Los creyentes del siglo XX tenemos la obligación de redecir el mensaje bíblico tal como nuestros contemporáneos tienen necesidad de escucharlo, como una buena nueva, como una revelación, como un mensaje «que sea una alegría para todo el pueblo» (Lc 2,10).
No se trata de quedarnos en una mera repetición. Para que se comprenda la misma cosa hay que decirla de otra manera. La verdadera fidelidad es creativa. Lo mismo que entonces se habló a los hombres en su lenguaje, su mentalidad y su cultura, lo mismo ahora, los hombres de nuestro tiempo no podemos recibir la revelación sino en nuestro lenguaje, según nuestras experiencias y esperanzas. Y ello tiene una especial validez cuando se trata del mensaje sobre la idolatría.
1 – Los ídolos de la sociedad actual
Desde que se anunció en el siglo pasado el crepúsculo de los ídolos, éstos no han hecho más que cambiar sus ropajes y sus modos de existencia
La historia de la humanidad hasta el momento presente es primariamente la historia de la adoración de los ídolos, desde los primitivos de arcilla y madera, hasta los modernos ídolos del estado, la producción y el consumo. Es un hecho que el hombre tiende a rebajar a Dios al rango de ídolo. Por ello la vena idolátrica de nuestro tiempo no ha adelgazado, sino que prolifera en un amplio espectáculo de rituales, mistificaciones, beatificaciones de la propaganda, divinizaciones de la moda, reinstalaciones de lo sagrado…
¿Existe realmente tanta diferencia como pensamos entre los sacrificios humanos que ofrecían los aztecas a sus dioses y los modernos sacrificios humanos que se ofrecen a los ídolos del nacionalismo, del colectivismo marxista o del capitalismo? A los ídolos antiguos los han sustituido las nuevas proyecciones que el hombre hace de sí mismo en el intento prometeico de dominar la vida y la historia fuera del plan de Dios.
Nuestros obispos en Puebla han reconocido la presencia de ídolos en la sociedad actual: «El hombre cae en la esclavitud cuando diviniza o absolutiza la riqueza, el poder, el Estado, la sexualidad, el placer o cualquier otra obra de Dios» (nº 419).
Veamos un poco más en concreto algunas de estas idolatrías actuales, apoyándonos principalmente en textos del Congreso de Teología de Madrid sobre «Dios de vida, ídolos de muerte».
a. El dios dinero
El dios secreto de nuestra sociedad es el crecimiento económico. Y la religión que aboga por el culto a este dios es la religión más poderosa de nuestro mundo. Su liturgia es la publicidad; sus seguidores se encuentran tanto en la derecha política como en la izquierda. Al crecimiento económico se sacrifican los hombres, la naturaleza y el futuro. Este gran señor, a través de la pauperización, del desempleo y de la destrucción de la naturaleza, decide sobre la vida o la muerte de los hombres. Muchos son los sacrificados para que este fetiche viva.
En la sociedad actual el dinero es la mercancía que sirve como común denominador a todas las otras y en las que todas tienen que transformarse para recibir la confirmación de su valor. El dinero es la medida de valor de todo. Y este señorío absoluto del dinero implica precisamente la renuncia del hombre a poner la producción a su servicio. Como en el caso del Apocalipsis, nadie puede comprar ni vender sino el que tiene en la frente la marca de la Bestia (13,17). El mundo mercantil piensa y decide por nosotros. El es nuestro dueño, enmarañados, como estamos, en su red de propagandas multicolores, su consumismo y su jerarquía de valores.
Por doquier se presenta y se vive el mundo de las mercancías, del dinero y del mercado como un gran objeto de devoción, un mundo pseudodivino, que está por encima de los hombres y les dicta sus leyes. Ante él la virtud central es la humildad: hay que someterse a este gran objeto de devoción, sin rebelarse jamás. Sólo con una sumisión total al mundo del mercado es posible llegar al «milagro económico»… El libre comercio y la libertad de los precios, ha de dominar por encima de todo y de todos. Negarse a someterse al mercado y sus indicadores es, por tanto, el pecado más grave que se puede cometer, y ello lleva al caos y a la esclavitud… Por eso es necesario reprimir por todos los medios posibles cualquier intento de rebeldía contra este dios, tan planificado y estructurado. Está prohibido soñar o planear otro tipo de sociedad…
Esta forma de concebir la vida es idolátrica, precisamente en el mismo sentido en el que es usada esta palabra en la Biblia. Se trata del sometimiento del hombre y de su vida concreta al producto de sus propias manos, con la consiguiente destrucción del hombre mismo. El Dios bíblico es todo lo contrario a este fetiche, pues su voluntad es que el hombre concreto, con sus necesidades concretas, sea el centro de la sociedad y de la historia.
El efecto propio de los ídolos se muestra con radical desnudez en el conflicto en torno a la deuda externa de los países del Tercer Mundo. Este gigantesco endeudamiento está poniendo al descubierto las mandíbulas de muerte de la actual economía mundial. Es como una guerra silenciosa, en la que en vez de soldados mueren niños por desnutrición; en vez de miles de heridos hay millones sin trabajo; en la que la principal arma, más mortífera que las bombas nucleares, son los tipos de interés bancario. De hecho, gran parte de las producciones nacionales están destinadas a pagar, como en altar idolátrico, las tasas de interés. En este ritual el Fondo Monetario Internacional es el sumo sacerdote, que decide qué es lo que es bueno hacer y lo que es malo…
b. El dios poder
Hemos visto que el dios dinero emite señales que indican autoridad y exigen sumisión. A partir de ahí, el poder en cuanto tal se constituye también en un ídolo, personificado en diversos tipos de autoridades o instituciones, desde la familiar hasta el Estado y los grandes consorcios internacionales.
No se trata de condenar a todo poder, sino al que se constituye a sí mismo en centro y norma absoluta, exigiendo sumisión y vasallaje, extorsión y sacrificio hasta de la vida. Es el caso de todo poder opresor…
Ya vimos lo que dice de ello el Antiguo y el Nuevo Testamento. Aquellas problemáticas, a su modo, existen también en la actualidad, y muy fuertemente.
En nombre de los dioses del poder se deshumaniza hoy a los hombres, se les pauperiza, se les da muerte.
Son dioses de la muerte, que como en el caso del dios Moloc, exigen la vida de los hombres para subsistir.
Como los dioses de antaño, los actuales dioses nacionales se ocupan de la guerra y de la paz, de la supremacía militar… Y como aquellos, van acompañados de una red de relaciones de parentesco que hoy forman los bloques militares, y de una gran corte celestial cuyos epicentros son los Pentágonos, los Kremlin y los ministerios de defensa.
Hay gobiernos que «no hacen caso de los dioses de sus padres… En lugar de ellos veneran al dios de las fortalezas», en cuyo honor se gastan las riquezas nacionales. En el fondo, a los únicos a quienes se exaltan es a sí mismos, según lo describe una pasaje del Apocalipsis de Daniel (11,36-39).
Borges, en su libro «Los conjurados», dedica un poema a Juan López (argentino) y a John Ward (inglés), muertos en la guerra de las Malvinas:
«Les tocó en suerte una época extraña. El planeta había sido parcelado en distintos países, cada uno provisto de lealtades, de queridas memorias, de un pasado sin duda heroico, de derechos, de agravios y de una mitología peculiar, de próceres de bronce, de aniversarios, de demagogos y de símbolos. Esa división cara a los cartógrafos, auspiciaba las guerras. Juan López y John Ward hubieran sido amigos, pero se vieron una sola vez cara a cara, en unas islas demasiado famosas, y cada uno de los dos fue Caín, y cada uno, Abel.
Los enterraron juntos. La nieve y la corrupción los conocen.
El hecho que refiero pasó en un tiempo que no podemos entender».
No es posible encontrar una aproximación mejor al ídolo nacional. Auspicia la guerra, nos convierte a todos en caínes y nos aparta de la racionalidad. Los dioses de la guerra en su versión moderna emplean también hoy sus estrategias específicas, basadas fundamentalmente en la defensa y la seguridad nacional.
Cada nación reivindica para sí una especial relación con la divinidad y se entiende a sí misma con misiones especiales entregadas por su divinidad…, que generalmente acaban en nacionalismos centralistas y hasta en imperialismos más o menos larvados. Para todo ello se da culto a la guerra y a la ideología de la seguridad nacional.
Multitud de dispositivos jurídicos y policiales intentan situar sobre el mismo plano la seguridad y la libertad, con lo que siempre es la libertad la que pierde, de modo que para ganar un poco de seguridad se sacrifica la libertad. Su legitimidad se construye sobre el supuesto del aumento de la delincuencia, lo cual justifica lógicamente un estado policial.
En los países dictatoriales esta idolatría es la que da vida y fuerza ilimitada a la represión. Decía monseñor Romero: «Mientras no se conviertan los idólatras de las cosas de la tierra al único Dios verdadero, tendremos en esos idólatras el mayor peligro para nuestras patria» (4 – 11 – 79).
El área de reclutamiento de este ídolo se apoya en el patriotismo, ese gran fetiche que mezcla, en altas dosis, nacionalismo, populismo y adoración al Estado. Posee ritos propios, con cantos patriótico-religiosos. Y su pontífice es el Estado, autor de prodigios, maravillas, crímenes y calamidades…
El crecimiento de este ídolo es tentacular y acumulativo, hasta el punto que parece irreal: está en todas partes y no tiene rostro. Lo conocemos sólo por la inmensidad de sus devastaciones.
Ante el crecimiento espectacular actual de los ídolos del dinero y del poder, el pueblo necesita una teología que apoye su lucha de liberación. El enfrentamiento político se abre al enfrentamiento teológico. La teología se convierte en un nuevo terreno de lucha. La praxis de liberación necesita más que nunca una teología de liberación. Los pobres ya no luchan solamente contra las clases opresoras y sus mecanismos de explotación; sino también contra todo ese mundo de fetiches, ídolos y doctrinas espiritualistas opresores.
En este contexto la búsqueda y proclamación del Dios de Jesucristo, que para el capitalismo es la afirmación de un ateísmo subversivo y para el marxismo clásico una idiotez, para los cristianos es la afirmación de una práctica antiidolátrica sumamente necesaria en nuestro mundo. No se puede hoy buscar al Dios de Jesús sin enfrentarse directamente con los ídolos del sistema dominante. Una vez más el Dios de Jesús está en lucha contra dioses falsos, hoy asentados en el Olimpo del capitalismo o del marxismo.
c. El dios placer
Ante la insatisfacción personal que produce el mundo actual mucha gente se repliega en sí misma y en pequeños círculos, buscando aislarse de lo social y de lo político. Se vuelven hacia dentro, hacia lo privado, buscando sólo «encontrarse bien», sin importarles para nada la suerte de los demás. Ello les lleva a sacralizar al «diván», en actitud de apoltronamiento comodón, importándoles solamente la carga emocional de cada momento.
La idolatrización del placer promociona el interés preponderante por los problemas de identidad y la efervescencia sentimental. Mide la realidad social con el rasero de lo que sucede en mí y en mi pequeñísimo círculo de amigos. Se exacerban los problemas de la personalidad.
Se encierran en su subjetividad, sin permitir que entre en ella ninguna voz ajena: nada que pueda turbar o cuestionar. Sólo se busca una liberación individual, o, mejor dicho, un sentimiento de liberación, de alivio provisional…
Sus rituales sociales más potentes giran en torno al cuerpo, a la espontaneidad del contacto, al instante, a la convivencia informal, al sentimiento del momento.
En nuestro tiempo se inmolan grandes dosis de felicidad humana al éxito visible, al ascenso profesional por encima de todo, aun pisoteando a otros. El dinero es para muchos, de una u otra forma, el más auténtico, fascinante y supremo bien, el único que puede dar felicidad a la vida.
Pero donde se absolutiza el «tener», se destruye el «ser» del hombre. Y el adorar al dios-dinero para conseguir una vida «placentera» acaba llevando inevitablemente a las más diversas formas de explotación de los económicamente débiles y dependientes.
En el fondo, con todo ello el hombre se adora a sí mismo con pasión romántica, pero estos nuevos dioses acaban oprimiéndolo a él mismo y destruyéndolo.
Una de las manifestaciones del dios placer es la actual cultura de la droga. Su carácter idolátrico está justo en su enorme poder de crear dependencia, en su cosificación, en su efecto de hacer creer al adicto que él es el centro y la medida de todo. Se vive para la droga, se la busca a cualquier precio; por ella se da todo. Y así se van rompiendo todos los lazos con la realidad de los demás.
Como reacción quizás a los excesivos tabúes anteriores, también el sexo se convierte para ciertos sectores de la sociedad en un verdadero ídolo, alrededor del cual se orienta la vida y se le sacrifican grandes valores de ella.
Ultimamente va creciendo una estrecha relación entre técnica e idolatría. Si en un primer momento, la tecnología fue un factor contra los ídolos, ahora se ha convertido progresivamente en un productor de sacralidad.
La relación que actualmente tienen ciertos grupos sociales con la técnica se ha convertido en algo desbordante, irracional y patógeno. Se tiende a adorar a la técnica, a considerarla un fin autónomo, una fuerza con ser propio… Se olvida que no es sino la prolongación del brazo humano. No se busca con los medios disponibles la consecución de una vida humana digna para todos. Ciertas técnicas, en última instancia, no sirven sino para deshumanizar y aniquilas. A veces da la impresión de que ciertamente se saben construir trenes rápidos y cómodos, pero quizás con el fin de conducir al exterminio con mayor rapidez…
d. El dios de la superstición
El hombre con frecuencia concibe a Dios como aquel a quien él puede dar o aportar algo y a quien, por eso, puede arrancar algo. Este es el dios de la superstición, un dios de bolsillo, a quien el hombre intenta manejar, ya que se considera en poder de medios para dominarlo y llevarlo donde él quiera.
Unas veces serán fórmulas mágicas ininteligibles, como el antiguo latín, otras veces serán sacrificios costosos para aplacar su ira, o determinado conjunto de prácticas, como la vela encendida, la repetición mecánica de una oración o tal lugar o imagen milagrosos… Incluso a veces, y en forma mucho más refinada, se tratará de las «buenas obras» al estilo farisaico. Pero siempre el esquema es el mismo: el hombre se cree en posesión de unos poderes (o méritos o derechos) ante Dios, y los utiliza para atraerlo a donde él anhela.
Se piensa que Dios necesita de nuestros sacrificios, le gustan nuestros ritos y le dan gloria nuestras palabras. Y como eso es algo «necesario» en Dios, da poder al hombre: éste tratará entonces de usar ese poder en forma «comercial» para así manejar a Dios y convertir el poder de Dios en poder propio.
Asistimos actualmente al retorno de un cierto fundamentalismo religioso, en el que se intenta encasillar a Dios: decirle cómo y cuándo debe actuar. Ignorar la gratuidad y la libertad de Dios es un pasaporte para la idolatría, pues fácilmente se cae en representaciones utilitarias de Dios, que no sobrepasan los límites de nuestros intereses. No se respeta la trascendencia de Dios. Se le quiere instrumentalizar al servicio del juego legitimador de los poderes establecidos. Ese dios destructor, en cuyo nombre se desprecian y aun destruyen personas y culturas enteras no es sino el más grande de los ídolos. Es el dios momia, al que ya no se le permite desarrollar la creatividad de lo nuevo. El dios rival del hombre no es el Dios de la Biblia. La exclusividad y la exclusión son atributos propios del ídolo.
Normalmente en el fondo de estas actitudes se agazapa la religión del temor, propia del integrista. Lo que muchas veces anima su relación con Dios es el temor. Por ello debe alzarse entre él y Dios la fortaleza-Iglesia: institución inamovible, mandada férreamente por una casta sagrada y dotada por una ley intangible, sin misericordia. La intolerancia y las claras condenaciones realizadas por esa Iglesia le deben dar al integrista la certeza de que él es justo, de que no tiene nada que temer, de que la operación supervivencia ante Dios es un éxito, ya que es sobre los demás sobre quienes caerá el castigo divino. Como dice Pablo de los judíos, quizás sean buenos religiosos, pero se equivocan respecto a Dios (ver Rom 10,2).
No hay que olvidar, dentro de esta categoría, al religioso político, que defiende el integrismo por el servicio que le presta al poder establecido, manteniendo al pueblo en el temor y la sumisión.
Algunas formas de religiosidad ciertamente son idolatrías sutiles disfrazadas de piedad, formas de evasión para escapar artificialmente de la realidad que se sufre. Se piensa que Dios es una fuerza impersonal que puede ser manipulada mágicamente por el hombre a su capricho.
Soy muy partidario de la religiosidad popular. Creo firmemente que nuestro pueblo latinoamericano tiene fe auténtica en Dios, y a partir de esa fe se puede realizar un maravilloso proceso de evangelización. Las acusaciones de idolatría realizadas por las sectas y por algunos intelectuales católicos me parecen sumamente desbordadas. Pero no por ello podemos ignorar las deficiencias y fallos de nuestro pueblo, pero con un tinte muy distinto al que le dan las sectas y algunos intelectuales.
A veces se adoran imágenes de santos no como modelos para imitar, sino como potencias especializadas para manipular. En ellos se descargan con suprema irresponsabilidad obligaciones que habría que enfrentar directamente. A veces los sacramentos y los ritos se consideran como analgésicos tranquilizadores o como «pólizas» que aseguran la salvación. Fruto de todo ello es una peligrosa actitud fatalista ante la vida. En el fondo del conformismo yace siempre un ídolo. Hay gente que «acaricia», aun inconscientemente, imágenes cómodas de Dios para justificar su apatía por dar un sentido de cambio a sus vidas. La idolatría implica el detenimiento de la historia.
Una de las cosas que el hombre más busca en la superstición es la posibilidad de establecer su relación con Dios por así decir «inmediatamente», y al margen de su relación con los demás hombres. A Dios se le reza, se le visita, se le da incienso, se le levantan templos…, y de este modo se dispensa el hombre de cambiar su conducta ante los hermanos. Construir a Dios un gran templo puede ser que sea la mejor forma de dispensarse de buscarlo en sus únicos templos verdaderos, que son los hombres. Realizar la consagración verbal de un país a cualquier advocación religiosa puede ser para un dictador la mejor manera de «consagrar» sus arbitrariedades…
Muchas veces la superstición es sumamente halagadora, pues suele dar poder, protagonismo y hasta dinero. Por eso es una gran tentación para gente de Iglesia. Allí donde el pueblo sea supersticioso, los sacerdotes serán socialmente más importantes y seguramente se enriquecerán más, a no ser que prediquen de veras al Dios de Jesús.
Dios no es una cosa, que está ahí, al capricho de la voluntad de cada uno. Es una familia de tres personas, con la que hay que comunicarse, no sólo intelectualmente, sino sobre todo de una forma vital. Sólo quien está dispuesto a vivir una amistad con Dios y con todo lo que es de Dios, quien está dispuesto a entregarse, a dejarse perder en él, estará realmente dispuesto a acoger a Dios tal como él se dé, y no sólo tal como uno tiene predeterminado que se habría de dar. A Dios hay que buscarlo donde él dice que está…
e. El dios de los filósofos
En los apartados anteriores hemos desenmascarado las imágenes de los dioses «manejables», los dioses del dinero, del poder, del placer y de la superstición. Intentemos ahora esbozar la imagen del dios «indiferente» como suele ser el dios de los «filósofos» y de la «Ilustración» . A ellos se les llama «teístas» porque buscan a Dios sólo con la luz de la razón, sin tener para nada en cuenta la revelación bíblica.
En el siglo III ya Orígenes contraponía el dios de Platón al Dios de la tradición judeocristiana. Pero a la largo de la historia con frecuencia se han querido fusionar las dos concepciones de Dios. De hecho, la imagen de Dios que por mucho tiempo ha estado vigente en nuestra cultura occidental es de doble cara que, por un lado, parece querer conservar los rasgos del dios intuido por la gran tradición filosófica griega y, por otro, lucha por mantener la fisonomía propia de la tradición bíblica.
En el tiempo actual, en el que de nuevo tiene primacía lo bíblico, vamos dándonos cuenta de la gran diferencia que existe entre las dos formas de concebir a Dios.
Platón habla de dios padre en un sentido cosmológico de ordenador del mundo; para Jesús, en cambio, Dios es Padre particular y especial de todos los hombres, con los que le unen profundos lazos de amor. El dios de la filosofía griega no es sino la respuesta a una pregunta curiosa, no comprometida, sobre el origen del mundo; no les interesa una relación personal con Dios, sino una mera explicación del universo. En cambio, el Dios de la Biblia es la respuesta a una acuciante pregunta existencial que atormentaba a todo un pueblo sometido a la esclavitud. No podían ser idénticos un dios ordenador de un mundo en el que se justificaba la esclavitud como algo natural y un Dios que surge como el Padre protector de un grupo de esclavos sometidos a una vida insoportable.
Aristóteles siguió sustancialmente el mismo planteamiento de explicar el origen del universo. Así llega él a un «Ser Necesario», principio y fundamento de todas las necesidades parciales que se manifiestan en el universo. Por ello propone la existencia de un «Primer Motor», que sea causa primera de todo movimiento, sin que él mismo se mueva.
Se puede afirmar que el acceso a Dios por las vías iniciadas por Platón y Aristóteles ha determinado el carácter de todo el teísmo occidental hasta nuestros días. Y el Dios en el que han creído muchos cristianos, y justo también el que han rechazado muchos «ateos», ha sido fundamentalmente el dios explicación del universo de Aristóteles, aunque con atribuciones prestadas de la Biblia, como las de bondad y misericordia o su voluntad salvadora universal.
En los últimos siglos los deístas racionalistas de la Ilustración adoptaron también prácticamente al mismo dios aristotélico, pero sin estos atributos bíblicos.
Por este camino se llegó muchas veces a la imagen de un dios demasiado alejado de la humanidad: el dios arquitecto o relojero que, una vez que ha puesto en marcha la máquina del mundo, vive despreocupado de todo, aun de los asuntos de los hombres. Así es como en nuestros días algunos llegan a querer prescindir de él como de algo inútil… Para el dios de origen aristotélico resulta inapropiado tener relación con lo que es pequeño, mudable, perecedero y aun sucio.
Una visión del mundo pagana no ve las relaciones entre Dios y el mundo sino como relaciones de necesidad; una visión cristiana las contempla como relaciones de gratuidad y de libertad… Siendo un sistema dominado por el principio de la necesidad, en el platonismo no hay lugar para la libertad ni para la relación gratuita del amor, cosas absolutamente primarias dentro de un enfoque cristiano. Según la Biblia, Dios es Palabra, Comunicación libre, Relación gratuita, Comunión, Amor…
A la larga, según la idea de Dios que se tiene, así se concibe al mundo y se trata a los demás. El dios sin entrañas y sin misericordia de los ilustrados es el que engendra a su imagen y semejanza ese sistema sin entrañas y sin misericordia que es el capitalismo moderno, en el que, como escriben los economistas de Chicago, aún son necesarias algunas nuevas «etapas perversas» para poder «progresar».
Del dios apático y sin amigos se pasa a pensar que ése es el ideal de perfección humana. Bastarse a sí mismo, no necesitar de nada ni de nadie, no dejarse sacudir emotivamente; vivir en un Olimpo económico en el que no pueda tener acceso el dolor; ése es el ideal humano para los ilustrados creyentes.
Esos componentes son los que han engendrado el monstruo de inhumanidad que es el mundo del siglo XX: el de las dos guerras mundiales, el de los armamentos nucleares, el de los cincuenta millones anuales de niños muertos de hambre, el de las tres cuartas partes de la humanidad subalimentada… Es lo lógico, cuando se cree en un dios tan lejano, incapaz de sentirse afectado por el hombre y el mundo.
Habría que preguntarse si el ateísmo del comunismo no será en el fondo menos malo que el dios sin entrañas y sin misericordia que creó y conserva al capitalismo mundial.
Si la superstición ha podido ser llamada «el opio del pueblo», la ilustración es el opio de los opresores. En el «opio» se da la expresión de un anhelo válido, pero con una solución ineficaz: la milagrería en un caso y la insensibilidad en el otro.
La teología natural nos puede dar quizás hasta una primera noticia de un dios fundamento del ser. Pero esta noticia no puede ser plenamente recibida si no se muestra que ese dios puede dar sentido y valor a la vida humana. El Dios bíblico, en cambio, sufre y condena en el Calvario los sufrimientos de toda la humanidad, y acto seguido, en la resurrección, triunfa con todos los justos y condena definitivamente la injusticia de los injustos.
Mucha gente piensa identificar a Dios correctamente cuando se le reconoce como «Ser Necesario» o «Causa Primera». Pero cuando se empieza a hablar del Dios que libera a los oprimidos, hace justicia a los pobres y reclama la dignidad de los marginados creen ver en ello una maquinación satánica o una peligrosa infiltración marxista, seguida sólo por tontos útiles…
Todo este capítulo no pretende hacer de nosotros unos susceptibles neurasténicos que ven ídolos por todas partes. Ni censores, ni acusadores del prójimo, ni orgullosos «puros». Se trata de ser sincero cada uno consigo mismo, de ponerse la mano en el pecho y ver hasta dónde llega nuestra fe en Dios y hasta qué punto estamos inficionados de actitudes idolátricas.
Generalmente todos nosotros, los que leemos esta clase de libros, tenemos una fe auténtica en Dios. Pero no por ello estamos libres de desviaciones en la fe y, sobre todo, de falta de la debida madurez en ella.
Pretendemos además tener criterios claros para discernir sobre la presencia de Dios en nosotros y en los demás. Hemos insistido repetidas veces que Dios es libre y gratuito: se manifiesta donde y como quiere él. Su acción está presente en todas partes, aun en medio de las actitudes idolátricas. Tarea nuestra será distinguir las semillas de su presencia y activarlas en la medida en que nos sea posible. Ya dice el Concilio que las semillas del Verbo están presentes en todas las culturas… Nunca condenemos bloques enteros; algo de Dios hay siempre en ellos…
Para reflexionar y dialogar
1. ¿Somos conscientes de que en el proyecto de Dios no entran de ninguna forma proyectos que busquen colocar en primer lugar al poder, al placer y al dinero?
2. ¿Por qué la humanidad quiere convertir a la plata en el centro de su vida, el dios que «manda» en la voluntad del ser humano?
3. ¿Qué actitud tiene nuestra comunidad frente al creciente avance de la fuerza destructora que el placer va imponiendo a través del consumismo, de la pornografía, de la prostitución, de la satisfacción de toda clase de privilegios personales?
4. ¿Qué tipo de poder se ejerce en nuestra familia, en la comunidad, en el trabajo, en la Iglesia, en la sociedad? ¿Es un poder de servicio, que favorece el crecimiento y posibilita la realización de todos?
5. ¿Cómo analiza nuestra comunidad la política económica que vivimos hoy en nuestro país?
2 – El desafío de las sectas
Las sectas presentan machaconamente el tema de la idolatría. Pero normalmente no saben pasar más allá de la cáscara del problema. Insisten en que las imágenes son ídolos, pero con frecuencia viven enredados en profundas actitudes idolátricas.
No hay que confundir a las sectas con las Iglesias históricas protestantes. Es muy desorientador cuando confundimos las cosas y hablamos indiscriminadamente de «sectas protestantes». Hay ciertamente sectas de origen protestante, pero no todas son protestantes, ni todos los protestantes son sectas. Aunque ciertamente siempre hay el peligro de que algún grupo de alguna Iglesia, incluida la católica, se transforme en secta. Existen además tipos muy diversos de sectas; algunas son cristianas, otras seudo cristianas y hasta las hay claramente no cristianas.
La sectas son grupos normalmente desprendidos de la unidad de una Iglesia y encerrados en sí mismos.
Por eso una característica típica de ellos es la parcialidad: quieren considerar el todo sólo desde una parte. El sectario mira desde una sola perspectiva, con lo que se vuelve excluyente.
Otra característica es la simplificación; el sectario no es capaz de descubrir la complejidad de las cosas, sino que ve un único aspecto de la realidad y todo lo reduce a ese aspecto. Ellos destruyen la complejidad y la totalidad del mensaje cristiano, pues absolutizan aspectos parciales de él. Desprecian a todos los que no pertenecen a su grupo y rechazan todo diálogo o relación ecuménica con otros grupos religiosos. Cada uno piensa que fuera de su secta no hay salvación.
Interpretan la Biblia de un modo fundamentalista, reduccionista, fragmentado y arbitrario. Seleccionan las citas aislándolas de su contexto histórico y del lugar que ocupan en el proceso de revelación. Las toman al pie de la letra, sin preocuparles la intención con que fueron escritas. No les interesan las ciencias bíblicas como ayuda para comprender mejor lo que Dios quiso revelar cuando se escribió el texto y lo que quiere decirnos en la actualidad. Esperan que el mensaje les sea revelado directamente por Dios a cada uno en particular. Así es como con frecuencia sacan conclusiones descabelladas.
En algunas sectas el cristianismo no sufre sólo un reduccionismo, sino una clara falsificación. Son las sectas seudo cristianas. En estos casos el barniz cristiano es simplemente un fraude o un pretexto para engañar.
Todo esto hace posible que las sectas sean fácilmente manipuladas por todo tipo de ideologías y fuerzas políticas. Su reduccionismo y fundamentalismo les hace muy vulnerables a la manipulación ideológica y política, normalmente de carácter alienante y opresor. Las seudo cristianas en última instancia no son sino movimientos políticos de ultraderecha disfrazados de religión.
No es ahora el momento de analizar las causas del éxito de las sectas. Su principal caldo de cultivo es el estado de injusticia, explotación y miseria en el que viven las grandes mayorías. Dentro de este ambiente, una causa importante de su expansión es la ignorancia y la poca vivencia del cristianismo por parte de los cristianos.
Existe además toda una planificación y utilización por parte de los grandes grupos de poder, que a partir de la manipulación de la crisis actual y el sentido de culpa y de miedo en el pueblo, llegan a mantenerle entretenido en actitudes pasivas de resignación. Las sectas son provocadas frecuentemente por el poder opresor para ocultar su crisis y para legitimar su reproducción. Buscan matar el alma del pueblo, o sea, su cultura, su capacidad crítica y de lucha, su sentido común, su creatividad, su potencial evangelizador… Su ideología es opuesta a la esencia cultural de nuestro pueblo y al despertar de su conciencia religiosa y política. Fomentan una espiritualidad desencarnada de la vida, con un anuncio de salvación sólo para la otra vida que hace inútil todo compromiso histórico. Y abusan de la experiencia emocional, fanatizando hasta atentar contra la salud mental de sus seguidores.
La fe verdadera descubre al Dios de la vida, al Dios de los pobres, al Dios de la justicia y la verdad, y todo ello es intolerable para un sistema de muerte, de mentira y de injusticia. Por ello el poder opresor divinizado tiene especial interés en controlar la conciencia religiosa del pueblo y para ello fomenta las sectas en nuestro continente donde está en marcha un despertar religioso del pueblo.
En las sectas se mete a la gente pretendidamente en un camino sin salida para sus problemas más profundos. De la misma miseria del pueblo nace una desesperanza y una búsqueda trascendente, a la que responden falsamente estos movimientos religiosos, cerrando toda posibilidad práctica de liberación.
Todo ello hace que las sectas no posean una teología coherente. Por el hecho de utilizar sistemáticamente la manipulación y el engaño, no han podido desarrollar una síntesis teológica que les dé consistencia y legitimidad. El fundamentalismo, que discurre por un manoseo irracional de citas bíblicas, les empobrece tremendamente y destruye todo tipo de teología sensata. La pérdida del sentido de paternidad de Dios hace que éste resulte, con frecuencia, objeto de temor. La certeza consoladora del Reino de Dios, que ya comenzó, está ausente, siendo sustituida por la espera de una segunda venida inminente en el tiempo. De ahí que el temor sustituya a la alegre esperanza.
Además, ellos utilizan sistemáticamente el poder y los métodos del gran capital. A veces son verdaderas transnacionales religiosas, que manejan muchísimos millones de dólares en sus centros de EE.UU. El Evangelio jamás podrá imponerse con el poder del dólar, sino por su propia fuerza interior.
A veces utilizan técnicas puramente comerciales para «vender» su mensaje y provocar una «conversión» que asegure el consumo religioso. Para ello fomentan en los clientes el sentimiento de culpa y de miedo para ablandarlo y provocarle el deseo de consumo religioso. Por este método no se da un encuentro personal, trascendente y gratuito con Dios; hay manipulación, pero jamás crecimiento espiritual. El fervor que despiertan es vacío y despersonalizante.
La única alternativa para responder a la invasión de las sectas es un camino positivo y profundo de evangelización. Muy poco se gana con atacarlas directamente; a veces ello provoca más fanatismo, y se las fomenta, pues se hacen las víctimas.
Lo más eficaz es desarrollar una evangelización profundamente bíblica y liberadora, centrada en Jesucristo y en la vivencia de la comunidad. He escuchado decir a algunas personas que ellos entraron en una secta porque ahí encontraron la Biblia, a Jesucristo y una vivencia comunitaria, cosas que nadie les había predicado antes. Y en este punto ciertamente tenían razón. Se sentían, además, acogidos y aceptados y participando de forma activa y creativa en el culto. Pero cuando conocieron las Comunidades Eclesiales de Base, volvieron al catolicismo porque reencontraron con más autenticidad a la Biblia, a Jesús y a la comunidad.
Una formación bíblica profunda y sistemática, a partir de la fe del pueblo, vivida en comunidad, es el mejor antídoto contra las sectas. Una interpretación correcta de la Biblia requiere una lectura dentro de la dinámica en que surgió: en el contexto comunitario, en la perspectiva histórico – evolutiva y en la apertura de la culminación en Cristo. Todo ello sin descuidar el debido equilibrio entre la dialéctica del rigor exegético y la espontaneidad de la fe de los sencillos.
Como consecuencia del crecimiento de la fe se debe dar un compromiso que enfrente seriamente los problemas del pueblo: coherencia entre fe y compromiso por la justicia. Desde su vivencia religiosa, deben poder asumir un compromiso socio – político fundamental, sobre todo promoviendo y apoyando la organización popular, sin descuidar la dimensión personal y familiar.
A los que están metidos de lleno en este proceso de comunidades y organización a veces les hacen mella de nuevo los ataques de las sectas contra la religiosidad, especialmente contra el culto a las imágenes considerado siempre como idolátrico. En esta nueva crisis es necesario no quedarse en la superficialidad de estos planteamientos, sino ayudarles a profundizar a todos los niveles en las diferencias entre Dios y los ídolos.
También creo muy importante desarrollar una verdadera espiritualidad, profunda y popular, que alcance a todas las dimensiones de la vida y se manifieste en momentos de auténtica oración, tanto personal como comunitaria. Las asambleas cristianas no deben quedarse en meras reflexiones dialogadas: en ellas tienen que darse momentos de oración directa, en los que el pueblo pueda verdaderamente manifestar sus sentimientos religiosos, tanto de petición como de agradecimiento y alabanza a Dios. Las comunidades cristianas deben posibilitar una vivencia y maduración personalizada de la fe. Hay que saber valorar la dimensión espiritual y trascendente de la experiencia de Dios propia del pueblo.
Todo esto supone la puesta en marcha de ministerios laicales. La formación sistemática de animadores bíblicos es tarea prioritaria. Hay que poner los medios para que el Evangelio sea accesible al pueblo pobre y sencillo y lo pueda proclamar y asumir por sí mismo.
Insisto, como conclusión, que no se trata de tener una actitud represiva contra las sectas, sino de responder positivamente como Iglesia al desafío de la evangelización y al desafío de la conversión de la misma Iglesia, en defensa de la fe y de la vida del pueblo. Además se debe procurar reconocer y valorar lo bueno que haya en las sectas, sobre todo lo que tengan de verdad sobre Dios y sobre el hombre.
Muchos de estos enfoques están sacados del comunicado final de la consulta ecuménica de obispos realizada en Cuenca del Ecuador en noviembre de 1986.
Para reflexionar y dialogar
1. ¿Cómo enfrenta nuestra comunidad el crecimiento de grupos o sectas que se realiza en de nuestra zona? ¿Despierta ello en nosotros preocupación? ¿Por qué?
2. ¿Qué diferencia existe entre la práctica de las comunidades y la forma de proceder de las sectas? ¿Cuál es nuestra actitud, en cuanto cristianos, frente a esa forma de comportarse ellos?
3. Se dice en este capítulo que: «En las sectas se mete a la gente pretendidamente en un camino sin salida para sus problemas más profundos. De la misma miseria del pueblo nace una desesperanza y una búsqueda trascendente, a la que responden falsamente estos movimientos religiosos, cerrando toda posibilidad práctica de liberación».
¿Cómo nuestra práctica y experiencia pastoral analiza esa actitud?
4. ¿Cuál es el papel político que desempeñan las sectas en América Latina y en nuestro país?
3 – El Dios que enseña a compartir
En muchos ambientes de nuestra sociedad se piensa que el hombre es básicamente perezoso y pasivo y que el único aliciente que le impulsa a hacer algo es el incentivo de una ganancia material, el hambre o el temor al castigo. Casi nadie duda de este dogma, que determina nuestros métodos de educación y de trabajo.
Por ello toda la artillería está dirigida a conseguir que se obtengan más y más ganancias materiales. Se piensa que en el «tener cosas» está la felicidad.
Pocas veces se piensa que los seres humanos sentimos también un deseo profundamente arraigado de «ser»: expresar nuestras facultades, relacionarnos con otros, escapar de la prisión del egoísmo, crear algo propio, participar, compartir, sacrificarse en aras de un servicio… Todo ello también es constitutivo del ser humano. A lo largo de la historia ha habido cantidad de personas que han luchado heroicamente por su dignidad y la de sus semejantes. En la actualidad hay jóvenes que no soportan el lujo y el egoísmo que le rodean en sus familias ricas; para poder ser ellos mismos sienten necesidad de no tener tantas cosas…, sino realizar esfuerzos constructivos, a veces heroicos.
Ambas tendencias, la del tener y la del ser, se encuentran presentes en los seres humanos. Son como dos fuerzas contradictorias, en lucha mutua, cada una con toda una cultura tras de sí.
Las culturas que fomentan la codicia de poseer, y por consiguiente el modo de existencia de tener, están enraizadas en un potencial humano. Las culturas que fomentan ser y compartir están enraizadas en otro potencial humano. Nosotros debemos decidir cuál de esas dos tendencias queremos cultivar, pero siendo conscientes de que nuestra decisión en gran medida está presionada por la estructura socioeconómica de nuestra sociedad, que nos impulsa a decidir por el «tener». En realidad, el deseo natural de compartir, de dar y sacrificarse ambientalmente es fuertemente reprimido, de tal modo que el egoísmo se ha convertido en regla común de comportamiento, y la solidaridad, la excepción.
Como consecuencia de la actitud egoísta dominante, se cree que la gente sólo puede ser estimulada por la esperanza de obtener ventajas materiales, pero que no reaccionará si se les pide solidaridad y sacrificios. Sólo sobornando a la gente se piensa que se puede influir sobre ellos…
Ya Pablo VI había dicho en su encíclica Populorum Progressio: «La búsqueda exclusiva del poseer se convierte en un obstáculo para el crecimiento del ser y se opone a su verdadera grandeza» (nº 19).
Uno de los temas principales de la Biblia dice, en resumen: deja lo que tienes; libérate de todas las cadenas, sé tú mismo. La llamada de Dios al hombre exige una respuesta que des-instala. Ello es una constante en la Biblia, desde Abrahán y Moisés, pasando por los profetas, hasta llegar al mismo Cristo, quien «siendo igual a Dios, se despojó de lo suyo y tomó la condición de servidor» (Flp 2,6s).
El desierto es símbolo clave de la desinstalación pedida por Dios. Es lugar de nómadas, que sólo requieren lo necesario para vivir, y no posesiones. Es el símbolo de una vida sin trabas y sin posesiones. En él es presentado como tentación el deseo de volver a Egipto, lugar en el que tenían un lugar fijo, alimentos pobres pero seguros, ídolos visibles… Temían la incertidumbre de la vida del desierto sin propiedades, con un ideal activo que construir. La esclavitud, tan pasiva, era mucho más tranquila… En el desierto, en cambio, había que repartirse cada día el maná según la necesidad de cada familia, procurando que ni sobrara ni faltara…
Una de las misiones de los profetas preexílicos fue renovar la visión de la libertad humana denunciando la sumisión a los ídolos, que no es sino la esclavitud al tener. En el destierro, en cambio, cuando lo perdieron todo, lo único que les quedó como pueblo fue el ideal de ser: aprender y proyectar un futuro fraterno en espera del Mesías…
Otro símbolo importante en el Antiguo Testamento es el descanso del sábado. Había que pasarlo como si no se tuviera nada, sin perseguir otra meta que ser, encontrarse a sí mismo: rezar, estudiar, comer, cantar, amar…Todo lo contrario a nuestros días modernos de «descanso», en los que mucha gente intenta huir de sí mismo.
El Nuevo Testamento continúa la protesta del Antiguo, y aun la acentúa, en contra de la ambición del tener. Característica de los primeros cristianos fue una plena solidaridad humana. Buscan liberarse de la codicia. Su ética, al contrario de las demás, está enraizada en el ser, en el compartir, en la solidaridad, en el amor fraterno sin límites…
Símbolo de todo esto es el pasaje de las tentaciones. Jesús y Satanás aparecen como representantes de dos principios opuestos. Satanás representa el consumo material y la opresión sobre la naturaleza y sobre el hombre. Jesús representa la actitud de ser, y la idea de que el desprendimiento es el principio del ser. Jesús condena la sed de acaparar bienes y poder (Lc 4,1-12). El mundo ha seguido los principios de Satanás. Pero el deseo de la realización plena del ser sigue aún vivo…
Un resumen maravilloso de la alternativa que ofrece Jesús se encuentra en las bienaventuranzas. Por ello nos parece que lo mejor será detenernos en ellas, como broche de oro de este folleto.
La primera bienaventuranza de Jesús llama felices a «los que tienen espíritu de pobre» (Mt 5,3). Se trata de elegir voluntariamente el estado de pobreza evangélica. Por eso algunos la traducen: «dichosos los que eligen ser pobres»… Esto quiere decir que para el pobre evangélico el tener no es el valor absoluto. En cambio, el rico según el Evangelio, es el que tiene sólo para sí mismo. Puede haber también pobres sociológicos con un deseo fuerte de riqueza y, si no se la consiguen, es porque no pueden, pero su ideal es acaparar bienes; ésos no entran en la bienaventuranza evangélica.
El pobre de las bienaventuranzas es el que comprende que solamente mediante esta opción se elimina la injusticia del mundo: eligiendo esa pobreza, ese estado contra el tener demasiado y retenerlo egoístamente. El que acepta una vida de austeridad voluntaria, como opción contra la injusticia del mundo, ya forma parte del Reino de Dios. Dios es justo y no soporta la injusticia; por eso, el que hace esa opción, ése es de Dios: «tiene a Dios por Rey».
Las bienaventuranzas crean una sociedad alternativa, en la que se niegan los valores en que se funda la sociedad actual y se proponen otros nuevos. Jesús invita a vivir otro sistema de valores: la igualdad fraterna, que se manifiesta en el compartir en vez del competir; el servicio en lugar del dominio. Estos son los valores que forman la nueva sociedad.
En el mismo sermón del monte, un poco más adelante, Jesús realiza una maravillosa explicación del sentido que le da él a la primera bienaventuranza. Dice:
«Déjense de acumular riquezas en la tierra, donde la polilla y la carcoma las echan a perder; donde los ladrones abren huecos y roban» (Mt 6,19). Es como decir: «acumulan ustedes riquezas para tener seguridad; pues sepan que esa seguridad que buscan es falsa. La única seguridad está en Dios». Hay que elegir entre la riqueza según el mundo o la riqueza de las bienaventuranzas.
Jesús añade: «Porque donde tengas tu riqueza, tendrás el corazón» (6,21). El corazón se pone en lo que se piensa que da seguridad. El hombre se define por sus seguridades y por sus objetivos. Si nuestro objetivo es acumular dinero para tener seguridad, eso nos define. Si nuestro objetivo es quedar libres para poder servir, eso nos califica.
Jesús completa esta aclaración afirmando: «La esplendidez da valor a la persona. Si eres desprendido, toda tu persona vale; en cambio, si eres tacaño, toda tu persona es miserable. Y, si por valer, tienes solo miseria, ¡qué miseria tan grande!» (Mt 6,22s).
En esta traducción acertada de la Nueva Biblia Española, vemos que Jesús contrapone el ser generoso y el ser tacaño, destacando que lo que da valor a la persona es la generosidad. En cambio, la tacañería deja sin valor a la persona. De manera que el ser pobre evangélico consiste, además de «en no tener mucho», en ser desprendido y generoso, es decir, en compartir.
En la comunidad nueva, en la sociedad nueva que Jesús quiere fundar, la gente renuncia a que el valor del tener sea el objetivo de su vida, sea el ídolo de su vida, el valor supremo. Por lo tanto, no se pueden tener demasiadas cosas; pero, de lo que se tenga, hay que ser desprendidos, hay que estar dispuestos a ayudar, y así se va creando la nueva sociedad. Los rasgos, pues, de esa pobreza por la que se opta en la primera bienaventuranza son, en primer lugar, una vida modesta, y, segundo, una disposición a compartir todo lo que se es y se tiene.
El primer mandamiento está íntimamente unido a la primera bienaventuranza. Viviendo un nivel de vida modesto, dispuestos siempre a compartir y a ayudar, es como se ama, «con todo el ser», al Padre común de todos los hombres .
Hay también otros pasajes que se refieren a lo mismo, como por ejemplo, los episodios de «la multiplicación de los panes». Ahí tenemos también lo del compartir. El Señor enseña a que el grupo ponga en común todo el alimento que tiene; no una parte, sino todo. El compartir hace que haya para todos y, además, así se manifiesta la generosidad del Dios creador. Por eso, Jesús da gracias al Padre por el pan, con lo que está diciendo que ese pan es de Dios; no es nuestro: es don suyo; y nosotros continuamos esa misma generosidad dándolo también a los demás, poniéndolo en común, que es para lo que nos lo ha dado. Y de esta manera alcanza para todos y aun sobra.
En realidad, Jesús da un modelo nuevo de sociedad, porque los discípulos le proponen ir a comprar pan y consideran que no tienen dinero para conseguir todo lo que hace falta. O sea, con el sistema de compra/venta, que es la economía del mercado, economía del que tiene mucho y cede una parte por medio de un precio, el precio que él le pone, esta economía es la ordinaria en el mundo, y nunca bastará para remediar la necesidad de los hombres.
Jesús, en este episodio, lo que da es un modelo de sociedad, no ésta de los que acaparan y luego venden, y el que no tiene para pagar se queda sin comer; sino la sociedad que comparte. En una sociedad que trabaja y comparte, hay de todo. Este es el espíritu de la primera bienaventuranza, cumbre del proceso de revelación bíblica y resumen de la predicación de Jesús. Por raro que resulte al mundo de hoy, los que de veras queremos seguir al Crucificado-Resucitado no podemos dejar de tomarla en serio.
Las demás bienaventuranza no son sino nuevos puntos de vista de la primera.
La metáfora de la cuarta es fortísima: «Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque ésos van a ser saciados» (Mt 5,6). Quiere decir que sin justicia el hombre no puede vivir. La vida en la injusticia es de muertos en vida. Lo mismo que el que no tiene que comer y no tiene que beber se muere, el que no tiene justicia es un muerto en vida. «Justicia» supone igualdad, supone dignidad, ser tratados como personas, supone libertad, autonomía, derecho a decidir por uno mismo, en fin, todo lo que nos hace «ser» hijos de Dios. No se trata sólo de la llamada «justicia social»; sino de la Justicia de Dios: que como personas y como sociedad lleguemos a vivir según el Plan de Dios.
¿Cómo entender esa renuncia al «tener» en esta sociedad tan consumista de hoy? De las mismas bienaventuranzas no se pueden sacar unas normas claras, ya que se trata sólo de actitudes fundamentales. Suponiendo el Espíritu, que da el deseo de hacerlo, el deseo de entrega, tenemos que ver, con el talento que Dios nos ha dado, cómo lo llevamos a la práctica. Esto hay que pensarlo dialogando, imaginando, creando iniciativas nuevas. No se trata de una ley, sino de una actitud ante la vida, una actitud enormemente lanzada y exigente, dada por Jesús, que nos impulsa a buscar cómo ir construyendo la justicia de ser todos personas según Dios.
Para reflexionar y dialogar
1. ¿Qué espera Dios de nosotros en cuanto comunidad cristiana? ¿Hasta qué punto está dispuesto cada uno de nosotros a compartir sus bienes con los más necesitados? ¿Cómo se relaciona nuestra comunidad con los pobres, los sencillos y los más débiles?
2. Somos hijos de Dios, y por consiguiente estamos llamados a poner en práctica su proyecto. Parte esencial de este proyecto es el saber compartir. Pero existen unas estructuras que nos lo impiden. ¿Cuáles son estas estructuras que frenan el compartir?
3. Jesús se convierte en presencia cada vez más viva en la comunidad en la medida en que asumimos el compromiso por una sociedad nueva y libre, justa y fraterna. ¿Cómo enfrenta nuestra comunidad este compromiso?
4. ¿Cuál es el nuevo modelo de sociedad que presenta Jesús? ¿Cuáles son los nuevos valores que él propone?
5. ¿Por qué los pobres, los más sencillos, el trabajador sufrido de la ciudad o del campo, tienen más facilidad para comprender y aceptar la propuesta de Jesús para construir una nueva sociedad?







