuestras aventuras humanas en su Hijo; pero que está siempre ahí para que descansemos en él a través de su Espíritu… es muy frecuente que nos lleve sobre sus alas.

Más que nunca necesitamos descubrir de nuevo que sólo Dios responde a la sed presente en el corazón de todo hombre, en nuestros corazones. Es esta la certeza capaz de hacer crecer nuestra fe y nuestra confianza en Dios. Sin embargo, para hacer crecer la fe, necesitamos silencio. El silencio de Dios aparece también como una parte importante de la Palabra de Dios15. Con mucha frecuencia, Dios hace silencio e invita al hombre a una mayor profundidad… El silencio puede compararse a la noche, que permite el crecimiento silencioso de las semillas: “El reino de Dios se parece a un hombre que echa semilla en la tierra. El duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo…” (Mc 4,26-27). El silencio de Dios, como el del hombre, es la prolongación de un diálogo fecundo.

c) La liturgia nos sitúa en la acción

Observen que la terminación “urgia”, palabras como “siderurgia”, “metalurgia”, “cirugía” y “liturgia” designa un “hacer”, una acción, (del griego ergôn). La fe crece cuando se la celebra, ¿verdad? El contrario es también cierto, el que no celebra su fe termina por perderla. Reflexionar en el dinamismo de nuestra fe, en la vida de nuestra fe nos remite a la celebración de ésta en la liturgia y en los sacramentos (sobre todo la eucaristía y la Palabra de Dios). ¿Por qué tanta monotonía en nuestras celebraciones? Se dice que creemos de la manera que celebramos y que celebramos como creemos (lex orandi, lex credendi). Sí, los cristianos como nosotros, creen como celebran.

El Papa Benedicto XVI nos invitaba, en su carta apostólica para introducir el año de la fe, a: “redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y rezada, y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree, es un compromiso que todo creyente debe de hacer propio, sobre todo en este Año16. Este encuentro es una manera de poner en práctica la recomendación del Papa emérito: redescubrir los contenidos de la fe y reflexionar sobre el hecho mismo de creer. El Papa pone el ejemplo del credo que los bautizados, en otro tiempo, debían aprender de memoria: “No por casualidad, los cristianos en los primeros siglos estaban obligados a aprender de memoria el Credo. Esto les servía como oración cotidiana para no olvidar el compromiso asumido con el bautismo. San Agustín lo recuerda con unas palabras de profundo significado, cuando en un sermón sobre la redditio symboli, la entrega del Credo, dice: «El símbolo del sacrosanto misterio que recibisteis todos a la vez y que hoy habéis recitado uno a uno, no es otra cosa que las palabras en las que se apoya sólidamente la fe de la Iglesia, nuestra madre, sobre la base inconmovible que es Cristo el Señor. […] Recibisteis y recitasteis algo que debéis retener siempre en vuestra mente y corazón y repetir en vuestro lecho; algo sobre lo que tenéis que pensar cuando estáis en la calle y que no debéis olvidar ni cuando coméis, de forma que, incluso cuando dormís corporalmente, vigiléis con el corazón»17.

La celebración de la liturgia articula la lectura orante de la Palabra de Dios y la oración.

III.- ¿Cómo hacer eficaz nuestra fe? ¿Cómo hacer para que dé frutos?

Miremos en el evangelio de Lucas (17, 1-10) lo que precede y lo que viene después de la petición de los discípulos al Señor de que aumente su fe (cojan sus Biblias). Cuatro temas se abordan sucesivamente sin que aparezca una secuencia lógica. Los cuatro temas son los siguientes:

  1. la prohibición de provocar el escándalo y la caída de los pequeños (v. 1-3a);
  2. el perdón ofrecido a su hermano hasta siete veces en un mismo día (v. 3b-4);
  3. la petición de la fe y la parábola del grano de mostaza (tema central para nosotros, v. 5-6);
  4. el servicio infatigable, gratuito e incondicional del servidor (v. 7-10). Preguntémonos ¿cuál puede ser el enlace entre ellos? Cuando se leen estos versículos uno detrás de otro, podemos descubrir que en cada ocasión se trata de la vida comunitaria con las responsabilidades personales y los deberes ministeriales que implica18. De hecho, desde el comienzo del capítulo 17, los interlocutores de Jesús son los discípulos. Es a ellos, en calidad de discípulos, a los que Jesús se dirige. Se podría decir que las exigencias de la fe propuestas por Jesús en estos versículos, implican a la vida cristiana en el interior y en el exterior de la comunidad (ad intra y ad extra). De hecho, la fe es una fuerza que impide hacer pecar a nuestros hermanos, que invita a perdonarles tantas veces como sea necesario poniéndose al servicio de los demás sin esperar recompensa.

¿Cómo hacer que nuestra fe sea activa y operante? ¿Cómo conseguir que de frutos? De hecho, no basta con decir que tenemos fe (confesarla), no basta con celebrarla, es esencial también dar testimonio de ella. El testimonio de vida de los creyentes es esencial para su credibilidad. El apóstol Santiago lo dice con claridad: “¿De qué le sirve a uno, hermanos míos decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe?… Así es también la fe: si no tiene obras, está muerta por dentro. Pero alguno dirá: “Tú tienes fe y yo tengo obras, muéstrame esa fe tuya sin las obras, y yo con mis obras te mostraré la fe” (2,14.17-18). «La creencia crece creyendo» dice san Agustín; y se podrían imitar sus palabras diciendo que la vida de fe es su puesta en práctica. Práctica en la vida de cada día, en el seno de nuestra comunidad humana y religiosa, en medio de nuestras responsabilidades. Veamos otra paráfrasis de la respuesta de Jesús a sus discípulos: “Si, con la poca fe de la que os quejáis, podéis obtener tales resultados (que se trasladen las montañas y los árboles se arranquen de raíz), con cuánta más razón, con esta misma poca fe podéis cumplir perfectamente vuestra vocación19 en vuestras comunidades y en vuestras responsabilidades.

La fe, que es don de Dios y respuesta del hombre no puede reducirse a creencias o ritos o a contenidos más o menos teóricos. En este caso la fe sería una superstición20. Sí, la palabra es fuerte, pero ¡quiere decir lo que quiere decir! Sin embargo, “profesar la fe implica un testimonio y un compromiso público. El cristiano nunca puede pensar que creer es un hecho privado. La fe es decidirse a estar con el Señor para vivir con él. Y este «estar con él» lleva a comprender las razones por las que se cree. La fe, precisamente porque es un acto de la libertad, exige también la responsabilidad social de lo que se cree”21.

Preguntémonos ahora si nuestra fe es suficientemente dinámica y viva como para impregnar todas nuestras dimensiones humanas, sociales, personales, afectivas, comunitarias, intra-eclesiales, extra-eclesiales… Pregunté-monos también porque con frecuencia ocurre que haya consagradas que sean “luz en el exterior y tinieblas en el interior” ¿Por qué nos cuesta tanto dar testimonio de la fe en nuestras comunidades?

De cualquier modo, y en cualquier circunstancia, queridas Hermanas, hagamos de tal modo que nuestra fe resurja, resucite…llegue a ser dinámica y coherente.

Permítanme terminar mi reflexión de esta mañana con un párrafo del Papa emérito, Benedicto XVI, que en mi opinión, resume de maravillosamente, lo que torpemente he intentado decir:

La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su camino. En efecto, muchos cristianos dedican sus vidas con amor a quien está solo, marginado o excluido, como el primero a quien hay que atender y el más importante que socorrer, porque precisamente en él se refleja el rostro mismo de Cristo. Gracias a la fe podemos reconocer en quienes piden nuestro amor el rostro del Señor resucitado. “Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40): estas palabras suyas son una advertencia que no se ha de olvidar, y una invitación perenne a devolver ese amor con el que él cuida de nosotros. Es la fe la que nos permite reconocer a Cristo, y es su mismo amor el que impulsa a socorrerlo cada vez que se hace nuestro prójimo en el camino de la vida. Sostenidos por la fe, miramos con esperanza a nuestro compromiso en el mundo, aguardando “unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que habite la justicia” (2 P 3, 13; cf. Ap 21, 1)22.

  1. Cf. Claude TASSIN, L’Evangile de Matthieu, Paris, Centurion, 1991, p. 186.
  2. Escritor francés, miembro de la academia francesa (1885-1970), que formaba parte de lo que llamaba « la resistencia intelectual), y le gustaba decir : « ¡Lloro mis pecados ! los que he cometido y los que hubiera querido cometer ».
  3. Cf. Carta a los Hebreos 1,1-2.
  4. V.D. n° 12.
  5. Idem.
  6. Chaque matin je me réveille, Paris, Cerf, 1993. Miembro de la Academia francesa, capellán de los actores (1908-2004).
  7. Abbé Marc Guelfucci, « Sommes-nous spirituels ou fébriles », http:/revue.objections.free.fr/002/002.044.htm.
  8. Expresión utilizada por Patrice de la Tour du Pin (1911-1975), poeta francés
  9. De utilitate credendi, 1,2.
  10. Benoit XVI, Porta fidei, n° 7.
  11. Idem.
  12. Recojo una expresión de Paul Cladel, La vie intellectuelle 16, 1948, p. 6. Il vécue entre 1868 et 1955 ; dramaturgo, poeta y ensayista francés, miembro también de la academia francesa.
  13. Sermon 179,1.
  14. Dei Verbum n° 25.
  15. Verbum Domini n° 21.
  16. Benedicto XVI, Porta Fidei, n° 9.
  17. Benedicto XVI, La porte de la Foi, n° 9 ; Cf. Sermon de Saint Augustin 251,1.
  18. Cf. François Bovon, San Lucas 15,1-19,27, Genève, Labor et Fides, 2001, p. 119.
  19. P. Houzet, cité par Hugues Cousin, L’Evangile de Luc, Paris, Centurion, 1993, p. 226.
  20. Creencia o práctica no conformes a la razón o no reconocidas por una religión de referencia.
  21. Benedicto XVI, Porta Fidei 10.
  22. Porta Fidei n° 14.

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