José Cottolengo, con los abandonados

Francisco Javier Fernández ChentoJosé Benito CottolengoLeave a Comment

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Autor: Ignacio Marqués · Año publicación original: 2007 · Fuente: Centre de Pastoral Litúrgica.
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La «conversión» de José Benedicto Cottolengo

2 de septiembre de 1827. Domingo por la mañana. En Turín, la capital del Piamonte, en el norte de Italia, el canónigo de 41 años don José Benedicto Cottolengo sube a la diligencia proveniente de Milán. Se suma a una familia francesa formada por un padre y una madre con cinco niños espantados. Ella se encuentra en avanzado estado de gravidez y con fuertes temblores producidos por la fiebre. El esposo y padre intenta consolar a su mujer al tiempo que controlar a sus hijos. Alguien les aconseja quedarse en el Hospital Mayor. Formando como una triste procesión allí se dirigen los siete componentes de la familia, que se despiden educadamente del padre Cottolengo. En el Hospital no es admitida la mujer de parto. Ha de trasladarse al Hospicio de la Maternidad. Se reinicia el viacrucis. En la Maternidad vuelve a ser rechazada a causa de la fiebre, que puede ser causada por alguna enfermedad contagiosa, y por tanto peligrosa para el resto de enfermos allí acogidos.

Acaban refugiándose en un subterráneo convertido en dormitorio público de vagabundos. Al anochecer la situación de la madre se agrava y se va en búsqueda de un sacerdote.

Y es llamado el canónigo Cottolengo, quien había viajado con ellos hacía pocas horas. De este modo, con sus propios ojos presencia la muerte de aquella pobre mujer, y con sus propias manos colabora a salvar a la recién nacida, para que sobreviva al menos los pocos minutos que le serán necesarios para bautizarla.

Aquel lúgubre rincón está lleno de sangre, en presencia de dos cadáveres sollozan los cinco pequeños y el hombre maldice a grandes gritos aquella ciudad inhóspita y para él tan despreciable.

Al canónigo Cottolengo se le hiela el corazón ante semejante escena.

Sus compañeros de comunidad le esperaban para la cena. Él, guiado por un dolor atroz, se encamina a la iglesia y cae de rodillas ante el Santísimo Sacramento: «Dios mío, ¿por qué? ¿por qué has querido que presencie semejante escena? ¿Qué esperas de mi? Es necesario que haga algo…»

Y he aquí que se levanta, enciende todas los cirios del altar de la Virgen y da orden al sacristán de tocar las campanas.

La noche ya ha caído. Es una hora insólita. Se abren las ventanas de los curiosos. «¿Qué sucede?», se preguntan mientras muchos se acercan a la iglesia para aclarar lo ocurrido. En la iglesia el canónigo los acoge revestido con roquete y estola y cantando solemnemente las letanías de Nuestra Señora.

Así que termina, sin mayor explicación, despide a todos con el rostro radiante, diciendo: «¡Se me ha dado la gracia! ¡Se me ha dado la gracia! ¡Bendita sea Nuestra Señora!».

De este modo, en aquel instante, nació un hombre nuevo.

Un buen sacerdote

José Benedicto Cottolengo había nacido en Bra de Piemonte el año 1786. Cuando vivió este acontecimiento que cambió su persona y su vida tenía, pues, cuarenta y un años.

Hasta entonces había sido un buen sacerdote, como tantos otros. Es verdad que había sufrido un período de fuerte ansiedad que lo había sumergido en una profunda crisis vocacional. Como a tantos otros.

Como tantas otras personas, laicos o clérigos, pasó la mayor parte de su vida –41 años– sin lograr entender a fondo la misión a la que era llamado, sin descubrir quién era en verdad y sin decidirse a iniciar aquello que en sólo quince años, pues murió a los 56 de edad, lo iba a convertir en autor de aquella obra que ya en 1837 el arzobispo de Turín en una carta pastoral, cuando Cottolengo todavía vivía, calificó de «gigantesca, no sólo para el Piamonte e Italia, sino para Europa entera».

Hasta los 41 años nuestro canónigo fue un hombre de buen corazón y pronto a la caridad. Pero nada excepcional. En lo profundo se sentía inquieto, pues aunque aposentado, no había alcanzado el grado de generosidad que anhelaba.

Como canónigo celebraba los oficios divinos en el templo del Corpus Domini, en el centro de Turín. En las solemnes ceremonias civiles y religiosas tenía el derecho de vestir zapatos relucientes con hebillas de plata, y una flamante capa de rojo púrpura. Su situación económica era holgada. Disfrutaba de una jornada de fiesta semanal, el lunes.

Su confesionario era frecuentado por muchos penitentes. Los universitarios de Turín lo requerían como predicador de retiros y de conferencias. Los pobres del barrio lo buscaban para obtener de él generosas limosnas.

Sabía afrontar los problemas concretos. Era preciso y minucioso.

Muy atado a su propia familia medio-burguesa; se interesaba por las cuestiones incluso económicas que le concernían, mostrándose un experto en la compra y venta de bienes inmuebles.

Por eso había permanecido con su familia durante muchos años, aún ya sacerdote, hasta que se decidió a laurearse en Sagrada Teología, para poder aspirar a alguna buena plaza. Así, en 1818 obtuvo la catego­ría de Canónigo de la Santísima Trinidad, venerable congregación de seis sacerdotes teólogos que oficiaba en la Iglesia del Corpus Domini y que tenía como finalidad principal dar solemnidad a las ceremonias religiosas ciudadanas a las que asistían las más altas autoridades civiles.

Por eso pudo habitar en la casa de los canónigos, en donde disponía de una amplia y confortable estancia en el último piso de un céntrico palacio.

Después de obtener el título canonical que le permite marchar de casa, escribe a su madre: «Mi querida madre, no se preocupe pensando que tenga demasiado trabajo. Sólo estoy obligado durante tres horas por la mañana y otras tres por la tarde. Así que de salud voy muy bien.

Como con óptimo apetito y duermo soporíferamente; así que estoy gordo como fray …».

Y en otra carta, se despide en broma de su progenitora: «Gracias a Dios ahora logré alcanzar sus deseos: tengo la faz gordota como una luna llena y la buena suerte de presentarme ante usted, queridísima madre, devotísimo, obligadísimo y obsequiosísimo hijo canónigo teólogo Cottolengo».

Por más que tales expresiones e imágenes humorísticas son propias de su estilo, no dejan de manifestar un velado malestar. Este sacerdote docto, buscado, por todos amado, caritativo… se sabe inquieto y lucha en el vacío. Por eso se muestra incierto, desconcertado, cada vez más distante de las peticiones interesadas que provienen de sus familiares. Por otro lado, su ministerio y su honestidad lo ponen en frecuente contacto con los pobres: «¿Qué sentido tienen las hebillas de plata y la capa de color rojo púrpura en un mundo como éste?».

Se siente triste. Cuando se le pregunta, contesta: «Estoy como borracho de la mañana a la noche. No sé muy bien para qué sirvo».

Los meses transcurren sin pena ni gloria. Alguien le da a leer la vida de san Vicente de Paúl: «Leed, señor canó­nigo, así cuando nos sentemos a la mesa sabréis decir algo, pues ahora ni sabéis abrir la boca».

Psicológica y espiritualmente siente un impulso violento a identificarse con aquel gran santo de la caridad; pero le faltan las fuerzas. Hasta que Dios lo sorprende con la experiencia del 2 de septiembre de 1827.

Infancia, adolescencia y juventud

Los Cottolengo son una familia que comercia con teji­dos. Con poco más de veinte años, los jóvenes esposos bendicen al Señor el día 3 de mayo de 1786 porque les ha concedido un niño bien sano. Es su primogénito. Esta alegría se repetirá doce veces en la intimidad de aquel hogar.

Más al norte, allende los Alpes, está en toda su eferves­cencia la revolución francesa, que marcará decisivamente aquel cambio de siglo. El estado del Piamonte se defiende de las ideas renovadoras, mas no logra resistir a la invasión del nuevo astro de Europa, Napoleón Bonaparte. El joven general, en 1800, a su vuelta de la campaña en Egipto, invade el Piamonte venciendo a las tropas saboyanas. Se pasea triunfador por Turín, como poco después por casi toda Europa. Suprime las congregaciones religiosas, se inacauta de todos los bienes eclesiásticos y cierra los seminarios.

Todos estos acontecimientos afectan y marcan profunda­mente la adolescencia de José Cottolengo, pues le obligan por una parte a una existencia encerrada en su casa, y por otra a cursar gran parte de sus estudios de clérigo en la clandestinidad.

En un clima general de desconfianza, conjuraciones y terror, y no sin dudas personales, el 8 de junio de 1811 José Cottolengo recibe el sacramento del orden en la capilla del seminario de Turín.

De regreso a casa de sus padres, ha de ejercer su ministerio privadamente hasta otoño de 1813, cuando le nombran vicepárroco de Corneliano d’Alba, una pequeña pobla­ción rural cercana a Bra, donde permanecerá menos de un año.

Tras la derrota de Napoleón, el Congreso de Viena en 1815 restablece las monarquías y las fronteras de los estados de Europa.

Cottolengo abandona Corneliano y se traslada a Turín para reanudar sus estudios y conseguir el doctorado en teología, que recibe «con plauso e lode» el 14 de mayo de 1816. Tras este brillante éxito, regresa a Bra, en donde permanece dos años más disfrutando de la protección familiar. Frente a las decisiones importantes que hacen autónoma la vida de una persona adulta, permanecen en Cottolengo, pese a su brillante personalidad, zonas de dificultad que le atraen como por instinto hacia la familia. Esta exigencia de retornar a su casa junto a sus padres y hermanas, es como un cordón umbilical que aún no se ha cortado del todo. De sus hermanos, Agustín estudia Bellas Artes y reside en Turín; Luis suele vivir en Chieri, donde se inicia en la carrera eclesiástica, y el más joven, Ignacio, que tan sólo tiene 16 años, se hace dominico.

En cambio, José participa en un concurso para varias parroquias vacantes, pero sin éxito. Por otra parte rehusa algunos empleos sacerdotales que amigos y simpatizantes le ofrecen, como el de asistente espiritual del Hospital General de la capital piamontesa.

Es en 1818, alcanzados ya los 34 años, cuando obtiene el título de canónigo en la distinguida congregación del Corpus Dómini, que reúne la flor y nata del clero turinés de la época. Aunque es una meta ambicionada por muchos sacerdotes de aquel entonces, con el tiempo este honor deja bastante insatisfecho al hombre y canónigo Cottolengo. Su «hermosa cara rellena, de tez encarnada, con frente cuadrada, nariz gruesa, ojos y pelo castaño, boca grande y constitución robusta» esconde en reali­dad un ánimo sensible en demasía. Con sus chistes tan frecuentes, parece ostentar un equilibrio psicológico que no poseee en la realidad. En el umbral de los cuarenta años, su vida se halla todavía insegura. Es como una adolescencia que se prolonga, insatisfecha, en actitud de continua búsqueda.

Un sacerdote del todo entregado a los menesterosos

La experiencia vivida el domingo 2 de septiembre de 1827 lo transformó todo y le impulsó a la actividad que lo ha hecho famoso y santo: su total entrega a los menestero­sos. El grito repetido ante el altar de la Virgen: «Se me ha dado la gracia» marca un rayo de luz que acaba, por fin, con las tinieblas que durante años han sumergido a su alma.

Con la colaboración de sus colegas canónigos, Cottolengo alquila dos habitaciones en el populoso centro de Turín, casi enfrente a la iglesia del Corpus Domini, en una casa que llaman la «Volta Rossa». Allí crea un centro de acogida, como una casa de socorro social, con el objetivo de amparar a quien los demás hospitales u hospicios no aceptan y vive en estado de abandono. Le ayudan en esta labor algunos seglares de la parroquia, la mayor parte penitentes suyos.

Inauguran esta iniciativa el 17 de enero de 1828, dando acogida a Giuseppe Dana, un zapatero enfermo de tisis, y a Margherita Andrá, aquejada de hidropesía, ambos ancianos y solos. En poco más de tres años, la «Volta Rossa» acoge y asiste a doscientas diez personas. Son los ciudadanos más pobres y más en dificultad. Traba­jando para aliviar a estas personas y transcurriendo sus jornadas entre los pobres, el canónigo Cottolengo vuelve a descubrir su vocación y misión.

Le ayudan centenares de voluntarios. Entre ellos destacan Tommaso Rolando, un panadero que al trabajar de noches, roba de sus horas diurnas para dedicarlas a buscar provisiones con que alimentar a los enfermos acogidos. También Marianna Nasi, una joven viuda y madre de un niño. Con su pequeño se instala en una habitación de la «Volta Rossa», dedicada sobre todo a organizar el turno de los voluntarios. Poco a poco se convierte en madre, no sólo de los enfermos allá hospedados sino también de algunas voluntarias a quienes el canónigo don José aconseja espiritualmente y encamina a la vida religiosa, para que se consagren a plena dedicación al servicio de sus acogidos.

De este modo el 30 de noviembre de 1830 Cottolengo acoge a su primera monja, Caterina Biolato. Es la primera religiosa cottolenguina. Como las muchas compañeras que se le añadirán, dedica el día a la adoración al Santísimo Sacramento en la cercana iglesia del Corpus Domini y al servicio de los pobres en el pequeño hospital o en sus mismas casas.

El canónigo Cottolengo rechaza las categorías del bienhechor y de la limosna: reivindica el derecho de los pobres y exige a sus colaboradores que compartan la vida con ellos y que los sirvan sin reservas mentales y sin condiciones. Todos los que tienen el honor de servir en la obra cottolenguina han de estar dispuestos a consumir la vida por los pobres. Según su fundador, el menor gesto de amor vale una vida. Desde luego los enfermos de la «Volta Rossa» tienen sobrada razón en no querer irse de allí de ninguna manera.

De «Volta Rossa» a la «Piccola Casa»

Después de tres años de funcionamiento, el primer local de la «Volta Rossa» es considerado inadecuado. En el año 1831 se difunde por la Europa mediterránea una epidemia de cólera. Una comisión del Estado juzga el pequeño hospital un posible foco de infección en el corazón de la ciudad de Turín. Pese a los informes positivos de la policía, el Gobierno ordena el cierre con fines de prevención. La comunicación del ministerio de Gobernación surte el efecto de un rayo inesperado. No faltan, eso sí, maliciosos que se alegran de ello. Mas el canónigo Cottolengo, al mismo tiempo que traslada a sus asistidos a casas particulares enviando a sus monjas a asistirlos, ya piensa en llevar su iniciativa a una zona y en locales más aptos. Y responde sin titubear al canónigo Valletti que trata de disuadirle: «Querido amigo, como usted sabe yo soy nativo de Bra, el pueblo de las coles. Allí siempre he tenido ocasión de observar que sólo las coles trasplantadas llegan a ser gordas. Trasladaremos nuestro pequeño hospital a un lugar donde pueda desa­rrollarse y prosperar sin problemas».

Dedica los locales vacíos de «Volta Rossa» a escuela guardería de niños de familias pobres. Sus monjas les guiarán en los primeros pasos del arte de leer, escribir y contar, al tiempo que les enseñarán los primeros con­ceptos del catecismo.

Posteriormente, impresionado don José, «el Buen Canó­nigo» (como era conocido en la ciudad), por el gran número de muchachas que vivían de la limosna obtenida en la calle, realiza un servicio para que aprendan un oficio que les permita ganarse la vida. Muy pronto este grupo adquiere consistencia, y el Santo lo llama «familia de las Ursulinas».

Junto a la carretera que lleva a Milán, en los suburbios de las afueras de Turín, está la zona de Valdocco. Cottolengo se fija en este barrio en crecimiento, cercano, por otra parte, al santuario de Nuestra Señora de la Consolación, patrona de la ciudad. Allí alquila una casita por dos meses en nombre de «la Divina Providencia».

Después de restaurarla, coloca sobre la puerte de entrada un cartel donde está escrito el lema paulino «¡Nos apremia la caridad de Cristo!», que se constituye en resumen de la actividad que allí se llevará a cabo.

En ella nada de reglamentos especiales, ni de burocracia ni prohibiciones de enfermedad, edad, sexo, nacionalidad, raza o religión. Para ingresar en esta casa basta ser pobre y enfermo, abandonado por la familia y rechazado en los demás hospitales. Para cada marginado la Divina Provi­dencia asegura un pedazo de pan, una cama y sobre todo una persona capaz de compartir su pobreza y dispuesta a luchar para que su liberación sea la mayor posible.

Para las curas médicas de sus asistidos, el «Buen canó­nigo» cuenta con el médico de pobres, el joven doctor Lorenzo Granetti. Si antes asistía gratuitamente en «Volta Rossa» ahora lo hará en Valdocco. Por todo ello, Cottolengo bautiza el mismo día de su apertura, 27 de abril de 1832, esta nueva sede con el nombre de «Piccola Casa della Divina Provvidenza» («Pequeña Casa de la Divina Providencia»), y la coloca bajo la protección de san Vicente de Paúl, el héroe francés de la caridad cristiana. Las monjas y voluntarios presentes exultantes, cantan «Deo gratias» («Gracias sean dadas a Dios»), grito de agradecimiento que será típico de los cottolenguinos de todos los tiempos.

Total confianza en «la Divina Providencia»

La obra cottolenguina emprende así su rumbo con senci­llez y pobreza desconcertantes. Su fundador dejó escrito en su diario: » La «Piccola Casa» irá adelante mientras no tenga nunca nada… pero si contase con algo, entonces comenzaría a decaer».

Para testimoniar su confianza en la «Divina Providencia» se honraba el canónigo en contraer deudas, asegurando el éxito de la empresa en la fidelidad a los medios pobres. Siempre quiso servir a los menesterosos sin la seguridad que a otros pudiera dar el disponer de un capital estable.

Sin un céntimo en el bolsillo, con la única riqueza de su gran confianza en la «Divina Providencia», el padre Cottolengo no para: unos meses después logra alquilar otra casa de dos pisos. La llama «Casa de la Fe». Y en el mismo 1832 alquila unas cuantas habitaciones más y las llama «Casa de la Esperanza». Así cada vez es capaz de acoger a más gente. A los cinco meses del traslado la «Piccola Casa» cuenta con 45 plazas. Un año después con 102, y dos años después con 300.

Crecía también el número de los consagrados dedicados a los enfermos pobres. Y con ellos fundará distintas comu­nidades religiosas, tanto masculinas como femeninas.

E127 de agosto de 1833 el rey del Piamonte, Carlos Alberto, reconoce la existencia legal de la «Piccola Casa» como «obra cuyo objetivo principal es acoger a los enfermos que los demás hospitales rechazan y a varias categorías de personas desvalidas, gracias al servicio de sus propias familias religiosas». El rey en persona los ayudará en más de una ocasión de su propio pecunio.

Ante cada necesidad, Cottolengo funda una nueva sección. Nacen así los dedicados a atender a los sordomudos, a los deficientes mentales, a los violados sexualmente, etc. Y va creciendo la «Piccola Casa» que llegó a ocupar a la muerte de su fundador una extensión de 50.000 metros de superficie. Hoy ocupa una extensión de 200.000 metros y viven en ella unas 15.000 personas.

Para tratar de ahorrar dinero y evitar deudas demasiado cuantiosas, don José abre un matadero y un horno de pan en la «Piccola Casa». Y no sólo busca cubrir las necesidades materiales con la construcción de nuevos y mejores edificios, sino también las espirituales. Para ello en el recinto abre cinco monasterios donde acoge a cinco comunidades de clausura, cuatro femeninas y una masculina. Una de ellas integrada por chicas que, habiéndose prostituído, abrazaban la vida religiosa, consagrándose de por vida a la contemplación

De este modo, la «Piccola Casa» se ha ido convirtiendo en una «Gran Ciudad» dedicada a los pobres y enfermos. Si san Juan Bosco en su juventud la frecuentó, hoy día sigue siendo visitada por millares de personas que se admiran de la actividad qu e allí sigue ejerciéndose.

En el amor a los pobres y enfermos consumió su vida

Corría el año 1842. Una nueva epidemia de tifus azota Turín, particularmente la zona de Valdocco, afectando a la misma «Piccola Casa». Monjas, hermanos y clérigos que allí sirven fallecen como muchos de los enfermos pobres que allí residen. Horas de angustia para todos, al pensar que también el fundador puede caer víctima del contagio; con ansiedad monjas, hermanos y asistidos leen en el rostro del «Buen Canónigo» la palidez del cansancio, y vislumbran en él los rasgos típicos de los contagiados.

Aún así no cesa en su actividad, hasta que acompañando a algunas hermanas al hospital de Chieri, decide quedarse a descansar algo de tiempo en casa de su hermano el canónigo Luigi. Se agrava. Esa misma noche acude el doctor Granetti, quien le asistirá esta última semana. No hay duda: se trata de tifus petequial en fase irreversible.

Mientras don José está muriendo, Turín enloquece en fiestas por las bodas del príncipe Victor Manuel. Todos los monarcas de Europa acuden a la capital del Piamonte con su séquito para asistir a tan fausto acontecimiento.

La opinión pública no ha de enterarse del drama de Valdocco. El alcalde manda quinientas liras a don José para que sus pobres participen de la fiesta. Mientras, en Chieri, solitario y silencioso, don José lucha entre la vida y la muerte. Ha dado orden al médico que no comunique en absoluto el agravamiento de sus condiciones para no amargarles la fiesta.

Aislado por miedo al contagio, el 29 de abril recibe la Unción de los enfermos. A veces la fiebre altísima le hace delirar. En los ratos de lucidez invoca a la Virgen María y proclama su esperanza en el Señor, rezando con breves invocaciones de los salmos. Después el silencio. El 30 de abril de 1842 por la tarde, el canónigo Cottolengo muere sencillamente como sencillamente había vivido, sin bendecir a sus hijos, sin designar a su sucesor en la dirección de la Obra, sin hacer ningún gesto solemne.

El día siguiente, al amanecer, los 1.300 habitantes de la «Piccola Casa» reciben la noticia de su muerte. Una circu­lar escrita por el clérigo Biandrá por orden del canónigo Anglesio, informa del óbito a las monjas que trabajan en varias localidades piamontesas. El rey, informado en seguida del fallecimiento del canónigo Cottolengo, no logra retener las lágrimas y exclama: «Cottolengo ha muerto porque yo no le he ayudado suficientemente! Nada me costaría sustituir a un obispo, ¿pero a Cotto­lengo quién le sustituye?».

La Divina Providencia mantiene serena a la «Piccola Casa», donde si la desolación es general, no lo es menos la oración. Turín sigue en fiestas: un luto tan inoportuno no ha de molestarla. Excepcionalmente, el rey concede que los restos mortales de don José Cottolengo se puedan transportar desde Chieri a la «Piccola Casa», mas ha de hacerse de noche. El funeral, sin exterioridad ninguna, se celebra en su iglesia. Tan sólo unos días más tarde se publica la noticia de la muerte, cuando los festejos han finalizado ya, los novios han partido de la capital y los grandes de Europa han regresado a sus países respec­tivos.

Tres días después habría cumplido 56 años. La «Piccola Casa» cumple los 10.

Fue canonizado en el año 1934. La liturgia celebra su día festivo el 30 de abril, aniversario de su muerte.

Cada año centenares de jóvenes llaman a la puerta de la «Piccola Casa» y de sus sucursales. Insatisfechos de la pobreza espiritual de la vida que los rodea, buscan en la experiencia de servicio voluntario cristiano una confirmación a su voluntad de hacer más humano el mundo que amenaza hundirlos.

Atraídos por el carisma de compartir la vida con los menesterosos, estos jóvenes descubren en el espíritu de san José Cottolengo, un cura que ha gastado su vida defendiendo a los más pobres, una ocasión importante que han de vivir y que no dejará de marcar su porvenir. En nombre del Evangelio, estos voluntarios se dedican al servicio real de los pobres, un par de horas por semana o unos días o semanas al mes o al año. También hay quien opta por formas de servicio aún más radicales».

Francesco Gemello, Padre general de «La Piccola Casa»

Para rezar

Señor, Dios todopoderoso,
tú nos has revelado
que toda la ley se compendia
en el amor a ti y al prójimo;
concédenos que,
imitando la caridad de san José Cottolengo,
podamos ser un día contados
entre los elegidos de tu Reino.
(Misal – Común de Santos y Santas)

Como aquel samaritano del evangelio,
te encontraste la pobreza y el dolor de frente
y no pasaste de largo,
sino que te detuviste
y decidiste dedicar tu vida entera
a encontrar a los pobres y abandonados
y a hacer posible para ellos
una vida más digna y humana.
Ayúdanos a hacer como tú:
a mirar la pobreza y el dolor,
a saber ver a los pobres,
y a responder a su situación
con todas nuestras posibilidades.
Porque el rostro de los pobres
es el rostro de Dios.

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