El Evangelio de Lucas (4:16-30) refiere el día en que Jesús viene a la Sinagoga de Nazaret y toma el rollo de Isaías y comienza a leer (Isa 61:1):
“El espíritu del Señor está sobre mí,
porque el Señor me ha ungido.
Me ha enviado para dar la buena nueva a los pobres…”
Este pasaje viene a ser, pues, la descripción autorizada del ministerio de Jesús en este evangelio, y el que atrae la atención de San Vicente en la medida en que vio un camino para describir el carisma de los sacerdotes y hermanos que formaban la Congregación.
Al tratar de encontrar una descripción a su ministerio, parece natural para Jesús buscar entre los escritos de los profetas mayores. Uno puede preguntarse qué hubiese ocurrido si Jesús hubiese manejado el rollo de Jeremías o de Ezequiel, ¿qué pasaje hubiese leído? En Jeremías, el sermón del templo, quizás hubiese atraído la atención al invitar al pueblo al arrepentimiento (26:1-15), o quizás la reflexión de Jeremías sobre la necesidad de proclamar la Palabra de Dios sin concesiones (20:8-9; cf. 15:16). En Ezequiel, quizás hubiese elegido la visión de los huesos secos mientras el profeta subraya el poder de la palabra/espíritu de Dios, capaz de devolver la vida como es proclamado por el representante de Dios (37:1-14). En cada uno de estos profetas, uno puede encontrar numerosos pasajes que comprendan la dirección del ministerio de Jesús, y, por consiguiente, la llamada de la Congregación como San Vicente la hubiese interpretado. Uno comienza a valorar más profundamente el carácter profético de la proclamación de Jesús y la de un misionero.
Aparte de los pasajes elocuentes por su acción, que uno pueda identificar en los profetas, uno puede buscar también luz en las historias de vocación, de mandato, de cada uno de ellos. Cada profeta mayor del Antiguo Testamento – Isaías, Jeremías y Ezequiel- refiere este hecho. Cada uno tiene un contexto distinto en su llamada, pero lo que tienen todos en común es una convocación para ser “enviados” y ser equipados con la Palabra del Señor. Siempre hay una razón para no hablar que es seguida de una capacitación a hablar. Isaías se proclama él mismo un hombre de labios impuros viviendo entre un pueblo de labios impuros, y el Señor envía un ángel para que toque sus labios con un ascua para purificarlos (Isa 6:5-7). Jeremías dice que es demasiado joven, y el Señor toca su boca para darle las palabras (Jer 1:6-9) A Ezequiel se le dice repetidas veces que no tenga miedo de la gente o de las situaciones, y el Señor le entrega el rollo para que lo coma (Eze 2:6-3:4). En cada historia, el profeta es siempre enriquecido con la Palabra de Dios, y así es enviado a hablar.
Autorizado por la palabra de Dios, el profesa es “enviado” – podemos decir constituido en “misionero” para su pueblo. Cuando el Señor Dios mira alrededor buscando a quién autorizará para proclamar su mensaje, Isaías dice lo que piensa:
Entonces oí la voz del Señor que decía: ¿A quién enviaré?, ¿Quién irá por nosotros? Respondí: “Aquí estoy yo, envíame”. Él me dijo: “Vete a decir a este pueblo…” (Isa 6:8-9)
Cuando Ezequiel contempla la visión celeste el Señor le manda:
La voz me dijo: Hijo de hombre, levántate, que voy a hablarte. El espíritu entró en mí, me hizo poner en pie y oí al que me hablaba: Me dijo: Hijo de hombre, yo te envío a los israelitas, te envío a esos hijos. Tú les dirás: “Así dice el Señor DIOS”. (Eze 2, 3-4)
Y Jeremías, a pesar del inconveniente de su juventud, no puede evitar la fuerza del que le convoca para ser el que lleve la palabra de Dios:
Pero el Señor me respondió…
“Irás adonde yo te envíe;
y dirás todo lo que yo te ordene” (Jer 1:7)
Es el profeta Jeremías y esta última declaración (“Irás adonde yo te envíe”) que hemos decidido ejemplificará la expresión bíblica para el lema de nuestra Asamblea General: “Que seamos renovados nosotros mismos por la vitalidad misionera de nuestra vocación Vicenciana.” Buscaremos aprender de Jeremías las lecciones particulares que nos tiene que enseñar con relación a la misión y la vitalidad. Podemos imaginar la forma en que el Señor Jesús meditaba sobre el testimonio de este profeta, y las lecciones que esta reflexión nos enseña. En otras presentaciones, trataremos otros aspectos de nuestro tema.
La declaración global de identidad que colorea todos los otros elementos es que somos misioneros que proclaman la palabra de Dios y la visión de Dios sobre el futuro. Como Vicencianos, es importante para nosotros comprender y aceptar esta verdad. Es una verdad que todos nosotros necesitamos continuar meditando. La atención actual de la Iglesia sobre la “Nueva Evangelización” puede ayudar en este análisis. Este es nuestro punto de partida: soy un misionero de la palabra – qué significa eso para mí como un misionero en la Iglesia hoy.
En la presentación anterior, tres elementos intentaban emerger con relación a nuestro carisma y el pasaje de Jeremías: el primero de todos, el carácter profético de nuestra llamada; en segundo lugar, la autorización por la Palabra de Dios; y en tercer lugar, los dinamismos de ser enviado, de llevar a cabo el ministerio de un apóstol. Recordar esta presentación nos centrará en estos elementos y de modo particular como Jeremías nos alecciona a lo largo de estas líneas.
1. El Misionero como profeta: Una presencia intrépida.
Antes de formarte en el vientre te conocí,
Antes que salieras del seno te consagré, te constituí profeta de las naciones. (Jer 1:5)
Ninguna figura bíblica estaba tan encarnada en su propio tiempo como los profetas. Esa fue la verdadera naturaleza de su llamada. Eran llamados por el Señor Dios para mirar al mundo en torno a ellos y ver dónde estaban más devaluadas y marginadas las necesidades de las personas, y entonces tenían que hablar con claridad y audacia. Todo en el profeta hablaba este lenguaje: sus ropas, su comida, sus palabras, sus acciones. El profeta encarnaba este mensaje de tal forma que ninguna otra figura hacía o pudiese hacerlo. Jeremías escucha la palabra para ser una de esas potentes figuras. Él es enviado por el Señor:
“Para arrancar y arrasar,
para destruir y derribar,
para edificar y plantar.” (Jer 1:10)
El Señor le recuerda:
Yo te constituyo hoy en plaza fuerte,
en columna de hierro y muralla de bronce
frente a todo el país”. (Jer 1:18)
El mensaje del profeta es el que necesita ser dicho – ofrecer consuelo, al mismo tiempo que desafío y perdón, así como una llamada al arrepentimiento. Y debe llevar a cabo su ministerio con coraje y energía. Estos elementos necesitan caracterizar el corazón de un misionero.
Las palabras del profeta, que llama a alguien, o a una sociedad, o a sí mismo a cambiar y convertirse, permanecen cercanas al centro del carisma y la misión vicencianos. En medio de esta proclamación y testimonio, presentamos la buena noticia.
2. El Misionero como Predicador – La Palabra de Dios
Para un misionero, como para un profeta, es primordial llenarse de la Palabra de Dios. Esto, por supuesto, ocurre al menos de dos formas: escuchando y hablando. Ante todo, el misionero necesita haber escuchado la palabra de Dios con claridad. La Palabra de Dios necesita ser nuestro primer texto porque es nuestra conexión más clara y explícita con Jesús. Ningún otro escrito es tan cercano para ofrecernos esta intimidad. Sabemos cómo hablaba Vicente acerca de la necesidad para los misioneros de estudiar y reflexionar sobre la palabra de Dios. Sabemos cómo utiliza el ejemplo de Jesús sacando de las Escrituras modelos para la acción y la decisión en nuestras Reglas Comunes.
Además, el misionero debe hablar. Hay dos partes en el encargo que el Señor da a Jeremías. Hemos iluminado la primera mitad, pero la segunda está unida a ella en espíritu y propósito cuando el Señor le da este mandato al profeta;
“Irás adonde yo te envíe;
y dirás todo lo que yo te ordene.”
El misionero, como un profeta, es enviado a hablar la palabra de Dios. A veces esta proclamación es una tarea intimidatoria, y el siervo del Señor puede desanimarse. Jeremías conocía esta verdad:
Cada vez que hablo tengo que gritar
y anunciar: “Violencia y opresión”.
La palabra del Señor
se ha convertido para mí
en constante motivo de burla e irrisión.
Yo me decía: “No pensaré más en él,
no hablaré más en su nombre”.
Pero era dentro de mí
como un fuego devorador
encerrado en mis huesos;
me esforzaba en contenerlo
pero no podía. (Jer 20:8-9)
Llamado a hablar la palabra de Dios, el profeta como misionero, debe hacer eso porque, en su mejor forma, esta palabra ha llegado a ser un fuego dentro. Uno debe arrojar la llama o ser consumido por ella. Este mensaje es una confirmación del conocimiento del misionero del Señor.
Defendía la causa
del humilde y del pobre,
y todo le iba bien.
¿No significa eso conocerme?
Oráculo del SEÑOR. (Jer 22:16)
3. El misionero como apóstol: Obediencia al ser enviado
La naturaleza de un ministerio es, por supuesto, ser enviado. Debemos estar atentos a lo que eso tiene que significar para nosotros. La respuesta a la vocación Vicenciana no es simplemente caridad o generosidad, sino obediencia. Habiendo sido llamados a este estilo de vida, y habiendo aceptado el mandato, somos enviados entonces y nuestra respuesta debe caracterizarse por un acatamiento de mente y corazón así como de cuerpo. Adonde somos enviados y lo que se nos pide no está (completamente) dentro de nuestro poder. Este elemento está claro en el mandato del profeta así como en la vida de Jesús que siempre reconoció ser enviado por el Padre y que respondió con obediencia.
En el contexto de la “nueva evangelización,” el ser enviado no implica necesariamente ser trasplantados de un país a otro, sino abrazar la actitud del misionero. Nosotros somos siempre “enviados” a los que servimos, y así nuestra actitud no es simplemente de mantenimiento, sino de crecimiento y desafío. Proclamamos el Evangelio como si fuese por primera vez, como si estuviésemos hablando a personas que nunca lo habían oído antes, o al menos no lo habían oído bien. Subrayamos aquello que es más fundamental e importante acerca de nuestra fe. Esto no es decir que hablamos o enseñamos como si estuviésemos tratando con niños – muchos de esos en nuestras comunidades pueden estar mejor educados que nosotros – pero hay que reconocer que a veces lo esencial de nuestra fe y práctica no es percibido con tanta claridad como pudiera ser. Una proclamación inteligente, respetuosa, reflexiva de nuestra fe puede ser valorada por todos y proporcionar una verdadera evangelización.
Observamos cómo San Vicente estaba ansioso de enviar a los primeros misioneros en misión y cómo hablaban de lo que era más importante y fundamental. Eso sigue siendo un buen consejo para las misiones que continuamos llevando adelante.
Y, somos siempre enviados a los pobres de alguna manera. A veces, tenemos el privilegio de tratar directamente con aquellos que tienen grandes necesidades. Aprovechemos esta oportunidad con alegría y anhelo. A veces, nuestra misión puede llevarnos a lugares donde los pobres son menos evidentes; en estas situaciones, las necesidades de los pobres deben estar siempre en nuestro corazón y en nuestros labios. Vicente fue muy eficaz al organizar y sensibilizar a otros con relatos sobre los marginados. Hizo más a través de los servicios de otros que lo que él pudiese haber hecho por sí mismo. Cuando somos enviados a estas situaciones, nuestra Vocación Vicenciana, nuestra llamada a ser profetas, sigue siendo fundamental y necesita ser evidente.
Conclusión:
Una reflexión sobre otros pasajes de la Escritura que Jesús pudo haber utilizado para caracterizar su ministerio es un ejercicio útil y sugerente. Buscar esas citas dentro de los escritos de los profetas ofrece una invitación particular a reflexionar sobre este trabajo de ser enviado, de proclamar la palabra de Dios, y hacerlo con originalidad y audacia. El profeta no habló simplemente el mensaje de Dios, vivió el mensaje y sus consecuencias. Jesús llevó ese papel a su plenitud.
Vicente nos invita a seguir el ejemplo de Jesús en nuestro ministerio. Al prepararnos para nuestra Asamblea, podemos reflexionar con ellos sobre la vocación misionera de Jeremías:
“Irás adonde yo te envíe:
Y dirás todo lo que yo te ordene.” (Jer 1:7)