Como el sol que se eleva sobre las montañas del Señor,
así el encanto de una bella mujer
en una casa bien llevada.
Eclesiástico 26, 21
«El sábado 16 de julio, mi querida mujer que en este momento está en Long Island, por causa de su salud, vino para ver a todos sus hijos, y nos pusimos a la mesa, todos juntos, para comer: mi mujer y yo, mi hija Ana María y su marido, mis hijos: Guillermo Magee, Jaime, Juan, Enrique, Samuel y Eduardo. Mis hijas: Isabel, Rebeca, María, Carlota y Enriqueta. Al fin de la comida, mi mujer y yo hicimos un brindis en honor del Todopoderoso que nos ha ayudado a educar a todos estos hijos, de los que ninguno, jamás, nos ha causado preocupaciones».
El hombre que trazaba estas líneas, el 21 de julio de 1791, se llamaba Guillermo Seton. Estaba en plena fuerza de la edad, cuarenta y cinco años, y sería padre todavía, al año siguiente, de una pequeña, Cecilia. Ocupaba entonces un puesto de confianza en el Banco de Nueva York, en la Walton House de Sr. Georbe Square, el primer banco americano que había sido creado desde la Independencia, y donde el mayor de los hijos, Guillermo Magee trabajaba también desde los dieciocho años.
«Poco tiempo después que los habitantes de esta ciudad llegaron a ser pacíficos poseedores de ella, precisa St. John de Créve Coeur, con fecha del 28 de diciembre de 1786, establecieron un banco regido como el de Boston por doce directores, que los suscriptores elegían anualmente; este establecimiento ha rendido grandes servicios al comercio de esta ciudad».
La Nueva York de entonces era, a decir verdad, muy diferente de la Nueva York moderna. Algunos lienzos de la época, debidos a pintores contemporáneos de la Independencia, a Francisco Guy, principalmente, han fijado con éxito la fisonomía de la ciudad tal como aparecía en aquel siglo XVIII que acababa. Casas coquetas con fachadas enjalbegadas, cuando no están construidas con ladrillos rosados, han reemplazado ya a las viejas edificaciones de madera que había destruido en gran parte el terrible incendio de 1776. Casas de dos o tres pisos, todo lo más, que domina, elevada, el campanario de las iglesias o su cúpula redonda. Unos faroles provistos de lámparas de aceite alumbrarán parsimoniosamente por la noche las calles sin pavimento, obstruidas sin cesar, en los accesos del puerto, con cordajes y anclas, con barriles y toneles, con enormes fardos de todas clases, en medio de los cuales, pesados carros, traqueteando, se abren paso con dificultad. A lo largo de toda la jornada, marinos y comerciantes se abordan en una abigarrada animación de trajes y colores: largas blusas o levitas, sombreros de copa, gorras y sombreros planos. Se trajina cargando y descargando las mercancías más diversas. Se trinca frente a un bar improvisado: una plancha puesta sobre dos toneles. Se discute un negocio, de mar o de política, sentados tranquilamente sobre los escalones, ante las puertas de las tiendas.
La rodadura de los toneles, de los barriles de melaza, de los bidones de alquitrán, el piafar de los caballos, el chirrido de las ruedas sobre sus llantas de madera, las llamadas de los estibadores se mezclan al ruido de las olas que baten las piedras del muelle, a los chillidos agudos de las gaviotas y de las águilas marinas cuyo vuelo se prolonga, rápido y sesgado, por encima de la ciudad.
El cruce de Water Street y de Wall Street experimenta casi sin tregua esta viva y trepidante animación. Se conoce otra de ellas, más aristocrática, muy típica de la época: la que reina, desde la mañana a la noche, en la Tontine Cof fee House, en cuya cima flota orgullosamente restallando, bajo las ráfagas con que la azota el viento, la bandera de la Independencia. Se puede ver, a todas las horas del día, a hombres que conversan en la terraza o en el balcón de la Tontine Coffe.2 House. Llevan ellos los sombreros de anchas alas o los tricornios negros sobre la peluca blanca o sobre los cabellos empolvados a lo Cadogan.Levitas de colores claros, medias blancas, zapatos desnudos… La moda europea ha franqueado el Atlántico y los fervientes pioneros que se quieren desde ahora separados del Viejo Mundo han adoptado prácticamente la elegancia refinada que ostentan, por esos mismos años, los cortesanos de Jorge III en Londres o los últimos familiares del palacio de Versalles en la víspera de la revolución francesa.
De Tontine House, por Water Street, que llega directamente al puerto, se ven claramente, balanceados por la marea, las vergas y los mástiles de los navíos en el malecón, y a veces, destacada sobre el cielo de un azul vivo, la vela hinchada de un navío que trae al Nuevo Mundo su carga de tela, de vino, de cereales o simplemente de emigrantes.
En la ciudad de Nueva York en este final del siglo XVIII, hay entonces, atestiguan los historiadores, una especie de gama alegre de vida, de animación, de placeres, de bailes, de diversiones. Desde que George Washington, aceptando asumir la presidencia de la joven república, dejó Mount Vernon, en 1789, para fijar su residencia en Nueva York, la ciudad, que viene a ser prácticamente capital de los Estados Unidos, ve acrecentar de día en día su prestigio.
No es ya el tiempo en que los pobres tenderetes, hechos con planchas de madera toscamente labradas, se contentaban con ofrecer a los colonos desprovistos los artículos de primera necesidad, o los utensilios de casa más indispensables. Elegantes almacenes, con anuncios llamativos, atraen ahora las miradas de los transeúntes, más aún de las transeúntes. Ropa fina y encajes, vestidos de verano, de invierno, perifollos y bagatelas, perlas preciosas, joyas, diamantes, finas porcelanas, muebles y tisúes de tapizar, frutas de todas clases, pasteles y golosinas; ¿qué hay que no se encuentre, entonces, en los almacenes de Liberty Street y de Wall Street, donde los escaparates tentadores solicitan a cada paso la atención, hacen nacer el deseo, incitan a la compra?
Entre los floristas de la ciudad, porque uno solo no bastaría, Grant Thorburn tiene la primera plaza. Hace negocios de oro, habiendo sabido hasta tal punto asentar su reputación que ningún enamorado de Nueva York estimaría haber hecho galantemente la corte, si su bienamada no hubiera recibido de su parte un manojo o un ramillete del florista Grant Thorburn. El florista ha encontrado, además, para atraer y retener a la clientela, una fórmula original que se le muestra infalible. En medio de las flores siempre frescas, siempre nuevas, de los más variados colores, se balancean ligeras unas jaulas de finos alambres en las que pájaros de rutilante plumaje hacen oír su canto y sus incesantes gorjeos.
Sobre la misma acera de Liberty Street el escaparate de John Jacob Astor ejerce sobre las elegantes de Nueva York, una atracción más fascinante todavía: capas, pellizas, abrigos de visón, manguitos de castor o de armiño, pieles de zorro azul. La Casa Astor es para las neoyorquinas de la época, lo que la casa Dior para las parisienses de hoy. Ninguna de las mujeres «chic» de la ciudad se creería vestida si sus prendas de invierno no vinieran del almacén de John Jacob Astor….
Las galerías de muebles mantenidas por Duncan Phyffe atraen, ellas también, numerosos visitantes y distinguidos clientes. Amueblar su hogar según la moda del día, escoger la mesa de madera esculpida, las sillas y los sillones con sede rías damasquinadas, palpar la tela de las cortinas que según la estación o los gustos caerán en pliegues pesados a cada lado de la ventana o dejarán flotar ligera su blancura vaporosa, es un placer que forma parte de la alegría toda nueva de los jóvenes casados. Duncan Phyffe no lo ignora; aquél cuyo almacén abre sus puertas en una de las calles más frecuentadas de la ciudad: Wall Street.
Muy ingenuo sería quien se figurase que la publicidad no existía antes del siglo XX. En la Gaceta de Nueva York del 10 de diciembre de 1783 unos sombrereros hicieron insertar el anuncio siguiente: «Enrique Bicker e hijos, exilados de esta ciudad hace ocho años por la conquista que nuestros enemigos habían hecho de ella, y que durante el curso de la última guerra sirvieron fiel y animosamente a su patria como capitanes, in forman al público, sus amigos y antiguos camaradas los oficiales del ejército continental, que fabrican sombreros como antes de la guerra. Ellos se prometen que los buenos Wigs los comprarán en su tienda preferentemente. Sólo esperan y piden por sus servicios la animación de su industria».
Es de buen gusto, además, frecuentar John Street, el primer verdadero teatro americano, donde no hay un grupo de aficionados, como poco antes, a quienes se va a aplaudir, sino unos actores profesionales que interpretan las piezas clásicas de Shakespeare, u ofrecen representaciones más ligeras. La sociedad selecta de Nueva York gusta encontrarse allí, sin menoscabo de las reuniones de tarde o nocturnas que se ofrecen habitualmente en tal o tal familia.
Que los Seton hayan encontrado, más de una vez, a los Bayley, en semejantes coyunturas, nada más, natural. Este año de 1791, Betty tiene 17 años. Se debate entonces con demasiados problemas para encontrar en estas reuniones mundanas otra cosa que una distracción, cuyo vacío ella misma se va a reprochar. Guillermo Magee, que acaba de alcanzar sus 23 años, ¿ha prestado ya alguna atención a la joven? Es difícil anticiparlo con certeza. Además está en vísperas de embarcarse por tercera vez, en dirección a Europa. Su familia paterna, de origen escocés, tiene ilustres ascendientes. Cuando la joven María Estuardo llegaba, en 1559, al reino de Francia, prometida al delfín Francisco II, que, al año siguiente, la dejaría viuda, a los 18 años, una de las «cuatro Marías» que acompañaban a la princesa escocesa era una María Seton. Ella permanecerá fiel hasta la muerte a la otra María, a la reina que un destino dolorosamente trágico había de perseguir toda su vida.
El padre de Guillermo Magee, Guillermo Seton había nacido también en Escocia, en 1746. Tiene 17 años cuando se embarca, solo, para el Nuevo Mundo. Cuatro años más tarde, desposa en Nueva York a Rebeca Curson, y no tarda en fundar con su cuñado Ricardo la firma comercial de importación «Seton and Curson». La competencia del joven, su lealtad, su energía le señalan a sus conciudadanos como un candidato de valor para la asociación de la primerísima Cámara de Comercio de la ciudad, aunque no tenga entonces más que 22 años.
Los años que siguen ven poblarse su feliz hogar de niños: Guillermo Magee, Jaime, Juan, Enrique, Ana María. Pero la tuberculosis de la que en la época se ignora casi todo, arrebata prematuramente a los suyos a la joven madre de familia. Antes de los 30 años, Guillermo Seton se encuentra solo, con cinco hijos que educar. Al año siguiente, desposa en segundas nupcias, a la propia hermana de su mujer: Ana María Curson, que le dará todavía dos hijos: Samuel y Eduardo, y seis hijas: Isabel, Rebeca, María, Carlota, Enriqueta y Cecilia.
Fue juzgado digno, además, el año que precedió a la muerte de su primera mujer, de formar parte del «Comité de los Ciento» al que encomendaron defender sus intereses los ciudadanos que pretendían permanecer fieles a Inglaterra. Pero, en este turbio período, esos intereses verdaderos eran tan malos de discernir como de defender. Había necesidad, por parte del Comité, de hombres lúcidos, inteligentes y enérgicos. Guillermo Seton tiene 29 años, y es de aquellos a quienes incumbe esta delicada y pesada responsabilidad. Aunque su elección para el «Comité de los Ciento» le señaló como realista, los patriotas no dudaron en considerarlo un verdadero americano, desde que, terminadas las hostilidades, la joven nación afirmó sus primeros actos de autonomía.
Se acordaban demasiado, en 1783, del papel que el señor Seton había mantenido, durante los años del conflicto, en las luchas con el problema vital que representaba entonces el avituallamiento de los neoyorquinos asediados por las tropas inglesas. Encargado de asegurar la llegada de los víveres, había sabido hacer cara a unas situaciones que otros menos enérgicos hubieran considerado quizás como desesperadas.
Durante el año 1782, está al lado de uno de los hombres más destacados de la ciudad: Andrés Elliat, quien acumula entonces los dos cargos de Jefe de la Policía y Superintendente del Puerto. Guillermo Seton le ha sido añadido como asistente. Y sin embargo, las graves responsabilidades cuyo peso ha debido asumir, una tras otra, durante los años difíciles, no han impedido a Guillermo Seton ser, en medio de sus hijos, el jefe de familia admirado, respetado, amado sobre todo. Si goza de una situación pecuniaria que le permite hacer vivir a los suyos desahogadamente, es dichoso por causa de sus hijos.
«¡Venid todos a mi caja fuerte, mientras esté con vida!, tiene la costumbre de decirles, ¡y cuando no esté ya aquí, pues bien, cuidaréis los unos de los otros!». Pero no es sólo en el interior del círculo familiar donde se da con bondad innata,
y con el deseo de hacer feliz. Sus amigos, y no le faltan, saben hasta qué punto se puede contar con un hombre tal como él. Héctor St. John de Créve Coeur, quien, antes de que estallara la Guerra de la Independencia, había dedicado a Guillermo Seton sus «Cartas de un granjero americano», había de encontrar, en 1783, a su destinatario en muy dolorosas circunstancias. Volvía de Versalles, con cartas que le acreditaban junto a Washington, en calidad de primer Cónsul de Francia en los Estados Unidos, sin que nada le hiciera prever el drama que se había desarrollado dentro de su familia., en el transcurso de su ausencia. Su casa había sido incendiada, su mujer había muerto, y sus hijos habían desaparecido. «¡Yo hubiera muerto de golpe, confesará más tarde Héctor de Créve Coeur, si no hubiera encontrado en el muelle a mi amigo Guillermo Seton!»…
«Aquel amigo generoso, aunque sincero realista, prefirió la patria a las brumas y a la esterilidad de Nueva Escocia. Lo que yo había previsto llegó después. Sus opiniones políticas fueron olvidadas, él goza de la estima pública que le merece tan justos títulos y hoy está a la cabeza de la Banca. Nacional, puesto importante al que ha sido llamado por el sufragio unánime de los suscriptores». Tal era el hombre que, el día 16 de julio de 1791, se alegraba de tomar un sitio en torno a la mesa de familia donde su mujer y sus doce hijos le rodeaban. Su hijo mayor, Guillermo Magee, tenía 23 años. Había nacido en 1768 a bordo del gran velero Edward que conducía a Nueva York, después de un viaje por Europa, a su padre y a su madre. Había sido bautizado el 8 de mayo en la iglesia de La Trinidad. Dos hermanos, Jaime y Juan, le habían seguido de cerca. Apenas ha llegado a sus 10 años, cuando Guillermo va a cruzar de nuevo el mar, con Jaime, su hermano menor. Sus padres deseaban para los dos muchachos una sólida educación inglesa. Como su abuela está todavía en el Continente, son enviados como internos al Colegio de Richmond, no lejos de Londres. Allí permanecerán unos seis años.
El muchacho tiene 16 años cuando vuelve a los Estados Unidos. Dos años más tarde, será capaz de trabajar con su padre, en e! Banco de Nueva York. Pero ese padre sueña para él una nueva formación que haga de su primogénito un hombre de negocios consumado. Guillermo se embarca, en efecto, una segunda vez, para el Viejo Continente. Va a seguir un largo periplo: España, Italia. Inglaterra. Visita, una tras otra, Madrid, Roma. Londres. Establece contacto con las agencias extranjeras que mantienen relaciones comerciales con América, a la hora en que la importación y la exportación toman entre el antiguo y nuevo Continente su primer impulso. Pasa a Barcelona, a Génova, a Liorna, deteniéndose a veces varias semanas para adquirir nuevos conocimientos técnicos y hacer lo que llamaríamos hoy una pasantía.
Es Liorna, verosímilmente, donde hace una mayor parada. Es recibido por una familia italiana que le acoge como amigo más que como pasante. Los Filicchi tienen efectivamente lazos estrechos con el país de Guillermo Magee Seton, ya que Felipe Filicchi ha desposado a una americana de Boston: María Cowper. En Liorna, por este hecho, el joven se siente menos extranjero. Allí puede hablar su propia lengua e iniciarse en la de sus huéspedes, con quienes pronto le unirán verdaderos lazos de amistad.
De Italia, Guillermo Magee Seton llega a Inglaterra, pasa un momento con la familia de su padre, ve con interés las ciudades de Sheffield, Manchester, Liverpool y Birmingham, que experimentaban entonces una especie de revolución industrial. Se detiene en Londres, visitando todo lo que es posible ver con una juvenil curiosidad, ávida de conocer todo. Se embarca al fin, el 10 de julio de 1790, en el Montgomery que hace su singladura hacia América, pero que no arribará al puerto de Nueva York sino después de diez largas semanas de travesía.
La hermana de Guillermo Magee, Ana María se casa el 24 de noviembre siguiente con el Senador Jahn Vining. ¿Es con ocasión de este matrimonio cuando el joven Guillermo Magee vuelve a encontrarse a Isabel Bayley?
Menos de un año después, sin embargo, al día siguiente de la reunión familiar del 16 de julio de 1791, exactamente, vuelve a marchar de nuevo con dos de sus hermanos, Jaime y Enrique. Los tres son invitados a ir a proseguir su formación profesional en casa de los Filicchi, cuya firma comercial que dirigen en Liorna es una de las más importantes que están entonces en relación con América.
Cuando vuelven al fin, uno o dos años más tarde, Guillermo Magee no tiene ninguna dificultad en ocupar su puesto en la sociedad selecta de Nueva York. Sus tres viajes por el Continente, las experiencias de toda suerte que trae de allí, el conocimiento al menos de una lengua extranjera, le confieren un prestigio que más de una, tal vez, le envidia secretamente, y que añade, además, a la excelente reputación de que goza su familia. Es, por otra parte, un joven distinguido, encantador de rasgos finos, de estatura elevada. Queda un retrato suyo al pastel que data de esta época. La frente es alta, amplia, el rostro en óvalo regular y encuadrado por cabellos ondulados, empolvados de blanco, que descienden hasta el cuello de la levita oscura. Los ojos son dulces, con una nota de melancolía, la nariz fina, la boca bien dibujada. Una pechera de encaje blanco acaba por dar a la fisonomía, más dulce que viril, es preciso reconocerlo, esa nota romántica que evoca para nosotros el retrato de un André Chénier, por ejemplo. A decir verdad, el perfil de Betty, en esta misma época, y aunque ella sea seis años más joven que Guillermo Magee, acusa un carácter mucho más enérgico.
Sin que ningún documento nos precise la fecha del encuentro que hizo nacer entre el joven y la joven la primera llama de amor que, pronto, iba a revelarse tan profunda, lo cierto es que desde el año 1793, los esponsales habían sellado ya sus primeras promesas.
A los 19 años, Isabel, de talla pequeña -1,52 a lo sumo-, posee un encanto discreto y seductor que se alía, en ella, a una nota grave, seria, reflexiva. Los ojos son oscuros, el mentón voluntarioso. Los cabellos castaño oscuro en pequeños bucles, están sostenidos en lo alto de la cabeza por una larga cinta de color, a tono con su traje claro. Dos largos bucles caen, por cada lado del rostro, hasta la espalda, hasta el cuello vaporoso del vestido ligero.
Agradaría saber qué encuentro providencial, qué súbitas circunstancias iban realmente a cambiar, para Betty, hasta tal punto el curso de las cosas. Ayer, era la angustia, el aislamiento cruel, un horizonte cargado de nubes amenazadoras, de nubarrones tan sombríos que nada parecía poderlos disipar. Pero un gran viento se había levantado, que, de un solo golpe, había barrido el cielo. De nuevo brillaba el sol. De nuevo recobraba sus derechos la alegría de vivir. Isabel es dichosa. He aquí que también a ella le es dado hacer la experiencia única del amor, una experiencia que para ella se va a revelar tanto más plenificante cuanto que su ternura de niña, de adolescente, no había podido darse normalmente.
Se sabe amada por Guillermo Magee, amada ardientemente, lealmente. Y su amor en ella brota como una fuente de montaña, fresca, límpida, inagotable. Ha pasado la hora de las largas reflexiones solitarias de los problemas dolorosos que su espíritu inquieto trataba de resolver. Las jornadas del presente se apresuran, alegres, como una farándula donde la danza y los cantos se suceden sin fin. Ramilletes y manojos de flores llegan a su nombre procedentes de la tienda de Grant Thorburn; su brillo la extasía, su aroma la embriaga. Le es preciso casi cada día escribir unas líneas que digan a Guillermo Magee que él está siempre presente en el pensamiento de Betty, o bien, que se reunirá con él mañana, esta noche, luego…
Hoy, le espera en casa de la Sra. Wilke; mañana será en casa de la Sra. Sadler.
¡No llegues demasiado tarde!, suplica cándidamente la misiva. ¿Que la cita prevista no puede tener lugar en el sitio donde se había fijado? Rápidamente unas líneas advierten al joven:
Si tienes muchas ganas de ver a tu Isa, la encontrarás al piano en casa de la Sra. Atkinson.
¿Se encuentra impedida de salir a consecuencia de un orzuelo que le deforma el párpado? No traza más que estas líneas suplicantes:
El ojo de tu Isa es muy malo, aunque no la haga sufrir demasiado, la obliga empero a no moverse. Y por tanto te toca a ti, darme mucho de tu tiempo. Ven la más pronto posible. Comeremos hoy a la una, ya que Wright Post ha de marcharse a las afueras de Nueva York.
Juvenil impaciencia de estos encuentros que llegan a ser durante los últimos meses de 1773 los momentos privilegiados, los tiempos fuertes de la vida de Isabel. Y mientras llega el tiempo de la petición oficial, que Guillermo Magee ha de dirigir al doctor Bayley, Betty se hace insistente. ¡Su padre está tan ocupado, tan sobrecargado de trabajo, tanto en la propia ciudad como en Staten Island, cuando no es en Columbia! ¡Se permitirá el joven ver escapársele sin cesar la ocasión esperada!
Mi padre ha comido con nosotros y se ha marchado no sé dónde, escribe ella un tanto inquieta. Pero tu causa -añade ella- está bien defendida por la que está muy interesada en que le hagas buena impresión. ¿No basta esto? No, algunas líneas más persuadirán a Guillermo, si de ello tiene necesidad, de la importancia que la joven da a semejante paso. Tu Isa estará en Wall Street hacia las cinco, y sabrás entonces más sobre esta cuestión.
¿Qué razones habría podido, efectivamente, invocar el doctor Bayley para oponerse a una unión que, de todos los puntos, parecía tan ventajosa? ¿Qué matrimonio más bello que aquél, habría podido desear para su hija predilecta? La familia Seton era, dentro de la mejor sociedad de Nueva York, una de las más destacadas y una de las más estimadas. Había trece hijos en el hogar de los Seton, a quienes un sólido afecto unía entonces unos a otros. La situación financiera era una de las mejor asentadas de toda la ciudad. En cuanto a la valía personal de Guillermo Magee, era evidente. Sus viajes por Europa le habían aportado, además, un conocimiento de los negocios que pocos jóvenes americanos de entonces poseían en tal grado.
Un solo punto negro, sin embargo: la salud del joven. Era preciso convenir en ello: los Seton estaban todos sujetos, en diverso grado, a esa enfermedad del pecho, cuyas, causas no se conocían, y que era imposible por el mismo hecho prevenir y frenar. La madre del joven, Rebeca Curson, había sido afectada antes de los 30 años por la tuberculosis. Otros, en su familia, habían sido tocados de un mal idéntico. Guillermo Magee mismo, durante sus estancias en Europa, había conocido, por momentos, una tos seca y dolorosa que le obligaba a veces a tomar un poco de reposo.
De esto, evidentemente, el padre de Isabel, el doctor Bayley, estaba previamente advertido. Todo lo médico que fuera, no sabía más de esto. Sabía por experiencia que la fiebre amarilla, era de esas enfermedades que no perdonan. Había visto, por el contrario, a tísicos vivir largos años. ¿Sería necesario sopesar la felicidad cierta de Guillermo Magee y de Betty con la amenaza, suma muy aleatoria, de una enfermedad cuya evolución o consecuencias eran prácticamente imposibles de prever cuáles serían en definitiva? El Dr. Bayley, bien pesado todo, da su consentimiento.
El domingo 25 de enero de 1794, Guillermo Magee Seton pasaba al dedo de Isabel Bayley el anillo de oro que les unía a los dos para siempre, para lo mejor y para lo peor. El tenía 25 años, ella tenía poco más de 19. La bendición les había sido dada por el primer obispo episcopaliano de América, reverendo Samuel Provoost, titular de la Iglesia de La Trinidad de Nueva York. El banquete y la recepción consiguientes tuvieron lugar en casa de Wright y María Post.
De estas claras jornadas de felicidad, Isabel no ha dejado ninguna confidencia.







