HIJAS DE LA CARIDAD Y REVOLUCIÓN FRANCESA (II)

Mitxel OlabuénagaSin categoríaLeave a Comment

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V.- ACTUACION DE LOS CATÓLICOS FIELES CON MOTIVO DEL JURAMENTO

Los sacerdotes que rehusaron el juramento habían cumplido un importante deber. Aquellos fieles a quienes de momento no se les exigía el juramento, tenían también una obligación que cumplir: mantenerse unidos a sus legítimos pastores y no participar en oficios religiosos celebrados por sacerdotes que hubieran prestado el juramento cismá­tico ni recibir los sacramentos administrados por ellos.

Más de una vez las Hijas de la Caridad se encontraron en la alternativa de asistir a la misa de los sacerdotes juramentados, «jureurs», como se les llamaba, y llevar allí a las niñas que ellas educaban, o ser expulsadas de los hospitales y escuelas. Pero cono­cían su deber y salvo raras excepciones que hay que atribuir a desvarío o debilidad de una avanzada edad, se mantuvieron heroicamente fieles y prefirieron salir de sus casas.

Esto explica más de un detalle en la historia de este período revolucionario. De uno de sus establecimientos, por ejemplo, fueron expulsadas «porque no querían llevar a las niñas a misa». ¿Quién podrá acusar nunca a las Hijas de la Caridad de tal cosa? Todo se explica ante el hecho de que se trataba de la misa de un sacerdote juramentado y cismático que exigía que acudieran a él ellas y sus niñas. Pero no cedieron.

En otro lugar salieron del hospital antes que aceptar el no poder salir a la calle sin ser acompañadas de un empleado de la casa. La explicación de su resistencia está en que ellas tenían que acudir en secreto a recibir los sacramentos de un sacerdote fiel de quien no querían ni podían descubrir el lugar en que se ocultaba.

Pero se aproximaba el día en que no sólo se les obligaría a hablar con sacerdotes juramentados, sino que se les iba a exigir a ellas mismas prestar aquel juramento con­denado por su conciencia y reprobado por la Iglesia. Incluso las veremos subir al cadal­so antes de ceder a las amenazas.

VI.- PRIMERAS PERSECUCIONES CONTRA LAS HIJAS DE LA CARIDAD. MOTIN DEL 9 DE ABRIL DE 1791

De momento, a los sacerdotes no juramentados se les permitía decir la misa en ora­torios y capillas privadas. Los fieles acudían allí puntualmente para seguir los oficios religiosos. Estas capillas se llenaban, mientras que las iglesias constitucionales queda­ban desiertas o frecuentadas solamente por gente considerada como la hez del pueblo.

Este contraste lo percibieron pronto los revolucionarios, y sobre todo los sacerdo­tes del culto oficial. Se comentaba que aquellos sacerdotes que eran capaces de congre­gar a tanta gente en torno a ellos debían tener razón y ser los verdaderos y legítimos pastores. De ahí que en las puertas de las iglesias y de las casas religiosas se organizaran discusiones, riñas e incluso tumultos cuando se congregaban los fieles.

Las reuniones de los católicos no eran contrarias a la ley. Las autoridades del de­partamento y la municipalidad veían en ello una cuestión de libertad religiosa; de nin­guna manera una infracción de los decretos de la Asamblea Nacional. Pero los grupos más avanzados de la revolución y los sacerdotes juramentados no soportaban la simpa‑

tía de la gente por los sacerdotes que no habían querido prestar el juramento. Para aca­bar con esta situación se montaron en el Palacio Real, en los cruces de calles y en los mercados, varias cátedras ambulantes.

Los oradores de turno arengaban a quienes querían pararse a escuchar. Se estaba preparando una revuelta a la que la autoridad no oponía el menor obstáculo.

El sábado 9 de abril, a la misma hora en diferentes barrios de París, una muche­dumbre de mujeres entre las que se encontraban hombres disfrazados, se dirigieron a las casas de Hijas de la Caridad, a algunos monasterios y otras comunidades de muje­res. Tiraron las puertas y comenzaron a actuar como si se tratara de gente salvaje. Aque­llas mujeres, vírgenes consagradas a Dios sin distinción de edad, señoras que volunta­riamente se recluían allí, fueron despojadas de sus vestidos, apaleadas, perseguidas des­nudas por todos los rincones de la casa y de los jardines, magulladas a golpes y colma­das de injurias más crueles que la misma muerte. Las Hijas de la Caridad padecieron todas esas cosas por parte de aquellos pobres a quienes tantas veces habían atendido en sus necesidades y habían curado en sus enfermedades.

Conocida la noticia de este escándalo, la Guardia Nacional acudió inmediatamen­te, pero como nadie había dado orden de actuar, permaneció inactiva, siendo meros espectadores. Por fin, después de varias horas, saciada ya la rabia de aquellas crueles personas, los profanadores de conventos desfilaron entre los soldados sin que nadie les molestara en su marcha triunfal.

VII.- LAS HERMANAS DE SANTA MARGARITA DE PARIS

La falta total de censura de los acontecimientos anteriormente citados engendró mayor atrevimiento, y lo que se había hecho en los conventos se repitió en la calle a plena luz. Tres Hijas de la Caridad de la parroquia de Santa Margarita que atendían a un gran número de pobres murieron a consecuencia de los malos tratos de que fueron ob­jeto en medio de la calle.

VIII.- PROTESTAS INFRUCTUOSAS

Aquellos desagradables sucesos irritaron a todo París. No hubo un partido serio que no negara su responsabilidad en ellos. L’abbé Royou se atrevió a acusar pública­mente al obispo constitucional, Gobel, pero no encontró eco. Sin embargo, el pueblo había tenido sus instigadores, porque existió un plan de conjunto, una hora prevista e instrumentos de suplicio preparados; pero se han perdido en el anonimato. Al Ayun­tamiento correspondía aplicar la severidad de la ley. No hizo nada y en consecuencia fue cómplice también. Era fácil constatarlo por su inoperancia y por la ausencia de oficiales municipales en las revueltas. En cuanto a la Asamblea Nacional, no pronun­ció una sola palabra de condena e incluso se atrevió a imponer silencio a L’abbé Maury, que en la sesión del 18 de abril de 1791 quiso dar lectura a una carta enviada por la Superiora General de las Hijas de la Caridad en la que lamentaba lo ocurrido y pedía la protección de la ley.

Luis XVI, cuando se enteró de aquellos desagradables acontecimientos. sintió su corazón lleno de dolor, y aunque por sí mismo nada podía hacer, envió un carta al Directorio de París a través de su ministro de Interior:

«El rey, señores, ha sentido profundamente los malos tratos que han sufrido personas a quienes su sexo y su estado deberían haber servido de protección. Las costumbres y las leyes quedan heridas igualmente ante acontecimientos de esta naturaleza, y si este abuso de libertad no es reprimido por fin, si por un motivo semejante cualquier día, en la capital y a la vista del rey y de la Asamblea Nacio­nal, continúan ocurriendo escenas semejantes, no habrá de hecho ni libertad ni seguridad, y la Constitución jamás será implantada. El rey os pide en nombre de la misma Constitución, en nombre del orden y para el honor del Gobierno, que empleéis los medios más apropiados y seguros para hacer perseguir y casti­gar a los autores de estos delitos…»

Según el tono de esta carta se podían esperar algunas medidas contra los profana­dores de conventos. No se tomó ninguna. El Directorio, simulando conformarse a los deseos del rey, imprimió unos carteles que aparecieron el domingo 10 de abril en los que podía leerse una proclamación que censuraba los sucesos de la víspera, prohibía todo tipo de agrupación ante las puertas de las iglesias o casas religiosas, condenaba cualquier violencia contra personas, ordenaba que la fuerza pública actuara a la menor infracción y, por fin, invitaba al obispo constitucional a tomar todas las medidas nece­sarias para impedir a los eclesiásticos «sin poderes» entrometerse en ninguna función pública eclesiástica.

Al día siguiente, 11 de abril, el Directorio, quizá a instancias del obispo Gobel, re­dactó la resolución siguiente:

«Considerando que la Nación se hace cargo de los gastos del culto y no cree oportuno consagrar más edificios cultuales que los estrictamente necesarios; con­siderando también que la libertad del ciudadano en sus opiniones religiosas y en todo lo que no altere el orden público debe serle garantizada contra toda suerte de atentados, decide:

5.° Toda otra iglesia propiedad de la Nación en la ciudad de París será ce­nada en 24 horas si no queda expresamente contemplada en el artículo siguiente.

6.° Son exceptuadas las capillas de los hospitales, de las casas de caridad, de las prisiones, de los colegios y seminarios y de los conventos de religiosas claustradas.

7.° Estas capillas sólo estarán al servicio particular de la casa y nos se abri­rán al público. Sólo podrán celebrar alguna función religiosa aquellos sacerdo­tes a quienes el obispo de París conceda una misión particular, refrendada por el párroco y concedida a petición de los superiores de la casa.

  1. Las iglesias y capillas cerradas serán puestas en venta.
  2. Todo edificio que los particulares destinen al culto religioso llevará una inscripción para distinguirlo de las iglesias públicas.
  3. El Directorio ordena expresamente al Ayuntamiento que emplee todos los medios para reprimir eficazmente los censurables síntomas de la odiosa into­lerancia que se ha manifestado recientemente y para reprimir parecidos delitos contra la plena libertad religiosa reconocida y garantizada por la Constitución.»

Esta resolución afectaba a los católicos más que a los autores de los atentados ocu­rridos. Les fueron cerradas las iglesias donde se reunían para sus ejercicios religiosos. Los sacerdotes no podían ejercer ninguna función sin el permiso del obispo constitu­cional; es decir, sin reconocer su autoridad y sin aprobar al menos indirectamente la Constitución Civil del Clero.

Pero lo lamentable de la resolución es la impunidad concedida a los autores de los atentados. Son amenazados para el porvenir, cieno, pero no son perseguidos ni casti­gados por lo ocurrido anteriormente. Y esto servirá de estímulo para los agitadores de provincias.

En París, los sucesos que acabamos de describir no sólo afectaron a las religiosas. Las mujeres más honestas fueron víctimas. Los bandidos armados con varas acudían cerca de las iglesias donde se reunían o a las calles próximas y les amenazaban con azotarlas para arrancarles la promesa de acudir a las iglesias constitucionales.

A pesar de todo esto no se ha visto citar el nombre de una sola Hija de la Caridad que haya ido a arrodillarse a las iglesias atendidas por sacerdotes juramentados en Pa­rís. Su asiduidad en mantenerse unidas a la Iglesia católica influyó notablemente en gran número de fieles, y esto explica que los revolucionarios se ensañaran con ellas ha­ciéndolas sufrir toda clase de ultrajes. Más de una vez los curas juramentados hicieron detener a las Hermanas en su casa o en la calle y les obligaban con violencia a entrar en la iglesia de la parroquia. Incluso de los mismos pobres a quienes servían recibían frecuentemente insultos y otras injurias. Pero todo era inútil. Tan pronto como podían escapar de las manos de aquella gente huían a toda prisa.

Sor Deleau, Superiora General, presentó una protesta ante Bailly, alcalde de París, con valentía y audacia. Ese furor, decía, era tan absurdo como inútil; y las Hijas de la Caridad, que eran unas 4.000, pensaban de la misma manera. No presumía desde luego del buen espíritu de las Hermanas.

Aunque la comunidad fue disuelta el 18 de agosto de 1792, y su Superiora se retiró a su ciudad natal, las Hermanas continuaron sirviendo a los pobres allí donde les era permitido. Algunas tuvieron que abandonar el servicio y buscarse un medio de subsis­tencia. Muchas sufrieron cárcel, burlas y calumnias. Unas pocas ofrecieron su vida en el martirio: Sor M. Ana y Sor Odila en Angers, el 1 de febrero de 1794; Sor Margarita Rutan en Dax, el 9 de abril de 1794, y Sor Magdalena Fontaine y sus compañeras de Arras, en Cambrai, el 26 de junio de aquel mismo año. La llama de la vocación se man­tenía encendida. Tras el furor revolucionario aparecerá con mayor fuerza y vigor.

Sor Carmen URRIZBURU, H.C.

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