La encíclica Dios es amor; mirada de conjunto; el corazón de la fe cristiana

Francisco Javier Fernández ChentoFormación VicencianaLeave a Comment

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Autor: Enrique Rivas Vila, C.M. · Año publicación original: 2006 · Fuente: XXXII Semana de Estudios Vicencianos (Salamanca).
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Los números entre corchetes hacen referencia a los números de la misma Encíclica.

1. Una encíclica

Mucho se ha hablado sobre la «primera» encíclica de este Papa. Los medios de comunicación se encargaron de crear un ambien­te de expectación en torno a ella. En realidad, ¿es algo nuevo? Habría que recordar que el Cardenal Ratzinger nos había ofreci­do su pensamiento en multitud de libros y escritos; sobre todo desde 1981, en sus largos años en la Curia romana. Y si bien en muchos ambientes, incluso eclesiales, se le miraba con descon­fianza por el puesto de prefecto de la impopular Sagrada Congre­gación para la Doctrina de la Fe, sorprendió a muchos, cuando después de una lectura atenta de la encíclica se nos retrata como un autor muy lejos de ser un inquisidor, como se le llegó a llamar en algunos medios.

El Papa, desde su responsabilidad de pastor supremo, en este texto se examina y examina a la Iglesia en torno a la fidelidad al mensaje de Jesús.

1.1. En el comienzo de un Pontificado

¿Es programática esta encíclica? A parte de la manía de que­rer encasillar siempre la cosas (¿por qué tiene que ser progra­mática?), habría que decir que sí lo es. Pero no porque el nuevo Papa se invente un programa para su pontificado; sino porque se subraya lo que es esencial en el evangelio de Jesús y en el devenir de la historia de la Iglesia: que ésta no tiene justificación posible si no es para transmitir el mensaje de Jesucristo, la reve­lación del Amor que es Dios mismo. Él mismo lo afirma en el preámbulo: «En mi primera Encíclica deseo hablar del amor, del cual Dios nos colma, y que nosotros debemos comunicar a los demás» [1].Tal vez, conociendo los temas que él había tratado en sus escritos y comunicaciones, como la conciencia, la verdad, el bien, la libertad, la democracia… habríamos esperado que esos tópicos constituyesen el cuerpo de su primera encíclica. Y no fue así. Aunque no cabe duda de que quiso poner la base para, desde aquí, ofrecemos sus reflexiones sobre estos temas, en encíclicas o escritos posteriores. La base del Amor sostiene toda la cons­trucción eclesial, tanto doctrinal como práctica. «Quisiera preci­sar, dice, —al comienzo de mi pontificado— algunos puntos esenciales sobre el amor que Dios, de manera misteriosa y gra­tuita, ofrece al hombre y, a la vez, la relación intrínseca de dicho amor con la realidad del amor humano» [1].

2. Oportunidad

Aparte de que el tema del Amor constituye el ser del evange­lio y de la vida de la Iglesia, no cabe duda de que su uso se ha degradado hasta niveles muy bajos. La Iglesia y el mundo de nuestros días estaban necesitados de una reflexión seria en tomo a este tema, tan fundamental en la vida humana. Es necesario evocar a Pablo en su Primera Carta a los Corintios: «Si no tengo amor, nada soy». Los hombres de nuestro tiempo necesitamos caer en la cuenta de esta gran verdad. Benedicto XVI lo sabe, y nos ofrece una reflexión estimulante para que seamos capaces de descubrirlo un poco más.

2.1. ¿Responde a inquietudes del momento?

En la magistral homilía que el Cardenal Ratzinger pronunció en la eucaristía de apertura del cónclave nos ofreció la descrip­ción de un mundo sumergido en un relativismo nihilista, necesi­tado de ilusión y esperanza. Tal vez esta encíclica es una especie de respuesta. No cabe duda que trata de abrir horizontes, más que cerrarlos. Y lo hace desde una doctrina positiva y alentadora, la revelación del Amor, como constitutiva de la felicidad del ser humano. No sé en qué medida seremos capaces los seres huma­nos de asimilar estos planteamientos. Pero no cabe duda de que aquí está la única respuesta a todos los interrogantes, planteé­moslos, tanto una como los otros, con todos los matices que que­ramos.

3. Objetivo

En la conclusión de la primera parte, la encíclica nos ofrece lo que podría ser el objetivo de toda la carta, expresado a modo de conclusión de toda la exposición doctrinal anterior: Clarificar el concepto de amor, y sacar consecuencias.

Al hablar de Amor, «no se trata ya de un «mandamiento» externo que nos impone lo imposible, sino de una experiencia de amor nacida desde dentro, un amor que por su propia naturaleza ha de ser ulteriormente comunicado a otros. El amor crece a tra­vés del amor. El amor es «divino» porque proviene de Dios y a Dios nos une y, mediante este proceso unificador, nos transfor­ma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convier­te en una sola cosa, hasta que al final Dios sea «todo para todos» (cfr. 1 Cor 15, 28)» [18].

El mismo Papa es consciente de que no pretende decirlo todo sobre el Amor: «El propósito de la Encíclica no es ofrecer un tra­tado exhaustivo» [1].

3.1. Construir una Iglesia desde el amor-nuclear

La segunda parte de la encíclica, nos dice el mismo Papa, tiene como objetivo «tratar de cómo cumplir de manera eclesial el mandamiento del amor al prójimo» [1].

La Iglesia, construida desde el Amor revelado en Cristo, debe practicar ese amor. Está fundada sobre el Amor. Sus miembros nacen del descubrimiento o encuentro del Amor. No cabe duda de que el Amor es su fundamento.

El ejercicio del amor al prójimo, enraizado en el Amor de Dios, es una tarea para cada fiel, pero que la comunidad eclesial, en cuanto tal, también debe asumir como propia.

Desde sus orígenes, la Iglesia tuvo conciencia de esta tarea, y también de que esta tarea suponía hacerlo de un modo organizado:

El amor al prójimo enraizado en el amor a Dios es ante todo una tarea para cada fiel, pero lo es también para toda la comunidad eclesial, y esto en todas sus dimensiones… También la Iglesia en cuanto comunidad ha de poner en práctica el amor. En conse­cuencia, el amor necesita también una organización, como presu­puesto para un servicio comunitario ordenado. La Iglesia ha sido consciente de que esta tarea ha tenido una importancia constitu­tiva para ella desde sus comienzos: «Los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común; vendían sus posesiones y bien­es y lo repartían entre todos, según la necesidad de cada uno» (Hch 2, 44-45). Lucas nos relata esto relacionándolo con una especie de definición de la Iglesia, entre cuyos elementos consti­tutivos enumera la adhesión a la «enseñanza de los Apóstoles», a la «comunión» (koinonia), a la «fracción del pan» y a la «oración» (cfr. Hch 2, 42).

La «comunión» (koinonia), mencionada inicialmente sin especifi­car, se concreta después en los versículos antes citados: consiste precisamente en que los creyentes tienen todo en común y en que, entre ellos, ya no hay diferencia entre ricos y pobres (cfr. también Hch 4, 32-37).

A decir verdad, a medida que la Iglesia se extendía, resultaba impo­sible mantener esta forma radical de comunión material. Pero el núcleo central ha permanecido: en la comunidad de los creyentes no debe haber una forma de pobreza en la que se niegue a alguien los bienes necesarios para una vida decorosa [20].

Benedicto XVI nos recuerda un principio incuestionable en la Iglesia, concebida como comunidad de Amor: «El ejercicio de la caridad se confirmó como uno de sus ámbitos esenciales, junto con la administración de los Sacramentos y el anuncio de la Palabra: practicar el amor… pertenece a su esencia, tanto como el servicio de los Sacramentos y el anuncio del Evangelio. La Iglesia no puede descuidar el servicio de la caridad, como no puede omitir los Sacramentos y la Palabra» [22].

Por eso, las organizaciones caritativas, ampliamente comen­tadas en la segunda parte de la encíclica, «son un opus proprium suyo, un cometido que le es congenial, en el que ella no coope­ra colateralmente, sino que actúa como sujeto directamente res­ponsable, haciendo algo que corresponde a su naturaleza. La Iglesia nunca puede sentirse dispensada del ejercicio de la cari­dad como actividad organizada de los creyentes y, por otro lado, nunca habrá situaciones en las que no haga falta la caridad de cada cristiano individualmente, porque el hombre, más allá de la justicia, tiene y tendrá siempre necesidad de amor» [29].

3.1.1. Lo más llamativo su análisis del concepto «Amor»

Tal vez su reflexión en tomo al concepto de «amor», en los diferentes aspectos que suscitan los términos griegos de eros, philía y agapé, con su análisis en tomo a la «erótica» del amor, es lo que más ha sorprendido en el texto de la encíclica. Por lo menos así se ha comentado y escrito.

El Papa nos ayuda a caer en la cuenta de que el agapé (amor como donación) no suprime el eros (amor erótico), pues Dios mismo es eros y agapé. No hay más que recordar, como lo hace el Papa, las imágenes con que Dios se describe a sí mismo en los textos bíblicos, especialmente en los profetas, Cantar…Magistralmente, Benedicto XVI lleva la reflexión en torno a los conceptos hasta aterrizar en la fe bíblica, sin la cual es imposi­ble comprender esta tendencia fuerte del corazón humano. La reflexión bíblica no es un postizo respecto al fenómeno originario del amor. Es la expresión de plenitud de la persona entera, creada y llamada por Dios a alcanzarla en el ejercicio de ese amor. Cuan­do el ser humano lo descubre y lo vive, no cabe duda que llega a la cumbre de su propia humanidad. Los diferentes modos de amar no son irreconciliables, sino más bien todo lo contrario: Integrar­los supone el gran acierto de la vida humana. Es toda la persona, cuerpo y espíritu, quien ama. Separar las dimensiones corporal y espiritual del amor, en un sentido u otro, supone destruir el autén­tico amor. E incluso, como dice el Papa, se puede llegar al odio a la corporeidad, a través de una exaltación del cuerpo.

3.2. Sus grandes líneas

El análisis que hace Benedicto XVI del amor como proceso descendente y ascendente marca de alguna manera toda la refle­xión de la encíclica. Es el Dios que desciende, que se revela, en un amor de donación. Y es la respuesta, un amor que escala hasta la altura de la misma fuente revelada.

3.2.1. Experimentar la «sorpresa» del Dios-Amor, revelado en Cristo

La encíclica no tiene otro objetivo que recordarnos la inci­dencia que debe tener en nuestras vidas la revelación realizada en Cristo de que Dios es Amor, que no es inalcanzable para nin­gún hombre, y que nos llama a vivir en ese Amor que es Él mismo. «La verdadera originalidad del Nuevo Testamento no consiste en nuevas ideas, sino en la figura misma de Cristo, que da carne y sangre a los conceptos: un realismo inaudito» [12]. «Poner la mirada en el costado traspasado de Cristo, del que habla Juan (cfr. 19, 37), ayuda a comprender lo que ha sido el punto de partida de esta Carta encíclica: «Dios es amor» (1 Jn 4, 8). Es allí, en la cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cris­tiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar [lb].El amor del que habla es algo que va mucho más allá de una teoría. Es el encuentro con alguien que nos lo revela en plenitud: Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristia­no la opción fundamental de su vida.

No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» [1].

El Papa nos recuerda que es posible vivirlo, porque Dios es visible: «Dios no es del todo invisible para nosotros, no ha queda­do fuera de nuestro alcance. Dios nos ha amado primero, dice la citada Carta de Juan (cfr. 4, 10), y este amor de Dios ha apareci­do entre nosotros, se ha hecho visible, pues «Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él» (1 Jn 4, 9)».

«Dios se ha hecho visible: en Jesús podemos ver al Padre (cfr. Jn 14, 9). De hecho, Dios es visible de muchas maneras. En la historia de amor que nos narra la Biblia, Él sale a nuestro encuentro, trata de atraemos, llegando hasta la Última Cena, hasta el Corazón traspasado en la cruz, hasta las apariciones del Resucitado y las grandes obras mediante las que Él, por la acción de los Apóstoles, ha guiado el caminar de la Iglesia naciente. El Señor tampoco ha estado ausente en la historia sucesiva de la Iglesia: siempre viene a nuestro encuentro a través de los hom­bres en los que Él se refleja; mediante su Palabra, en los Sacra­mentos, especialmente la Eucaristía. En la liturgia de la Iglesia, en su oración, en la comunidad viva de los creyentes, experimen­tamos el amor de Dios, percibimos su presencia y, de este modo, aprendemos también a reconocerla en nuestra vida cotidiana. Él nos ha amado primero y sigue amándonos primero; por eso, nos­otros podemos corresponder también con el amor. Dios no nos impone un sentimiento que no podamos suscitar en nosotros mismos. Él nos ama y nos hace ver y experimentar su amor, y de este «antes» de Dios puede nacer también en nosotros el amor como respuesta» [17].El encuentro con el Hijo, «depositario de todo el amor del Padre» (cfr. Mc 1,11), nos abre al conocimiento de Dios en sí mismo, y de su plan de salvación para la humanidad. «Juan nos ofrece, por así decir, una formulación sintética de la existencia cristiana: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él». Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida» [1].

3.2.2. Asumir ese amor hasta «encarnarlo» en el propio ser, por medio del compromiso con el prójimo

El encuentro con el Dios-Amor nos abre necesariamente al amor de aquellos a quienes Dios ama: podemos ser amigos de los amigos de Dios. Y no sólo esto, sino que amar a Dios y amar al prójimo son realidades inseparables.

El amor al prójimo «consiste justamente en que, en Dios y con Dios, amo también a la persona que no me agrada o ni siquiera conozco. Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a implicar el sentimiento.

Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi amigo… Al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo ofrecerle la mirada de amor que él necesita… Si en mi vida falta completamente el contacto con Dios, podré ver siempre en el prójimo solamente al otro, sin conseguir reconocer en él la imagen divina. Por el contrario, si en mi vida omito del todo la aten­ción al otro, queriendo ser sólo «piadoso» y cumplir con mis «deberes religiosos», se marchita también la relación con Dios. Será únicamente una relación «correcta», pero sin amor… Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables, son un único manda­miento. Pero ambos viven del amor que viene de Dios, que nos ha amado primero» [18].

«El reconocimiento del Dios viviente es una vía hacia el amor, y el sí de nuestra voluntad a la suya abarca entendimiento, voluntad y sentimiento en el acto único del amor. No obstante, éste es un proceso que siempre está en camino: el amor nunca se da por «concluido» y completado; se transforma en el curso de la vida, madura y, precisamente por ello, permanece fiel a sí mismo. Idem velle, idem nolle, querer lo mismo y rechazar lo mismo, es lo que los antiguos han reconocido como el auténtico contenido del amor: hacerse uno semejante al otro, que lleva a un pensar y desear común. La historia de amor entre Dios y el hom­bre consiste precisamente en que esta comunión de voluntad crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más: la voluntad de Dios ya no es para mí algo extraño que los mandamientos me imponen desde fuera, sino que es mi pro­pia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío. Crece entonces el abandono en Dios y Dios es nuestra alegría (cfr. Sal 73 [72], 23-28)» [17].

4. Una encíclica social

Dios se describe a sí mismo en el amor de los enamorados, o de los amigos, y sobre todo en el amor compasivo, del que nos recuerda el Papa páginas tan ricas como la parábola del buen samaritano. En la base de estos amores encontramos el salir con­tinuamente de uno mismo hacia la entrega generosa a los demás.

Indudablemente este modo de entender el amor tiene amplias consecuencias sociales. La caridad es el ejercicio del amor social de la Iglesia, y por eso mismo, es expresión del mismo ser de Dios; y en Él, en el contenido del misterio trinitario, encuentra su propio ser y expresión.En este sentido el ejercicio del amor es tarea de todos y cada uno de los fieles. [22. 25. 32]. Si el compromiso del amor-social faltase en la Iglesia, dejaría de ser la Iglesia de Jesucristo. Igual ocurriría si faltase el servicio a la palabra y la celebración.

Pero el Papa habla de un compromiso que va más allá de las palabras, que tiene que ser precisado en los hechos. Sobre todo le preocupa que el lenguaje del corazón se convierta en auténticas prácticas de amor ante las necesidades de tantos hermanos y her­manas pisoteados en su dignidad. Por eso habla de la «formación del corazón», es decir, de prácticas concretas de amor y servicio, que sean auténticas experiencias vitales.

Estas experiencias son precisadas por el Papa: el don no debe humillar al que recibe, por eso debemos darnos, no contentarnos con dar cosas [34]. La relación con el hermano necesitado debe ser horizontal, en humildad [35]. Necesitamos descubrir que «una eucaristía que no comporte un ejercicio práctico de amor es frag­mentaria en sí misma» [14], ya que «la mística del Sacramento tiene un carácter social» [Ib], («No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán» [Ib] ), y por eso necesitamos cultivar «un amor que se alimente en el encuentro con Cristo» [12]. «Se entiende, pues, que el agapé se haya convertido también en un nombre de la Eucaristía» [Ib].

Y, sobre todo, es fundamental que toda la Iglesia se siente implicada en el ejercicio de esta caridad social. Por eso la misma Iglesia necesita formar, fomentar y organizar todas las activida­des caritativas posibles para facilitar la implicación de cada fiel, y sobre todo para acudir en socorro de las necesidades de los necesitados en cualquier parte del mundo.

Junto a esta invitación al compromiso, y en consecuencia, el Papa hace algunas reflexiones en torno a la justicia social. El orden justo de la sociedad y del Estado es una tarea de la polí­tica. Y la Iglesia no debe sustituir al Estado, pues a ella no le corresponde realizar la sociedad más justa posible. Pero no puede quedarse al margen de la lucha por la justicia: Debe for­mar en el compromiso, ayudando a abrir la inteligencia al bien común, y ayudar a percibir las auténticas exigencias de la justi­cia. Desde la exposición de la fe, debe ser fuerza purificadora para la razón misma.

Recuerda la encíclica que no hay orden estatal, por justo que sea, que haga superfluo el ejercicio del amor-servicio. El amor siempre será necesario, aunque nunca sustituirá a la justicia. Lo contrario supondría concebir al hombre desde una visión pura­mente materialista. Por eso es necesario que el Estado no preten­da regularlo todo, sino que, de acuerdo con el principio de sub­sidiariedad apoye las iniciativas que puedan surgir de otras fuerzas sociales, incluyendo la misma Iglesia.

4.1. ¿Doctrinal?

No cabe duda de que la encíclica tiene un gran fondo doctri­nal, pero tal vez su fuerza está en esa fascinante meditación que nos ofrece sobre el amor, como algo a gustar, a paladear, desde la sabiduría que el Espíritu nos regala como un don. Tal vez sea un pensar desde el corazón. No cabe duda que desde ahí la doc­trina de la encíclica se convierte en algo sabroso.

Es tan rico y positivo el contenido de la encíclica, que una de sus novedades radica en que en toda ella, en contra de lo que parecería «lógico» hablando de eros y amor, y en este tipo de documentos, como género encíclica, ni una sola vez sale la palabra «pecado».

E incluso cuando se razona en torno a doctrinas que, en este tema han tenido, y tienen, una gran influencia en estos tiempos, como el nihilismo nietzscheano, la interpretación marxista de la historia o el concebir el amor como mercancía, no se expresa nin­guna condena de las mismas, al razonarlas; sino que se contrarres­tan con la doctrina cristiana del amor, impulsando a descubrir la doctrina que puede responder a todas las inquietudes del hombre, y proporcionarle la paz y estabilidad con la que puede soñar.Este planteamiento está muy claro desde el número primero de la Encíclica: «puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cfr. 1 Jn 4, 10), ahora el amor ya no es sólo un «mandamiento», sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro».

5. ¿Podemos hablar de una encíclica «vicenciana»?

La referencia a Vicente de Paúl y a Luisa de Marillac, al final de la encíclica, situándolos entre los santos que Benedicto XVI propone como «modelos insignes de caridad social para todos los hombres de buena voluntad» [40], que encarnan perfecta­mente la doctrina expuesta, nos da pie para hablar de una encí­clica «vicenciana», no sólo por el tema, sino porque nuestros Fundadores han encarnado perfectamente lo que la encíclica trata de comunicarnos.

5.1. ¿Es posible una lectura vicenciana de la encíclica?

No sólo es posible, sino que es la lectura de nuestra propia vocación vicenciana, urgida por la Caridad que es Dios mismo. Lo nuestro es hacer lo que el Hijo de Dios hizo, Él, que vino a poner fuego al mundo a fin de inflamado en su amor (XI, 553), o como dice Benedicto XVI, «hacer todo lo que está en nuestras manos con las capacidades que tenemos, es la tarea que mantie­ne siempre activo al siervo bueno de Jesucristo: «Nos apremia el amor de Cristo» (2 Cor 5, 14)» [35].

San Vicente lo propone, con palabras tan claras, como el caris­ma específico de nuestra vocación: Si tenemos amor, hemos de demostrarlo llevando al pueblo a que ame a Dios y al prójimo, a amar al prójimo por Dios y a Dios por el prójimo. Hemos sido escogidos por Dios como instrumentos de su caridad inmensa y paternal, que desea reinar y ensancharse en las almas. ¡Si supié­ramos lo que es esta entrega tan santa! (SVP, XI, 553).No se trata, pues, de amar imitando a nadie, sino de amar como amamos a Dios mismo: «al prójimo por Dios y a Dios por el prójimo». No se trata de contemplar la manifestación de Dios en el mundo, sino de percibir su presencia, la del mismo Dios, y actuar en consecuencia. Hay que saber darle la vuelta a la meda­lla, para ver al Hijo de Dios, como nos decía san Vicente. Tal y como lo afirma Benedicto XVI en el comienzo de la carta: «El corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino» [11.

5.2. La vivencia del amor vicenciano se corresponde con los pasos sugeridos por la Encíclica

Podríamos establecer un cierto paralelismo entre las grandes líneas de la encíclica, y los puntos clave de la doctrina vicencia­na. Vamos a intentarlo en los cuatro puntos siguientes.

5.2.1. El encuentro con el Hijo revelador del Amor del Padre

Para Vicente de Paúl, la persona de Cristo es la expresión del gran Amor del Padre. Son muchos los lugares donde refleja esta convicción suya, y donde nos invita a asumirla como guía en nuestra vida. Tal vez el texto más hermoso sea éste:

Miremos al Hijo de Dios: ¡qué corazón tan caritativo! ¡qué llama de amor! Jesús mío, dinos, por favor, qué es lo que te ha sacado del cielo para venir a sufrir la maldición de la tierra y todas las persecuciones y tormentos que has recibido. ¡Oh Salvador! ¡Fuente de amor humillado hasta nosotros y hasta un suplicio infame! ¿Quién ha amado en esto al prójimo más que tú? Viniste a exponerte a todas nuestras miserias, a tomar la forma de pecador, a llevar una vida de sufrimiento y a padecer por nosotros una muerte ignominiosa; ¿hay amor semejante? ¿Quién podría amar de una forma tan superemi­nente? Sólo nuestro Señor ha podido dejarse arrastrar por el amor a las criaturas hasta dejar el trono de su Padre para venir a tomar un cuerpo sujeto a las debilidades. ¿Y para qué? Para establecer entre nosotros por su ejemplo y su palabra la caridad con el prójimo. Este amor fue el que lo crucificó y el que hizo esta obra admirable de nuestra redención. Hermanos míos, si tuviéramos un poco de ese amor, ¿nos quedaríamos con los brazos cruzados? ¿Dejaríamos morir a todos esos que podríamos asistir? No, la caridad no puede permanecer ociosa, sino que nos mueve a la salvación y al consue­lo de los demás.

Este primer acto enciende la luz en el entendimiento; esta luz pro­duce la estima, y la estima mueve la voluntad al amor; hace que la persona que ama tenga el convencimiento de que ha de honrar y amar a su prójimo, que se llene de este sentimiento y lo demuestre en sus palabras y acciones» (SVP, XI, 555-556).

El encuentro con Jesucristo es siempre un encuentro con el hermano, especialmente con el pobre.

La mirada con la que buscamos a Jesucristo, siempre acaba en el otro; y por eso al otro tratamos de mirarle con la misma mirada que dirigimos a Dios.

Nos lo recuerda Benedicto XVI casi con las mismas palabras de Vicente de Paúl: «Jesús se identifica con los pobres: los ham­brientos y sedientos, los forasteros, los desnudos, enfermos o encarcelados. «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 40). Amor a Dios y amor al prójimo se funden entre sí: en el más humilde encontramos a Jesús mismo y en Jesús encontramos a Dios» [15].

San Vicente le decía a las Hermanas: Al servir a los pobres, se sirve a Jesucristo. Hijas mías, ¡cuánta verdad es esto! Servís a Jesucristo en la persona de los pobres. Y esto es tan verdad como que estamos aquí. Una hermana irá diez veces cada día a ver a los enfermos, y diez veces cada día encontrará en ellos a Dios… Id a ver a los pobres condenados a cadena perpetua, y en ellos encontraréis a Dios; servid a esos niños, y en ellos encon­traréis a Dios. ¡Hijas mías, cuán admirable es esto! Vais a unas casas muy pobres, pero allí encontráis a Dios. Hijas mías, una vez más, ¡cuán admirable es esto! Sí, Dios acoge con agrado el servicio que hacéis a esos enfermos y lo considera, como habéis dicho, hecho a él mismo (SVP, IX, 240).

5.2.2. El encuentro con Jesucristo nos lleva a vivir un programa de Amor: «hacer efectivo el Evangelio»

Es la adhesión a la persona de Jesús, con el gozo que esto comporta, lo que nos lleva a vivir el amor en nuestra propia entrega, como Él lo hizo:

En primer lugar, se le hubiera podido preguntar al Hijo de Dios: «J’ara qué has venido? Para evangelizar a los pobres. Eso es lo que el Padre te ordenó… Puede decirse que venir a evangelizar a los pobres no se entiende solamente enseñar los misterios necesarios para la salvación… sino hacer efectivo el evangelio» (SVP, XI, 391).

Unir las palabras y los hechos es el modo más perfecto de evangelización y servicio. Así lo planteaba san Vicente, cuando, como el Papa, comentaba el capítulo 25 de san Mateo.

Por este motivo, su invitación a vivir este amor en el compro­miso, tiene en Vicente de Paúl una expresión viva, cargada de emotividad, ya que en ello consiste todo:

Amemos a Dios, hermanos míos, amemos a Dios, pero que sea a costa de nuestros brazos, que sea con el sudor de nuestra frente. Pues muchas veces los actos de amor de Dios, de complacencia, de benevolencia, y otros semejantes afectos y prácticas interiores de un corazón amante, aunque muy buenos y deseables, resultan sin embargo muy sospechosos, cuando no se llega a la práctica del amor efectivo: «Mi Padre es glorificado, dice nuestro Señor, en que deis mucho fruto». Hemos de tener mucho cuidado en esto; porque hay muchos que, preocupados de tener un aspecto externo de com­postura y el interior lleno de grandes sentimientos de Dios, se detie­nen en esto; y cuando se llega a los hechos y se presentan oca­siones de obrar, se quedan cortos. Se muestran satisfechos de su imaginación calenturienta, contentos con los dulces coloquios que tienen con Dios en la oración, hablan casi como los ángeles; pero luego, cuando se trata de trabajar por Dios, de sufrir, de mortificar­se, de instruir a los pobres, de ir a buscar a la oveja descarriada, de desear que les falte alguna cosa, de aceptar las enfermedades o cual­quier cosa desagradable, ¡ay!, todo se viene abajo y les fallan los ánimos. No, no nos engañemos: Totum opus nostrum in operatione consistit.

Y esto es tan cierto que el santo apóstol nos declara que solamente nuestras obras son las que nos acompañan a la otra vida… La Igle­sia es como una gran mies que requiere obreros, pero obreros que trabajen. No hay nada tan conforme con el evangelio como reunir, por un lado, luz y fuerzas para el alma en la oración, en la lectura y en el retiro y, por otro lado, ir luego a hacer partícipes a los hom­bres de este alimento espiritual. Esto es hacer lo que hizo nuestro Señor y, después de él, sus apóstoles… Esto es lo que hemos de hacer nosotros y la forma con que hemos de demostrar a Dios con obras que lo amamos. Totum opus nostrum in operatione consistit (SVP, XI, 733-734).

No cabe duda de que Vicente de Paúl lo tenía muy asimilado. Tanto, que es normal que se exprese con la fuerza con que lo hacía en el párrafo anterior. En otras ocasiones deja el lirismo, y es más preciso, sobre todo cuando trata de perfilar el ejercicio del amor, en los niveles afectivos y prácticos, que no son más que dos meras distinciones para percibir características distintas e inseparables del mismo y único amor.¿En qué consiste este amor? Amar a alguien, propiamente hablando, es querer su bien. Según esto, amar a nuestro Señor es querer que su nombre sea conocido y manifestado a todo el mundo, que reine en la tierra, que se haga su voluntad en la tie­rra como en el cielo.

Pues bien, hay que señalar que el amor se divide en afectivo y efec­tivo. El amor afectivo es cierta efusión del amante en el amado, o bien una complacencia y cariño que se tiene por la cosa que se ama, como el padre a su hijo, etcétera. Y el amor efectivo consiste en hacer las cosas que la persona amada manda o desea; de este amor es del que habla nuestro Señor, cuando dice: Si quis diligit me, ser­monem meum servabit (SVP, XI, 736).

5.2.3. La efectividad del Amor está en ejercerlo con un «corazón formado» en el talante de Jesucristo

Con mucha claridad nos lo explica el Papa:

Es posible el amor al prójimo en el sentido enunciado por la Biblia, por Jesús. Consiste justamente en que, en Dios y con Dios, amo también a la persona que no me agrada o ni siquiera conozco. Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad, lle­gando a implicar el sentimiento.

Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi amigo. Más allá de la apariencia exterior del otro des­cubro su anhelo interior de un gesto de amor, de atención, que no le hago llegar solamente a través de las organizaciones encargadas de ello, y aceptándolo tal vez por exigencias políticas. Al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo ofrecerle la mirada de amor que él necesita. En esto se manifiesta la imprescindible interacción entre amor a Dios y amor al prójimo, de la que habla con tanta insistencia la Primera carta de Juan.

Si en mi vida falta completamente el contacto con Dios, podré ver siempre en el prójimo solamente al otro, sin conseguir reconocer en él la imagen divina. Por el contrario, si en mi vida omito del todo la atención al otro, queriendo ser sólo «piadoso» y cumplir con mis «deberes religiosos», se marchita también la relación con Dios. Será únicamente una relación «correcta», pero sin amor.

Sólo mi disponibilidad para ayudar al prójimo, para manifestarle amor, me hace sensible también ante Dios. Sólo el servicio al pró­jimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama [18].

La actitud es un concepto en el que insiste Benedicto XVI. No es nada nuevo: recordemos la enseñanza de Vicente de Paúl. Pero sí que resulta aleccionadora la idea de fomentar una auténtica «formación del corazón», que nos haga ir mucho más allá de un servicio profesional, que evidentemente no se puede descuidar:

Las organizaciones caritativas de la Iglesia, comenzando por Cáritas (diocesana, nacional, internacional), han de hacer lo posible para poner a disposición los medios necesarios y, sobre todo, los hom­bres y mujeres que desempeñan estos cometidos. Por lo que se refiere al servicio que se ofrece a los que sufren, es preciso que sean competentes profesionalmente… pero por sí solo no basta. En efec­to, se trata de seres humanos, y los seres humanos necesitan siem­pre algo más que una atención sólo técnicamente correcta. Necesi­tan humanidad. Necesitan atención cordial. Cuantos trabajan en las instituciones caritativas de la Iglesia deben distinguirse por no limi­tarse a realizar con destreza lo más conveniente en cada momento, sino por su dedicación al otro con una atención que sale del cora­zón, para que el otro experimente su riqueza de humanidad. Por eso, dichos agentes, además de la preparación profesional, necesitan también y sobre todo una «formación del corazón»: se les ha de guiar hacia ese encuentro con Dios en Cristo, que suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro, de modo que, para ellos, el amor al prójimo ya no sea un mandamiento por así decir impuesto desde fuera, sino una consecuencia que se desprende de su fe, la cual actúa por la caridad (cfr. Gal 5, 6) [31 a].

5.2.4. Una caridad de Iglesia

Desde los primeros pasos comprometidos de Vicente con la Caridad, tiene la gran preocupación de una caridad eficaz. Es cierto que le preocupa su organización externa, pero mucho más la interna, que no es cuestión de reglamentos o normas, sino de actitudes de espíritu, tanto colectivas como personales que res­pondan lo más perfectamente posible a lo que debe ser esa expre­sión de encuentro con Jesucristo, y en Él con el Padre que es Amor. Por eso, no busca primariamente la eficacia, es decir, comunidades que organizan la Caridad, sino construir comunida­des que vivan el Amor que intentan propagar, como reflejo de Dios, y como servicio a los hermanos. La organización brotará de la vivencia.

De este modo, el pensamiento de Vicente responde plena­mente al modo en que el Santo Padre piensa que debe ser la organización de la caridad, como dimensión constitutiva de la Iglesia.

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Quedémonos en lo esencial, parece que nos quiere decir Benedicto XVI a lo largo de todo el texto: Dios es amor, y el hombre fue hecho para ese amor. Nos viene bien a todos recor­darlo. Pero especialmente a los que hicimos la opción por el Amor, como línea de vida y entrega a los demás.

Al terminar la segunda parte de la Encíclica, antes de la Con­clusión, Benedicto XVI resume todo su contenido en unas frases muy simples, pero que son toda una declaración de convicciones que él trata de transmitir a la humanidad:

El amor es posible, y nosotros podemos ponerlo en práctica porque hemos sido creados a imagen de Dios. Vivir el amor y, así, llevar la luz de Dios al mundo: a esto quisiera invitar con esta Encíclica [39].

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