CAPÍTULO XIX
DE LA VERDADERA AMISTAD
¡Oh, Filotea!, ama a todo el mundo con amor de caridad, pero no tengas amistad sino con aquellos que pueden comunicar contigo cosas virtuosas; y cuanto más exquisitas sean las virtudes, más perfecta será la amistad. Si la comunicación tiene por objeto las ciencias, tu amistad es, ciertamente, muy loable; y lo es todavía más, si la comunicación se refiere a las virtudes de la prudencia, discreción, fortaleza y justicia. Pero, si vuestra mutua y recíproca comunicación es acerca de la caridad, de la devoción, de la perfección cristiana, ¡oh Dios mío!, qué preciosa será esta amistad. Será excelente, porque vendrá de Dios; excelente, porque tenderá a Dios; excelente, porque durará eternamente en Dios. ¡Qué bueno es amar en la tierra como se ama en el cielo y aprender a amarse los unos a los otros, en este mundo, de la misma manera que nos amaremos eternamente en el otro!
No hablo ahora del simple amor de caridad, porque esta virtud hemos de tenerla con respecto a todos los hombres; sino que hablo de la amistad espiritual, por la que dos, o tres o más almas se comunican su devoción, sus afectos espirituales, y forman como un solo espíritu. Con cuánta razón pueden cantar estas bienaventuradas almas: «i Oh, cuán bueno y agradable es el que los hermanos vivan unidos!» Sí, porque el bálsamo delicioso de la devoción destila de un corazón a otro por una continua participación, de suerte que se puede afirmar que Dios hace mover-sobre esta amistad su bendición y la vida por los siglos de los siglos.
Me parece que todas las demás amistades no son sino sombras, en comparación de aquélla, y que sus lazos no son más que cadenas de vidrio, en comparación con este gran vínculo de la santa devoción, todo él de oro.
No quieras trabar otra clase de amistades, se entiende de las amistades buscadas por ti; porque claro está que no se pueden dejar ni despreciar las amistades que la naturaleza y los deberes preexistentes nos obligan a cultivar: con los padres, los parientes, los bienhechores, los vecinos y otros; hablo de las que tú misma escoges.
Quizás muchos te dirán que no hay que tener ninguna clase de particular afecto y amistad, porque esto ocupa el corazón, distrae el espíritu y engendra envidias; pero se equivocan en sus consejos. Por haber leído en los escritos de muchos santos y en devotos autores, que las amistades particulares y los afectos extraordinarios son infinitamente perjudiciales a los religiosos, creen que lo mismo se ha de entender con respecto a todo el mundo; pero, acerca de esto, hay mucho que decir. Porque, considerando que, en un monasterio bien ordenado, el fin común a todos es encaminarse a la verdadera devoción, será fácil de entender que no son necesarias estas particulares comunicaciones, por temor de que, al buscar en particular lo que es común, no se pase de las particularidades a las parcialidades; pero, en lo que atañe a los que viven entre los mundanos y abrazan la verdadera virtud, necesitan unirse unos con otros con una santa y sagrada amistad, ya que, merced a ésta, se alientan, ayudan y estimulan mutuamente a obrar bien. Y, así como los que andan por la llanura no necesitan darse la mano, pero los que andan por caminos escabrosos y resbaladizos se cogen los unos a los otros, para caminar con más seguridad; de la misma manera, los que viven en las comunidades religiosas no tienen necesidad de amistades particulares, pero los que están en el mundo necesitan de ellas para apoyarse y socorrerse los unos a los otros, en medio de los parajes difíciles que han de atravesar. En el mundo, no todos conspiran al mismo fin, ni todos tienen el mismo espíritu; se impone, pues, la separación y la amistad, según las aspiraciones de cada uno; y esta separación crea, ciertamente, una parcialidad, pero una parcialidad santa, que no produce otra división que la del bien y el mal, la de los corderos y los cabritos, la de las abejas y los moscardones, separaciones de todo punto necesarias.,
A la verdad, no me atrevería a negar que Nuestro Señor amó con más particular y más dulce amistad a San Juan, a Lázaro, a Marta y a Magdalena, pues la Escritura da testimonio de ello. Sabemos que San Pedro amó tiernamente a San Marcos y a Santa Petronila; como San Pablo, a Timoteo y a Santa Tecla. San Gregorio Nacianceno se gloria cien veces de la amistad incomparable que profesó al gran San Basilio, y la describe de esta manera: «Parecía que en nosotros no había más que una sola alma en dos cuerpos». Y, aunque no hemos de creer a los que afirman que todas las cosas están en todas las cosas, hemos de creer, empero, que nosotros éramos dos en cada uno de nosotros, el uno en el otro; los dos teníamos una sola aspiración: cultivar la virtud y ajustar los designios de nuestra vida a las esperanzas venideras, saliendo así de esta tierra mortal antes de morir en ella. San Agustín atestigua que San Ambrosio amaba a Santa Mónica únicamente por las virtudes que veía en ella, y que ella, recíprocamente, le amaba como a un ángel de Dios.
Pero me equivoco al entretenerte en una cosa tan clara. San Jerónimo, San Agustín, San Gregorio, San Bernardo y todos los más grandes siervos de Dios, han tenido amistades muy particulares, sin menoscabo de su perfección. San Pablo, al censurar los vicios de los gentiles, les acusa de que son personas sin afecto; es decir, que no tienen ninguna amistad. Y Santo Tomás, como todos los buenos filósofos, afirma que la amistad es una virtud: y nótese que habla de la amistad particular, pues, como él mismo dice, la verdadera amistad no puede extenderse a muchas personas. Luego la perfección no consiste en no tener amistades, sino en tenerlas únicamente buenas, santas y sagradas.