En el Hospital Civil de Pamplona, a las once y media del día 28 de agosto, fallecía el Padre Fernando Larraínzar. Había conseguido ya a sus 65 años una granazón ubérrima de méritos, optimista cíen por cien ante el premio del Reino de los Cielos. Sin duda alguna, los últimos meses de su vida fueron para él espiritualmente los más facundos. Su piedad reconcentrada, su postración humillante y dolorosa, su serenidad y acatamiento ante la voluntad de Dios, su edificante actitud en todo y para todos, juntamente con la muerte de otro hermano suyo acaecida pocos días antes, le prepararon e hicieron digno de tan envidiable muerte.
Providencialmente, y sin poderlo comprender los demás, el Señor se lo trajo desde lejos ya herido de esta dulce muerte —dulce por haberle avisado de su llegada con tiempo— a su tierra de Navarra para morir entre los suyos. Abrigado por las solicitudes familiares y religiosas de su hermano sacerdote, de sus sobrinos, de los Padres de la Comunidad y de las Hijas de la Caridad «descansó en el Señor». Nunca mejor traída esta expresión litúrgica para señalar su muerte de preparación tan laboriosa. A quienes confiaba últimamente su vida interior y su doble amistad les hablaba de sus «excursiones por los cerros celestiales», de su pena resignada y obediente ante la prohibición del rezo del Santo Breviario, del consuelo muy compensable en musitar jaculatorias ante la imagen del Crucificado, de su situación favorable para conseguir gracias, de su crucifixión con Cristo al celebrar sentado el Santo Sacrificio. Celebró para mejor prepararse a bien morir hasta el día antevíspera de su muerte. ¡ Qué edificación para las Hermanas enfermeras que le atendían estas «celebraciones» redentoras de stt Santa Misa! No necesitaba de palabras alentadoras. En varias ocasiones lo pude comprobar al recordarle al oído el «sur- sum corda» de su Misa diaria. Dolorosamente, haciendo esfuerzos por el desgarro que sentía, levantaba los ojos a lo alto dando a entender que allí, en sus «cerros celestiales», tenía ya puesto el corazón. Le satisfacían hasta emocionarse las cartas espirituales que recibía de personas entrañables para él, las visitas de sus familiares, de numerosos Padres Paúles y de Hermanas. A una de éstas le confiaba horas antes de morir: «Ofrezco mis dolores y oraciones al Señor para que conceda a todas las Hijas de la Caridad, particularmente a las de la Provincia de Pamplona, vivir siempre su vocación con fervor y alegría.» Su enfermedad y su muerte han sido para todos los que visitábamos y tuvimos la dicha de asistirle su último sermón, el más elocuente, convincente y a la vez consolador. Los funerales concelebrados en nuestra Iglesia de La Milagrosa, la Virgen de sus predicaciones más enamoradas, así como su entierro en el panteón de la Comunidad fueron para él de parte nuestra el testimonio piadoso y fraternal de que le ayudamos a subir hasta el Padre. Descanse en paz el P. Larrainzar, misionero infatigable, predicador poderoso, párroco ejemplar, catequista de los humildes, cordial y alegre, miembro de comunidad. Que cuantos vivimos ahora su recuerdo merezcamos ser dignos de tan laboriosa vida y de tan rica muerte.
APUNTE BIOGRÁFICO
En la carta con que el Padre Marquina presentaba esta emocionante descripción de los últimos días del Padre Larraínzar, expresaba el deseo de que alguno de los que le han conocido más, escribiera una verdadera biografía de este benemérito misionero. En previsión de que ese deseo no llegue a realizarse, y ciertamente sería cosa sensible, aunque a más estamos acostumbrados, pondremos aquí al menos su «curriculum vitae», tal como consta en el archivo provincial.
Nacido en Riezu (Navarra), el 30 de mayo de 1903, pronto sintió la llamada de Dios a la Congregación, y así, a los 13 años cumplidos se dirigió, en septiembre de 1916, al mismo tiempo que otros chicos de pueblos más o menos cercanos: Mondragón, Lodosa, Murillo, Pedro Martínez, etc., a la Escuela Apostólica de Teruel, mientras que otros: Munárriz, Leoz, Faustino Oses, Abete, etc., se dirigían en este mismo año a la de Murguía. Todos éstos se juntaron cuatro años después en Madrid, en el Seminario Interno, bajo la dirección del Padre Enrique Alpuente. Allí se distinguió por su formalidad y no menos por su piedad fervorosa, lo que le atrajo la estima particular del Director, que le mantuvo, contra la costumbre, casi todo el 2.° año al frente de la disciplina del Seminario. Estos son más bien recuerdos personales. Como lo es también que el autor de estos apuntes alguna noche se despertó asustado de oir voces, mejor, una voz en medio del silencio; pero pronto reconoció la voz del Hermano Larraínzar, que recitaba al otro extremo del so_ lón del Seminario: «Con Dios me acuesto, con Dios me levanto…» Tal vez esta anomalía en el sueño hacía que no descansara bien y luego por el día apareciera, a veces, como adormilado y distraído, a pesar de su constancia en el trabajo.
Hizo los Santos Votos a su tiempo y estudió con notable provecho la Filosofía por dos años en Hortaleza y el 3.° en Villafranca del Bierzo. Una prueba de su aptitud para la declamación y demás cualidades que ello supone es que, en la primera actuación pública del estudiantado en esta población en Navidades, que incluyó la representación teatral de «El condenado por desconfiado», de Tirso de Molina, se le asignó a él el papel de protagonista y lo realizó con aplauso y admiración de todos. La Teología la hizo normalmente en Cuenca, excepto el último curso, que por entonces se hacía aún en Madrid. No está muy claro el porqué, pero al terminar el curso no se ordenó sacerdote como la mayor parte de sus compañeros, sino que fue destinado al Colegio de Limpias. Estando allí se ordenó en Santander el 25 de abril de 1930. Su especialidad era la Literatura, pero no parece que le gustara mucho la enseñanza. El año 32 le pasaron a Murguía y el siguiente a Puerto Rico. Aquí tuvo que sufrir mucho. Había un Padre que cometía muchas irregularidades, con idea de salirse de la Congregación, como lo realizó más tarde. El Padre Larraínzar, que tenía un espíritu muy recto, al enterarse de estas cosas, lo denunció a los Superiores, aunque parece que al principio con poco éxito. Habiéndolo sabido el otro, se vengó de él no sólo difamándole, sino incluso escribiendo él mismo anónimos a los Superiores y a otras personas de categoría haciéndoles creer que eran del Padre Larraínzar. Con estos disgustos, y no pudiendo conseguir que se hiciera luz en el asunto, decidió pedir su vuelta a España, lo que consiguió el año 1940. Aquí se le dedicó, sobre todo, a las misiones, para las que tenía cualidades excepcionales. Según las necesidades, le destinaron sucesivamente a Salamanca, Pamplona, Orense y Baracaldo; pero ya la salud no le permitía dar misiones: dos intentos le pusieron en peligro de muerte.
Estando en Baracaldo, pidió y obtuvo ser destinado a Nueva York, pero no se sabe por qué no se realizó este destino: posiblemente por una enfermedad más fuerte, pues algo más tarde habla en una carta de que andaba con muletas. Entonces se le mandó a Ayamonte, donde trabajó con celo y eficacia en los ministerios parroquiales. En 1959, se le nombró Superior de la misma Casa de Ayamonte y párroco de la parroquia principal de la ciudad, que es Nuestra Señora de las Angustias, a la que dio una vida exuberante, aplicando en ella los distintos medios del apostolado parroquial y fomentando varias asociaciones. Sin embargo, los años pesan, y ya llegaban quejas de que iba quedando desfasado. Al terminar el sexenio de Superior, se le comunicó el cese, que recibió con muestras de agradecimiento, si bien más tarde confesó que al principio le había costado mucho hacerse a la idea de salir de Ayamonte. Todavía se le propuso en 1966 para Superior de La Laguna, pero se consideraba ya incapaz para ello, sobre todo, para dicha Casa que tenía bastantes problemas, y no aceptó. Sin embargo, se le destinó a la Orotava por creerlo conveniente para su salud, pero parece que iba ya herido de muerte. A poco de llegar tuvo que hospitalizarse y en varios momentos le creyeron ya a punto de muerte; aunque luego tuvo mejorías, ya no levantó cabeza. Todavía tuvo fuerzas para venir a la Península y, después de pasar varios días en Ayamonte, llegar hasta Pamplona, como se ha visto arriba. Descanse en paz.
T. Marquina
Anales españoles, 1968