Introducción
1. Al comienzo de esta charla quiero saludar atentamente a las Autoridades y a los Organizadores, así como también, a los Participantes de esta Semana Misional de Burgos.
Y lo hago en nombre de la Congregación de la Misión, los Padres Paúles, y de las Hijas de la Caridad, en virtud de mi actual servicio como Superior General de ambas Comunidades, esparcidas en 75 países donde trabajan los más de 4.000 miembros de la primera y las, aproximadamente, 31.700 Hermanas de la segunda.
La Familia Vicenciana, que comprende, además, alrededor de un millón de otras personas, como las Señoras o Voluntarias de la Caridad, las Juventudes Marianas Vicencianas, y las Conferencias de San Vicente de Paúl de Ozanan, está celebrando los 250 años de la Canonización de nuestro fundador San Vicente de Paúl.
Como ustedes saben, a San Vicente se le conoce como «el Santo de la Caridad»; de hecho, la Iglesia lo declaró «Patrono de las Asociaciones de Caridad».
2. Dentro del Temario de estas Jornadas, se me ha pedido que os hable de «La Dimensión Misionera de la Caridad Cristiana», bajo dos aspectos:
Esta dimensión, tal como debe ser vivida por toda Congregación Religiosa, y
Tal como, de hecho, ha sido vivida por las ramas masculina y femenina de las dos Congregaciones fundadas por San Vicente de Paúl.
Advirtiendo que, ni la Congregación de la Misión, ni la Compañía de las Hijas de la Caridad son Congregaciones Religiosas, sino Sociedades de Vida Apostólica que viven en común, trataré de esclarecer los dos campos señalados, de la Dimensión Misionera de la Caridad Cristiana.
I. La dimensión misionera de la Caridad cristiana, tal como debe ser vivida por toda congregación religiosa
Esta dimensión abarca múltiples facetas, tanto de orden espiritual como apostólico.
Es obvio también que yo no he venido a dar lecciones a los miembros de otras Congregaciones Religiosas.
Me ceñiré, en esta primera parte de mi exposición, a hacer una síntesis de cómo debe ser vivida la dimensión misionera de la caridad, puntualizando en particular tres exigencias que hoy parecen tener mayor importancia en la reflexión y en la realización de la misión evangelizadora «ad gentes».
1. Para situarnos, recordemos brevemente el fundamento evangélico de la dimensión misionera de la Caridad:
Este recuerdo no es del todo superfluo. Hasta hace unos pocos años, la palabra «caridad» estaba un tanto «devaluada», aún entre algunos grupos de cristianos. Se le achacaba de paternalismo unas veces, de mero asistencialismo otras, y, peor aún, de evasión ante los problemas y los imperativos de la justicia y de los derechos humanos.
Si esto puede haber sido verdad en ciertas ocasiones, habrá que decir, sin embargo, que el concepto permanece siempre inalterable.
En efecto: su fundamento radica en Dios mismo:
- El Evangelista San Juan proclama: «Dios es Amor» (1 Jn. 4, 8 y 4, 16). La Caridad Cristiana es un reflejo de Dios que es Amor.
- Por otra parte, Jesucristo, respondiendo a la pregunta de un fariseo, declara que el «Amarás al Señor…» es el primero y el mayor mandamiento, pero que el segundo «Amarás a tu prójimo…» es semejante a éste.
- En el discurso de la Ultima Cena, Jesús revela «un nuevo mandamiento» y es que «os améis los unos a los otros, como yo os he amado». El lo llama «su mandamiento»; «nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos; vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando» (Jn. 15,12-14).
- En la Parábola del Buen Samaritano, que algunos califican como «la Parábola de la Caridad», Jesucristo nos enseña varias actitudes y comportamientos de la «caridad en acción»:
- el sacerdote y el levita, que ven la situación del herido, pero que, tal vez distraidos o con prisa por atender a sus funciones, pasan de largo. (Precisamente una de las mayores características de la caridad es la de «estar alerta» y «actuar con agilidad y eficacia»)
- en el Samaritano es a la vez «compasión» y «misericordia»; es decir «Limosna» en el sentido griego del vocablo.
- en el hotelero la caridad es desinteresada y confiada: «todo lo que tú hayas gastado de más yo te lo pagaré a mi regreso».
- En su primera Epístola San Juan abunda en la idea del «amor al prójimo» en la vida concreta: «si alguno dice ‘amo Dios’ y aborrece a su hermano, es un mentiroso». Y huelga recordaros que «seremos juzgados sobre el amor», según una medida de servicios concretos: «tuve hambre, tuve sed … etc.» mencionados por San Mateo (25,31-46).
- No hace falta tampoco recordar el himno a la Caridad de San Pablo, en su Primer Epístola a los Corintios: ‘Aunque hablara las lenguas…».
2. Este fundamento que cabo de sintetizar es la base de la caridad cristiana.
Su dimensión misionera reposa, además, sobre otros fundamentos. Cuando se hace referencia al denominado «Tercer Mundo», donde, de hecho, se encuentra la mayoría de las «Misiones Ad Gentes», se suele decir que las muchedumbres de estos países son como «el pobre mendicante Lázaro a la puerta del rico Epulón».
Aunque toda comparación falla por algún lado, se podría utilizar esta imagen para describir la situación de «indigencia» en que yacen estas naciones que desconocen el mensaje evangélico, o donde la Iglesia no está aún en condiciones de llevar una vida de desarrollo propio.
La Comunidad Cristiana Primitiva vivía, no sólo en el recuerdo, sino también en su dimensión misionera el mandato de Cristo a los Apóstoles: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (In. 20, 21); «Id, pues, y haced discípulos de todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mat. 28, 19).
Como decía Juan Pablo II, ya en los comienzos de su pontificado, (conf. O.R., 25-26.5.1979), «estas palabras contienen el llamado mandato misionero; los deberes que Cristo imparte a los Apóstoles definen, a la vez, la naturaleza misionera de la Iglesia» y cita el conocido texto del Concilio Vaticano II en su decreto «Ad Gentes»: «La Iglesia peregrinante es, por su naturaleza, misionera, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo, según el propósito de Dios Padre. Este propósito dimana del Amor fontal o Caridad de Dios» (n° 2).
Muchas Congregaciones Religiosas han nacido con el fin específico o único de «ir a las Misiones, donde Cristo no es conocido, o donde la Iglesia no está debidamente implantada». Otros Institutos, como es el caso de la Congregación de la Misión y de las Hijas de la Caridad, van como consecuencia de su servicio a Jesucristo en el pobre, en cualquier lugar en que éste se encuentre, con preferencia siempre por los lugares y personas que sufren mayor necesidad.
Ahora bien, una de las mayores necesidades que sufre mucha gente, es la de su pobreza de conocimiento de la Buena Noticia del Evangelio; por añadidura y con frecuencia, las necesidades espirituales de estas gentes van parejas con necesidades materiales de toda índole: carencia de medios para la educación, la salud, etc., situaciones de injusticia, negación de los derechos humanos … .
3. Estos fundamentos de la Caridad Misionera son y serán valederos como «mandatos de Cristo» hasta el fin de los tiempos.
En cuanto al fundamento, diríamos circunstancial, para el ejercicio de la caridad y para erradicar pobrezas de cualquier género, es probable que sea valedero por muchos años más, teniendo en cuenta la globalidad de las relaciones internacionales de los últimos decenios.
Sea como sea, la dimensión misionera de la caridad cristiana, tal como debe ser vivida por toda Congregación Religiosa, tiene su punto de arranque en los fundamentos generales que he mencionado. Cada Congregación tendrá otros fundamentos particulares, según las propias Constituciones o Estatutos. Cada uno de sus miembros puede referirse a ellos.
Permitidme, sin embargo, subrayar tres maneras de vivirla, que son, o deben ser, comunes e imprescindibles a todos los misioneros «ad Gentes»:
Transmitir el Mensaje Evangélico en su integridad. Esta integridad requiere proponer o exponer todo el contenido de la doctrina católica. Me refiero, claro, al contenido esencial, «una sustancia viva, que no se puede modificar, ni pasar por alto, sin desnaturalizar gravemente la evangelización misma». La primera dimensión misionera de la caridad es el servicio a la verdad. La verdad propuesta, no impuesta, a los que la desean o la buscan. En este servicio acechan algunos peligros: a veces impulsados por las buenas intenciones de un inconsiderado proselitismo de rebaja, puede suceder que, como dice el Papa, «se pasen por alto» contenidos de fe esenciales, o se los deja «para más adelante». Y así acecha el peligro de ofrecer una realidad incompleta de Jesucristo, silenciando su calidad de Hijo de Dios, o de minimizar su presencia en la Eucaristía, reduciendo el banquete eucarístico a una fraterna asamblea de comensales. Puede suceder que un Ecumenismo sincero lleve a un falso irenismo, endulzando en el mensaje evangélico, todo lo que pudiera «molestar», como podría ser las características propias de la Virgen María y del sucesor de Pedro.
Las maneras y los medios de esta transmisión requieren una actitud de servicio afectivo y efectivo, extensivo a cualquier hombre, sea cual sea su raza o nacionalidad. Es un servicio universal por encima y más allá de cualquier frontera.
Por amor a Dios y por amor a los hijos de Dios, sumidos «en tinieblas», el misionero responde al «mandato de Dios», y se esfuerza por vivirlo «en plenitud de amor». Por eso, sabiendo, además, que él representa a la Iglesia a los ojos de todos, su actitud primordial será la de «darse a todos, de hacerse a todos» con amor. La bondad y la amabilidad en el trato le acompañarán en toda circunstancia. La paciencia y el respeto le harán sobrellevar lentitudes, incomprensiones y rechazos.
Su corazón misionero debe ser transparencia de Dios de quien es enviado.
San Vicente nos recuerda a sus hijos y sucesores que «no se le cree a un hombre porque sea muy sabio, sino porque lo juzgamos bueno y lo apreciamos. El diablo es muy sabio, pero no creemos en nada de cuanto él nos dice, porque no lo estimamos. Fue preciso que nuestro Señor previniese con su amor a los que quiso que creyeran en El» (S.V., I, p. 320).
El amor afectivo debe desembocar en amor efectivo. Lo efectivo, evidentemente, se acomodará a las circunstancias y a las prioridades de la evangelización. Sin embargo el amor efectivo llevará también al misionero no tanto a «hacer las cosas por sí mismo», sino a «enseñar a hacer las cosas por los mismos evangelizados», de modo que su presencia llegue a ser innecesaria, quedando así libre para ir a otros lugares más necesitados. La dimensión misionera de su amor efectivo logrará su meta cuando se alcance la formación y creación de una Iglesia local, verdadera comunidad de fe y de acción, y autosuficiente: con su propia jerarquía, sus propios líderes seglares y recursos materiales de subsistencia apostólica propios.
Por fin, uno de los medios para llevar a cabo la dimensión misionera de la caridad, es la organización de esta misma caridad. A mayor nivel de responsabilidad debe corresponder un mayor nivel de organización, de técnica y de planificación, tanto en recursos de personal como en recursos materiales. Me parece obvio. Pero hablando a personas selectas, como son ustedes, los participantes en esta semana misional, no me parece fuera de lugar añadir lo siguiente: Buena es la organización, con sus técnicas y sus planificaciones, para evitar el despilfarro o la dispersión en el pluri o mini/ empleo de los recursos; sin embargo tenemos que saber librarnos de ciertos peligros, por ejemplo: que la técnica y la planificación sustituyan a la caridad, olvidando así las exigencias fundamentales de la persona humana: no esperar el cambio de estructuras, cuando urge una necesidad imperiosa (un hambre generalizada, un cataclismo de orden físico), o cuando se está frente a enfermedades incurables, a minusválidos, a gente totalmente incapacitada de valerse por sí misma, y que las más refinadas técnicas organizativas no alcanzarán nunca a suplir.
c) El Testimonio de Vida dada por el misionero. Basta citar la Evangelii Nuntiandi. Pablo VI le dedica todo el n° 41. Dice así:
«Para la Iglesia el primer medio de evangelización consiste en un testimonio de vida auténticamente cristiana, entregada a Dios en una comunión que nada debe interrumpir, y, a la vez, consagrada igualmente al prójimo con un celo sin límites … San Pablo, continúa el Papa, lo expresaba bien, cuando exhortaba a una vida pura y respetuosa, para que, si alguien se muestra rebelde a la palabra, sea ganado por la conducta … Será, sobre todo, mediante la conducta, concluye el Papa, «mediante su vida, como la Iglesia evangelizará al mundo, es decir, mediante el testimonio vivido de fidelidad a Jesucristo, de pobreza y despego a los bienes materiales, de libertad frente a los pobres del mundo, en una palabra, de santidad».
De este párrafo, me permito subrayar el testimonio de la pobreza. Es un punto bastante conflictivo y no siempre de fácil solución en los quehaceres habituales de la vida de un misionero. Doy por descontado el espíritu de pobreza y de desprendimiento, ya puesto de manifiesto en el solo hecho de haber dejado padre, madre, hermanos, amigos, patria y un cierto confort, en su país de origen. Sin embargo, he aquí que, con frecuencia, el misionero se encuentra envuelto, desde que llega a su misión en una «empresa» que funciona con sumas superiores con mucho a las que puedan manejar los habitantes confiados a su cuidado apostólico. Nadie duda que estas sumas sean necesarias para su labor. Pero, qué duda cabe igualmente, que pueda existir un notable contraste entre «La Misión» (en el sentido de edificios) y las casitas o chozas de los «misionados». Parece que ciertos triunfalismos arquitectónicos desdicen, no solamente de la sencillez que pregona el mensaje evangélico, sino que menoscaban la credibilidad del mismo agente transmisor de este mensaje.
Y al hablar de los gastos de construcciones, explicables por otra parte, en muchos casos, es el momento de decir algo de las colectas y del uso de ellas. En este caso, la dimensión misionera de la caridad puede achicarse a personalismos independientes que dejan malparado hasta el espíritu mismo de la pobreza; por ejemplo, «alegres cuentas» o «ausencia de cuentas» y hasta olvidos para poder comprobar los benefactores el empleo correcto de los dones recibidos y, también, en casos, al parecer no tan extremosos, la frecuencia de viajes a Europa o a los Estados Unidos, so pretexto de buscar «ayudas para la pobrecita misión»…
4. Pido mil excusas a los miembros de las Congregaciones Religiosas al haberme, tal vez, excedido en subrayar algunos puntos concretos y peligros de la dimensión misionera de la caridad cristiana. Pero confieso que, en éstos y en otros muchos aspectos, los miembros de las Sociedades de Vida Apostólica navegamos en la misma barca. Y también en la misma barca misionera navegamos en los azarosos mares que desearía tratar de surcar ahora; estos mares son:
a) La inculturación. Como saben ustedes, el último Sínodo Extraordinario de 1985 puso de nuevo este problema sobre el tapete de estudio y de discusión. Un viejo problema, que arranca de los mismos albores de la Iglesia en su momento de pasar del mundo judío-hebreo al mundo helénico y romano y que se ha agudizado en estos últimos tiempos con la descolonización de los países africanos, el «aggiornamento» del Vaticano II y los afanes catequéticos surgidos en el Sínodo de 1977.
Sobre este tema de la Inculturación, como también sobre los siguientes que he indicado, ofrezco solamente unas líneas generales, a modo de base para ulteriores reflexiones entre vosotros. ¿De qué se trata cuando se habla de inculturación?. Contesto con Juan Pablo II en su encíclica «Slavorum Apostoli» del dos de junio de 1985, número 21: «La inculturación es la encarnación del Evangelio en las culturas autóctonas y, al mismo tiempo, la introducción de estas culturas en la vida de la Iglesia». El Sínodo de 1985 explicita: «la inculturación indica una íntima transformación de los valores culturales auténticos por su integración en el cristianismo, y el enraizarse del cristianismo en las diversas culturas humanas (D, 4).
No se trata, pues, de meras adaptaciones, ni siquiera de las consabidas «indigenizaciones». Sus implicaciones cubren un amplio abanico en las tareas misionales, desde el modo de presentar el mensaje evangélico, acorde con la idiosincrasia de las muchedumbres, hasta la expresión vivencial de la liturgia y de la vitalidad organizativa en el convivir y formular la vida comunitaria cristiana. Lograr que el cristianismo, por ejemplo en África, tenga «ánima», por decirlo así, «africana», se exprese al modo africano y se configure con costumbres africanas: he aquí una ardua labor. Requiere en el misionero, inmerso en culturas diversas de la suya, un acto de amor respetuoso dosificado con no poco de discernimiento hacia todo lo positivo que encuentra en todas las culturas, y, a la vez, manteniendo su Iglesia local en comunión con la Iglesia Universal.
El misionero, espoleado por su amor a Dios y al hombre, buceará con calma en las corrientes de la inculturación, evitando, claro, el folklorismo como una simple adaptación superficial.
Si en otras épocas, felizmente ya superadas, se ha podido achacar a la empresa misionera el ser un trasplante de la cultura grecolatina; ahora, parece que, en algunas regiones de «misiones ad gentes» asoma el peligro de un estallido de formulaciones y de expresiones cristianas localistas o regionales que podrían socavar el contenido mismo de la fe.
b) Otro mar un tanto proceloso: la promoción humana. Es una consecuencia directa de la dimensión misionera de la caridad. Hace ya algo más de tres siglos que San Vicente de Paúl recalcaba este aspecto de su quehacer misionero y nos decía: «si hay algunos entre nosotros que creen que están en la misión para evangelizar a los pobres y no para cuidarlos, para remediar sus necesidades espirituales y nos las temporales, les diré que tenemos que asistirlos y hacer que los asistan de todas las maneras, nosotros y los demás, si queremos oir esas benditas palabras del Soberano Juez de vivos y muertos: «Venid, benditos de mi Padre…porque tuve hambre y me disteis de comer …» . …Hacer esto es evangelizar de palabra y de obra; es lo más perfecto y es lo que nuestro Señor practicó y tienen que practicar los que le representan en la tierra, por su cargo y por su carácter, como son los sacerdotes», (S.V. XI, pp. 292-394) y el Santo concluía, probablemente con una de sus habituales sonrisas gasconas: «y he oído decir que lo que ayudaba a los obispos a hacerse santos, era la limosna».
El Sínodo de 1985 nos dice:
«Debemos entender la misión de la Iglesia con respecto al mundo como misión de salvación integral. Aunque la misión de la Iglesia es espiritual, implica también la promoción humana, incluso en el campo temporal. Por eso la misión de la Iglesia no se reduce a un monismo, de cualquier modo que éste se entienda. En esa misión se da ciertamente una distinción entre los aspectos materiales y los de la gracia, pero, de ninguna manera, una separación» (D. 6).
Ya en la Evangelii Nuntiandi, Pablo VI había clarificado la trabazón entre evangelización y promoción humana:
«existen entre ellas lazos muy fuertes, vínculos de orden antropológico, porque el hombre que hay que evangelizar no es un ser abstracto, sino un ser sujeto a los problemas sociales y económicos; lazos de orden teológicos ya que no se puede disociar el plan de la creación del plan de la redención que llega hasta situaciones muy concretas de injusticia, a la que hay que combatir, y de justicia que hay que restaurar; vínculos de orden eminentemente evangélico como es el de la caridad; en efecto, ¿cómo proclamar el mandamiento nuevo sin promover, mediante la justicia y la paz, el verdadero, el auténtico crecimiento del hombre?».
Y Pablo VI retorna unas de sus palabras al Sínodo de 1974:
«No es posible aceptar que ‘la obra de evangelización pueda o deba olvidar las cuestiones extremadamente graves, tan agitadas hoy día, que atañen a la justicia, a la liberación, al desarrollo y a la paz del mundo; si esto ocurriera, sería ignorar la doctrina del evangelio acerca del amor hacia el prójimo, que sufre o padece necesidad’ «.
De hecho y desde siempre, los misioneros se han entregado con abnegación a estas dos coordenadas de su apostolado. El solo elenco de las obras, sea asistenciales, como promocionales en favor del hombre, brindan un cuadro realmente estimulante y aleccionador. Huelgan comentarios. Lo que, sí, desearía es hacer hincapié en dos actividades que reducirían la dimensión misionera de la caridad. La primera, el dedicarse excesivamente a obras materiales, aunque necesarias, como por ejemplo en construcciones de edificios, iglesias, escuelas, dispensarios etc. A veces el «activismo» en construir edificios podría ser en algunos una «evasión» ante las dificultades en exponer y hacer vivir el mensaje evangélico; sin duda es más fácil edificar un templo que edificar una comunidad cristiana. La segunda actividad: el uso de medios violentos para promover y liberar a los pobres oprimidos. La tentación del empleo de la violencia, incluso del uso de la fuerza de las armas, puede, en situaciones angustiosas, oscurecer la mente del misionero y desorientar la generosidad de su corazón. Un peligro real. Para soslayarlo, creo que los misioneros deberían ahondar en los conceptos, planteamientos y soluciones que encontramos en los dos documentos de la Congregación Vaticana para la Doctrina de la Fe, publicados en años recientes: «Instrucción sobre algunos aspectos de la Teología de la Liberación», en 1984 e «Instrucción sobre Libertad Cristiana y Liberación», en 1986.
c) El tercer mar de aguas menos borrascosas: el traspaso de la dirección de la misión al clero local. Uno de los resultados más hondos de la dimensión misionera de la caridad es la implantación de la Iglesia y de las Comunidades Cristianas en los territorios misionados y que las Iglesias Jóvenes adquieran su propio clero. El Decreto «Ad Gentes» en su número 32 dice así:
«Cuando a un Instituto determinado se le ha confiado un territorio, el Superior Eclesiástico y el Instituto procuren muy de corazón dirigirlo todo a este fin: que la nueva comunidad cristiana crezca hasta convertirse en iglesia local, que a su debido tiempo sea regida por el propio pastor con su clero».
Es una de las resultantes que ya he mencionado anteriormente: la acción evangelizadora del misionero «ad gentes» será tanto más eficaz cuanto más se haga innecesaria. En teoría todos estamos convencidos de ello. Pero en la práctica, se tropieza, a veces, con dificultades.
En el mismo número 32 del Decreto «ad Gentes» se estipulan normas para evitar algunos tropiezos: así dice el Vaticano II:
«al cesar el mandato sobre el territorio (misional) surge una nueva situación; establezcan entonces las Conferencias Episcopales y los Institutos Misioneros, de común acuerdo, normas que regulen las relaciones entre los Ordinarios del lugar y dichos Institutos…aunque los Institutos estarán preparados para continuar la Obra empezada, colaborando en el Ministerio ordinario de la cura de almas, sin embargo, al aumentar el clero nativo, habrá que procurar que los Institutos, de acuerdo con su proprio fin, permanezcan fieles a la misma diócesis, encargándose generosamente en ella de obras especiales o de alguna región».
Si este traspaso de la dirección de la misión resulta generalmente fácil al nivel superior o administrativo, a nivel local de las personas que «tanto se entregaron en cuerpo y alma a dicha misión», provoca, a veces, verdaderos traumas. Digo a veces, porque por lo que conozco, en la mayoría de los casos, la dimensión apostólica y espiritual del misionero es tal que, pasado el primer choque psicológico, él será el primer agente y testigo del florecimiento de la semilla evangélica. Con todo hará falta una buena dosis de desprendimiento, de humildad y de amor, y de paciente tino en las horas cruciales del traspaso, no negando su apoyo y consejo en las horas que sigan si los sucesores acuden a su experiencia.
II. La dimensión misionera de la Caridad tal y como ha sido vivida, de hecho, por las dos comunidades fundadas por san Vicente de Paúl
Una advertencia previa: esta segunda parte de mi charla será mucho más breve que la primera. Tal vez defraude vuestra expectativa, pero es el caso que me siento algo incómodo para exponeros cómo los Padres Paúles y las Hijas de la Caridad hemos vivido la dimensión misionera de la caridad cristiana. Es una de las fuertes tradiciones entre nosotros el no airear en la plaza pública nuestros «resultados» apostólicos. Y no piensen tampoco que es por mera humildad de grupo. Es uno de nuestros modos de ser, desde nuestros tiempos fundacionales, allá por los años 1625 y 1633 respectivamente para los Padres y las Hermanas, y comprenderéis mi titubeo embarazoso. Por otro lado debo corresponder a la gentil invitación del Señor Arzobispo de Burgos, que me propuso el tema que estoy tratando de desarrollar, y que, ¡ojalá! no os resulte demasiado «rollo».
Tomo, pues, un camino medio: tras una brevísima panorámica de encuadre, esbozaré algunos rasgos característicos del «cómo» hemos vivido la dimensión misionera los hijos e hijas de San Vicente.
1.- Una panorámica vicenciana de las Misiones «ad Gentes».
Ya en los inicios de ambas comunidades, nuestro fundador lanzó a sus primeros seguidores fuera de las fronteras patrias. La palabra «lanzó» no es del todo exacta, pues San Vicente, si bien «lanzó», lo hizo porque las autoridades eclesiásticas o civiles le pidieron este «lanzamiento».
En el siglo XVII, nuestros Padres trabajaron en regiones diversas: como en mi tierra irlandesa, (de la cual se dice que es «tierra de santos», pero de la cual puedo afirmar que en aquellos tiempos de persecución protestante «los santos» no se encontraban a cada esquina) y también en Escocia y en las Hébridas; otras regiones, como África del Norte, Polonia (allí con las Hermanas) y, sobre todo, en Madagascar.
A finales del siglo XVIII, comienzan nuestras misiones en China y en los Países del Mediterráneo Oriental.
Otros campos se abren en el siglo XIX en todas las Américas, en Abisinia, en Persia.
En este siglo XX, nuevas misiones en la India, Indonesia, Filipinas, el actual Viet-Nam, Taiwán, Islas Fiji en el Pacífico Sur, y, en África: Nigeria, Camerún, Egipto, Kenya, Mozambique, Congo, Burundi, Rwanda, el actual Zaire.
Salvo la China Continental (en donde fueron «suprimidas» por la fuerza las doce diócesis encomendadas a nuestros cuidados), seguimos en la actualidad en las misiones de los países indicados. En bastantes de ellas seguimos colaborando tras el traspaso de la dirección a Obispos y clero locales.
Debo decir, sin embargo, que tanto la Congregación de la Misión, como la Compañía de las Hijas de la Caridad no somos Sociedades de Vida Apostólica entregadas, por nuestro fin específico, a las «Misiones ad Gentes»; al ir a estas «Misiones» lo hacemos consecuentes con nuestro fin que es el servicio de Cristo en el pobre, esté donde esté, como indiqué anteriormente. De ahí que sólo una parte de los Padres y de las Hermanas trabajan en territorios llamados «misionales».
Según las estadísticas más fiables, al principio de este año, los porcentajes oscilaban entre el 8 y el 10% del personal de Padres y Hermanas dedicados, de forma conjunta, a las misiones «ad Gentes».
No os voy a cansar con el detalle de las tareas realizadas; «grosso modo» son las actividades desarrolladas por las Congregaciones directamente Misioneras. Y me parece que es más conforme al enunciado del tema, que os trace los rasgos más característicos de la dimensión misionera de la caridad, vivida al estilo vicenciano.
2.- Una disponibilidad para ir a los rincones más necesitados del mundo.
Esta disponibilidad va expresada en las Constituciones de los Padres, donde se nos dice: «La Congregación de la Misión tiene, entre sus características…la disponibilidad para ir al mundo entero, a ejemplo de Nuestros Primeros Misioneros» (Art. 12, 5°) y en el número 16: «Entre las obras de Apostolado de la Congregación, ocupan un lugar destacado las «Misiones Ad Gentes», o a pueblos que se hallan en parecido estado de «evangelización».
Y en las Constituciones de las Hijas de la Caridad leemos: «…el Espíritu Misionero debe animar a todas las Hermanas, que están dispuestas a ir a prestar servicio dondequiera se las envíe» … (art. 2, 10) … se ponen al servicio de las Iglesias locales…se muestran especialmente disponibles para ser enviadas a la Misión «ad Gentes», tan arraigada en la vocación de Hija de la Caridad (art. 2, 10).
Esta disponibilidad nos viene directamente del ejemplo de nuestro Fundador. Valga recordar unas palabras suyas:
«Yo mismo, aunque ya soy viejo y de edad (tenía entonces 76 años), no dejo dentro de mí esta disposición, y estoy dispuesto incluso a marchar a las Indias, para ganar allí almas para Dios, aunque tenga que morir por el camino o en el barco. Pues ¿qué creéis que Dios pide de nosotros? ¿El cuerpo? ¡Ni mucho menos! ¿Qué es lo que pide, entonces?. Dios pide nuestra buena voluntad, una buena y verdadera disposición para abrazar todas las ocasiones de servirle, aunque sea con peligro de nuestra vida, de tener y avivar en nosotros ese deseo del martirio, que a veces le agrada a Dios lo mismo que si lo hubiéramos sufrido realmente» (S.V . XI, p. 281).
A propósito de martirio, es significativo que la mayoría de nuestros cohermanos elevados a los altares sean cohermanos que se han santificado o sufrido el martirio en tierras de «misiones ad Gentes».
3.- Cada Provincia Canónica toma a su cargo una misión o ayuda a una misión.
Unas más y otras menos, pero, de hecho, en la actualidad así se comportan nuestras provincias. Es más, provincias de antiguas misiones o que siguen en territorio misional, aportan su colaboración a regiones más necesitadas. Dispensadme el que no cite nombres. En nuestro Consejo General, contamos con un Asistente General encargado de los asuntos concernientes a las «Misiones ad Gentes».
Aunque dentro del marco constitucional que nos rige, las provincias disponen de amplia autonomía, siempre es útil y, a veces imprescindible, una coordinación a nivel superior. Es bueno que «las más pobres de nuestras misiones puedan mejor hacer oír su voz», y también que se pueda orientar mejor las ayudas en personal y en recursos materiales de aquellas provincias, cuyo dinamismo misionero creó otras provincias y hacia las cuales el «cariño» de provincias-madre les llevaría inconscientemente a favorecer con prioridad.
4. Ser puente entre pobres y ricos (personas y naciones).
No sé si todos los aquí presentes conocen a San Vicente. Por si acaso, los de lengua castellana e italiana pueden perfeccionar sus conocimientos leyendo la Biografía de nuestro Fundador que el actual Visitador (así llamamos a nuestros Provinciales) de la Provincia de Madrid, publicó en la Colección de la BAC no hace mucho tiempo, (entre paréntesis no se me ha pedido esta publicidad y os aseguro que es enteramente gratuita).
Pues bien, en el libro del P. José Mª Román se narran algunas actitudes de San Vicente y su comportamiento, en relación con los problemas y conflictos sociales, y que nos sirven de pauta. Nuestro modo vicenciano, en este punto práctico de la dimensión misionera de la caridad, nos conduce a ser «constructores de puentes», entre las clases sociales. No suscitamos, no azuzamos enfrentamientos entre pobres y ricos; más bien vamos al encuentro de todos, o somos el enlace entre los unos y los otros y nos ofrecemos para servir de puentes entre las dos orillas de la sociedad. Aún más con la concientización tanto de los humildes como de los poderosos construimos puentes para el diálogo y la concertación sociales. En las «Misiones ad Gentes», este comportamiento requiere, al mismo tiempo, audacia y prudencia, cuando los conflictos surgen entre traficantes de la comercialización de los productos agrícolas y los mismos productores, o bien entre los propietarios de las grandes haciendas y sus trabajadores parcelarios, sobretodo, cuando estos grandes hacendados van entroncados con poderes políticos que los sostienen.
Muchos ejemplos afloran a mi mente para ilustrar estos hechos. Pero no es éste mi cometido en este momento ni en este lugar.
Sí, debo señalar el espíritu que conforma nuestro comportamiento en estas situaciones: este espíritu es el de la Congregación de la Misión y, con ligeras variantes de enfoque, el de la Compañía de las Hijas de la Caridad: amor y reverencia a Dios, Padre de toda la Humanidad, caridad compasiva y eficaz con los pobres, docilidad a la Divina Providencia … (Const. F.C. n° 1, 7, 10).
En la acción social, partimos siempre de las personas en concreto, no de las estructuras. De las personas en su ambiente local, y tal cual aparecen a los ojos del misionero, no a través de otros prismas. «Ver», «escuchar», «dialogar» y «actuar» con paciencia amorosa, con claro discernimiento, con el Evangelio y el corazón en la mano, evitando paternalismos manipuladores y exacervaciones altivas. Pero no menos alertas para que la compasión no obceque la verdadera «inteligencia en un caso de indigencia» y no caer en la trampa de ciertos estafadores «profesionales de la mendicidad» y de la falaz «beneficencia» de algunos ricos, que «habiendo fabricado pobres» en sus empresas con salarios mínimos o en condiciones insalubres, quieren después construir hospitales y dispensarios para «sus pobres».
A nivel local, el misionero se hace «la voz de los que no tienen voz», porque muy a menudo, son gentes, que, por atavismo inveterado, yacen en condiciones infrahumanas. Y a los causantes directos de esta marginación, el misionero, no sólo denuncia con respetuosa firmeza, responsabilidades inmediatas, sino que entabla un esforzado diálogo con ellos para hacerles «ver», «comprender» y «solucionar» las causas del conflicto local.
Partimos, pues, de las personas en sus «cosas pequeñas», o de «alcance local»; la meta es alcanzar que sean las mismas gentes los agentes de su propia promoción y que no se instalen en continuos asistencialismos de importación, aún religiosa, sino que descubran, utilicen y multipliquen sus peculiares aptitudes y las riquezas espirituales y materiales de su propio grupo.
Renunciamos al uso de la fuerza física o armada, manejamos, eso sí, la fuerza «subversiva» del Evangelio, que no es ni «neutral», ni «inhibismo aséptico». Aún en el solo plano humano, evitamos dejarnos arrastrar por espectaculares activismos y ser dependientes de asociaciones «proteccionistas».
Ciertamente no nos quedamos plácidamente en el sólo plano local. El misionero no desconoce la interrelación de los conflictos sociales y de las raíces, a veces lejanas, de su región. Por eso, algunos de los nuestros trabajan, para erradicarlos o aminorarlos en centros como «Adveniat», «Iglesia Necesitada», «Cemebo», y otras organizaciones «Justicia y PAZ».
Pero todos los Misioneros, al igual que los demás cohermanos nuestros, están obligados, por nuestras Constituciones, a estudiar las raíces de la pobreza, las causas de la desigual distribución de los bienes en el mundo y, en favor de los pobres, y actuando con ellos, trabajar con empeño para que se cumplan las exigencias de la justicia social y de la caridad evangélica (Const. n° 12, 2′; 18; 88).
Por fin, sin extenderme más en este párrafo, no puedo dejar «en el tintero» lo siguiente: San Vicente de Paúl, hace ya más de trescientos cincuenta años hizo suya la «opción» por los pobres (no empleó, evidentemente, esta palabra «opción», que es de origen sociológico y de uso reciente); y su «opción preferencial fue por los pobres más abandonados», tal como han hecho la Congregación de la Misión y las Hijas de la Caridad en sus nuevas constituciones aprobadas por la Santa Sede hace tres años (S.V. 11, 273; Const. C.M. n° 1, 2′; Const. H.C. n° 1, 8). En esta opción nos estimula la afirmación de San Vicente: «pensad que al ayudarlos (a los pobres) practicamos la justicia y no la misericordia» (S.V. VII, 98).
5. Caminamos juntos, paso a paso, confiados en la Providencia.
El Título de este último párrafo indica, finalmente, algunos otros modos de vivir la dimensión misionera de la caridad cristiana.
Trabajamos en Comunidad: ni la «misión» o «sector de misión», ni las «obras» que el misionero lleva a cabo son «coto cerrado» para los demás. Aún aquellos que deben pasar largas temporadas fuera del centro «misional», no actúan por cuenta propia. Periódicamente regresan al «centro» (y no solamente para mejorar su menú alimenticio y tomar una buena ducha); allí, en el plano local, como también en el plano provincial, se establecen los programas de trabajo que no son dejados al «entusiasmo» y al «individualismo» de cada cual.
Sin duda, cada misionero tiene su «carisma particular», sus «habilidades» y ellos no son intercambiables como las «piezas de un motor». La organización de la caridad, amén del simple buen sentido, requiere, en la planificación de los elementos que concurran a una mejor «productividad», si me permiten utilizar esta expresión del vocabulario empresarial y económico. Y la periódica evaluación concurre a estrechar estos lazos de familia, aparte, claro, de los otros medios de tipo espiritual y comunitario. Tanto en los Padres como en las Hermanas este «trabajar en comunidad» es básico e irrenunciable. Esto nos acarrea de vez en cuando, dificultades con señores Obispos y otras autoridades, pero, firmemente, respetuosos, no damos marcha atrás en este punto.
San Vicente nos dice que «no se trata de hacer el bien, sino de hacerlo bien» (S.V. IX, p. 685).
Entre otras cosas, esto implica para nosotros, el seleccionar y preparar el personal que solicita ir «ad Gentes», o que, previas bastantes consultas, es enviado a estas misiones. La buena voluntad no basta y a veces se entremezclan motivaciones de abnegación sincera con ilusiones de «evasión» de problemas personales. Y, para «hacer bien el bien», el misionero debe comenzar por el aprendizaje de las lenguas, el conocimiento geográfico y sociorreligioso del país o de la región que será su campo de apostolado. Y, luego, el uso posible o adaptado de los instrumentos de su apostolado, pero sin esperar que disponga de todos ni de los más sofisticados.
Promover, buscar, acoger y formar, sin prisas ni tardanzas, los futuros sacerdotes, religiosas y líderes seglares que, a su vez, serán los continuadores de la misión, acelerando así la constitución de nuevas Iglesias locales.
En esta andadura, con diáfano desinterés, pero también sin complejos, nos preocupamos por acoger las vocaciones para nuestra propia familia vicenciana.
Sin estridencias ni deformaciones, practicamos la inculturación. Pensamos que nos guía, en ello, un sano realismo, el sentido común y el buen humor, amén de las pautas de las respectivas conferencias episcopales o de la Santa Sede. El mismo misionero, sobre todo si proviene de Europa o de los Estados Unidos, pasa por diversas etapas en este proceso. Un misionero nuestro en Madagascar (que es allí obispo y además es médico, lo cual implica a la vez empuñar el báculo y el bisturí), describe así estas etapas:
«al llegar a la misión, el misionero no entiende nada, está como desconcertado; luego traduce al malgache su propia cultura, y piensa saberlo todo; al cabo de varios años, comprueba, que, para los nativos, sigue siendo un extranjero, y le llega la crisis. Será verdadero misionero en la medida en que domine su complejo de inferioridad y, al aceptar el ser diferente, (y los nacionalismos se encargan de recordárselo), considerarse sirviente de la iglesia local, corresponsable sin dominación y sin retraimientos enfurruñados» (Vincentiana, 1983, p. 23).
e) En la Congregación de la Misión y en la Compañía de las Hijas de la Caridad caminamos juntos, así paso a paso, confiados en la Providencia. Ella nos ha conducido, durante más de tres siglos y medio, en muy diversas misiones «ad Gentes». Unas han desaparecido, como en la China Continental, en otras, como en algunos países musulmanes, nuestra acción apostólica se ve reducida al mudo testimonio de una labor social. En otros países, como en el Zaire, Madagascar, Camerún, Nigeria, por hablar sólo de África, nuestras misiones están viviendo un crecimiento notable. Pero debo confesaros mi pesar cuando, por falta de personal, tengo que responder negativamente a obispos pidiendo fundaciones. Confiamos en la Providencia y estamos dispuestos a ir a donde ella nos lleve, con el aumento de nuestras vocaciones juveniles desde hace unos seis años.
Conclusión
Mi gratitud al Sr. Arzobispo de Burgos y demás organizadores de esta Semana por haberme permitido hablar; y a ellos y a todos los participantes a este forum por la amable atención con que me han escuchado, a pesar de mi castellano con acento irlandés.
Soy consciente de que estoy en Burgos, capital de una región que, desde hace siglo y medio, ha sido fuente y semillero de numerosísimas vocaciones vicencianas. De aquí han surgido misioneros, hombres y mujeres que han llevado el Mensaje Evangélico más allá de los mares.
Todo ello dice mucho de la caridad cristiana y de la generosidad misionera de esta tierra burgalesa, de sus familias cristianas, y del espíritu vicenciano de numerosísimos hijos e hijas de las familias españolas.
San Vicente solía decir que nuestra congregación es «pequeña» en comparación con las grandes Órdenes de su tiempo: los Franciscanos, Dominicos, Agustinos, Mercedarios, Carmelitas, Jesuítas. Él nos decía: «Venimos detrás de ellos, recogiendo los restos de sus grandes cosechas misionales».
Mi saludo especial a los miembros de estas grandes Órdenes, que llevaron el peso de la evangelización de América.
Y a todos, grandes y pequeños, de ambos cleros, religiosos, religiosas, seglares comprometidos y jóvenes, que sentís la llamada misionera, permitidme que os exprese un profundo anhelo: nuestra dimensión misionera de la caridad cristiana será dimensión corta, si no medimos su radio de extensión con el grado de nuestra íntima unión con Jesús, quien nos dijo: «El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto» (Jn. 15, 15).






