La espiritualidad vicenciana no es una doctrina, sino un encuentro. Desarrollaremos el tema en tres partes: conocer, contemplar, servir.
Conocer
En el siglo XVII la espiritualidad estaba de moda. En los salones se hablaba de Dios. Bremond había hablado de una «invasión mística». Madame Acarie cada vez que oía hablar de Dios entraba en éxtasis. Se consideraba que la santidad fuera un hecho místico: se es santo cuando se tienen visiones o se realizan milagros. Por ello se buscaban en la vida de los santos hechos extraordinarios. De este modo se excluía a los cristianos comunes, que consideraban la santidad como algo que estaba fuera de sus posibilidades.
Entre los Padres de la Iglesia, san Gregorio Nacianceno ha desarrollado la teoría según la cual habría tres tipos de vida espiritual: la contemplativa (propia de los monjes y monjas y que es la más alta), la activa (propia de quien vive en el mundo y que es menos perfecta) y la mística (propia de la acción pastoral, que une contemplación y acción). Como consecuencia se consideraba que la contemplación llevase más fácilmente a la santidad, por medio de la vía mística, mientras que para quienes están inmersos en el mundo sería posible solamente una santidad ascética, por medio de la vía ascética. Es verdad que S. Francisco de Sales había descrito el ejemplo de dos hermanas, una monja, que vivía como alguien en el siglo, y la otra casada, que vía como una monja. Para él la santidad era para todos. Pero esta idea no había sido acogida de modo unánime. Los religiosos defendían encarnizadamente la idea que sólo ellos estarían » en estado de perfección». Se agudizó el contraste entre vida activa y vida contemplativa, entre Marta y María.
Experiencias convergentes
En la propia experiencia espiritual s. Vicente y Sta. Luisa eran muy diversos. Los caminos recorridos fueron sin embargo convergentes.
El de SV fue un recorrido de «espiritualización», en una primera fase de la vida se buscó a sí mismo (hasta 1608/1610). Luego tuvo una grave «crisis» que le hizo descubrir que Dios es la necesidad para el hombre.
El de SL fue un recorrido de «humanización»: en una primera fase buscó la evasión en el monasterio, después la evasión de las responsabilidades de la familia, para luego, después del encuentro con SV, descubrir que el hombre es la necesidad de Dios.
En los dos encuentros de Folleville y Châtillon de 1617 y en la experiencia del día de Pentecostés de 1623, SV y SL descubrieron su misma vocación, de ser: dados a Dios para «servir al prójimo», respondiendo al hambre de Palabra y al hambre de Pan.
Contemplar
Una espiritualidad del amor
SV ha utilizado mucho la imagen del corazón. Dios es Dios del corazón (XI, 156), «El Amante de su corazón» (XI, 102; 145-147): «¡Hala!, pidamos a Dios que dé a la compañía este espíritu, este corazón, este corazón que nos permita ir a todos los lados, este corazón del Hijo de Dios, corazón de Nuestro Señor, que nos disponga a andar, como El anduvo y como habría andado, si su sabiduría eterna hubiera juzgado oportuno trabajar por la conversión de las pobres naciones» (XI, 291).
Su espiritualidad fue la del misterio de Amor del Hijo de Dios, que se ha hecho hombre y está presente en cada hombre. Fue — como ha escrito Giuseppe Toscani — un místico que no «fue arrebatado por una imagen fantástica de Cristo», en cuanto que vio a los pobres, en Cristo. La espiritualidad medieval tendía, como para Platón, a evadirse del cuerpo para elevarse hacia lo alto. Se pensó en la definición de oración como «elevación de la mente a Dios». La espiritualidad de SV siguió más bien el impulso de la Encarnación de «hacerse prójimo del último de los hombres como Dios en Cristo». En la «kénosis» de la humildad, SV encontró a Cristo en los pobres. Mientras en la tradición mística se habla de «noche de los sentidos y noche del espíritu». Como momento de vaciamiento para llegar a una visión del Rostro de Dios, SV se dejó crucificar a la Cruz de los pobres «su peso y su dolor». Por ello los pobres se convirtieron, como Cristo, en «Señores y maestros».
SL a su vez habla de «amor puro», es decir, de un amor purificado de todo residuo de amor humano: «Cuanto mayores son las dificultades que ofrece un lugar para desempeñar el servicio, ya por falta de medios, ya por otras cosas, tanto más se ha de esperar el auxilio del Cielo, si es que se quiere trabajar por puro amor, como me complazco en creer que es su intención» (Corespondencia y escritos, p. 589).
En el corazón de la Trinidad
SV colocó todo esto en el interior de la Trinidad. Expresa este concepto con el verbo: «HONRAR», expresión que implica participación, reconocimiento filial, conformación con Jesús en su mirada sobre la Trinidad. SV se sentía amado por el Padre como el Hijo, se sentía invitado en la mesa de la Trinidad. Como los grandes místicos ha percibido el flujo de amor de la Trinidad: el Padre que toma la iniciativa del amor, el Hijo que acoge y el Espíritu que realiza la comunión y la unión.
SL a su vez se sintió llena por el Espiritu, como si el Espíritu Santo hubiese sido infuso sobre ella: «¡Quítame ceguera. Luz eterna! ¡Da sencillez a mi alma, unidad perfecta! ¡Humilla mi corazón para asentar el fundamento de tus gracias! Y que la capacidad de amar que has puesto en mi alma no se detenga ya nunca más en el desarreglo de mi propia suficiencia que no es, en efecto, más que un obstáculo y un impedimento al puro Amor que he de recibir con la efusión del Espirito Santo» (Correspondencia y escritos, pp. 808-809).
De la Trinidad ha nacido la misión. La misión no viene de una iniciativa personal, sino que de la Trinidad. Es habitando en la Trinidad de donde ha nacido la misión. Y de la Trinidad viene un estilo de misión: «Establezcámonos bien en este espíritu, si queremos tener en nosotros la imagen de la adorable Trinidad y una santa semejanza con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. ¿Qué es lo que forma la unidad y la distinción de las Tres Personas? ¿Qué es lo que forma su amor, si no es la semejanza? ¿Y si no hubiera entre ellos el amor, que habría de amable? dice el santo obispo de Ginebra. La unidad existe por tanto en la Santísima Trinidad. Lo que quiere el Padre, lo quiere también el Hijo; lo que hace el Espíritu Santo, lo hacen también el Padre y el Hijo; operan todos igualmente: no tienen más que un poder y una misma operación. He aquí el origen de nuestra perfección y nuestro modelo» (Coste XII, 256-257).
Encarnación
Es indudable que la espiritualidad Vicenciana es cristocéntrica. SV, de hecho, no se propone a sí mismo ni a nosotros las devociones (a los santos, a los lugares, a las ideas), sino que va derecho al centro de todo, a Cristo (Tu solus Dominus). «Arrebatado del amor por las criaturas» (Coste XII, 265). Cristo ha abandonado el Trono del Padre para manifestar la ternura de Dios: «Fue aquella ternura la que le hizo bajar del cielo; veía a los hombres privados de su gloria, se conmovió ante su desventura» (Coste XII, 271).
En todo caso Vicente nos advierte que su Cristo lo ha encontrado verdaderamente. Vicente ha percibido la voz de Cristo sólo cuando se ha encontrado con una doliente humanidad de los pobres, de gente hambrienta y avida de pan y palabra. Viendo a los pobres ha encontrado a Cristo. Ha visto a Cristo en su «contrario». Para el Santo de la Caridad, la Encarnación está en el origen de una nueva relación con Cristo y con el hombre, de una especie de empuje vital. «Miremos al Hijo de Dios: ¡Oh! ¡qué corazón caritativo! ¡qué llama de amor!… ¿Hay un amor semejante? ¿Quién podría amar de un forma tan supereminente? Solo Nuestro Señor, ha podido arrastrar por el amor a las criaturas hasta dejar el trono de su Padre para venir a tomar un cuerpo sujeto a las debilidades. ¿Y para qué? Para establecer entre nosotros por su ejemplo y su palabra, la caridad con el prójimo. Este amor fue el que lo crucificó y el que hizo esta obra admirable de nuestra redención. Hermanos míos, si tuviéramos un poco de ese amor, ¿nos quedaríamos con los brazos cruzados? ¿Dejaríamos morir a todos esos que podríamos asistir? No, la caridad no puede permanecer ociosa, sino que nos mueve a la salvación y al consuelo de los demás» (Conferencias SI/4, 555; Coste XII, 264 s.)
Se entiende como el santo no se retrase en la búsqueda de mediaciones. Había encontrado a Cristo, había visto a los pobres, quería «construir el Reino de Dios». La frase: «El pueblo se muere de hambre y se condena», no era un argumento para obtener favores de la S. Sede, sino una urgencia, un grito de dolor, una herida del alma. La Encarnación era para él no un misterio para contemplar, sino el origen de la acción. Según Bremond por tanto «no es el amor de los hombres lo que le ha conducido a la santidad, sino que ha sido más bien la santidad la que le ha hecho verdadera y eficazmente caritativo; no han sido los pobres los que le han dado a Dios, sino, por el contrario, Dios — es decir el Verbo Encarnado — quien le ha dado a los pobres». Por eso no se puede considerar a Vicente solo un hombre de acción, un distribuidor de limosnas, sino un hombre de oración que encuentra al mundo en la esfera de Dios, para el que su oración fue una oración hecha caridad.
SL a su vez invitó a las hermanas a tener un «amor fuerte», de modo que se consideraran poseídas por él y del servicio a los pobres, casi los dos amores fueran una sola cosa: «Sea, pues, muy animosa en la desconfianza que debe tener de usted misma. Lo mismo digo a todas nuestras queridas hermanas; deseo que todas estén llenas de un amor fuerte que las ocupe tan suavemente en Dios y tan caritativamente en el servicio de los pobres, que su corazón no pueda ya admitir pensamientos peligrosos para su perseverancia. Animo, queridas Hermanas, no pensemos más que en agradar a Dios por la práctica exacta de sus santos mandamientos y consejos evangélicos, puesto que la bondad de Dios se ha dignado llamarnos a ellos; para lo cual nos debe servir la exacta observancia de nuestras reglas, pero alegremente y con diligencia. Sirvan a sus amos con gran dulzura» (Correspondencia y escritos, 82).
Dejar a Dios por Dios
La fuerza de estos principios no era dificultad para invitar a los misioneros y a las hermanas a «dejar a Dios por Dios». Porque los pobres son los pobres de Jesucristo, son Jesucristo, y así, dejando ellos a Jesucristo lo habrían encontrado en sus miembros. El hombre por consiguiente es el rostro de Dios y Dios es el rostro del hombre. La Encarnación estaba por tanto en el origen de su antropología. Como escribe Calvet, Vicente es el hombre por nuestra parte, que más ha amado los hombres. Había realizado plenamente en su corazón el sentimiento de la fraternidad, es decir, creía, no de palabra, por metáfora o por reflexión filosófica, sino sustancialmente y en sus entrañas, que el andrajoso, el pobre diablo de la calle, era su hermano. Este sentimiento en grado tan alto es rarísimo. Todos los días sentaba en su mesa dos mendigos y él mismo les servía con sumo respeto. Todos los santos han servido a los pobres para configurarse al espíritu del Evangelio; él, además, les servía con agrado. Cuando se estableció en el priorato de S. Lázaro encontró algunos dementes, abandonados por todos, desecho de la humanidad. Él se había encariñado de ellos y les había unido a sí mismo con dulzura, tanto que el día que hubiese tenido que dejar el priorato, se interrogaba qué cosa habría llorado más marchándose, y llegó a la conclusión de que lo que más le hubiese costado a su corazón sería dejar aquellos pobres locos de los que nadie se habría interesado más. Si se eligió el lema «evangelizare pauperibus», fue porque estaba convencido de continuar la misión histórica del Hombre Dios, que viene al mundo, renunciando a sus privilegios y abrazando la pobreza para la salvación de los hombres. De aquí el carácter evangélico de su espiritualidad, a la que no quiere «añadiduras» de ningún tipo, sino que estaba centrada sobre la Trinidad y la Encarnación.
Lo había entendido muy bien Federico Ozanam, quizás el intérprete más fiel de SV cuando escribe de los pobres: «Deberíamos postrarnos a sus pies y decirles con el Apóstol: ‘Tu es Dominus meus’. Vosotros sois nuestros maestros y nosotros seremos vuestros servidores; vosotros sois para nosotros las imágenes sagradas de Dios que no vemos, y no sabiéndolo amar de otra forma, le amamos en vosotros» (a Louis Janmot).
Servir
Frente a verdades semejantes no podemos limitarnos a una consideración puramente racional. El misterio no es algo para conocer, no lo comprenderemos jamás, sino que es una meta que nos excede.
En este año centenario también nosotros debemos «entrar» en el amor de Cristo. Nosotros, amando a Cristo, somos modelados por Él, nos adherimos a Él, y por tanto estamos en condición de amar como Él, evangelizador de los pobres (Lc 4,18-19): «Dios ama a los pobres y por consiguiente ama a aquellos que aman a los pobres porque cuando se ama mucho a una persona se siente afecto también por sus amigos y por sus servidores… por eso tenemos motivos para esperar que por su amor Dios nos amará. Ánimo… dediquémonos con amor renovado al servicio de los pobres, busquemos incluso a los más miserables y más abandonados, reconozcamos delante de Dios que ellos son nuestros señores y maestros y que no somos dignos de prestarles nuestros humildes servicios» (Coste XI, 392 ss.). Este amor tiene dos movimientos: hacia arriba, hacia la Trinidad es estupor, es adoración, es búsqueda del beneplácito; hacia abajo es promoción del pobre, es amor gratuito. Es como la mirada de Cristo en la Cruz. Una mirada de amor en la necesidad, de un Dios que siente la necesidad de ser amado.
S. Luisa decía que nosotros, «libres de todo», debemos «seguir a Jesucristo» (Conferencias y escritos, 671). Se deriva una oración «libre», «cristocéntrica», que va directamente a Cristo, rica de Evangelio, sin concesiones a demasiadas devociones; una oración «herida», en sentido que al orar no podemos ignorar las ansiedades y los dolores de la humanidad; una oración «evangélica», rica en expresiones de fe del Evangelio: «Señor, haz que yo vea, Señor haz que yo camine, Señor di solo una palabra y tu hijo sanará, Señor hijo de David, ten piedad de mí…».
Dar conferencias
Una de nuestras tradiciones más bellas es la de la conferencia. La palabra quiere decir «llevar juntos» (conferre), es decir compartir los pensamientos, las emociones, las ideas. Hablar de Dios juntos.
Intentamos leer algunos fragmentos de conferencia:
1. «Plazca a la bondad de Dios darnos […] el espíritu que le anima, un corazón grande, ancho, amplio. Magnificat anima mea Dominum. Nuestra alma debe alabar y reconocer la grandeza de Dios, de modo que Dios aumente nuestra alma y nos conceda una inteligencia profunda para conocer bien la grandeza y la amplitud de Su bondad y potencia; para entender hasta dónde se extiende el deber de estar a Su servicio y glorificarlo de todos los modos posibles; una apertura de la voluntad para asumir todas las oportunidades y procurar su gloria. Si no podemos nada solos, podemos todo con Dios. Sí, la Misión puede todo, porque tenemos en nosotros el germen de poderlo todo en Cristo Jesús. Por eso nadie se puede excusar de no poder hacerlo: tendremos siempre más fuerza de cuanto es menester, principalmente en la situación concreta, porque en ella el hombre encuentra recursos insospechados» (XI, 203).
¿Nuestra vocación es un Encuentro con Cristo fundamentado en una oración interior o una simple adhesión a un grupo de personas?… ¿Estamos convencidos de que nuestra Familia Vicenciana «lo puede todo porque tenemos en nosotros el germen de poderlo todo en Jesucristo»? ¿Tenemos alguna experiencia de compartir?
2. «No debo considerar un pobre campesino o una señora pobre por su aspecto, ni por su aparente mentalidad; con frecuencia no tienen casi la fisonomía, ni la inteligencia de las personas razonables, de tal modo son rudas y materiales. Pero dad la vuelta a la medalla, y veréis a la luz de la fe que el Hijo de Dios, que ha querido ser pobre, nos está representado por estos pobres. Él no tenía casi el aspecto de hombre en su pasión, y fue juzgado loco por los gentiles, y piedra de escándalo por los judíos; sin embargo Él se califica el evangelizador de los pobres. Evangelizare pauperibus misit me. ¡Oh Dios! ¡Qué bello ver a los pobres si les consideramos en Dios y con la misma estima que Jesucristo les tenía! Pero si les miramos con los sentimientos de la carne y del espíritu humano, nos parecerán despreciables» (XI, 32).
Los pobres ¿están presentes en la oración? ¿Evocamos rostros, situaciones, necesidades?
3. Sí, hermanos, debemos ser todos de Dios y al servicio de todos; debemos darnos a Dios para esto, consumirnos para esto, dar nuestra vida para esto, despojarnos, por así decirlo, para revestirnos de esto; desear al menos estar en tal disposición, si no estamos ya; estar dispuesto a ir y venir adonde Dios quiera, sea a las Indias o en otro lugar; en suma, emplearse voluntariamente a arriesgarse uno mismo para el servicio del prójimo y extender el reino de Jesucristo en las almas. Y también yo, anciano como soy, debo tener la misma disposición de ir a las Indias, para reconquistar las almas a Dios aunque se deba morir en el camino o en el barco (Coste XI, 402 s.).