La dimensión misionera de la Caridad

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicenciana, Formación VicencianaLeave a Comment

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Author: Richard McCullen, C.M. · Year of first publication: 1987 · Source: Vicentiana.
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Introducción

1. Al comienzo de esta charla quiero saludar atentamente a las Autoridades y a los Organizadores, así como también, a los Parti­cipantes de esta Semana Misional de Burgos.

Y lo hago en nombre de la Congregación de la Misión, los Padres Paúles, y de las Hijas de la Caridad, en virtud de mi actual servicio como Superior General de ambas Comunidades, esparcidas en 75 países donde trabajan los más de 4.000 miembros de la primera y las, aproximadamente, 31.700 Hermanas de la segunda.

La Familia Vicenciana, que comprende, además, alrededor de un millón de otras personas, como las Señoras o Voluntarias de la Caridad, las Juventudes Marianas Vicencianas, y las Conferen­cias de San Vicente de Paúl de Ozanan, está celebrando los 250 años de la Canonización de nuestro fundador San Vicente de Paúl.

Como ustedes saben, a San Vicente se le conoce como «el Santo de la Caridad»; de hecho, la Iglesia lo declaró «Patrono de las Aso­ciaciones de Caridad».

2. Dentro del Temario de estas Jornadas, se me ha pedido que os hable de «La Dimensión Misionera de la Caridad Cristiana», bajo dos aspectos:

Esta dimensión, tal como debe ser vivida por toda Congre­gación Religiosa, y

Tal como, de hecho, ha sido vivida por las ramas mascu­lina y femenina de las dos Congregaciones fundadas por San Vicente de Paúl.

Advirtiendo que, ni la Congregación de la Misión, ni la Compañía de las Hijas de la Caridad son Congregaciones Religio­sas, sino Sociedades de Vida Apostólica que viven en común, tra­taré de esclarecer los dos campos señalados, de la Dimensión Misionera de la Caridad Cristiana.

I. La dimensión misionera de la Caridad cristiana, tal como debe ser vivida por toda congregación religiosa

Esta dimensión abarca múltiples facetas, tanto de orden espi­ritual como apostólico.

Es obvio también que yo no he venido a dar lecciones a los miembros de otras Congregaciones Religiosas.

Me ceñiré, en esta primera parte de mi exposición, a hacer una síntesis de cómo debe ser vivida la dimensión misionera de la caridad, puntualizando en particular tres exigencias que hoy pare­cen tener mayor importancia en la reflexión y en la realización de la misión evangelizadora «ad gentes».

1. Para situarnos, recordemos brevemente el fundamento evan­gélico de la dimensión misionera de la Caridad:

Este recuerdo no es del todo superfluo. Hasta hace unos pocos años, la palabra «caridad» estaba un tanto «devaluada», aún entre algunos grupos de cristianos. Se le achacaba de paternalismo unas veces, de mero asistencialismo otras, y, peor aún, de evasión ante los problemas y los imperativos de la justicia y de los dere­chos humanos.

Si esto puede haber sido verdad en ciertas ocasiones, habrá que decir, sin embargo, que el concepto permanece siempre inal­terable.

En efecto: su fundamento radica en Dios mismo:

  • El Evangelista San Juan proclama: «Dios es Amor» (1 Jn. 4, 8 y 4, 16). La Caridad Cristiana es un reflejo de Dios que es Amor.
  • Por otra parte, Jesucristo, respondiendo a la pregunta de un fariseo, declara que el «Amarás al Señor…» es el primero y el mayor mandamiento, pero que el segundo «Amarás a tu prójimo…» es semejante a éste.
  • En el discurso de la Ultima Cena, Jesús revela «un nuevo mandamiento» y es que «os améis los unos a los otros, como yo os he amado». El lo llama «su mandamiento»; «nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos; vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando» (Jn. 15,12-14).
  • En la Parábola del Buen Samaritano, que algunos califican como «la Parábola de la Caridad», Jesucristo nos enseña varias actitudes y comportamientos de la «caridad en acción»:
    • el sacerdote y el levita, que ven la situación del herido, pero que, tal vez distraidos o con prisa por atender a sus funciones, pasan de largo. (Precisamente una de las mayores características de la caridad es la de «estar alerta» y «actuar con agilidad y eficacia»)
    • en el Samaritano es a la vez «compasión» y «misericordia»; es decir «Limosna» en el sentido griego del vocablo.
    • en el hotelero la caridad es desinteresada y confiada: «todo lo que tú hayas gastado de más yo te lo pagaré a mi regreso».
  • En su primera Epístola San Juan abunda en la idea del «amor al prójimo» en la vida concreta: «si alguno dice ‘amo Dios’ y abo­rrece a su hermano, es un mentiroso». Y huelga recordaros que «seremos juzgados sobre el amor», según una medida de servicios concretos: «tuve hambre, tuve sed … etc.» mencionados por San Mateo (25,31-46).
  • No hace falta tampoco recordar el himno a la Caridad de San Pablo, en su Primer Epístola a los Corintios: ‘Aunque hablara las lenguas…».

2. Este fundamento que cabo de sintetizar es la base de la cari­dad cristiana.

Su dimensión misionera reposa, además, sobre otros funda­mentos. Cuando se hace referencia al denominado «Tercer Mundo», donde, de hecho, se encuentra la mayoría de las «Misiones Ad Gen­tes», se suele decir que las muchedumbres de estos países son como «el pobre mendicante Lázaro a la puerta del rico Epulón».

Aunque toda comparación falla por algún lado, se podría utilizar esta imagen para describir la situación de «indigencia» en que yacen estas naciones que desconocen el mensaje evangélico, o donde la Iglesia no está aún en condiciones de llevar una vida de desa­rrollo propio.

La Comunidad Cristiana Primitiva vivía, no sólo en el recuerdo, sino también en su dimensión misionera el mandato de Cristo a los Apóstoles: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (In. 20, 21); «Id, pues, y haced discípulos de todas las gentes, bautizán­dolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mat. 28, 19).

Como decía Juan Pablo II, ya en los comienzos de su pontifi­cado, (conf. O.R., 25-26.5.1979), «estas palabras contienen el llamado mandato misionero; los deberes que Cristo imparte a los Apóstoles definen, a la vez, la naturaleza misionera de la Iglesia» y cita el cono­cido texto del Concilio Vaticano II en su decreto «Ad Gentes»: «La Iglesia peregrinante es, por su naturaleza, misionera, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo, según el propósito de Dios Padre. Este propósito dimana del Amor fontal o Caridad de Dios» (n° 2).

Muchas Congregaciones Religiosas han nacido con el fin espe­cífico o único de «ir a las Misiones, donde Cristo no es conocido, o donde la Iglesia no está debidamente implantada». Otros Insti­tutos, como es el caso de la Congregación de la Misión y de las Hijas de la Caridad, van como consecuencia de su servicio a Jesucristo en el pobre, en cualquier lugar en que éste se encuentre, con prefe­rencia siempre por los lugares y personas que sufren mayor nece­sidad.

Ahora bien, una de las mayores necesidades que sufre mucha gente, es la de su pobreza de conocimiento de la Buena Noticia del Evangelio; por añadidura y con frecuencia, las necesidades espirituales de estas gentes van parejas con necesidades materia­les de toda índole: carencia de medios para la educación, la salud, etc., situaciones de injusticia, negación de los derechos huma­nos … .

3. Estos fundamentos de la Caridad Misionera son y serán vale­deros como «mandatos de Cristo» hasta el fin de los tiempos.

En cuanto al fundamento, diríamos circunstancial, para el ejer­cicio de la caridad y para erradicar pobrezas de cualquier género, es probable que sea valedero por muchos años más, teniendo en cuenta la globalidad de las relaciones internacionales de los últi­mos decenios.

Sea como sea, la dimensión misionera de la caridad cristiana, tal como debe ser vivida por toda Congregación Religiosa, tiene su punto de arranque en los fundamentos generales que he mencio­nado. Cada Congregación tendrá otros fundamentos particulares, según las propias Constituciones o Estatutos. Cada uno de sus miembros puede referirse a ellos.

Permitidme, sin embargo, subrayar tres maneras de vivirla, que son, o deben ser, comunes e imprescindibles a todos los misio­neros «ad Gentes»:

Transmitir el Mensaje Evangélico en su integridad. Esta inte­gridad requiere proponer o exponer todo el contenido de la doc­trina católica. Me refiero, claro, al contenido esencial, «una sus­tancia viva, que no se puede modificar, ni pasar por alto, sin des­naturalizar gravemente la evangelización misma». La primera dimensión misionera de la caridad es el servicio a la verdad. La verdad propuesta, no impuesta, a los que la desean o la buscan. En este servicio acechan algunos peligros: a veces impulsados por las buenas intenciones de un inconsiderado proselitismo de rebaja, puede suceder que, como dice el Papa, «se pasen por alto» conte­nidos de fe esenciales, o se los deja «para más adelante». Y así ace­cha el peligro de ofrecer una realidad incompleta de Jesucristo, silenciando su calidad de Hijo de Dios, o de minimizar su presen­cia en la Eucaristía, reduciendo el banquete eucarístico a una fra­terna asamblea de comensales. Puede suceder que un Ecumenismo sincero lleve a un falso irenismo, endulzando en el mensaje evan­gélico, todo lo que pudiera «molestar», como podría ser las carac­terísticas propias de la Virgen María y del sucesor de Pedro.

Las maneras y los medios de esta transmisión requieren una actitud de servicio afectivo y efectivo, extensivo a cualquier hom­bre, sea cual sea su raza o nacionalidad. Es un servicio universal por encima y más allá de cualquier frontera.

Por amor a Dios y por amor a los hijos de Dios, sumidos «en tinieblas», el misionero responde al «mandato de Dios», y se esfuerza por vivirlo «en plenitud de amor». Por eso, sabiendo, ade­más, que él representa a la Iglesia a los ojos de todos, su actitud primordial será la de «darse a todos, de hacerse a todos» con amor. La bondad y la amabilidad en el trato le acompañarán en toda circunstancia. La paciencia y el respeto le harán sobrellevar lenti­tudes, incomprensiones y rechazos.

Su corazón misionero debe ser transparencia de Dios de quien es enviado.

San Vicente nos recuerda a sus hijos y sucesores que «no se le cree a un hombre porque sea muy sabio, sino porque lo juzgamos bueno y lo apreciamos. El diablo es muy sabio, pero no creemos en nada de cuanto él nos dice, porque no lo estimamos. Fue preciso que nuestro Señor previniese con su amor a los que quiso que creyeran en El» (S.V., I, p. 320).

El amor afectivo debe desembocar en amor efectivo. Lo efectivo, evidentemente, se acomodará a las circunstancias y a las prio­ridades de la evangelización. Sin embargo el amor efectivo llevará también al misionero no tanto a «hacer las cosas por sí mismo», sino a «enseñar a hacer las cosas por los mismos evangelizados», de modo que su presencia llegue a ser innecesaria, quedando así libre para ir a otros lugares más necesitados. La dimensión misio­nera de su amor efectivo logrará su meta cuando se alcance la for­mación y creación de una Iglesia local, verdadera comunidad de fe y de acción, y autosuficiente: con su propia jerarquía, sus pro­pios líderes seglares y recursos materiales de subsistencia apostó­lica propios.

Por fin, uno de los medios para llevar a cabo la dimensión misio­nera de la caridad, es la organización de esta misma caridad. A mayor nivel de responsabilidad debe corresponder un mayor nivel de organización, de técnica y de planificación, tanto en recursos de personal como en recursos materiales. Me parece obvio. Pero hablando a personas selectas, como son ustedes, los participantes en esta semana misional, no me parece fuera de lugar añadir lo siguiente: Buena es la organización, con sus técnicas y sus planifi­caciones, para evitar el despilfarro o la dispersión en el pluri o mini/ empleo de los recursos; sin embargo tenemos que saber librarnos de ciertos peligros, por ejemplo: que la técnica y la planificación sustituyan a la caridad, olvidando así las exigencias fundamenta­les de la persona humana: no esperar el cambio de estructuras, cuando urge una necesidad imperiosa (un hambre generalizada, un cataclismo de orden físico), o cuando se está frente a enfermeda­des incurables, a minusválidos, a gente totalmente incapacitada de valerse por sí misma, y que las más refinadas técnicas organizati­vas no alcanzarán nunca a suplir.

c) El Testimonio de Vida dada por el misionero. Basta citar la Evangelii Nuntiandi. Pablo VI le dedica todo el n° 41. Dice así:

«Para la Iglesia el primer medio de evangelización consiste en un testimonio de vida auténticamente cristiana, entregada a Dios en una comunión que nada debe interrumpir, y, a la vez, consagrada igualmente al prójimo con un celo sin lími­tes … San Pablo, continúa el Papa, lo expresaba bien, cuando exhortaba a una vida pura y respetuosa, para que, si alguien se muestra rebelde a la palabra, sea ganado por la conducta … Será, sobre todo, mediante la conducta, concluye el Papa, «mediante su vida, como la Iglesia evangelizará al mundo, es decir, mediante el testimonio vivido de fidelidad a Jesucristo, de pobreza y despego a los bienes materiales, de libertad frente a los pobres del mundo, en una palabra, de santidad».

De este párrafo, me permito subrayar el testimonio de la pobreza. Es un punto bastante conflictivo y no siempre de fácil solu­ción en los quehaceres habituales de la vida de un misionero. Doy por descontado el espíritu de pobreza y de desprendimiento, ya puesto de manifiesto en el solo hecho de haber dejado padre, madre, hermanos, amigos, patria y un cierto confort, en su país de origen. Sin embargo, he aquí que, con frecuencia, el misionero se encuen­tra envuelto, desde que llega a su misión en una «empresa» que funciona con sumas superiores con mucho a las que puedan mane­jar los habitantes confiados a su cuidado apostólico. Nadie duda que estas sumas sean necesarias para su labor. Pero, qué duda cabe igualmente, que pueda existir un notable contraste entre «La Misión» (en el sentido de edificios) y las casitas o chozas de los «misionados». Parece que ciertos triunfalismos arquitectónicos des­dicen, no solamente de la sencillez que pregona el mensaje evangé­lico, sino que menoscaban la credibilidad del mismo agente trans­misor de este mensaje.

Y al hablar de los gastos de construcciones, explicables por otra parte, en muchos casos, es el momento de decir algo de las colec­tas y del uso de ellas. En este caso, la dimensión misionera de la caridad puede achicarse a personalismos independientes que dejan malparado hasta el espíritu mismo de la pobreza; por ejemplo, «ale­gres cuentas» o «ausencia de cuentas» y hasta olvidos para poder comprobar los benefactores el empleo correcto de los dones reci­bidos y, también, en casos, al parecer no tan extremosos, la fre­cuencia de viajes a Europa o a los Estados Unidos, so pretexto de buscar «ayudas para la pobrecita misión»…

4. Pido mil excusas a los miembros de las Congregaciones Reli­giosas al haberme, tal vez, excedido en subrayar algunos puntos concretos y peligros de la dimensión misionera de la caridad cris­tiana. Pero confieso que, en éstos y en otros muchos aspectos, los miembros de las Sociedades de Vida Apostólica navegamos en la misma barca. Y también en la misma barca misionera navegamos en los azarosos mares que desearía tratar de surcar ahora; estos mares son:

a) La inculturación. Como saben ustedes, el último Sínodo Extraordinario de 1985 puso de nuevo este problema sobre el tapete de estudio y de discusión. Un viejo problema, que arranca de los mismos albores de la Iglesia en su momento de pasar del mundo judío-hebreo al mundo helénico y romano y que se ha agudizado en estos últimos tiempos con la descolonización de los países africanos, el «aggior­namento» del Vaticano II y los afanes catequéticos surgidos en el Sínodo de 1977.

Sobre este tema de la Inculturación, como también sobre los siguientes que he indicado, ofrezco solamente unas líneas genera­les, a modo de base para ulteriores reflexiones entre vosotros. ¿De qué se trata cuando se habla de inculturación?. Contesto con Juan Pablo II en su encíclica «Slavorum Apostoli» del dos de junio de 1985, número 21: «La inculturación es la encarnación del Evange­lio en las culturas autóctonas y, al mismo tiempo, la introducción de estas culturas en la vida de la Iglesia». El Sínodo de 1985 expli­cita: «la inculturación indica una íntima transformación de los valo­res culturales auténticos por su integración en el cristianismo, y el enraizarse del cristianismo en las diversas culturas humanas (D, 4).

No se trata, pues, de meras adaptaciones, ni siquiera de las con­sabidas «indigenizaciones». Sus implicaciones cubren un amplio abanico en las tareas misionales, desde el modo de presentar el men­saje evangélico, acorde con la idiosincrasia de las muchedumbres, hasta la expresión vivencial de la liturgia y de la vitalidad organi­zativa en el convivir y formular la vida comunitaria cristiana. Lograr que el cristianismo, por ejemplo en África, tenga «ánima», por decirlo así, «africana», se exprese al modo africano y se confi­gure con costumbres africanas: he aquí una ardua labor. Requiere en el misionero, inmerso en culturas diversas de la suya, un acto de amor respetuoso dosificado con no poco de discernimiento hacia todo lo positivo que encuentra en todas las culturas, y, a la vez, manteniendo su Iglesia local en comunión con la Iglesia Universal.

El misionero, espoleado por su amor a Dios y al hombre, buceará con calma en las corrientes de la inculturación, evitando, claro, el folklorismo como una simple adaptación superficial.

Si en otras épocas, felizmente ya superadas, se ha podido acha­car a la empresa misionera el ser un trasplante de la cultura gre­colatina; ahora, parece que, en algunas regiones de «misiones ad gentes» asoma el peligro de un estallido de formulaciones y de expresiones cristianas localistas o regionales que podrían socavar el contenido mismo de la fe.

b) Otro mar un tanto proceloso: la promoción humana. Es una consecuencia directa de la dimensión misionera de la caridad. Hace ya algo más de tres siglos que San Vicente de Paúl recalcaba este aspecto de su quehacer misionero y nos decía: «si hay algunos entre nosotros que creen que están en la misión para evangelizar a los pobres y no para cuidarlos, para remediar sus necesidades espiri­tuales y nos las temporales, les diré que tenemos que asistirlos y hacer que los asistan de todas las maneras, nosotros y los demás, si queremos oir esas benditas palabras del Soberano Juez de vivos y muertos: «Venid, benditos de mi Padre…porque tuve hambre y me disteis de comer …» . …Hacer esto es evangelizar de palabra y de obra; es lo más perfecto y es lo que nuestro Señor practicó y tienen que practicar los que le representan en la tierra, por su cargo y por su carácter, como son los sacerdotes», (S.V. XI, pp. 292-394) y el Santo concluía, probablemente con una de sus habituales sonrisas gas­conas: «y he oído decir que lo que ayudaba a los obispos a hacerse santos, era la limosna».

El Sínodo de 1985 nos dice:

«Debemos entender la misión de la Iglesia con respecto al mundo como misión de salvación integral. Aunque la misión de la Iglesia es espiritual, implica también la promoción humana, incluso en el campo temporal. Por eso la misión de la Iglesia no se reduce a un monismo, de cualquier modo que éste se entienda. En esa misión se da ciertamente una distin­ción entre los aspectos materiales y los de la gracia, pero, de ninguna manera, una separación» (D. 6).

Ya en la Evangelii Nuntiandi, Pablo VI había clarificado la tra­bazón entre evangelización y promoción humana:

«existen entre ellas lazos muy fuertes, vínculos de orden antro­pológico, porque el hombre que hay que evangelizar no es un ser abstracto, sino un ser sujeto a los problemas sociales y eco­nómicos; lazos de orden teológicos ya que no se puede diso­ciar el plan de la creación del plan de la redención que llega hasta situaciones muy concretas de injusticia, a la que hay que combatir, y de justicia que hay que restaurar; vínculos de orden eminentemente evangélico como es el de la caridad; en efecto, ¿cómo proclamar el mandamiento nuevo sin promo­ver, mediante la justicia y la paz, el verdadero, el auténtico crecimiento del hombre?».

Y Pablo VI retorna unas de sus palabras al Sínodo de 1974:

«No es posible aceptar que ‘la obra de evangelización pueda o deba olvidar las cuestiones extremadamente graves, tan agi­tadas hoy día, que atañen a la justicia, a la liberación, al desarrollo y a la paz del mundo; si esto ocurriera, sería igno­rar la doctrina del evangelio acerca del amor hacia el prójimo, que sufre o padece necesidad’ «.

De hecho y desde siempre, los misioneros se han entregado con abnegación a estas dos coordenadas de su apostolado. El solo elenco de las obras, sea asistenciales, como promocionales en favor del hombre, brindan un cuadro realmente estimulante y aleccionador. Huelgan comentarios. Lo que, sí, desearía es hacer hincapié en dos actividades que reducirían la dimensión misionera de la caridad. La primera, el dedicarse excesivamente a obras materiales, aun­que necesarias, como por ejemplo en construcciones de edificios, iglesias, escuelas, dispensarios etc. A veces el «activismo» en cons­truir edificios podría ser en algunos una «evasión» ante las difi­cultades en exponer y hacer vivir el mensaje evangélico; sin duda es más fácil edificar un templo que edificar una comunidad cris­tiana. La segunda actividad: el uso de medios violentos para pro­mover y liberar a los pobres oprimidos. La tentación del empleo de la violencia, incluso del uso de la fuerza de las armas, puede, en situaciones angustiosas, oscurecer la mente del misionero y deso­rientar la generosidad de su corazón. Un peligro real. Para sos­layarlo, creo que los misioneros deberían ahondar en los concep­tos, planteamientos y soluciones que encontramos en los dos docu­mentos de la Congregación Vaticana para la Doctrina de la Fe, publi­cados en años recientes: «Instrucción sobre algunos aspectos de la Teología de la Liberación», en 1984 e «Instrucción sobre Liber­tad Cristiana y Liberación», en 1986.

c) El tercer mar de aguas menos borrascosas: el traspaso de la dirección de la misión al clero local. Uno de los resultados más hondos de la dimensión misionera de la caridad es la implantación de la Iglesia y de las Comunidades Cristianas en los territorios misionados y que las Iglesias Jóvenes adquieran su propio clero. El Decreto «Ad Gentes» en su número 32 dice así:

«Cuando a un Instituto determinado se le ha confiado un te­rritorio, el Superior Eclesiástico y el Instituto procuren muy de corazón dirigirlo todo a este fin: que la nueva comunidad cristiana crezca hasta convertirse en iglesia local, que a su debido tiempo sea regida por el propio pastor con su clero».

Es una de las resultantes que ya he mencionado anteriormente: la acción evangelizadora del misionero «ad gentes» será tanto más eficaz cuanto más se haga innecesaria. En teoría todos estamos con­vencidos de ello. Pero en la práctica, se tropieza, a veces, con difi­cultades.

En el mismo número 32 del Decreto «ad Gentes» se estipulan normas para evitar algunos tropiezos: así dice el Vaticano II:

«al cesar el mandato sobre el territorio (misional) surge una nueva situación; establezcan entonces las Conferencias Episcopales y los Institutos Misioneros, de común acuerdo, nor­mas que regulen las relaciones entre los Ordinarios del lugar y dichos Institutos…aunque los Institutos estarán preparados para continuar la Obra empezada, colaborando en el Minis­terio ordinario de la cura de almas, sin embargo, al aumen­tar el clero nativo, habrá que procurar que los Institutos, de acuerdo con su proprio fin, permanezcan fieles a la misma diócesis, encargándose generosamente en ella de obras espe­ciales o de alguna región».

Si este traspaso de la dirección de la misión resulta general­mente fácil al nivel superior o administrativo, a nivel local de las personas que «tanto se entregaron en cuerpo y alma a dicha misión», provoca, a veces, verdaderos traumas. Digo a veces, por­que por lo que conozco, en la mayoría de los casos, la dimensión apostólica y espiritual del misionero es tal que, pasado el primer choque psicológico, él será el primer agente y testigo del floreci­miento de la semilla evangélica. Con todo hará falta una buena dosis de desprendimiento, de humildad y de amor, y de paciente tino en las horas cruciales del traspaso, no negando su apoyo y consejo en las horas que sigan si los sucesores acuden a su experiencia.

II. La dimensión misionera de la Caridad tal y como ha sido vivida, de hecho, por las dos comunidades fundadas por san Vicente de Paúl

Una advertencia previa: esta segunda parte de mi charla será mucho más breve que la primera. Tal vez defraude vuestra expec­tativa, pero es el caso que me siento algo incómodo para exponeros cómo los Padres Paúles y las Hijas de la Caridad hemos vivido la dimensión misionera de la caridad cristiana. Es una de las fuer­tes tradiciones entre nosotros el no airear en la plaza pública nues­tros «resultados» apostólicos. Y no piensen tampoco que es por mera humildad de grupo. Es uno de nuestros modos de ser, desde nuestros tiempos fundacionales, allá por los años 1625 y 1633 respectivamente para los Padres y las Hermanas, y comprenderéis mi titubeo embarazoso. Por otro lado debo corresponder a la gen­til invitación del Señor Arzobispo de Burgos, que me propuso el tema que estoy tratando de desarrollar, y que, ¡ojalá! no os resulte demasiado «rollo».

Tomo, pues, un camino medio: tras una brevísima panorámica de encuadre, esbozaré algunos rasgos característicos del «cómo» hemos vivido la dimensión misionera los hijos e hijas de San Vicente.

1.- Una panorámica vicenciana de las Misiones «ad Gentes».

Ya en los inicios de ambas comunidades, nuestro fundador lanzó a sus primeros seguidores fuera de las fronteras patrias. La pala­bra «lanzó» no es del todo exacta, pues San Vicente, si bien «lanzó», lo hizo porque las autoridades eclesiásticas o civiles le pidieron este «lanzamiento».

En el siglo XVII, nuestros Padres trabajaron en regiones diver­sas: como en mi tierra irlandesa, (de la cual se dice que es «tierra de santos», pero de la cual puedo afirmar que en aquellos tiempos de persecución protestante «los santos» no se encontraban a cada esquina) y también en Escocia y en las Hébridas; otras regiones, como África del Norte, Polonia (allí con las Hermanas) y, sobre todo, en Madagascar.

A finales del siglo XVIII, comienzan nuestras misiones en China y en los Países del Mediterráneo Oriental.

Otros campos se abren en el siglo XIX en todas las Américas, en Abisinia, en Persia.

En este siglo XX, nuevas misiones en la India, Indonesia, Fili­pinas, el actual Viet-Nam, Taiwán, Islas Fiji en el Pacífico Sur, y, en África: Nigeria, Camerún, Egipto, Kenya, Mozambique, Congo, Burundi, Rwanda, el actual Zaire.

Salvo la China Continental (en donde fueron «suprimidas» por la fuerza las doce diócesis encomendadas a nuestros cuidados), seguimos en la actualidad en las misiones de los países indicados. En bastantes de ellas seguimos colaborando tras el traspaso de la dirección a Obispos y clero locales.

Debo decir, sin embargo, que tanto la Congregación de la Misión, como la Compañía de las Hijas de la Caridad no somos Sociedades de Vida Apostólica entregadas, por nuestro fin especí­fico, a las «Misiones ad Gentes»; al ir a estas «Misiones» lo hace­mos consecuentes con nuestro fin que es el servicio de Cristo en el pobre, esté donde esté, como indiqué anteriormente. De ahí que sólo una parte de los Padres y de las Hermanas trabajan en terri­torios llamados «misionales».

Según las estadísticas más fiables, al principio de este año, los porcentajes oscilaban entre el 8 y el 10% del personal de Padres y Hermanas dedicados, de forma conjunta, a las misiones «ad Gentes».

No os voy a cansar con el detalle de las tareas realizadas; «grosso modo» son las actividades desarrolladas por las Congre­gaciones directamente Misioneras. Y me parece que es más con­forme al enunciado del tema, que os trace los rasgos más caracte­rísticos de la dimensión misionera de la caridad, vivida al estilo vicenciano.

2.- Una disponibilidad para ir a los rincones más necesitados del mundo.

Esta disponibilidad va expresada en las Constitucio­nes de los Padres, donde se nos dice: «La Congregación de la Misión tiene, entre sus características…la disponibilidad para ir al mundo entero, a ejemplo de Nuestros Primeros Misioneros» (Art. 12, 5°) y en el número 16: «Entre las obras de Apostolado de la Congrega­ción, ocupan un lugar destacado las «Misiones Ad Gentes», o a pue­blos que se hallan en parecido estado de «evangelización».

Y en las Constituciones de las Hijas de la Caridad leemos: «…el Espíritu Misionero debe animar a todas las Hermanas, que están dispuestas a ir a prestar servicio dondequiera se las envíe» … (art. 2, 10) … se ponen al servicio de las Iglesias locales…se muestran espe­cialmente disponibles para ser enviadas a la Misión «ad Gentes», tan arraigada en la vocación de Hija de la Caridad (art. 2, 10).

Esta disponibilidad nos viene directamente del ejemplo de nues­tro Fundador. Valga recordar unas palabras suyas:

«Yo mismo, aunque ya soy viejo y de edad (tenía entonces 76 años), no dejo dentro de mí esta disposición, y estoy dis­puesto incluso a marchar a las Indias, para ganar allí almas para Dios, aunque tenga que morir por el camino o en el barco. Pues ¿qué creéis que Dios pide de nosotros? ¿El cuerpo? ¡Ni mucho menos! ¿Qué es lo que pide, entonces?. Dios pide nues­tra buena voluntad, una buena y verdadera disposición para abrazar todas las ocasiones de servirle, aunque sea con peli­gro de nuestra vida, de tener y avivar en nosotros ese deseo del martirio, que a veces le agrada a Dios lo mismo que si lo hubiéramos sufrido realmente» (S.V . XI, p. 281).

A propósito de martirio, es significativo que la mayoría de nues­tros cohermanos elevados a los altares sean cohermanos que se han santificado o sufrido el martirio en tierras de «misiones ad Gentes».

3.- Cada Provincia Canónica toma a su cargo una misión o ayuda a una misión.

Unas más y otras menos, pero, de hecho, en la actualidad así se comportan nuestras provincias. Es más, pro­vincias de antiguas misiones o que siguen en territorio misional, aportan su colaboración a regiones más necesitadas. Dispensadme el que no cite nombres. En nuestro Consejo General, contamos con un Asistente General encargado de los asuntos concernientes a las «Misiones ad Gentes».

Aunque dentro del marco constitucional que nos rige, las pro­vincias disponen de amplia autonomía, siempre es útil y, a veces imprescindible, una coordinación a nivel superior. Es bueno que «las más pobres de nuestras misiones puedan mejor hacer oír su voz», y también que se pueda orientar mejor las ayudas en personal y en recursos materiales de aquellas provincias, cuyo dina­mismo misionero creó otras provincias y hacia las cuales el «cariño» de provincias-madre les llevaría inconscientemente a favorecer con prioridad.

4. Ser puente entre pobres y ricos (personas y naciones).

No sé si todos los aquí presentes conocen a San Vicente. Por si acaso, los de lengua castellana e italiana pueden perfeccionar sus conoci­mientos leyendo la Biografía de nuestro Fundador que el actual Visitador (así llamamos a nuestros Provinciales) de la Provincia de Madrid, publicó en la Colección de la BAC no hace mucho tiempo, (entre paréntesis no se me ha pedido esta publicidad y os aseguro que es enteramente gratuita).

Pues bien, en el libro del P. José Mª Román se narran algunas actitudes de San Vicente y su comportamiento, en relación con los problemas y conflictos sociales, y que nos sirven de pauta. Nues­tro modo vicenciano, en este punto práctico de la dimensión misio­nera de la caridad, nos conduce a ser «constructores de puentes», entre las clases sociales. No suscitamos, no azuzamos enfrentamien­tos entre pobres y ricos; más bien vamos al encuentro de todos, o somos el enlace entre los unos y los otros y nos ofrecemos para servir de puentes entre las dos orillas de la sociedad. Aún más con la concientización tanto de los humildes como de los poderosos construimos puentes para el diálogo y la concertación sociales. En las «Misiones ad Gentes», este comportamiento requiere, al mismo tiempo, audacia y prudencia, cuando los conflictos surgen entre traficantes de la comercialización de los productos agrícolas y los mismos productores, o bien entre los propietarios de las grandes haciendas y sus trabajadores parcelarios, sobretodo, cuando estos grandes hacendados van entroncados con poderes políticos que los sostienen.

Muchos ejemplos afloran a mi mente para ilustrar estos hechos. Pero no es éste mi cometido en este momento ni en este lugar.

Sí, debo señalar el espíritu que conforma nuestro comporta­miento en estas situaciones: este espíritu es el de la Congregación de la Misión y, con ligeras variantes de enfoque, el de la Compañía de las Hijas de la Caridad: amor y reverencia a Dios, Padre de toda la Humanidad, caridad compasiva y eficaz con los pobres, docilidad a la Divina Providencia … (Const. F.C. n° 1, 7, 10).

En la acción social, partimos siempre de las personas en con­creto, no de las estructuras. De las personas en su ambiente local, y tal cual aparecen a los ojos del misionero, no a través de otros prismas. «Ver», «escuchar», «dialogar» y «actuar» con paciencia amorosa, con claro discernimiento, con el Evangelio y el corazón en la mano, evitando paternalismos manipuladores y exacervacio­nes altivas. Pero no menos alertas para que la compasión no obce­que la verdadera «inteligencia en un caso de indigencia» y no caer en la trampa de ciertos estafadores «profesionales de la mendici­dad» y de la falaz «beneficencia» de algunos ricos, que «habiendo fabricado pobres» en sus empresas con salarios mínimos o en con­diciones insalubres, quieren después construir hospitales y dispen­sarios para «sus pobres».

A nivel local, el misionero se hace «la voz de los que no tienen voz», porque muy a menudo, son gentes, que, por atavismo invete­rado, yacen en condiciones infrahumanas. Y a los causantes direc­tos de esta marginación, el misionero, no sólo denuncia con respe­tuosa firmeza, responsabilidades inmediatas, sino que entabla un esforzado diálogo con ellos para hacerles «ver», «comprender» y «solucionar» las causas del conflicto local.

Partimos, pues, de las personas en sus «cosas pequeñas», o de «alcance local»; la meta es alcanzar que sean las mismas gentes los agentes de su propia promoción y que no se instalen en conti­nuos asistencialismos de importación, aún religiosa, sino que des­cubran, utilicen y multipliquen sus peculiares aptitudes y las rique­zas espirituales y materiales de su propio grupo.

Renunciamos al uso de la fuerza física o armada, manejamos, eso sí, la fuerza «subversiva» del Evangelio, que no es ni «neutral», ni «inhibismo aséptico». Aún en el solo plano humano, evitamos dejarnos arrastrar por espectaculares activismos y ser dependien­tes de asociaciones «proteccionistas».

Ciertamente no nos quedamos plácidamente en el sólo plano local. El misionero no desconoce la interrelación de los conflictos sociales y de las raíces, a veces lejanas, de su región. Por eso, algu­nos de los nuestros trabajan, para erradicarlos o aminorarlos en centros como «Adveniat», «Iglesia Necesitada», «Cemebo», y otras organizaciones «Justicia y PAZ».

Pero todos los Misioneros, al igual que los demás cohermanos nuestros, están obligados, por nuestras Constituciones, a estudiar las raíces de la pobreza, las causas de la desigual distribución de los bienes en el mundo y, en favor de los pobres, y actuando con ellos, trabajar con empeño para que se cumplan las exigencias de la justicia social y de la caridad evangélica (Const. n° 12, 2′; 18; 88).

Por fin, sin extenderme más en este párrafo, no puedo dejar «en el tintero» lo siguiente: San Vicente de Paúl, hace ya más de trescientos cincuenta años hizo suya la «opción» por los pobres (no empleó, evidentemente, esta palabra «opción», que es de ori­gen sociológico y de uso reciente); y su «opción preferencial fue por los pobres más abandonados», tal como han hecho la Congre­gación de la Misión y las Hijas de la Caridad en sus nuevas consti­tuciones aprobadas por la Santa Sede hace tres años (S.V. 11, 273; Const. C.M. n° 1, 2′; Const. H.C. n° 1, 8). En esta opción nos estimula la afirmación de San Vicente: «pensad que al ayudarlos (a los pobres) practicamos la justicia y no la misericordia» (S.V. VII, 98).

5. Caminamos juntos, paso a paso, confiados en la Providen­cia.

El Título de este último párrafo indica, finalmente, algunos otros modos de vivir la dimensión misionera de la caridad cristiana.

Trabajamos en Comunidad: ni la «misión» o «sector de misión», ni las «obras» que el misionero lleva a cabo son «coto ce­rrado» para los demás. Aún aquellos que deben pasar largas tem­poradas fuera del centro «misional», no actúan por cuenta propia. Periódicamente regresan al «centro» (y no solamente para mejo­rar su menú alimenticio y tomar una buena ducha); allí, en el plano local, como también en el plano provincial, se establecen los pro­gramas de trabajo que no son dejados al «entusiasmo» y al «indi­vidualismo» de cada cual.

Sin duda, cada misionero tiene su «carisma particular», sus «habilidades» y ellos no son intercambiables como las «piezas de un motor». La organización de la caridad, amén del simple buen sentido, requiere, en la planificación de los elementos que concu­rran a una mejor «productividad», si me permiten utilizar esta expresión del vocabulario empresarial y económico. Y la periódica evaluación concurre a estrechar estos lazos de familia, aparte, claro, de los otros medios de tipo espiritual y comunitario. Tanto en los Padres como en las Hermanas este «trabajar en comunidad» es básico e irrenunciable. Esto nos acarrea de vez en cuando, dificul­tades con señores Obispos y otras autoridades, pero, firmemente, respetuosos, no damos marcha atrás en este punto.

San Vicente nos dice que «no se trata de hacer el bien, sino de hacerlo bien» (S.V. IX, p. 685).

Entre otras cosas, esto implica para nosotros, el seleccionar y preparar el personal que solicita ir «ad Gentes», o que, previas bastantes consultas, es enviado a estas misiones. La buena volun­tad no basta y a veces se entremezclan motivaciones de abnegación sincera con ilusiones de «evasión» de problemas personales. Y, para «hacer bien el bien», el misionero debe comenzar por el aprendi­zaje de las lenguas, el conocimiento geográfico y sociorreligioso del país o de la región que será su campo de apostolado. Y, luego, el uso posible o adaptado de los instrumentos de su apostolado, pero sin esperar que disponga de todos ni de los más sofisticados.

Promover, buscar, acoger y formar, sin prisas ni tardanzas, los futuros sacerdotes, religiosas y líderes seglares que, a su vez, serán los continuadores de la misión, acelerando así la constitu­ción de nuevas Iglesias locales.

En esta andadura, con diáfano desinterés, pero también sin complejos, nos preocupamos por acoger las vocaciones para nues­tra propia familia vicenciana.

Sin estridencias ni deformaciones, practicamos la incultu­ración. Pensamos que nos guía, en ello, un sano realismo, el sen­tido común y el buen humor, amén de las pautas de las respectivas conferencias episcopales o de la Santa Sede. El mismo misionero, sobre todo si proviene de Europa o de los Estados Unidos, pasa por diversas etapas en este proceso. Un misionero nuestro en Mada­gascar (que es allí obispo y además es médico, lo cual implica a la vez empuñar el báculo y el bisturí), describe así estas etapas:

«al llegar a la misión, el misionero no entiende nada, está como desconcertado; luego traduce al malgache su propia cultura, y piensa saberlo todo; al cabo de varios años, comprueba, que, para los nativos, sigue siendo un extranjero, y le llega la crisis. Será verdadero misionero en la medida en que domine su complejo de inferioridad y, al aceptar el ser diferente, (y los nacionalismos se encargan de recordárselo), considerarse sirviente de la iglesia local, corresponsable sin dominación y sin retraimientos enfurruñados» (Vincentiana, 1983, p. 23).

e) En la Congregación de la Misión y en la Compañía de las Hijas de la Caridad caminamos juntos, así paso a paso, confiados en la Providencia. Ella nos ha conducido, durante más de tres siglos y medio, en muy diversas misiones «ad Gentes». Unas han desapare­cido, como en la China Continental, en otras, como en algunos paí­ses musulmanes, nuestra acción apostólica se ve reducida al mudo testimonio de una labor social. En otros países, como en el Zaire, Madagascar, Camerún, Nigeria, por hablar sólo de África, nuestras misiones están viviendo un crecimiento notable. Pero debo confesaros mi pesar cuando, por falta de personal, tengo que responder nega­tivamente a obispos pidiendo fundaciones. Confiamos en la Providen­cia y estamos dispuestos a ir a donde ella nos lleve, con el aumento de nuestras vocaciones juveniles desde hace unos seis años.

Conclusión

Mi gratitud al Sr. Arzobispo de Burgos y demás organizado­res de esta Semana por haberme permitido hablar; y a ellos y a todos los participantes a este forum por la amable atención con que me han escuchado, a pesar de mi castellano con acento irlandés.

Soy consciente de que estoy en Burgos, capital de una región que, desde hace siglo y medio, ha sido fuente y semillero de nume­rosísimas vocaciones vicencianas. De aquí han surgido misioneros, hombres y mujeres que han llevado el Mensaje Evangélico más allá de los mares.

Todo ello dice mucho de la caridad cristiana y de la generosi­dad misionera de esta tierra burgalesa, de sus familias cristianas, y del espíritu vicenciano de numerosísimos hijos e hijas de las fami­lias españolas.

San Vicente solía decir que nuestra congregación es «pequeña» en comparación con las grandes Órdenes de su tiempo: los Franciscanos, Dominicos, Agustinos, Mercedarios, Car­melitas, Jesuítas. Él nos decía: «Venimos detrás de ellos, reco­giendo los restos de sus grandes cosechas misionales».

Mi saludo especial a los miembros de estas grandes Órdenes, que llevaron el peso de la evangelización de América.

Y a todos, grandes y pequeños, de ambos cleros, religiosos, religiosas, seglares comprometidos y jóvenes, que sentís la llamada misionera, permitidme que os exprese un profundo anhelo: nues­tra dimensión misionera de la caridad cristiana será dimensión corta, si no medimos su radio de extensión con el grado de nuestra íntima unión con Jesús, quien nos dijo: «El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto» (Jn. 15, 15).

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