Honrar al Dios Trinidad

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicenciana1 Comments

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Autor: Elisabeth Charpy, H.C. · Traductor: Centro Internacional de Traducción de la Casa Madre. · Año publicación original: 1990 · Fuente: Un camino de Santidad: Luisa de Marillac.
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En su oración, su meditación, Luisa de Marillac no se­para la Humanidad santa de Cristo de su Divinidad. Je­sucristo, Hijo de María, Jesucristo, Redentor del mundo, es el Hijo de Dios, la segunda Persona de la Santísima Tri­nidad.

Con la Iglesia, Luisa descubre en Jesucristo al Dios que es Amor. El amor, que es entrega y acogida, requiere a la vez distinción y unidad. En la condición humana, estar unido al otro, ser uno con él sin dejar de ser uno mismo, es algo irrealizable. Sólo el Amor de Dios puede operar y realizar esa distinción y esa unidad. En el misterio de Dios-Trinidad, cada una de las Personas divinas se entre­ga a la otra en plenitud, cada una de las Personas divinas no existe sino en un impulso de amor hacia la otra. Luisa se extasía ante este Amor divino:

«Amor de Dios en SI, que en la unidad de su esencia engendra de toda eternidad a su Verbo por el cono­cimiento de SI mismo y la procesión del Espíritu San­to, producción de su Amor reciproco…

…¡0h Amor puro, cuánto te amo! Pues eres fuer­te como la muerte, aparta de mí cuanto te sea con­trario…»

En una carta a Vicente de Raúl, Luisa expresa la gran alegría que invade su corazón cuando contempla ese Amor en Dios:

«Mi corazón (está) todavía lleno de gozo por la inteli­gencia que me parece le ha dado nuestro buen Dios de estas palabras: ¡Dios es mi Diosl…»

Luisa de quien ese Amor se ha apoderado, se vuelve hacia El en una oración de adoración, en la que expresa a la vez su admiración respetuosa, su alabanza y su de­seo profundo de participar en la plenitud de ese Amor.

«Te adoro, Trinidad Santísima, un solo Dios en tres Personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y te doy gra­cias por todas las mercedes que he recibido de tu bondad. Te entrego mi corazón y cuanto me perte­nece, para cumplir por siempre tu santa voluntad…«

La fiesta de Pentecostés, que nos hace celebrar la ve­nida del Espíritu de Amor a la Iglesia y al mundo, reviste en el pensamiento de Luisa de Marillac una gran impor­tancia. En una carta a las Hermanas de Nantes, les co­munica su deseo de dejarse invadir por ese Amor de Dios:

«Rueguen por nosotras, queridas Hermanas, para que sea del agrado de Nuestro Señor Jesucristo comu­nicamos su Espíritu en esta santa fiesta (de Pente­costés), y así nos veamos tan llenas de El que ya no podamos decir ni hacer nada que no sea por su glo­ria y su santo Amor…»

En su deseo de ponerse totalmente a disposición del Espíritu de Amor, Luisa escoge como fecha de sus ejerci­cios espirituales anuales los días que van de la Ascensión a Pentecostés, con el fin, escribe en su reglamento de vi­da, de:

«…honrar la gracia que Dios hizo a su iglesia dándole su Santo Espíritu para conduciría…»

La fiesta de Pentecostés trae también para Luisa de Ma­rillac el racuerdo de las gracias particulares recibidas por ella en dicha fiesta. El domingo 4 de junio de 1623, en la iglesia de San Nicolás de los Campos, Dios le concedió la «Luz» que habla de iluminar toda su vida (99). La vís­pera de Pentecostés de 1642, se hunde de pronto el piso de una habitación de la Casa Madre, sin causar ninguna víctima. Luisa ve en ello una especial protección de Dios sobre la Compañía (100). Luisa gusta de recordar esos fa­vores recibidos, y así, la vispera de Pentecostés de 1645, escriba a Vicente de Paúl:

«…Hoy es el aniversario de la caída de nuestro piso; mañana, el de aquel día en que nuestro buen Dios me dio a conocer su voluntad yen el que mucho de­searía que su santo Amor se diese a mi corazón co­mo su ley perpetua…»

En una plegaria muy bella, que en el transcurso de los siglos muchas Hermanas han hecho suya una y otra vez, Luisa pide al Espíritu que la haga participar en el amor sen­cillo y humilde de Dios:

«¡Quita mi ceguera, Luz eterna!
¡Da sencillez a mi alma, Unidad perfecta!
¡Humilla mi corazón para asentar el fundamento de tus gracias!
y que la capacidad de amar que has puesto en mi alma
no se detenga ya nunca más en el desarreglo de mi propia suficiencia,
que no es, en efecto, más que un obstáculo y un im­pedimento al puro Amor
que he de recibir con la efusión del Espíritu San­to.»

También se complace Luisa en expresar su admiración por la Mujer estrechamente unida a la Santísima Trinidad, por María, Hija del Padre, Madre del Hijo y Esposa del Es­píritu Santo:

«…Quiero, durante toda mi vida y en la eternidad, amarla (a María) y honrarla tanto como pueda en agradecimiento a la Santísima Trinidad por la elec­ción que hizo de Ella para estar tan estrechamente unida a su Divinidad, y quiero honrar a las tres Divi­nas Personas, distinta y conjuntamente, en la Uni­dad de la esencia divina.»

Luisa termina una de sus meditaciones sobre la Santí­sima Virgen con esta plegaria:

«Que toda criatura… te tribuno la gloria que mereces como Hija muy amada del Padre, Madre del Hijo y digna Esposa del Espíritu Santo…»

Pero Luisa no se queda en éxtasis. Desea que la vida divina, toda de Amor y de entrega, sea el modelo de su propia vida. Para honrar el don recíproco del Padre, del Hijo y del Espíritu, desea darse a Dios, ser toda de Dios. Para honrar la plenitud del Amor que viven las Personas Divinas, propone como modelo de la vida comunitaria a la Santísima Trinidad.

Caminar en pos de Cristo, imitar su vida, servirle en sus miembros dolientes, implica una entrega total a Dios. Así se lo repite Luisa sin cansarse a las Hermanas: la vo­cación que Dios les ha confiado, esa prolongación de la Redención, supone una adhesión total y plena a Dios.

«…tenemos que ser de Dios que quiere no queramos otra cosa que lo que El quiera..»

«…tenemos que ser de Dios y completamente de Dios, y para que así sea, de verdad, tenemos que arrancamos de nosotras mismas…»

«Démonos a Dios en la forma que Él lo quiere.»

Ser de Dios quiere decir dejar que la vida divina invada nuestra propia existencia; es —como dice Luisa de Marillac— dejar que se grabe en el alma «la huella de Je­sucristo» (108). Y para que esa huella, recibida en el Bau­tismo, permanezca indeleble en su alma, Luisa se dirige a la Santísima Trinidad:

«…tu bondad se digne venir a mí y restablezca las gra­cias que me concedió en el santo Bautismo. Padre Eterno, te pido esa misericordia por el designio que tuviste desde la eternidad de realizar la Encarnación de tu Hijo y por susrnéritos. Y tú, Salvador mío, con­cédeme esta gracia por el amor que tienes a la San­tísima Virgen. ¡Oh Divino Éspíritu! opera tal maravi­lla en este sujeto tan indigno, por la unión amorosa que desde toda la eternidad tienes con el Padre y el Hijo.»

Luisa hace, pues, un llamamiento a la Santísima Trini­dad para que el amor de Dios la impregne profundamen­te. Y para obtener esta gracia acude también al amor que Jesús tiene a su Madre.

Con toda sencillez, comparte Luisa con sus Hermanas su vida de Fe, su experiencia espiritual. Sabe muy bien que para vivir esa «maravilla» de la unión con Dios, hay que empezar por vaciarse de uno mismo. Dios no se co­munica sino a un alma libre, desembarazada. Ese despo­jo de uno mismo, vivido en paz, es lo que Luisa recomienda a Margarita Chétif que está atravesando un período de ari­dez espiritual. Luisa sabe personalmente que esos periodos aparentemente difíciles, son tiempos de experiencia de Dios. Pero a menudo son necesarios varios años para llegar a comprenderlo.

«No me causa extrañeza si Nuestro Señor le ha he­cho participar en sus sufrimientos interiores… No du­do de que su gracia la sostendrá con fuerza en la so­ledad e insensibilidad que experimenta hacia Dios. ¿No sabe usted, querida Hermana, que éstos son ejercicios en los que el Esposo sagrado de nuestras almas se complace cuando usamos de ellos con pa­ciencia amorosa y aceptación serena…?»

A Francisca Carcireux, demasiado preocupada por una gran perfección, Luisa le pide que deje a Dios un poco más de libertad para actuar en ella. La unión con Dios no es el resultado de nuestros esfuerzos; Dios viene a noso­tros por caminos que a veces nos son desconocidos.

«Esta unión se opera con frecuencia en nosotras y sin nosotras en la forma que Dios sólo conoce y no co­mo nos la queremos imaginar… «

Este trato con Dios no puede vivirse sino con sencillez y humildad. Los exámenes de conciencia, las revisiones de vida, son necesarios pero deben ser una ayuda y no una fuente de tensión y de desaliento. Luisa no ha olvi­dado el tiempo en el que buscaba a Dios con mucha an­siedad y angustia.

«Mucho nos engallamos cuando nos creemos capa­ces… de bdquirirla (la perfección) con nuestros pro­pios medios y con una mirada continua hacia todos los movimientos y disposiciones de nuestra alma…; dar continuo tormento a nuestro espíritu para escudriñar y llevar cuenta de todos nuestros pensamien­tos, es tarea inútil, por no decir peligrosa. Le digo a usted lo que a mf misma me han dicho en tiempos atrás.»

Y aconseja a su corresponsal, Francisca Carcireux, que vaya a Dios «sencillamente, buenamente, sin complica­ciones…»

Invita a las Hermanas a que plasmen en su vida esa unión con Dios, esa adhesión profunda fundamentada en el Amor. El servicio a los Pobres será la expresión, la fo­ma concreta de hacerlo. En su última carta, escrita el 2 de febrero de 1860 a Sor Juana Delacroix, Luisa le expli­ca la importancia de la relación que existe entre servicio y oración, entre entrega a los Pobres y entrega a Dios:

«…sabe usted muy bien que las acciones exteriores, aun cuando sean para el servicio de los Pobres, no pueden agradar mucho a Dios ni merecemos recom­pense,— (si) no van unidas a las de Nuestro Señor, que siempre trabajó con la mira puesta en Dios su Padre. Usted lo practica así, querida Hermana, por eso experimente la paz del alma que se apoya en su Amado.»

Luisa propone la vida Trinitaria, toda Amor y Entrega, como imagen de la vida comunitaria. Dios no es un Dios solitario. El Misterio de la Santísima Trinidad lo forman las Tres Divinas Personas que se entregan una a otra en ple­nitud, las Tres Dividas Personas que viven en perfección la reciprocidad del Amor. Así tenía que ser la vida comu­nitaria de las hijas de la Caridad.

«Me ha parecido que para ser fieles a Dios, debíamos vivir una gran unión unas con otras, y que así como el Espíritu Santo es la unión del Padre y del Hijo, así también la vida que voluntariamente hemos empren­dido debe transcurrir en esa unión de los corazo­nes…»

La Santísima Trinidad es revelación para el hombre de lo que es una persona: aun ser de relación que logra su plenitud dándose y que, al no buscarse a si mismo, se en­cuentra en el otro» (116). Aceptar el otro con su diferen­cia, es reconocerle, es recibirle como persona.

«Unas y otras se mantendrán en verdadera unión guar­dándose mucho de demostrarse lo contrario, aun cuando las malas inclinaciones de la naturaleza, la costumbre o los brotes del mal humor les inspiran disposiciones contrarias; acordándose de honrar siempre la unión de la Santísima Trinidad, por la que todo el orden del mundo ha sido creado y se con­serva…»

Luisa pone de relieve hasta qué punto la tolerancia y la cordialidad son partes integrantes de nuestra vida co­munitaria. Vivir el afecto, la estima, el respeto, la igual­dad entre las Hermanas es honrar a la Santísima Trinidad.

«…recomiendo (a todas nuestras Hermanas) se acuer­den siempre de las enseñanzas del «Sellar Vicente», sobre todo la tolerancia y la cordialidad, para honrar la unidad de la divinidad en la diversidad de Perso­nas de la Santísima Trinidad…»

La vida comunitaria está enraizada en la Vida Trinitaria, en la que encuentra su fuente y de la que saca su dina­mismo. Esta vida juntas, es el lugar en el que se vive el amor y la entrega a los demás. Llega a convertirse en un signo de la Encarnación y de la Redención, de la salva­ción operada por Cristo.

El amor que Dios tiene al hombre es tan grande que El desea una profunda unión entre la naturaleza divina y la naturaleza humana. La Encarnación es ya un signo ma­nifiesto de ese Amor, pero —observa Luisa— esto no le bastaba a Dios. Quería prolongar la presencia de la Divi­nidad en la tierra entre los hombres; quería permitir al hom­bre que se uniera más íntimamente con la Divinidad. La Eucaristía, «acción, tan admirable e incomprensible pa­ra los sentidos humanos» (119) es la respuesta de Dios:

«La inmensidad del amor de Dios hacia nosotros no se contentó con esto (con la Encarnación), sino que queriendo unir inseparablemente la naturaleza divi­na con la naturaleza humana, lo llevó a cabo des­pués de la Encarnación en la admirable invención del Santísimo Sacramento del Altar en el que habita con­tinuamente la plenitud de la Divinidad en la Segun­da Persona de la Santísima Trinidad. «

Luisa no agota su admiración ante el Santísimo Sacra­mento del Amor y del Don de Dios al hombre. ¿Cómo dar las gracias al Señor por tanto Amor?

«Hemos de considerar qué motivo puede haber teni­do Dios para esta acción tan admirable e incompren­sible para los sentidos humanos; y como no pode­mos encontrar otro que su puro amor, debemos, con actos de admiración, adoración y amor, dar gloria y honor a Dios en agradecimiento de este invento amo­roso para unirse a nosotros…»

Recibir el Cuerpo de Cristo es participar en la vida mis­ma de Cristo, en su Humanidad santa, en su Divinidad.

«…pienso que hemos de llevar siempre una recta in­tención para comulgar, sin mezcla alguna de respeto humano, sólo por el amor que debemos tener a la Humanidad santa y divina de Jesucristo, para serie fieles y corresponder al amor que nos demuestra en el Santísimo Sacramento…»

Esta unión con Cristo, esta comunión nos da la capaci­dad de vivir como Cristo, de no tener más que una volun­tad con El, de hacemos semejantes a El. A propósito del tiempo que sigue a la comunión, Luisa escribe:

«(expresando) nuestra acción de gracias unas veces sencillamente ala Divinidad, otras, multiplicando ac­tos separados a las tres Divinas Personas según sus atributos, regocijándonos y admirando este sorpren­dente invento y amorosa unión por la cual Dios, vién­dose en nosotros, nos hace una vez más a su seme­janza con la comunicación no sólo de su gracia, si­no de El mismo, que nos aplica tan especificamente el mérito de su vida y de su muerte y nos da la capa­cidad de vivir en Él…»

¿Cómo puede un ser humano atreverse a unirse así a su Dios, a acercarse a El? Luisa reconoce que no es digna de ello; pero el deseo de la Comunión no procede sólo de ella, sino también del mismo Dios:

«…la vista de mi abyección con el recuerdo de mis faltas e infidelidades a Dios, me hace temer el acer­carme a la Sagrada Comunión… Me pareció que a mi alma se le daba a entender que su Dios quería venir a mí… como a su propia heredad o lugar que le pertenece enteramente…»

La Eucaristía, memorial del sacrificio de la Cruz, actua­liza el deseo de Cristo de devolver al hombre su dignidad, de liberarle de su pecado, de todo mal. El pan y el vino ofrecidos en la Eucaristía son fruto del trabajo del hom­bre: es, pues, toda la vida del hombre, toda la historia hu­mana lo que Cristo presenta al Padre. Cristo se encama en la humanidad para divinizada.

«Tenemos motivos para creer que esa seguridad que Nuestro Señor nos dio de que estaría siempre con nosotros, era su designio de santificar a las almas por esa presencia continua aunque invisible y la aplica­ción del mérito de sus acciones a las de sus criatu­ras: ya pidiendo perdón a su Padre para borrar nues­tros crímenes opuestos a las virtudes que Él practi­có, ya para hacer gratas a Dios las acciones virtuo­sas que por gfficia suya pueden hacer los hombres, uniéndolas a sus méritos…»

En su servicio y mediante su servicio a los Pobres, la Hija de la Caridad trabaja por davolver al hombre su dig­nidad de hombre y de Hijo de Dios. Después de haber co­mulgado, después de haber recibido el Cuerpo de Cristo, está en condiciones de llevar a los hombres ese gran amor por la humanidad que llega hasta dar la vida por ella. La meditación de Luisa resulta un tanto difícil de interpratar, pero es indudable que quiere expresar la mirada de Amor que Dios dirige al hombre, hecho a su imagen y redimido por su Hijo:

«…me ha parecido que la Humanidad santa de Nues­tro Señor está continuamente presentripara noso­tros, es decir, santificando las almas por la aplica­ción de sus méritos… he visto la Redención del hom­bre en la Éncarnación, y su santificación por esta ma­nera de unión del hombre con Dios en la persona de su Hijo, por su presencia con la que continuamente aplica sus méritos a cada una de las almas asociadas ala unión personal de Dios en un hombre, la cual es un honor para toda la naturaleza haciendo que Dios la mire, en todos, como su imagen…»

La Encarnación de Cristo y su unión con el hombre en la Eucaristía, hacen que Dios, al mirar a ese hombre, pue­da decir: éste es la imagen de mi Hijo hecho Hombre; és­te es mi Hijo. Los pobres, los pequeños, son en realidad; a los ojos de Dios, otros Cristos que cumplen en su carne (como dice San Pablo: Col. 1, 24) lo que falta a la Pasión de Cristo.

Al meditar en la Eucaristía, al comulgar con el Cuerpo de Cristo, Luisa de Marillac se encuentra, de manera na­tural, con María, la Madre del Redentor. La celebración eucarística pone de relieve su maternidad, porque en esa «celebración litúrgica del Misterio de la Redención… Cris­to, con su verdadero Cuerpo nacido de María Virgen, se hace presente».

«… tanto quiso honrar (Dios a la Santísima Virgen), que podemos decir que ha contribuido en parte a to­dos los misterios operados por Nuestro Señor: ha contribuido a su Humanidad mediante su sangre y leche virginal. Al considerada de esta manera, la he felicitado por la excelente dignidad que Ella tiene, por este medio, en este grande y divino sacrificio perpe­tuo de la Cruz, representado y ofrecido en nuestros altares…»

Cada vez que contempla a Cristo, Luisa encuentra a Ma­ria. En ella ve a la Madre que nos hace comprender y pe­netrar en todos los misterios de Cristo; la Madre acoge­dora con todos, con todos los hombres redimidos por la Sangre de su Hijo, que es también la suya.

Orar con Luisa de Marillac es mirar y contemplar a Cristo en todos sus misterios:

  • A Cristo, Hijo de Dios, Segunda Persona de la San­tísima Trinidad,
  • a Cristo, Verbo hecho carne, Hijo de Marfa,
  • a Cristo, Redentor del mundo,
  • a Cristo, vivo en la Eucaristía,
  • a Cristo, presente en el Pobre.

Orar con Luisa de Marillac es dirigir a Dios nuestra ala­banza, nuestra acción de gracias por la maravilla de su Amor, y pedirle que ese Amor sea conocido, reconocido por todos los hombres.

Orar con Luisa de Manllac es desear que la oración se encame en la vida de cada día:

  • en la vida espiritual, mediante una entrega total a Dios,
  • en la vida comunitaria, por la contemplación de la Santísima Trinidad y uniéndose a Ella en su Unidad y su Diversidad.
  • en la vida de servicio, que prolonga la obra de la Re­dención, en especial junto a la humanidad doliente.

«Sean, pues, animosas avanzando por momentos por el camino en el que Dios las ha puesto para que va­yan hacia El…»

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