Gaudium et Spes

Francisco Javier Fernández ChentoConcilio Vaticano IILeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Pablo VI · Año publicación original: 1965 · Fuente: Concilio Vaticano II.
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Comentario a «Gaudium et Spes»

Autor: José Miguel Arráiz

La constitución pastoral Gaudium et spes representa una absoluta novedad en la historia de los concilios ecuménicos, ya que por primera vez un documento conciliar se dirige no solo a los cristianos, sino a todas las personas. Es que hasta ese momento, todos los concilios dirigían sus enseñanzas a los hijos de la Iglesia Católica, pero con este paso inesperado y completamente nuevo, se franquearon las fronteras del cristianismo para entablar un diálogo con toda la humanidad.

Aunque este diálogo con el mundo no estaba previsto en los esquemas iniciales elaborados por las comisiones preparatorias, ya había claros indicios de ello en las distintas alocuciones del Papa Juan XXIII. Importantísimo a este respecto fue el radiomensaje del 11 de Septiembre de 1962, a un mes del Concilio, donde refiriéndose a los problemas que aquejan a la humanidad decía: «estos problemas de gravedad sumamente aguda pesan desde siempre sobre el corazón de la Iglesia. Por ello los ha hecho objeto de estudio atento, y el Concilio Ecuménico podrá ofrecer, con lenguaje claro, soluciones que están postuladas por la dignidad del hombre y de su vocación cristiana»(35)

Muchas eran las interrogantes que la constitución esperaba responder, y ella misma las resume de forma nítida y concisa:

«¿Qué piensa del hombre la Iglesia? ¿Qué criterios fundamentales deben recomendarse para levantar el edificio de la sociedad actual? ¿Qué sentido último tiene la acción humana en el universo? He aquí las preguntas que aguardan respuesta. Esta hará ver con claridad que el Pueblo de Dios y la humanidad, de la que aquél forma parte, se prestan mutuo servicio, lo cual demuestra que la misión de la Iglesia es religiosa y, por lo mismo, plenamente humana.» (36)

La Constitución llegaría uno de los documentos más importantes del Concilio, en el cual, a partir de los principios doctrinales, la Iglesia expondría la actitud de los cristianos ante el mundo y los hombres contemporáneos.

El Papa Juan Pablo II en su libro Memoria e Identidad, escribía:

«La Constitución Gaudium et spes abrió a la Iglesia a todo lo que se compendia en el concepto «mundo». Es sabido que este término tiene un doble significado en la Sagrada Escritura. Por ejemplo, el «espíritu de este mundo» (I Co 2, 12) indica todo aquello que aleja al hombre de Dios. Hoy se podría corresponder al concepto de secularización laicista. Sin embargo, la Sagrada Escritura contrarresta este significado negativo del mundo con otro positivo: el mundo como la obra de Dios, como el conjunto de los bienes que el Creador dio al hombre y encomendó a su iniciativa y clarividencia. El mundo, que es como el teatro de la historia del género humano, lleva las marcas de su habilidad, de sus derrotas y victorias. Aunque mancillado por el pecado del hombre, ha sido liberado por Cristo crucificado y resucitado, y espera llegar, contando también con el compromiso humano, a su pleno cumplimiento. Se podría decir, parafraseando a san Ireneo: Gloria Dei, mundus secundum amorem Dei ab homine excultus, la gloria de Dios es el mundo perfeccionado por el hombre según el amor de Dios»(37).

El Papa Benedicto XVI ha descrito la idea central del documento, en la cual se presenta a Jesús como «el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones». De esta manera, así como la constitución abordará los numerosos problemas del mundo, no dudará en presentar a Cristo como la solución perfecta para todos ellos:

«Cree la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo a fin de que pueda responder a su máxima vocación y que no ha sido dado bajo el cielo a la humanidad otro nombre en el que sea necesario salvarse. Igualmente cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se halla en su Señor y Maestro. Afirma además la Iglesia que bajo la superficie de lo cambiante hay muchas cosas permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para siempre. Bajo la luz de Cristo, imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación, el Concilio habla a todos para esclarecer el misterio del hombre y para cooperar en el hallazgo de soluciones que respondan a los principales problemas de nuestra época.» (38)

Composición de la Gaudium et spes

La Constitución consta de un preámbulo, una exposición preliminar sobre la situación del hombre en el mundo actual, y de dos partes: la primera, dedicada a la Iglesia y la vocación del hombre; la segunda, sobre algunos problemas más urgentes que había que enfrentar en los años sucesivos al Concilio. Una conclusión cierra el documento.

La exposición preliminar hace un análisis de la situación actual del hombre en el mundo de hoy, cuáles son sus esperanzas y temores. Describe posteriormente los profundos cambios que ha sufrido el mundo en el orden social, religioso, moral y psicológico, y como esos cambios han causado enormes desequilibrios en el mundo moderno que han causado desgracias y conflictos en los que el hombre es a la vez causa y víctima.

La primera parte está dividida en cuatro capítulos. El capítulo 1 aborda el tema de la dignidad humana, fundada en que el hombre ha sido creado a imagen de Dios (39), y de cómo su dignidad de ve rebajada por el pecado (40). Al final del capítulo se aborda también el problema del ateísmo y sus diferentes formas. Importante a este respecto es la condena que reitera la Iglesia del ateísmo marxista y el comunismo como su expresión política (41), y clarifica esta reprobación por medio de una nota donde se citaban intencionadamente las encíclicas Divini Redemptoris de Pío XI (19 de marzo de 1937), Ad Apostolorum Principis de Pío XII (29 de junio de 1958), Mater el Magistra de Juan XXIII (15 de mayo de 1961) y Ecclesiam suam de Pablo VI (6 de agosto de 1964), las cuales se refieren exclusivamente al comunismo.

En el capítulo 2 el Concilio subraya la dimensión comunitaria de la dignidad humana (42) y delinea su sentido en el mundo (43). Entre algunos textos que vale la pena citar está uno donde el Concilio pide que a los hombres se les permita acceder a todo lo necesario para una vida digna:

«Es, pues, necesario que se facilite al hombre todo lo que éste necesita para vivir una vida verdaderamente humana, como son el alimento, el vestido, la vivienda, el derecho a la libre elección de estado ya fundar una familia, a la educación, al trabajo, a la buena fama, al respeto, a una adecuada información, a obrar de acuerdo con la norma recta de su conciencia, a la protección de la vida privada y a la justa libertad también en materia religiosa.» (44)

Denuncia también los distintos tipos de discriminación por cuestiones de sexo, raza, religión o condición social que violan los derechos fundamentales de la persona, y entre ellos los de la mujer cuando se le niega «el derecho de escoger libremente esposo y de abrazar el estado de vida que prefiera o se le impide tener acceso a una educación y a una cultura iguales a las que se conceden al hombre» (45)

El capítulo 3 matiza con exactitud cuál es la justa autonomía de las realidades terrenas (46), donde se distingue la visión correcta de la propia del secularismo.

El capítulo 4 aborda cual es la misión de la Iglesia en el mundo contemporáneo, la ayuda que debe prestar a cada hombre y a la sociedad. Importantísimo a este respecto el número 43 en donde se nos recuerda a los cristianos el deber de instaurar el reinado social de Cristo en la tierra:

«A la conciencia bien formada del seglar toca lograr que la ley divina quede grabada en la ciudad terrena…

Los laicos, que desempeñan parte activa en toda la vida de la Iglesia, no solamente están obligados a cristianizar el mundo, sino que además su vocación se extiende a ser testigos de Cristo en todo momento en medio de la sociedad humana (47)

La segunda parte, está compuesta a su vez por 5 capítulos. El capítulo 1 se ocupa del matrimonio y la familia, su carácter sagrado y de cómo debe compaginarse el amor conyugal con el respeto a la vida humana. Denuncia como esta dignidad del matrimonio y de la familia queda oscurecida por la poligamia, el divorcio, el llamado amor libre y otras deformaciones.

Los siguientes capítulos abordan el tema de la cultura,(48) la vida económico-social (49), la comunidad política (50) y los problemas de la paz y cooperación internacional (51).

Luego de abordar todos estos puntos, la Constitución Gaudium et spes es solemnemente aprobada el 7 de diciembre de 1965 con 2309 votos a favor, 75 en contra y 7 nulos. Fue el último documento aprobado por el Concilio que fue clausurado al día siguiente.

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CONSTITUCIÓN PASTORAL
GAUDIUM ET SPES
SOBRE LA IGLESIA EN EL MUNDO ACTUAL

Proemio

Unión íntima de la Iglesia con la familia humana universal

1. Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del genero humano y de su historia.

Destinatarios de la palabra conciliar

2. Por ello, el Concilio Vaticano II, tras haber profundizado en el misterio de la Iglesia, se dirige ahora no sólo a los hijos de la Iglesia católica y a cuantos invocan a Cristo, sino a todos los hombres, con el deseo de anunciar a todos cómo entiende la presencia y la acción de la Iglesia en el mundo actual.

Tiene pues, ante sí la Iglesia al mundo, esto es, la entera familia humana con el conjunto universal de las realidades entre las que ésta vive; el mundo, teatro de la historia humana, con sus afanes, fracasos y victorias; el mundo, que los cristianos creen fundado y conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo, crucificado y resucitado, roto el poder del demonio, para que el mundo se transforme según el propósito divino y llegue a su consumación.

Al servicio del hombre

3. En nuestros días, el género humano, admirado de sus propios descubrimientos y de su propio poder, se formula con frecuencia preguntas angustiosas sobre la evolución presente del mundo, sobre el puesto y la misión del hombre en el universo, sobre el sentido de sus esfuerzos individuales y colectivos, sobre el destino último de las cosas y de la humanidad. El Concilio, testigo y expositor de la fe de todo el Pueblo de Dios congregado por Cristo, no puede dar prueba mayor de solidaridad, respeto y amor a toda la familia humana que la de dialogar con ella acerca de todos estos problemas, aclarárselos a la luz del Evangelio y poner a disposición del género humano el poder salvador que la Iglesia, conducida por el Espíritu Santo, ha recibido de su Fundador. Es la persona del hombre la que hay que salvar. Es la sociedad humana la que hay que renovar. Es, por consiguiente, el hombre; pero el hombre todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad, quien será el objeto central de las explicaciones que van a seguir.

Al proclamar el Concilio la altísima vocación del hombre y la divina semilla que en éste se oculta, ofrece al género humano la sincera colaboración de la Iglesia para lograr la fraternidad universal que responda a esa vocación. No impulsa a la Iglesia ambición terrena alguna. Sólo desea una cosa: continuar, bajo la guía del Espíritu, la obra misma de Cristo, quien vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser servido.

Exposición preliminar: Situación del hombre en el mundo de hoy

Esperanzas y temores

4. Para cumplir esta misión es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la vida futura y sobre la mutua relación de ambas. Es necesario por ello conocer y comprender el mundo en que vivimos, sus esperanzas, sus aspiraciones y el sesgo dramático que con frecuencia le caracteriza. He aquí algunos rasgos fundamentales del mundo moderno.

El género humano se halla en un período nuevo de su historia, caracterizado por cambios profundos y acelerados, que progresivamente se extienden al universo entero. Los provoca el hombre con su inteligencia y su dinamismo creador; pero recaen luego sobre el hombre, sobre sus juicios y deseos individuales y colectivos, sobre sus modos de pensar y sobre su comportamiento para con las realidades y los hombres con quienes convive. Tan es así esto, que se puede ya hablar de una verdadera metamorfosis social y cultural, que redunda también en la vida religiosa.

Como ocurre en toda crisis de crecimiento, esta transformación trae consigo no leves dificultades. Así mientras el hombre amplía extraordinariamente su poder, no siempre consigue someterlo a su servicio. Quiere conocer con profundidad creciente su intimidad espiritual, y con frecuencia se siente más incierto que nunca de sí mismo. Descubre paulatinamente las leyes de la vida social, y duda sobre la orientación que a ésta se debe dar.

Jamás el género humano tuvo a su disposición tantas riquezas, tantas posibilidades, tanto poder económico. Y, sin embargo, una gran parte de la humanidad sufre hambre y miseria y son muchedumbre los que no saben leer ni escribir. Nunca ha tenido el hombre un sentido tan agudo de su libertad, y entretanto surgen nuevas formas de esclavitud social y psicológica. Mientras el mundo siente con tanta viveza su propia unidad y la mutua interdependencia en ineludible solidaridad, se ve, sin embargo, gravísimamente dividido por la presencia de fuerzas contrapuestas. Persisten, en efecto, todavía agudas tensiones políticas, sociales, económicas, raciales e ideológicas, y ni siquiera falta el peligro de una guerra que amenaza con destruirlo todo. Se aumenta la comunicación de las ideas; sin embargo, aun las palabras definidoras de los conceptos más fundamentales revisten sentidos harto diversos en las distintas ideologías. Por último, se busca con insistencia un orden temporal más perfecto, sin que avance paralelamente el mejoramiento de los espíritus.

Afectados por tan compleja situación, muchos de nuestros contemporáneos difícilmente llegan a conocer los valores permanentes y a compaginarlos con exactitud al mismo tiempo con los nuevos descubrimientos. La inquietud los atormenta, y se preguntan, entre angustias y esperanzas, sobre la actual evolución del mundo. El curso de la historia presente en un desafío al hombre que le obliga a responder.

Cambios profundos

5. La turbación actual de los espíritus y la transformación de las condiciones de vida están vinculadas a una revolución global más amplia, que da creciente importancia, en la formación del pensamiento, a las ciencias matemáticas y naturales y a las que tratan del propio hombre; y, en el orden práctico, a la técnica y a las ciencias de ella derivadas. El espíritu científico modifica profundamente el ambiente cultural y las maneras de pensar. La técnica con sus avances está transformando la faz de la tierra e intenta ya la conquista de los espacios interplanetarios.

También sobre el tiempo aumenta su imperio la inteligencia humana, ya en cuanto al pasado, por el conocimiento de la historia; ya en cuanto al futuro, por la técnica prospectiva y la planificación. Los progresos de las ciencias biológicas, psicológicas y sociales permiten al hombre no sólo conocerse mejor, sino aun influir directamente sobre la vida de las sociedades por medio de métodos técnicos. Al mismo tiempo, la humanidad presta cada vez mayor atención a la previsión y ordenación de la expansión demográfica.

La propia historia está sometida a un proceso tal de aceleración, que apenas es posible al hombre seguirla. El género humano corre una misma suerte y no se diversifica ya en varias historias dispersas. La humanidad pasa así de una concepción más bien estática de la realidad a otra más dinámica y evolutiva, de donde surge un nuevo conjunto de problemas que exige nuevos análisis y nuevas síntesis.

Cambios en el orden social

6. Por todo ello, son cada día más profundos los cambios que experimentan las comunidades locales tradicionales, como la familia patriarcal, el clan, la tribu, la aldea, otros diferentes grupos, y las mismas relaciones de la convivencia social.

El tipo de sociedad industrial se extiende paulatinamente, llevando a algunos países a una economía de opulencia y transformando profundamente concepciones y condiciones milenarias de la vida social. La civilización urbana tiende a un predominio análogo por el aumento de las ciudades y de su población y por la tendencia a la urbanización, que se extiende a las zonas rurales.

Nuevos y mejores medios de comunicación social contribuyen al conocimiento de los hechos y a difundir con rapidez y expansión máximas los modos de pensar y de sentir, provocando con ello muchas repercusiones simultáneas.

Y no debe subestimarse el que tantos hombres, obligados a emigrar por varios motivos, cambien su manera de vida.

De esta manera, las relaciones humanas se multiplican sin cesar y el mismo tiempo la propia socialización crea nuevas relaciones, sin que ello promueva siempre, sin embargo, el adecuado proceso de maduración de la persona y las relaciones auténticamente personales (personalización).

Esta evolución se manifiesta sobre todo en las naciones que se benefician ya de los progresos económicos y técnicos; pero también actúa en los pueblos en vías de desarrollo, que aspiran a obtener para sí las ventajas de la industrialización y de la urbanización. Estos últimos, sobre todo los que poseen tradiciones más antiguas, sienten también la tendencia a un ejercicio más perfecto y personal de la libertad.

Cambios psicológicos, morales y religiosos

7. El cambio de mentalidad y de estructuras somete con frecuencia a discusión las ideas recibidas. Esto se nota particularmente entre jóvenes, cuya impaciencia e incluso a veces angustia, les lleva a rebelarse. Conscientes de su propia función en la vida social, desean participar rápidamente en ella. Por lo cual no rara vez los padres y los educadores experimentan dificultades cada día mayores en el cumplimiento de sus tareas.

Las instituciones, las leyes, las maneras de pensar y de sentir, heredadas del pasado, no siempre se adaptan bien al estado actual de cosas. De ahí una grave perturbación en el comportamiento y aun en las mismas normas reguladoras de éste.

Las nuevas condiciones ejercen influjo también sobre la vida religiosa. Por una parte, el espíritu crítico más agudizado la purifica de un concepto mágico del mundo y de residuos supersticiosos y exige cada vez más una adhesión verdaderamente personal y operante a la fe, lo cual hace que muchos alcancen un sentido más vivo de lo divino. Por otra parte, muchedumbres cada vez más numerosas se alejan prácticamente de la religión. La negación de Dios o de la religión no constituye, como en épocas pasadas, un hecho insólito e individual; hoy día, en efecto, se presenta no rara vez como exigencia del progreso científico y de un cierto humanismo nuevo. En muchas regiones esa negación se encuentra expresada no sólo en niveles filosóficos, sino que inspira ampliamente la literatura, el arte, la interpretación de las ciencias humanas y de la historia y la misma legislación civil. Es lo que explica la perturbación de muchos.

Los desequilibrios del mundo moderno

8. Una tan rápida mutación, realizada con frecuencia bajo el signo del desorden, y la misma conciencia agudizada de las antinomias existentes hoy en el mundo, engendran o aumentan contradicciones y desequilibrios.

Surgen muchas veces en el propio hombre el desequilibrio entre la inteligencia práctica moderna y una forma de conocimiento teórico que no llega a dominar y ordenar la suma de sus conocimientos en síntesis satisfactoria. Brota también el desequilibrio entre el afán por la eficacia práctica y las exigencias de la conciencia moral, y no pocas veces entre las condiciones de la vida colectiva y a las exigencias de un pensamiento personal y de la misma contemplación. Surge, finalmente, el desequilibrio entre la especialización profesional y la visión general de las cosas.

Aparecen discrepancias en la familia, debidas ya al peso de las condiciones demográficas, económicas y sociales, ya a los conflictos que surgen entre las generaciones que se van sucediendo, ya a las nuevas relaciones sociales entre los dos sexos.

Nacen también grandes discrepancias raciales y sociales de todo género. Discrepancias entre los países ricos, los menos ricos y los pobres. Discrepancias, por último, entre las instituciones internacionales, nacidas de la aspiración de los pueblos a la paz, y las ambiciones puestas al servicio de la expansión de la propia ideología o los egoísmos colectivos existentes en las naciones y en otras entidades sociales.

Todo ello alimenta la mutua desconfianza y la hostilidad, los conflictos y las desgracias, de los que el hombre es, a la vez, causa y víctima.

Aspiraciones más universales de la humanidad

9. Entre tanto, se afianza la convicción de que el género humano puede y debe no sólo perfeccionar su dominio sobre las cosas creadas, sino que le corresponde además establecer un orden político, económico y social que esté más al servicio del hombre y permita a cada uno y a cada grupo afirmar y cultivar su propia dignidad.

De aquí las instantes reivindicaciones económicas de muchísimos, que tienen viva conciencia de que la carencia de bienes que sufren se debe a la injusticia o a una no equitativa distribución. Las naciones en vía de desarrollo, como son las independizadas recientemente, desean participar en los bienes de la civilización moderna, no sólo en el plano político, sino también en el orden económico, y desempeñar libremente su función en el mundo. Sin embargo, está aumentando a diario la distancia que las separa de las naciones más ricas y la dependencia incluso económica que respecto de éstas padecen. Los pueblos hambrientos interpelan a los pueblos opulentos.

La mujer, allí donde todavía no lo ha logrado, reclama la igualdad de derecho y de hecho con el hombre. Los trabajadores y los agricultores no sólo quieren ganarse lo necesario para la vida, sino que quieren también desarrollar por medio del trabajo sus dotes personales y participar activamente en la ordenación de la vida económica, social, política y cultural. Por primera vez en la historia, todos los pueblos están convencidos de que los beneficios de la cultura pueden y deben extenderse realmente a todas las naciones.

Pero bajo todas estas reivindicaciones se oculta una aspiración más profunda y más universal: las personas y los grupos sociales están sedientos de una vida plena y de una vida libre, digna del hombre, poniendo a su servicio las inmensas posibilidades que les ofrece el mundo actual. Las naciones, por otra parte, se esfuerzan cada vez más por formar una comunidad universal.

De esta forma, el mundo moderno aparece a la vez poderoso y débil, capaz de lo mejor y de lo peor, pues tiene abierto el camino para optar entre la libertad o la esclavitud, entre el progreso o el retroceso, entre la fraternidad o el odio. El hombre sabe muy bien que está en su mano el dirigir correctamente las fuerzas que él ha desencadenado, y que pueden aplastarle o servirle. Por ello se interroga a sí mismo.

Los interrogantes más profundos del hombre

10. En realidad de verdad, los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano. Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre. A fuer de criatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente, sin embargo, ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior. Atraído por muchas solicitaciones, tiene que elegir y que renunciar. Más aún, como enfermo y pecador, no raramente hace lo que no quiere y deja de hacer lo que querría llevar a cabo. Por ello siente en sí mismo la división, que tantas y tan graves discordias provoca en la sociedad. Son muchísimos los que, tarados en su vida por el materialismo práctico, no quieren saber nada de la clara percepción de este dramático estado, o bien, oprimidos por la miseria, no tienen tiempo para ponerse a considerarlo. Otros esperan del solo esfuerzo humano la verdadera y plena liberación de la humanidad y abrigan el convencimiento de que el futuro del hombre sobre la tierra saciará plenamente todos sus deseos. Y no faltan, por otra parte, quienes, desesperando de poder dar a la vida un sentido exacto, alaban la insolencia de quienes piensan que la existencia carece de toda significación propia y se esfuerzan por darle un sentido puramente subjetivo. Sin embargo, ante la actual evolución del mundo, son cada día más numerosos los que se plantean o los que acometen con nueva penetración las cuestiones más fundamentales: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos hechos, subsisten todavía? ¿Qué valor tienen las victorias logradas a tan caro precio? ¿Qué puede dar el hombre a la sociedad? ¿Qué puede esperar de ella? ¿Qué hay después de esta vida temporal?.

Cree la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo a fin de que pueda responder a su máxima vocación y que no ha sido dado bajo el cielo a la humanidad otro nombre en el que sea necesario salvarse. Igualmente cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se halla en su Señor y Maestro. Afirma además la Iglesia que bajo la superficie de lo cambiante hay muchas cosas permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para siempre. Bajo la luz de Cristo, imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación, el Concilio habla a todos para esclarecer el misterio del hombre y para cooperar en el hallazgo de soluciones que respondan a los principales problemas de nuestra época.

Primera parte: La Iglesia y la vocación del hombre

Hay que responder a las mociones del Espíritu

11. El Pueblo de Dios, movido por la fe, que le impulsa a creer que quien lo conduce es el Espíritu del Señor, que llena el universo, procura discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales participa juntamente con sus contemporáneos, los signos verdaderos de la presencia o de los planes de Dios. La fe todo lo ilumina con nueva luz y manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del hombre. Por ello orienta la menta hacia soluciones plenamente humanas.

El Concilio se propone, ante todo, juzgar bajo esta luz los valores que hoy disfrutan la máxima consideración y enlazarlos de nuevo con su fuente divina. Estos valores, por proceder de la inteligencia que Dios ha dado al hombre, poseen una bondad extraordinaria; pero, a causa de la corrupción del corazón humano, sufren con frecuencia desviaciones contrarias a su debida ordenación. Por ello necesitan purificación.

¿Qué piensa del hombre la Iglesia? ¿Qué criterios fundamentales deben recomendarse para levantar el edificio de la sociedad actual? ¿Qué sentido último tiene la acción humana en el universo? He aquí las preguntas que aguardan respuesta. Esta hará ver con claridad que el Pueblo de Dios y la humanidad, de la que aquél forma parte, se prestan mutuo servicio, lo cual demuestra que la misión de la Iglesia es religiosa y, por lo mismo, plenamente humana.

Capítulo I: La dignidad de la persona humana

El hombre, imagen de Dios

12. Creyentes y no creyentes están generalmente de acuerdo en este punto: todos los bienes de la tierra deben ordenarse en función del hombre, centro y cima de todos ellos.

Pero, ¿qué es el hombre? Muchas son las opiniones que el hombre se ha dado y se da sobre sí mismo. Diversas e incluso contradictorias. Exaltándose a sí mismo como regla absoluta o hundiéndose hasta la desesperación. La duda y la ansiedad se siguen en consecuencia. La Iglesia siente profundamente estas dificultades, y, aleccionada por la Revelación divina, puede darles la respuesta que perfile la verdadera situación del hombre, dé explicación a sus enfermedades y permita conocer simultáneamente y con acierto la dignidad y la vocación propias del hombre.

La Biblia nos enseña que el hombre ha sido creado «a imagen de Dios», con capacidad para conocer y amar a su Creador, y que por Dios ha sido constituido señor de la entera creación visible para gobernarla y usarla glorificando a Dios. ¿Qué es el hombre para que tú te acuerdes de él? ¿O el hijo del hombre para que te cuides de él? Apenas lo has hecho inferior a los ángeles al coronarlo de gloria y esplendor. Tú lo pusiste sobre la obra de tus manos. Todo fue puesto por ti debajo de sus pies (Ps 8, 5-7).

Pero Dios no creó al hombre en solitario. Desde el principio los hizo hombre y mujer (Gen l,27). Esta sociedad de hombre y mujer es la expresión primera de la comunión de personas humanas. El hombre es, en efecto, por su íntima naturaleza, un ser social, y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los demás.

Dios, pues, nos dice también la Biblia, miró cuanto había hecho, y lo juzgó muy bueno (Gen 1,31).

El pecado

13. Creado por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del demonio, en el propio exordio de la historia, abusó de su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios. Conocieron a Dios, pero no le glorificaron como a Dios. Obscurecieron su estúpido corazón y prefirieron servir a la criatura, no al Creador. Lo que la Revelación divina nos dice coincide con la experiencia. El hombre, en efecto, cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males, que no pueden tener origen en su santo Creador. Al negarse con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompe el hombre la debida subordinación a su fin último, y también toda su ordenación tanto por lo que toca a su propia persona como a las relaciones con los demás y con el resto de la creación.

Es esto lo que explica la división íntima del hombre. Toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Más todavía, el hombre se nota incapaz de domeñar con eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse como aherrojado entre cadenas. Pero el Señor vino en persona para liberar y vigorizar al hombre, renovándole interiormente y expulsando al príncipe de este mundo (cf. Io 12,31), que le retenía en la esclavitud del pecado. El pecado rebaja al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud.

A la luz de esta Revelación, la sublime vocación y la miseria profunda que el hombre experimenta hallan simultáneamente su última explicación.

Constitución del hombre

14. En la unidad de cuerpo y alma, el hombre, por su misma condición corporal, es una síntesis del universo material, el cual alcanza por medio del hombre su más alta cima y alza la voz para la libre alabanza del Creador. No debe, por tanto, despreciar la vida corporal, sino que, por el contrario, debe tener por bueno y honrar a su propio cuerpo, como criatura de Dios que ha de resucitar en el último día. Herido por el pecado, experimenta, sin embargo, la rebelión del cuerpo. La propia dignidad humana pide, pues, que glorifique a Dios en su cuerpo y no permita que lo esclavicen las inclinaciones depravadas de su corazón.

No se equivoca el hombre al afirmar su superioridad sobre el universo material y al considerarse no ya como partícula de la naturaleza o como elemento anónimo de la ciudad humana. Por su interioridad es, en efecto, superior al universo entero; a esta profunda interioridad retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los corazones, y donde él personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino. Al afirmar, por tanto, en sí mismo la espiritualidad y la inmortalidad de su alma, no es el hombre juguete de un espejismo ilusorio provocado solamente por las condiciones físicas y sociales exteriores, sino que toca, por el contrario, la verdad más profunda de la realidad.

Dignidad de la inteligencia, verdad y sabiduría

15. Tiene razón el hombre, participante de la luz de la inteligencia divina, cuando afirma que por virtud de su inteligencia es superior al universo material. Con el ejercicio infatigable de su ingenio a lo largo de los siglos, la humanidad ha realizado grandes avances en las ciencias positivas, en el campo de la técnica y en la esfera de las artes liberales. Pero en nuestra época ha obtenido éxitos extraordinarios en la investigación y en el dominio del mundo material. Siempre, sin embargo, ha buscado y ha encontrado una verdad más profunda. La inteligencia no se ciñe solamente a los fenómenos. Tiene capacidad para alcanzar la realidad inteligible con verdadera certeza, aunque a consecuencia del pecado esté parcialmente oscurecida y debilitada.

Finalmente, la naturaleza intelectual de la persona humana se perfecciona y debe perfeccionarse por medio de la sabiduría, la cual atrae con suavidad la mente del hombre a la búsqueda y al amor de la verdad y del bien. Imbuido por ella, el hombre se alza por medio de lo visible hacia lo invisible.

Nuestra época, más que ninguna otra, tiene necesidad de esta sabiduría para humanizar todos los nuevos descubrimientos de la humanidad. El destino futuro del mundo corre peligro si no forman hombres más instruidos en esta sabiduría. Debe advertirse a este respecto que muchas naciones económicamente pobres, pero ricas en esta sabiduría, pueden ofrecer a las demás una extraordinaria aportación.

Con el don del Espíritu Santo, el hombre llega por la fe a contemplar y saborear el misterio del plan divino.

Dignidad de la conciencia moral

16. En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla. Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo. La fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad. Cuanto mayor es el predominio de la recta conciencia, tanto mayor seguridad tienen las personas y las sociedades para apartarse del ciego capricho y para someterse a las normas objetivas de la moralidad. No rara vez, sin embargo, ocurre que yerra la conciencia por ignorancia invencible, sin que ello suponga la pérdida de su dignidad. Cosa que no puede afirmarse cuando el hombre se despreocupa de buscar la verdad y el bien y la conciencia se va progresivamente entenebreciendo por el hábito del pecado.

Grandeza de la libertad

17. La orientación del hombre hacia el bien sólo se logra con el uso de la libertad, la cual posee un valor que nuestros contemporáneos ensalzan con entusiasmo. Y con toda razón. Con frecuencia, sin embargo, la fomentan de forma depravada, como si fuera pura licencia para hacer cualquier cosa, con tal que deleite, aunque sea mala. La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión para que así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada perfección. La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esta dignidad cuando, liberado totalmente de la cautividad de las pasiones, tiende a su fin con la libre elección del bien y se procura medios adecuados para ello con eficacia y esfuerzo crecientes. La libertad humana, herida por el pecado, para dar la máxima eficacia a esta ordenación a Dios, ha de apoyarse necesariamente en la gracia de Dios. Cada cual tendrá que dar cuanta de su vida ante el tribunal de Dios según la conducta buena o mala que haya observado.

El misterio de la muerte

18. El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de eternidad que en sí lleva, por se irreducible a la sola materia, se levanta contra la muerte. Todos los esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles que sea, no pueden calmar esta ansiedad del hombre: la prórroga de la longevidad que hoy proporciona la biología no puede satisfacer ese deseo del más allá que surge ineluctablemente del corazón humano.

Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia, aleccionada por la Revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre. La fe cristiana enseña que la muerte corporal, que entró en la historia a consecuencia del pecado, será vencida cuando el omnipotente y misericordioso Salvador restituya al hombre en la salvación perdida por el pecado. Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse a El con la total plenitud de su ser en la perpetua comunión de la incorruptible vida divina. Ha sido Cristo resucitado el que ha ganado esta victoria para el hombre, liberándolo de la muerte con su propia muerte. Para todo hombre que reflexione, la fe, apoyada en sólidos argumentos, responde satisfactoriamente al interrogante angustioso sobre el destino futuro del hombre y al mismo tiempo ofrece la posibilidad de una comunión con nuestros mismos queridos hermanos arrebatados por la muerte, dándonos la esperanza de que poseen ya en Dios la vida verdadera.

Formas y raíces del ateísmo

19. La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo conserva. Y sólo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador. Muchos son, sin embargo, los que hoy día se desentienden del todo de esta íntima y vital unión con Dios o la niegan en forma explícita. Es este ateísmo uno de los fenómenos más graves de nuestro tiempo. Y debe ser examinado con toda atención.

La palabra «ateísmo» designa realidades muy diversas. Unos niegan a Dios expresamente. Otros afirman que nada puede decirse acerca de Dios. Los hay que someten la cuestión teológica a un análisis metodológico tal, que reputa como inútil el propio planteamiento de la cuestión. Muchos, rebasando indebidamente los límites sobre esta base puramente científica o, por el contrario, rechazan sin excepción toda verdad absoluta. Hay quienes exaltan tanto al hombre, que dejan sin contenido la fe en Dios, ya que les interesa más, a lo que parece, la afirmación del hombre que la negación de Dios. Hay quienes imaginan un Dios por ellos rechazado, que nada tiene que ver con el Dios del Evangelio. Otros ni siquiera se plantean la cuestión de la existencia de Dios, porque, al parecer, no sienten inquietud religiosa alguna y no perciben el motivo de preocuparse por el hecho religiosos. Además, el ateísmo nace a veces como violenta protesta contra la existencia del mal en el mundo o como adjudicación indebida del carácter absoluto a ciertos bienes humanos que son considerados prácticamente como sucedáneos de Dios. La misma civilización actual, no en sí misma, pero sí por su sobrecarga de apego a la tierra, puede dificultar en grado notable el acceso del hombre a Dios.

Quienes voluntariamente pretenden apartar de su corazón a Dios y soslayar las cuestiones religiosas, desoyen el dictamen de su conciencia y, por tanto, no carecen de culpa. Sin embargo, también los creyentes tienen en esto su parte de responsabilidad. Porque el ateísmo, considerado en su total integridad, no es un fenómeno originario, sino un fenómeno derivado de varias causas, entre las que se debe contar también la reacción crítica contra las religiones, y, ciertamente en algunas zonas del mundo, sobre todo contra la religión cristiana. Por lo cual, en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión.

El ateísmo sistemático

20. Con frecuencia, el ateísmo moderno reviste también la forma sistemática, la cual, dejando ahora otras causas, lleva el afán de autonomía humana hasta negar toda dependencia del hombre respecto de Dios. Los que profesan este ateísmo afirman que la esencia de la libertad consiste en que el hombre es el fin de sí mismo, el único artífice y creador de su propia historia. Lo cual no puede conciliarse, según ellos, con el reconocimiento del Señor, autor y fin de todo, o por lo menos tal afirmación de Dios es completamente superflua. El sentido de poder que el progreso técnico actual da al hombre puede favorecer esta doctrina.

Entre las formas del ateísmo moderno debe mencionarse la que pone la liberación del hombre principalmente en su liberación económica y social. Pretende este ateísmo que la religión, por su propia naturaleza, es un obstáculo para esta liberación, porque, al orientar el espíritu humano hacia una vida futura ilusoria, apartaría al hombre del esfuerzo por levantar la ciudad temporal. Por eso, cuando los defensores de esta doctrina logran alcanzar el dominio político del Estado, atacan violentamente a la religión, difundiendo el ateísmo, sobre todo en materia educativa, con el uso de todos los medios de presión que tiene a su alcance el poder público.

Actitud de la Iglesia ante el ateísmo

21. La Iglesia, fiel a Dios y fiel a los hombres, no puede dejar de reprobar con dolor, pero con firmeza, como hasta ahora ha reprobado, esas perniciosas doctrinas y conductas, que son contrarias a la razón y a la experiencia humana universal y privan al hombre de su innata grandeza.

Quiere, sin embargo, conocer las causas de la negación de Dios que se esconden en la mente del hombre ateo. Consciente de la gravedad de los problemas planteados por el ateísmo y movida por el amor que siente a todos los hombres, la Iglesia juzga que los motivos del ateísmo deben ser objeto de serio y más profundo examen.

La Iglesia afirma que el reconocimiento de Dios no se opone en modo alguno a la dignidad humana, ya que esta dignidad tiene en el mismo Dios su fundamento y perfección. Es Dios creador el que constituye al hombre inteligente y libre en la sociedad. Y, sobre todo, el hombre es llamado, como hijo, a la unión con Dios y a la participación de su felicidad. Enseña además la Iglesia que la esperanza escatológica no merma la importancia de las tareas temporales, sino que más bien proporciona nuevos motivos de apoyo para su ejercicio. Cuando, por el contrario, faltan ese fundamento divino y esa esperanza de la vida eterna, la dignidad humana sufre lesiones gravísimas -es lo que hoy con frecuencia sucede-, y los enigmas de la vida y de la muerte, de la culpa y del dolor, quedan sin solucionar, llevando no raramente al hombre a la desesperación.

Todo hombre resulta para sí mismo un problema no resuelto, percibido con cierta obscuridad. Nadie en ciertos momentos, sobre todo en los acontecimientos más importantes de la vida, puede huir del todo el interrogante referido. A este problema sólo Dios da respuesta plena y totalmente cierta; Dios, que llama al hombre a pensamientos más altos y a una búsqueda más humilde de la verdad.

El remedio del ateísmo hay que buscarlo en la exposición adecuada de la doctrina y en la integridad de vida de la Iglesia y de sus miembros. A la Iglesia toca hacer presentes y como visibles a Dios Padre y a su Hijo encarnado con la continua renovación y purificación propias bajo la guía del Espíritu Santo. Esto se logra principalmente con el testimonio de una fe viva y adulta, educada para poder percibir con lucidez las dificultades y poderlas vencer. Numerosos mártires dieron y dan preclaro testimonio de esta fe, la cual debe manifestar su fecundidad imbuyendo toda la vida, incluso la profana, de los creyentes, e impulsándolos a la justicia y al amor, sobre todo respecto del necesitado. Mucho contribuye, finalmente, a esta afirmación de la presencia de Dios el amor fraterno de los fieles, que con espíritu unánime colaboran en la fe del Evangelio y se alzan como signo de unidad.

La Iglesia, aunque rechaza en forma absoluta el ateísmo, reconoce sinceramente que todos los hombres, creyentes y no creyentes, deben colaborar en la edificación de este mundo, en el que viven en común. Esto no puede hacerse sin un prudente y sincero diálogo. Lamenta, pues, la Iglesia la discriminación entre creyentes y no creyentes que algunas autoridades políticas, negando los derechos fundamentales de la persona humana, establecen injustamente. Pide para los creyentes libertad activa para que puedan levantar en este mundo también un templo a Dios. E invita cortésmente a los ateos a que consideren sin prejuicios el Evangelio de Cristo.

La Iglesia sabe perfectamente que su mensaje está de acuerdo con los deseos más profundos del corazón humano cuando reivindica la dignidad de la vocación del hombre, devolviendo la esperanza a quienes desesperan ya de sus destinos más altos. Su mensaje, lejos de empequeñecer al hombre, difunde luz, vida y libertad para el progreso humano. Lo único que puede llenar el corazón del hombre es aquello que «nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti».

Cristo, el Hombre nuevo

22. En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues, que todas las verdades hasta aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su corona.

El que es imagen de Dios invisible (Col 1,15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado.

Cordero inocente, con la entrega libérrima de su sangre nos mereció la vida. En El Dios nos reconcilió consigo y con nosotros y nos liberó de la esclavitud del diablo y del pecado, por lo que cualquiera de nosotros puede decir con el Apóstol: El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gal 2,20). Padeciendo por nosotros, nos dio ejemplo para seguir sus pasos y, además abrió el camino, con cuyo seguimiento la vida y la muerte se santifican y adquieren nuevo sentido.

El hombre cristiano, conformado con la imagen del Hijo, que es el Primogénito entre muchos hermanos, recibe las primicias del Espíritu (Rom 8,23), las cuales le capacitan para cumplir la ley nueva del amor. Por medio de este Espíritu, que es prenda de la herencia (Eph 1,14), se restaura internamente todo el hombre hasta que llegue la redención del cuerpo (Rom 8,23). Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también vida a vuestros cuerpos mortales por virtud de su Espíritu que habita en vosotros (Rom 8,11). Urgen al cristiano la necesidad y el deber de luchar, con muchas tribulaciones, contra el demonio, e incluso de padecer la muerte. Pero, asociado al misterio pascual, configurado con la muerte de Cristo, llegará, corroborado por la esperanza, a la resurrección.

Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual.

Este es el gran misterio del hombre que la Revelación cristiana esclarece a los fieles. Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta obscuridad. Cristo resucitó; con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida, para que, hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu: Abba!,¡Padre!

Capítulo II: La comunidad humana

Propósito del Concilio

23. Entre los principales aspectos del mundo actual hay que señalar la multiplicación de las relaciones mutuas entre los hombres. Contribuye sobremanera a este desarrollo el moderno progreso técnico. Sin embargo, la perfección del coloquio fraterno no está en ese progreso, sino más hondamente en la comunidad que entre las personas se establece, la cual exige el mutuo respeto de su plena dignidad espiritual. La Revelación cristiana presta gran ayuda para fomentar esta comunión interpersonal y al mismo tiempo nos lleva a una más profunda comprensión de las leyes que regulan la vida social, y que el Creador grabó en la naturaleza espiritual y moral del hombre.

Como el Magisterio de la Iglesia en recientes documentos ha expuesto ampliamente la doctrina cristiana sobre la sociedad humana, el Concilio se limita a recordar tan sólo algunas verdades fundamentales y exponer sus fundamentos a la luz de la Revelación. A continuación subraya ciertas consecuencias que de aquéllas fluyen, y que tienen extraordinaria importancia en nuestros días.

Índole comunitaria de la vocación humana según el plan de Dios

24. Dios, que cuida de todos con paterna solicitud, ha querido que los hombres constituyan una sola familia y se traten entre sí con espíritu de hermanos. Todos han sido creados a imagen y semejanza de Dios, quien hizo de uno todo el linaje humano y para poblar toda la haz de la tierra (Act 17,26), y todos son llamados a un solo e idéntico fin, esto es, Dios mismo.

Por lo cual, el amor de Dios y del prójimo es el primero y el mayor mandamiento. La Sagrada Escritura nos enseña que el amor de Dios no puede separarse del amor del prójimo: … cualquier otro precepto en esta sentencia se resume : Amarás al prójimo como a ti mismo … El amor es el cumplimiento de la ley (Rom 13,9-10; cf. 1 Io 4,20). Esta doctrina posee hoy extraordinaria importancia a causa de dos hechos: la creciente interdependencia mutua de los hombres y la unificación asimismo creciente del mundo.

Más aún, el Señor, cuando ruega al Padre que todos sean uno, como nosotros también somos uno (Io 17,21-22), abriendo perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás.

Interdependencia entre la persona humana y la sociedad

25. La índole social del hombre demuestra que el desarrollo de la persona humana y el crecimiento de la propia sociedad están mutuamente condicionados. porque el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana, la cual, por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida social. La vida social no es, pues, para el hombre sobrecarga accidental. Por ello, a través del trato con los demás, de la reciprocidad de servicios, del diálogo con los hermanos, la vida social engrandece al hombre en todas sus cualidades y le capacita para responder a su vocación.

De los vínculos sociales que son necesarios para el cultivo del hombre, unos, como la familia y la comunidad política, responden más inmediatamente a su naturaleza profunda; otros, proceden más bien de su libre voluntad. En nuestra época, por varias causas, se multiplican sin cesar las conexiones mutuas y las interdependencias; de aquí nacen diversas asociaciones e instituciones tanto de derecho público como de derecho privado. Este fenómeno, que recibe el nombre de socialización, aunque encierra algunos peligros, ofrece, sin embargo, muchas ventajas para consolidar y desarrollar las cualidades de la persona humana y para garantizar sus derechos.

Mas si la persona humana, en lo tocante al cumplimiento de su vocación, incluida la religiosa, recibe mucho de esta vida en sociedad, no se puede, sin embargo, negar que las circunstancias sociales en que vive y en que está como inmersa desde su infancia, con frecuencia le apartan del bien y le inducen al mal. Es cierto que las perturbaciones que tan frecuentemente agitan la realidad social proceden en parte de las tensiones propias de las estructuras económicas, políticas y sociales. Pero proceden, sobre todo, de la soberbia y del egoísmo humanos, que trastornan también el ambiente social. Y cuando la realidad social se ve viciada por las consecuencias del pecado, el hombre, inclinado ya al mal desde su nacimiento, encuentra nuevos estímulos para el pecado, los cuales sólo pueden vencerse con denodado esfuerzo ayudado por la gracia.

La promoción del bien común

26. La interdependencia, cada vez más estrecha, y su progresiva universalización hacen que el bien común -esto es, el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección- se universalice cada vez más, e implique por ello derechos y obligaciones que miran a todo el género humano. Todo grupo social debe tener en cuenta las necesidades y las legítimas aspiraciones de los demás grupos; más aún, debe tener muy en cuenta el bien común de toda la familia humana.

Crece al mismo tiempo la conciencia de la excelsa dignidad de la persona humana, de su superioridad sobre las cosas y de sus derechos y deberes universales e inviolables. Es, pues, necesario que se facilite al hombre todo lo que éste necesita para vivir una vida verdaderamente humana, como son el alimento, el vestido, la vivienda, el derecho a la libre elección de estado ya fundar una familia, a la educación, al trabajo, a la buena fama, al respeto, a una adecuada información, a obrar de acuerdo con la norma recta de su conciencia, a la protección de la vida privada y a la justa libertad también en materia religiosa.

El orden social, pues, y su progresivo desarrollo deben en todo momento subordinarse al bien de la persona, ya que el orden real debe someterse al orden personal, y no al contrario. El propio Señor lo advirtió cuando dijo que el sábado había sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado. El orden social hay que desarrollarlo a diario, fundarlo en la verdad, edificarlo sobre la justicia, vivificarlo por el amor. Pero debe encontrar en la libertad un equilibrio cada día más humano. Para cumplir todos estos objetivos hay que proceder a una renovación de los espíritus y a profundas reformas de la sociedad.

El Espíritu de Dios, que con admirable providencia guía el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra, no es ajeno a esta evolución. Y, por su parte, el fermento evangélico ha despertado y despierta en el corazón del hombre esta irrefrenable exigencia de la dignidad.

El respeto a la persona humana

27. Descendiendo a consecuencias prácticas de máxima urgencia, el Concilio inculca el respeto al hombre, de forma de cada uno, sin excepción de nadie, debe considerar al prójimo como otro yo, cuidando en primer lugar de su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente, no sea que imitemos a aquel rico que se despreocupó por completo del pobre Lázaro.

En nuestra época principalmente urge la obligación de acercarnos a todos y de servirlos con eficacia cuando llegue el caso, ya se trate de ese anciano abandonado de todos, o de ese trabajador extranjero despreciado injustamente, o de ese desterrado, o de ese hijo ilegítimo que debe aguantar sin razón el pecado que él no cometió, o de ese hambriento que recrimina nuestra conciencia recordando la palabra del Señor: Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mi me lo hicisteis. (Mt 25,40).

No sólo esto. Cuanto atenta contra la vida -homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado-; cuanto viola la integridad de la persona humana, como, por ejemplo, las mutilaciones, las torturas morales o físicas, los conatos sistemáticos para dominar la mente ajena; cuanto ofende a la dignidad humana, como son las condiciones infrahumanas de vida, las detenciones arbitrarias, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; o las condiciones laborales degradantes, que reducen al operario al rango de mero instrumento de lucro, sin respeto a la libertad y a la responsabilidad de la persona humana: todas estas prácticas y otras parecidas son en sí mismas infamantes, degradan la civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor debido al Creador.

Respeto y amor a los adversarios

28. Quienes sienten u obran de modo distinto al nuestro en materia social, política e incluso religiosa, deben ser también objeto de nuestro respeto y amor. Cuanto más humana y caritativa sea nuestra comprensión íntima de su manera de sentir, mayor será la facilidad para establecer con ellos el diálogo.

Esta caridad y esta benignidad en modo alguno deben convertirse en indiferencia ante la verdad y el bien. Más aún, la propia caridad exige el anuncio a todos los hombres de la verdad saludable. Pero es necesario distinguir entre el error, que siempre debe ser rechazado, y el hombre que yerra, el cual conserva la dignidad de la persona incluso cuando está desviado por ideas falsas o insuficientes en materia religiosa. Dios es el único juez y escrutador del corazón humano. Por ello, nos prohíbe juzgar la culpabilidad interna de los demás.

La doctrina de Cristo pide también que perdonemos las injurias. El precepto del amor se extiende a todos los enemigos. Es el mandamiento de la Nueva Ley: «Habéis oído que se dijo: «Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo». Pero yo os digo : «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian y orad por lo que os persiguen y calumnian»» (Mt 5,43-44).

La igualdad esencial entre los hombres y la justicia social

29. La igualdad fundamental entre todos los hombres exige un reconocimiento cada vez mayor. Porque todos ellos, dotados de alma racional y creados a imagen de Dios, tienen la misma naturaleza y el mismo origen. Y porque, redimidos por Cristo, disfrutan de la misma vocación y de idéntico destino.

Es evidente que no todos los hombres son iguales en lo que toca a la capacidad física y a las cualidades intelectuales y morales. Sin embargo, toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión, debe ser vencida y eliminada por ser contraria al plan divino. En verdad, es lamentable que los derechos fundamentales de la persona no estén todavía protegidos en la forma debida por todas partes. Es lo que sucede cuando se niega a la mujer el derecho de escoger libremente esposo y de abrazar el estado de vida que prefiera o se le impide tener acceso a una educación y a una cultura iguales a las que se conceden al hombre.

Más aún, aunque existen desigualdades justas entre los hombres, sin embargo, la igual dignidad de la persona exige que se llegue a una situación social más humana y más justa. Resulta escandaloso el hecho de las excesivas desigualdades económicas y sociales que se dan entre los miembros y los pueblos de una misma familia humana. Son contrarias a la justicia social, a la equidad, a la dignidad de la persona humana y a la paz social e internacional.

Las instituciones humanas, privadas o públicas, esfuércense por ponerse al servicio de la dignidad y del fin del hombre. Luchen con energía contra cualquier esclavitud social o política y respeten, bajo cualquier régimen político, los derechos fundamentales del hombre. Más aún, estas instituciones deben ir respondiendo cada vez más a las realidades espirituales, que son las más profundas de todas, aunque es necesario todavía largo plazo de tiempo para llegar al final deseado.

Hay que superar la ética individualista

30. La profunda y rápida transformación de la vida exige con suma urgencia que no haya nadie que, por despreocupación frente a la realidad o por pura inercia, se conforme con una ética meramente individualista. El deber de justicia y caridad se cumple cada vez más contribuyendo cada uno al bien común según la propia capacidad y la necesidad ajena, promoviendo y ayudando a las instituciones, así públicas como privadas, que sirven para mejorar las condiciones de vida del hombre. Hay quienes profesan amplias y generosas opiniones, pero en realidad viven siempre como si nunca tuvieran cuidado alguno de las necesidades sociales. No sólo esto; en varios países son muchos los que menosprecian las leyes y las normas sociales. No pocos, con diversos subterfugios y fraudes, no tienen reparo en soslayar los impuestos justos u otros deberes para con la sociedad. Algunos subestiman ciertas normas de la vida social; por ejemplo, las referentes a la higiene o las normas de la circulación, sin preocuparse de que su descuido pone en peligro la vida propia y la vida del prójimo.

La aceptación de las relaciones sociales y su observancia deben ser consideradas por todos como uno de los principales deberes del hombre contemporáneo. Porque cuanto más se unifica el mundo, tanto más los deberes del hombre rebasan los límites de los grupos particulares y se extiende poco a poco al universo entero. Ello es imposible si los individuos y los grupos sociales no cultivan en sí mismo y difunden en la sociedad las virtudes morales y sociales, de forma que se conviertan verdaderamente en hombres nuevos y en creadores de una nueva humanidad con el auxilio necesario de la divina gracia.

Responsabilidad y participación

31. Para que cada uno pueda cultivar con mayor cuidado el sentido de su responsabilidad tanto respecto a sí mismo como de los varios grupos sociales de los que es miembro, hay que procurar con suma diligencia una más amplia cultura espiritual, valiéndose para ello de los extraordinarios medios de que el género humano dispone hoy día. Particularmente la educación de los jóvenes, sea el que sea el origen social de éstos, debe orientarse de tal modo, que forme hombres y mujeres que no sólo sean personas cultas, sino también de generoso corazón, de acuerdo con las exigencias perentorias de nuestra época.

Pero no puede llegarse a este sentido de la responsabilidad si no se facilitan al hombre condiciones de vida que le permitan tener conciencia de su propia dignidad y respondan a su vocación, entregándose a Dios ya los demás. La libertad humana con frecuencia se debilita cuando el hombre cae en extrema necesidad, de la misma manera que se envilece cuando el hombre, satisfecho por una vida demasiado fácil, se encierra como en una dorada soledad. Por el contrario, la libertad se vigoriza cuando el hombre acepta las inevitables obligaciones de la vida social, toma sobre sí las multiformes exigencias de la convivencia humana y se obliga al servicio de la comunidad en que vive.

Es necesario por ello estimular en todos la voluntad de participar en los esfuerzos comunes. Merece alabanza la conducta de aquellas naciones en las que la mayor parte de los ciudadanos participa con verdadera libertad en la vida pública. Debe tenerse en cuenta, sin embargo, la situación real de cada país y el necesario vigor de la autoridad pública. Para que todos los ciudadanos se sientan impulsados a participar en la vida de los diferentes grupos de integran el cuerpo social, es necesario que encuentren en dichos grupos valores que los atraigan y los dispongan a ponerse al servicio de los demás. Se puede pensar con toda razón que el porvenir de la humanidad está en manos de quienes sepan dar a las generaciones venideras razones para vivir y razones para esperar.

El Verbo encarnado y la solidaridad humana

32. Dios creó al hombre no para vivir aisladamente, sino para formar sociedad. De la misma manera, Dios «ha querido santificar y salvar a los hombres no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo que le confesara en verdad y le sirviera santamente». Desde el comienzo de la historia de la salvación, Dios ha elegido a los hombres no solamente en cuanto individuos, sino también a cuanto miembros de una determinada comunidad. A los que eligió Dios manifestando su propósito, denominó pueblo suyo (Ex 3,7-12), con el que además estableció un pacto en el monte Sinaí.

Esta índole comunitaria se perfecciona y se consuma en la obra de Jesucristo. El propio Verbo encarnado quiso participar de la vida social humana. Asistió a las bodas de Caná, bajó a la casa de Zaqueo, comió con publicanos y pecadores. Reveló el amor del Padre y la excelsa vocación del hombre evocando las relaciones más comunes de la vida social y sirviéndose del lenguaje y de las imágenes de la vida diaria corriente. Sometiéndose voluntariamente a las leyes de su patria, santificó los vínculos humanos, sobre todo los de la familia, fuente de la vida social. Eligió la vida propia de un trabajador de su tiempo y de su tierra.

En su predicación mandó claramente a los hijos de Dios que se trataran como hermanos. Pidió en su oración que todos sus discípulos fuesen uno. Más todavía, se ofreció hasta la muerte por todos, como Redentor de todos. Nadie tiene mayor amor que este de dar uno la vida por sus amigos (Io 15,13). Y ordenó a los Apóstoles predicar a todas las gentes la nueva angélica, para que la humanidad se hiciera familia de Dios, en la que la plenitud de la ley sea el amor.

Primogénito entre muchos hermanos, constituye, con el don de su Espíritu, una nueva comunidad fraterna entre todos los que con fe y caridad le reciben después de su muerte y resurrección, esto es, en su Cuerpo, que es la Iglesia, en la que todos, miembros los unos de los otros, deben ayudarse mutuamente según la variedad de dones que se les hayan conferido.

Esta solidaridad debe aumentarse siempre hasta aquel día en que llegue su consumación y en que los hombres, salvador por la gracia, como familia amada de Dios y de Cristo hermano, darán a Dios gloria perfecta.

Capítulo III: La actividad humana en el mundo

Planteamiento del problema

33. Siempre se ha esforzado el hombre con su trabajo y con su ingenio en perfeccionar su vida; pero en nuestros días, gracias a la ciencia y la técnica, ha logrado dilatar y sigue dilatando el campo de su dominio sobre casi toda la naturaleza, y, con ayuda sobre todo el aumento experimentado por los diversos medios de intercambio entre las naciones, la familia humana se va sintiendo y haciendo una única comunidad en el mundo. De lo que resulta que gran número de bienes que antes el hombre esperaba alcanzar sobre todo de las fuerzas superiores, hoy los obtiene por sí mismo.

Ante este gigantesco esfuerzo que afecta ya a todo el género humano, surgen entre los hombres muchas preguntas. ¿Qué sentido y valor tiene esa actividad? ¿Cuál es el uso que hay que hacer de todas estas cosas? ¿A qué fin deben tender los esfuerzos de individuos y colectividades? La Iglesia, custodio del depósito de la palabra de Dios, del que manan los principios en el orden religioso y moral, sin que siempre tenga a manos respuesta adecuada a cada cuestión, desea unir la luz de la Revelación al saber humano para iluminar el camino recientemente emprendido por la humanidad.

Valor de la actividad humana

34. Una cosa hay cierta para los creyentes: la actividad humana individual y colectiva o el conjunto ingente de esfuerzos realizados por el hombre a lo largo de los siglos para lograr mejores condiciones de vida, considerado en sí mismo, responde a la voluntad de Dios. Creado el hombre a imagen de Dios, recibió el mandato de gobernar el mundo en justicia y santidad, sometiendo a sí la tierra y cuanto en ella se contiene, y de orientar a Dios la propia persona y el universo entero, reconociendo a Dios como Creador de todo, de modo que con el sometimiento de todas las cosas al hombre sea admirable el nombre de Dios en el mundo.

Esta enseñanza vale igualmente para los quehaceres más ordinarios. Porque los hombres y mujeres que, mientras procuran el sustento para sí y su familia, realizan su trabajo de forma que resulte provechoso y en servicio de la sociedad, con razón pueden pensar que con su trabajo desarrollan la obra del Creador, sirven al bien de sus hermanos y contribuyen de modo personal a que se cumplan los designios de Dios en la historia.

Los cristianos, lejos de pensar que las conquistas logradas por el hombre se oponen al poder de Dios y que la criatura racional pretende rivalizar con el Creador, están, por el contrario, persuadidos de que las victorias del hombre son signo de la grandeza de Dios y consecuencia de su inefable designio. Cuanto más se acrecienta el poder del hombre, más amplia es su responsabilidad individual y colectiva. De donde se sigue que el mensaje cristiano no aparta a los hombres de la edificación del mundo si los lleva a despreocuparse del bien ajeno, sino que, al contrario, les impone como deber el hacerlo.

Ordenación de la actividad humana

35. La actividad humana, así como procede del hombre, así también se ordena al hombre. Pues éste con su acción no sólo transforma las cosas y la sociedad, sino que se perfecciona a sí mismo. Aprende mucho, cultiva sus facultades, se supera y se trasciende. Tal superación, rectamente entendida, es más importante que las riquezas exteriores que puedan acumularse. El hombre vale más por lo que es que por lo que tiene. Asimismo, cuanto llevan a cabo los hombres para lograr más justicia, mayor fraternidad y un más humano planteamiento en los problemas sociales, vale más que los progresos técnicos. Pues dichos progresos pueden ofrecer, como si dijéramos, el material para la promoción humana, pero por sí solos no pueden llevarla a cabo.

Por tanto, está es la norma de la actividad humana: que, de acuerdo con los designios y voluntad divinos, sea conforme al auténtico bien del género humano y permita al hombre, como individuo y como miembro de la sociedad, cultivar y realizar íntegramente su plena vocación.

La justa autonomía de la realidad terrena

36. Muchos de nuestros contemporáneos parecen temer que, por una excesivamente estrecha vinculación entre la actividad humana y la religión, sufra trabas la autonomía del hombre, de la sociedad o de la ciencia.

Si por autonomía de la realidad se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía. No es sólo que la reclamen imperiosamente los hombres de nuestro tiempo. Es que además responde a la voluntad del Creador. Pues, por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte. Por ello, la investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de una forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en un mismo Dios. Más aún, quien con perseverancia y humildad se esfuerza por penetrar en los secretos de la realidad, está llevado, aun sin saberlo, como por la mano de Dios, quien, sosteniendo todas las cosas, da a todas ellas el ser. Son, a este respecto, de deplorar ciertas actitudes que, por no comprender bien el sentido de la legítima autonomía de la ciencia, se han dado algunas veces entre los propios cristianos; actitudes que, seguidas de agrias polémicas, indujeron a muchos a establecer una oposición entre la ciencia y la fe.

Pero si autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le oculte la falsedad envuelta en tales palabras. La criatura sin el Creador desaparece. Por lo demás, cuantos creen en Dios, sea cual fuere su religión, escucharon siempre la manifestación de la voz de Dios en el lenguaje de la creación. Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida.

Deformación de la actividad humana por el pecado

37. La Sagrada Escritura, con la que está de acuerdo la experiencia de los siglos, enseña a la familia humana que el progreso altamente beneficioso para el hombre también encierra, sin embargo, gran tentación, pues los individuos y las colectividades, subvertida la jerarquía de los valores y mezclado el bien con el mal, no miran más que a lo suyo, olvidando lo ajeno. Lo que hace que el mundo no sea ya ámbito de una auténtica fraternidad, mientras el poder acrecido de la humanidad está amenazando con destruir al propio género humano.

A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final. Enzarzado en esta pelea, el hombre ha de luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo.

Por ello, la Iglesia de Cristo, confiando en el designio del Creador, a la vez que reconoce que el progreso puede servir a la verdadera felicidad humana, no puede dejar de hacer oír la voz del Apóstol cuando dice: No queráis vivir conforme a este mundo (Rom 12,2); es decir, conforme a aquel espíritu de vanidad y de malicia que transforma en instrumento de pecado la actividad humana, ordenada al servicio de Dios y de los hombres.

A la hora de saber cómo es posible superar tan deplorable miseria, la norma cristiana es que hay que purificar por la cruz y la resurrección de Cristo y encauzar por caminos de perfección todas las actividades humanas, las cuales, a causa de la soberbia y el egoísmo, corren diario peligro. El hombre, redimido por Cristo y hecho, en el Espíritu Santo, nueva criatura, puede y debe amar las cosas creadas por Dios. Pues de Dios las recibe y las mira y respeta como objetos salidos de las manos de Dios. Dándole gracias por ellas al Bienhechor y usando y gozando de las criaturas en pobreza y con libertad de espíritu, entra de veras en posesión del mundo como quien nada tiene y es dueño de todo: Todo es vuestro; vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios (I Cor 3,22-23).

Perfección de la actividad humana en el misterio pascual

38. El Verbo de Dios, por quien fueron hechas todas las cosas, hecho El mismo carne y habitando en la tierra, entró como hombre perfecto en la historia del mundo, asumiéndola y recapitulándola en sí mismo. El es quien nos revela que Dios es amor (1 Io 4,8), a la vez que nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana, es el mandamiento nuevo del amor. Así, pues, a los que creen en la caridad divina les da la certeza de que abrir a todos los hombres los caminos del amor y esforzarse por instaurar la fraternidad universal no son cosas inútiles. Al mismo tiempo advierte que esta caridad no hay que buscarla únicamente en los acontecimientos importantes, sino, ante todo, en la vida ordinaria. El, sufriendo la muerte por todos nosotros, pecadores, nos enseña con su ejemplo a llevar la cruz que la carne y el mundo echan sobre los hombros de los que buscan la paz y la justicia. Constituido Señor por su resurrección, Cristo, al que le ha sido dada toda potestad en el cielo y en la tierra, obra ya por la virtud de su Espíritu en el corazón del hombre, no sólo despertando el anhelo del siglo futuro, sino alentando, purificando y robusteciendo también con ese deseo aquellos generosos propósitos con los que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tierra a este fin. Mas los dones del Espíritu Santo son diversos: si a unos llama a dar testimonio manifiesto con el anhelo de la morada celestial y a mantenerlo vivo en la familia humana, a otros los llama para que se entreguen al servicio temporal de los hombres, y así preparen la materia del reino de los cielos. Pero a todos les libera, para que, con la abnegación propia y el empleo de todas las energías terrenas en pro de la vida, se proyecten hacia las realidades futuras, cuando la propia humanidad se convertirán en oblación acepta a Dios.

El Señor dejó a los suyos prenda de tal esperanza y alimento para el camino en aquel sacramento de la fe en el que los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, se convierten en el cuerpo y sangre gloriosos con la cena de la comunión fraterna y la degustación del banquete celestial.

Tierra nueva y cielo nuevo

39. Ignoramos el tiempo en que se hará la consumación de la tierra y de la humanidad. Tampoco conocemos de qué manera se transformará el universo. La figura de este mundo, afeada por el pecado, pasa, pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada y una nueva tierra donde habita la justicia, y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano. Entonces, vencida la muerte, los hijos de Dios resucitarán en Cristo, y lo que fue sembrado bajo el signo de la debilidad y de la corrupción, se revestirá de incorruptibilidad, y, permaneciendo la caridad y sus obras, se verán libres de la servidumbre de la vanidad todas las criaturas, que Dios creó pensando en el hombre.

Se nos advierte que de nada le sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo. No obstante, la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien aliviar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios.

Pues los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad; en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y trasfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal: «reino de verdad y de vida; reino de santidad y gracia; reino de justicia, de amor y de paz». El reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección.

Capítulo IV: Misión de la Iglesia en el mundo contemporáneo

Relación mutua entre la Iglesia y el mundo

40. Todo lo que llevamos dicho sobre la dignidad de la persona, sobre la comunidad humana, sobre el sentido profundo de la actividad del hombre, constituye el fundamento de la relación entre la Iglesia y el mundo, y también la base para el mutuo diálogo. Por tanto, en este capítulo, presupuesto todo lo que ya ha dicho el Concilio sobre el misterio de la Iglesia, va a ser objeto de consideración la misma Iglesia en cuanto que existe en este mundo y vive y actúa con él.

Nacida del amor del Padre Eterno, fundada en el tiempo por Cristo Redentor, reunida en el Espíritu Santo, la Iglesia tiene una finalidad escatológica y de salvación, que sólo en el mundo futuro podrá alcanzar plenamente. Está presente ya aquí en la tierra, formada por hombres, es decir, por miembros de la ciudad terrena que tienen la vocación de formar en la propia historia del género humano la familia de los hijos de Dios, que ha de ir aumentando sin cesar hasta la venida del Señor. Unida ciertamente por razones de los bienes eternos y enriquecida por ellos, esta familia ha sido «constituida y organizada por Cristo como sociedad en este mundo» y está dotada de «los medios adecuados propios de una unión visible y social». De esta forma, la Iglesia, «entidad social visible y comunidad espiritual», avanza juntamente con toda la humanidad, experimenta la suerte terrena del mundo, y su razón de ser es actuar como fermento y como alma de la sociedad, que debe renovarse en Cristo y transformarse en familia de Dios.

Esta compenetración de la ciudad terrena y de la ciudad eterna sólo puede percibirse por la fe; más aún, es un misterio permanente de la historia humana que se ve perturbado por el pecado hasta la plena revelación de la claridad de los hijos de Dios. Al buscar su propio fin de salvación, la Iglesia no sólo comunica la vida divina al hombre, sino que además difunde sobre el universo mundo, en cierto modo, el reflejo de su luz, sobre todo curando y elevando la dignidad de la persona, consolidando la firmeza de la sociedad y dotando a la actividad diaria de la humanidad de un sentido y de una significación mucho más profundos. Cree la Iglesia que de esta manera, por medio de sus hijos y por medio de su entera comunidad, puede ofrecer gran ayuda para dar un sentido más humano al hombre a su historia.

La Iglesia católica de buen grado estima mucho todo lo que en este orden han hecho y hacen las demás Iglesias cristianas o comunidades eclesiásticas con su obra de colaboración. Tiene asimismo la firme persuasión de que el mundo, a través de las personas individuales y de toda la sociedad humana, con sus cualidades y actividades, puede ayudarla mucho y de múltiples maneras en la preparación del Evangelio. Expónense a continuación algunos principios generales para promover acertadamente este mutuo intercambio y esta mutua ayuda en todo aquello que en cierta manera es común a la Iglesia y al mundo.

Ayuda que la Iglesia procura prestar a cada hombre

41. El hombre contemporáneo camina hoy hacia el desarrollo pleno de su personalidad y hacia el descubrimiento y afirmación crecientes de sus derechos. Como a la Iglesia se ha confiado la manifestación del misterio de Dios, que es el fin último del hombre, la Iglesia descubre con ello al hombre el sentido de la propia existencia, es decir, la verdad más profunda acerca del ser humano. Bien sabe la Iglesia que sólo Dios, al que ella sirve, responde a las aspiraciones más profundas del corazón humano, el cual nunca se sacia plenamente con solos los alimentos terrenos. Sabe también que el hombre, atraído sin cesar por el Espíritu de Dios, nunca jamás será del todo indiferente ante el problema religioso, como los prueban no sólo la experiencia de los siglos pasados, sino también múltiples testimonios de nuestra época. Siempre deseará el hombre saber, al menos confusamente, el sentido de su vida, de su acción y de su muerte. La presencia misma de la Iglesia le recuerda al hombre tales problemas; pero es sólo Dios, quien creó al hombre a su imagen y lo redimió del pecado, el que puede dar respuesta cabal a estas preguntas, y ello por medio de la Revelación en su Hijo, que se hizo hombre. El que sigue a Cristo, Hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre.

Apoyada en esta fe, la Iglesia puede rescatar la dignidad humana del incesante cambio de opiniones que, por ejemplo, deprimen excesivamente o exaltan sin moderación alguna el cuerpo humano. No hay ley humana que pueda garantizar la dignidad personal y la libertad del hombre con la seguridad que comunica el Evangelio de Cristo, confiado a la Iglesia. El Evangelio enuncia y proclama la libertad de los hijos de Dios, rechaza todas las esclavitudes, que derivan, en última instancia, del pecado; respeta santamente la dignidad de la conciencia y su libre decisión; advierte sin cesar que todo talento humano debe redundar en servicio de Dios y bien de la humanidad; encomienda, finalmente, a todos a la caridad de todos. Esto corresponde a la ley fundamental de la economía cristiana. Porque, aunque el mismo Dios es Salvador y Creador, e igualmente, también Señor de la historia humana y de la historia de la salvación, sin embargo, en esta misma ordenación divina, la justa autonomía de lo creado, y sobre todo del hombre, no se suprime, sino que más bien se restituye a su propia dignidad y se ve en ella consolidada.

La Iglesia, pues, en virtud del Evangelio que se le ha confiado, proclama los derechos del hombre y reconoce y estima en mucho el dinamismo de la época actual, que está promoviendo por todas partes tales derechos. Debe, sin embargo, lograrse que este movimiento quede imbuido del espíritu evangélico y garantizado frente a cualquier apariencia de falsa autonomía. Acecha, en efecto, la tentación de juzgar que nuestros derechos personales solamente son salvados en su plenitud cuando nos vemos libres de toda norma divina. Por ese camino, la dignidad humano no se salva; por el contrario, perece.

Ayuda que la Iglesia procura dar a la sociedad humana

42. La unión de la familia humana cobra sumo vigor y se completa con la unidad, fundada en Cristo, de la familia constituida por los hijos de Dios.

La misión propia que Cristo confió a su Iglesia no es de orden político, económico o social. El fin que le asignó es de orden religioso. Pero precisamente de esta misma misión religiosa derivan funciones, luces y energías que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana según la ley divina. Más aún, donde sea necesario, según las circunstancias de tiempo y de lugar, la misión de la Iglesia puede crear, mejor dicho, debe crear, obras al servicio de todos, particularmente de los necesitados, como son, por ejemplo, las obras de misericordia u otras semejantes.

La Iglesia reconoce, además, cuanto de bueno se halla en el actual dinamismo social: sobre todo la evolución hacia la unidad, el proceso de una sana socialización civil y económica. La promoción de la unidad concuerda con la misión íntima de la Iglesia, ya que ella es «en Cristo como sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano». Enseña así al mundo que la genuina unión social exterior procede de la unión de los espíritus y de los corazones, esto es, de la fe y de la caridad, que constituyen el fundamento indisoluble de su unidad en el Espíritu Santo. Las energías que la Iglesia puede comunicar a la actual sociedad humana radican en esa fe y en esa caridad aplicadas a la vida práctica. No radican en el mero dominio exterior ejercido con medios puramente humanos.

Como, por otra parte, en virtud de su misión y naturaleza, no está ligada a ninguna forma particular de civilización humana ni a sistema alguno político, económico y social, la Iglesia, por esta su universalidad, puede constituir un vínculo estrechísimo entre las diferentes naciones y comunidades humanas, con tal que éstas tengan confianza en ella y reconozcan efectivamente su verdadera libertad para cumplir tal misión. Por esto, la Iglesia advierte a sus hijos, y también a todos los hombres, a que con este familiar espíritu de hijos de Dios superen todas las desavenencias entre naciones y razas y den firmeza interna a las justas asociaciones humanas.

El Concilio aprecia con el mayor respeto cuanto de verdadero, de bueno y de justo se encuentra en las variadísimas instituciones fundadas ya o que incesantemente se fundan en la humanidad. Declara, además, que la Iglesia quiere ayudar y fomentar tales instituciones en lo que de ella dependa y puede conciliarse con su misión propia. Nada desea tanto como desarrollarse libremente, en servicio de todos, bajo cualquier régimen político que reconozca los derechos fundamentales de la persona y de la familia y los imperativos del bien común.

Ayuda que la Iglesia, a través de sus hijos,
procura prestar al dinamismo humano

43. El Concilio exhorta a los cristianos, ciudadanos de la ciudad temporal y de la ciudad eterna, a cumplir con fidelidad sus deberes temporales, guiados siempre por el espíritu evangélico. Se equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuanta que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas según la vocación personal de cada uno. Pero no es menos grave el error de quienes, por el contrario, piensan que pueden entregarse totalmente del todo a la vida religiosa, pensando que ésta se reduce meramente a ciertos actos de culto y al cumplimiento de determinadas obligaciones morales. El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época. Ya en el Antiguo Testamento los profetas reprendían con vehemencia semejante escándalo. Y en el Nuevo Testamento sobre todo, Jesucristo personalmente conminaba graves penas contra él. No se creen, por consiguiente, oposiciones artificiales entre las ocupaciones profesionales y sociales, por una parte, y la vida religiosa por otra. El cristiano que falta a sus obligaciones temporales, falta a sus deberes con el prójimo; falta, sobre todo, a sus obligaciones para con Dios y pone en peligro su eterna salvación. Siguiendo el ejemplo de Cristo, quien ejerció el artesanado, alégrense los cristianos de poder ejercer todas sus actividades temporales haciendo una síntesis vital del esfuerzo humano, familiar, profesional, científico o técnico, con los valores religiosos, bajo cuya altísima jerarquía todo coopera a la gloria de Dios.

Competen a los laicos propiamente, aunque no exclusivamente, las tareas y el dinamismo seculares. Cuando actúan, individual o colectivamente, como ciudadanos del mundo, no solamente deben cumplir las leyes propias de cada disciplina, sino que deben esforzarse por adquirir verdadera competencia en todos los campos. Gustosos colaboren con quienes buscan idénticos fines. Conscientes de las exigencias de la fe y vigorizados con sus energías, acometan sin vacilar, cuando sea necesario, nuevas iniciativas y llévenlas a buen término. A la conciencia bien formada del seglar toca lograr que la ley divina quede grabada en la ciudad terrena. De los sacerdotes, los laicos pueden esperar orientación e impulso espiritual,. Pero no piensen que sus pastores están siempre en condiciones de poderles dar inmediatamente solución concreta en todas las cuestiones, aun graves, que surjan. No es ésta su misión. Cumplen más bien los laicos su propia función con la luz de la sabiduría cristiana y con la observancia atenta de la doctrina del Magisterio.

Muchas veces sucederá que la propia concepción cristiana de la vida les inclinará en ciertos casos a elegir una determinada solución. Pero podrá suceder, como sucede frecuentemente y con todo derecho, que otros fieles, guiados por una no menor sinceridad, juzguen del mismo asunto de distinta manera. En estos casos de soluciones divergentes aun al margen de la intención de ambas partes, muchos tienen fácilmente a vincular su solución con el mensaje evangélico. Entiendan todos que en tales casos a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la autoridad de la Iglesia. Procuren siempre hacerse luz mutuamente con un diálogo sincero, guardando la mutua caridad y la solicitud primordial pro el bien común.

Los laicos, que desempeñan parte activa en toda la vida de la Iglesia, no solamente están obligados a cristianizar el mundo, sino que además su vocación se extiende a ser testigos de Cristo en todo momento en medio de la sociedad humana.

Los Obispos, que han recibido la misión de gobernar a la Iglesia de Dios, prediquen, juntamente con sus sacerdotes, el mensaje de Cristo, de tal manera que toda la actividad temporal de los fieles quede como inundada por la luz del Evangelio. Recuerden todos los pastores, además, que son ellos los que con su trato y su trabajo pastoral diario exponen al mundo el rostro de la Iglesia, que es el que sirve a los hombres para juzgar la verdadera eficacia del mensaje cristiano. Con su vida y con sus palabras, ayudados por los religiosos y por sus fieles, demuestren que la Iglesia, aun por su sola presencia, portadora de todos sus dones, es fuente inagotable de las virtudes de que tan necesitado anda el mundo de hoy. Capacítense con insistente afán para participar en el diálogo que hay que entablar con el mundo y con los hombres de cualquier opinión. Tengan sobre todo muy en el corazón las palabras del Concilio: «Como el mundo entero tiende cada día más a la unidad civil, económica y social, conviene tanto más que los sacerdotes, uniendo sus esfuerzos y cuidados bajo la guía de los Obispos y del Sumo Pontífice, eviten toda causa de dispersión, para que todo el género humano venga a la unidad de la familia de Dios».

Aunque la Iglesia, pro la virtud del Espíritu Santo, se ha mantenido como esposa fiel de su Señor y nunca ha cesado de ser signo de salvación en el mundo, sabe, sin embargo, muy bien que no siempre, a lo largo de su prolongada historia, fueron todos sus miembros, clérigos o laicos, fieles al espíritu de Dios. Sabe también la Iglesia que aún hoy día es mucha la distancia que se da entre el mensaje que ella anuncia y la fragilidad humana de los mensajeros a quienes está confiado el Evangelio. Dejando a un lado el juicio de la historia sobre estas deficiencias, debemos, sin embargo, tener conciencia de ellas y combatirlas con máxima energía para que no dañen a la difusión del Evangelio. De igual manera comprende la Iglesia cuánto le queda aún por madurar, por su experiencia de siglos, en la relación que debe mantener con el mundo. Dirigida por el Espíritu Santo, la Iglesia, como madre, no cesa de «exhortar a sus hijos a la purificación y a la renovación para que brille con mayor claridad la señal de Cristo en el rostro de la Iglesia».

Ayuda que la Iglesia recibe del mundo moderno

44. Interesa al mundo reconocer a la Iglesia como realidad social y fermento de la historia. De igual manera, la Iglesia reconoce los muchos beneficios que ha recibido de la evolución histórica del género humano.

La experiencia del pasado, el progreso científico, los tesoros escondidos en las diversas culturas, permiten conocer más a fondo la naturaleza humana, abren nuevos caminos para la verdad y aprovechan también a la Iglesia. Esta, desde el comienzo de su historia, aprendió a expresar el mensaje cristiano con los conceptos y en la lengua de cada pueblo y procuró ilustrarlo además con el saber filosófico. Procedió así a fin de adaptar el Evangelio a nivel del saber popular y a las exigencias de los sabios en cuanto era posible. Esta adaptación de la predicación de la palabra revelada debe mantenerse como ley de toda la evangelización. Porque así en todos los pueblos se hace posible expresar el mensaje cristiano de modo apropiado a cada uno de ellos y al mismo tiempo se fomenta un vivo intercambio entre la Iglesia y las diversas culturas. Para aumentar este trato sobre todo en tiempos como los nuestros, en que las cosas cambian tan rápidamente y tanto varían los modos de pensar, la Iglesia necesita de modo muy peculiar la ayuda de quienes por vivir en el mundo, sean o no sean creyentes, conocen a fondo las diversas instituciones y disciplinas y comprenden con claridad la razón íntima de todas ellas. Es propio de todo el Pueblo de Dios, pero principalmente de los pastores y de los teólogos, auscultar, discernir e interpretar, con la ayuda del Espíritu Santo, las múltiples voces de nuestro tiempo y valorarlas a la luz de la palabra divina, a fin de que la Verdad revelada pueda ser mejor percibida, mejor entendida y expresada en forma más adecuada.

La Iglesia, por disponer de una estructura social visible, señal de su unidad en Cristo, puede enriquecerse, y de hecho se enriquece también, con la evolución de la vida social, no porque le falte en la constitución que Cristo le dio elemento alguno, sino para conocer con mayor profundidad esta misma constitución, para expresarla de forma más perfecta y para adaptarla con mayor acierto a nuestros tiempos. La Iglesia reconoce agradecida que tanto en el conjunto de su comunidad como en cada uno de sus hijos recibe ayuda variada de parte de los hombres de toda clase o condición. Porque todo el que promueve la comunidad humana en el orden de la familia, de la cultura, de la vida económico-social, de la vida política, así nacional como internacional, proporciona no pequeña ayuda, según el plan divino, también a la comunidad eclesial, ya que ésta depende asimismo de las realidades externas. Más aún, la Iglesia confiesa que le han sido de mucho provecho y le pueden ser todavía de provecho la oposición y aun la persecución de sus contrarios.

Cristo, alfa y omega

45. La Iglesia, al prestar ayuda al mundo y al recibir del mundo múltiple ayuda, sólo pretende una cosa: el advenimiento del reino de Dios y la salvación de toda la humanidad. Todo el bien que el Pueblo de Dios puede dar a la familia humana al tiempo de su peregrinación en la tierra, deriva del hecho de que la Iglesia es «sacramento universal de salvación», que manifiesta y al mismo tiempo realiza el misterio del amor de Dios al hombre.

El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, Hombre perfecto, salvará a todos y recapitulara todas las cosas. El Señor es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones. El es aquel a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a su derecha, constituyéndolo juez de vivos y de muertos. Vivificados y reunidos en su Espíritu, caminamos como peregrinos hacia la consumación de la historia humana, la cual coincide plenamente con su amoroso designio: «Restaurar en Cristo todo lo que hay en el cielo y en la tierra» (Eph 1,10).

He aquí que dice el Señor: «Vengo presto, y conmigo mi recompensa, para dar a cada uno según sus obra. Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin» (Apoc 22,12-13).

Segunda parte: Algunos problemas más urgentes

Introducción

46. Después de haber expuesto la gran dignidad de la persona humana y la misión, tanto individual como social, a la que ha sido llamada en el mundo entero, el Concilio, a la luz del Evangelio y de la experiencia humana, llama ahora la atención de todos sobre algunos problemas actuales más urgentes que afectan profundamente al género humano.

Entre las numerosas cuestiones que preocupan a todos, haya que mencionar principalmente las que siguen: el matrimonio y la familia, la cultura humana, la vida económico-social y política, la solidaridad de la familia de los pueblos y la paz. Sobre cada una de ellas debe resplandecer la luz de los principios que brota de Cristo, para guiar a los cristianos e iluminar a todos los hombres en la búsqueda de solución a tantos y tan complejos problemas.

Capítulo I: Dignidad del matrimonio y la familia

El matrimonio y la familia en el mundo actual

47. El bienestar de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligado a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar. Por eso los cristianos, junto con todos lo que tienen en gran estima a esta comunidad, se alegran sinceramente de los varios medios que permiten hoy a los hombres avanzar en el fomento de esta comunidad de amor y en el respeto a la vida y que ayudan a los esposos y padres en el cumplimiento de su excelsa misión; de ellos esperan, además, los mejores resultados y se afanan por promoverlos.

Sin embargo, la dignidad de esta institución no brilla en todas partes con el mismo esplendor, puesto que está oscurecida por la poligamia, la epidemia del divorcio, el llamado amor libre y otras deformaciones; es más, el amor matrimonial queda frecuentemente profanado por el egoísmo, el hedonismo y los usos ilícitos contra la generación. Por otra parte, la actual situación económico, social-psicológica y civil son origen de fuertes perturbaciones para la familia. En determinadas regiones del universo, finalmente, se observan con preocupación los problemas nacidos del incremento demográfico. Todo lo cual suscita angustia en las conciencias. Y, sin embargo, un hecho muestra bien el vigor y la solidez de la institución matrimonial y familiar: las profundas transformaciones de la sociedad contemporánea, a pesar de las dificultades a que han dado origen, con muchísima frecuencia manifiestan, de varios modos, la verdadera naturaleza de tal institución.

Por tanto el Concilio, con la exposición más clara de algunos puntos capitales de la doctrina de la Iglesia, pretende iluminar y fortalecer a los cristianos y a todos los hombres que se esfuerzan por garantizar y promover la intrínseca dignidad del estado matrimonial y su valor eximio.

El carácter sagrado del matrimonio y de la familia

48. Fundada por el Creador y en posesión de sus propias leyes, la íntima comunidad conyugal de vida y amor se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e irrevocable. Así, del acto humano por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente, nace, aun ante la sociedad, una institución confirmada por la ley divina. Este vínculo sagrado, en atención al bien tanto de los esposos y de la prole como de la sociedad, no depende de la decisión humana. Pues es el mismo Dios el autor del matrimonio, al cual ha dotado con bienes y fines varios, todo lo cual es de suma importancia para la continuación del género humano, para el provecho personal de cada miembro de la familia y su suerte eterna, para la dignidad, estabilidad, paz y prosperidad de la misma familia y de toda la sociedad humana. Por su índole natural, la institución del matrimonio y el amor conyugal están ordenados por sí mismos a la procreación y a la educación de la prole, con las que se ciñen como con su corona propia. De esta manera, el marido y la mujer, que por el pacto conyugal ya no son dos, sino una sola carne (Mt 19,6), con la unión íntima de sus personas y actividades se ayudan y se sostienen mutuamente, adquieren conciencia de su unidad y la logran cada vez más plenamente. Esta íntima unión, como mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad.

Cristo nuestro Señor bendijo abundantemente este amor multiforme, nacido de la fuente divina de la caridad y que está formado a semejanza de su unión con la Iglesia. Porque así como Dios antiguamente se adelantó a unirse a su pueblo por una alianza de amor y de fidelidad, así ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia sale al encuentro de los esposos cristianos por medio del sacramento del matrimonio. Además, permanece con ellos para que los esposos, con su mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad, como El mismo amó a la Iglesia y se entregó por ella. El genuino amor conyugal es asumido en el amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia para conducir eficazmente a los cónyuges a Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad y la maternidad. Por ello los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de estado, están fortificados y como consagrados por un sacramento especial, con cuya virtud, al cumplir su misión conyugal y familiar, imbuidos del espíritu de Cristo, que satura toda su vida de fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su propia perfección y a su mutua santificación, y , por tanto, conjuntamente, a la glorificación de Dios.

Gracias precisamente a los padres, que precederán con el ejemplo y la oración en familia, los hijos y aun los demás que viven en el círculo familiar encontrarán más fácilmente el camino del sentido humano, de la salvación y de la santidad. En cuanto a los esposos, ennoblecidos por la dignidad y la función de padre y de madre, realizarán concienzudamente el deber de la educación, principalmente religiosa, que a ellos, sobre todo, compete.

Los hijos, como miembros vivos de la familia, contribuyen, a su manera, a la santificación de los padres. Pues con el agradecimiento, la piedad filial y la confianza corresponderán a los beneficios recibidos de sus padres y, como hijos, los asistirán en las dificultades de la existencia y en la soledad, aceptada con fortaleza de ánimo, será honrada por todos. La familia hará partícipes a otras familias, generosamente, de sus riquezas espirituales. Así es como la familia cristiana, cuyo origen está en el matrimonio, que es imagen y participación de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia, manifestará a todos la presencia viva del Salvador en el mundo y la auténtica naturaleza de la Iglesia, ya por el amor, la generosa fecundidad, la unidad y fidelidad de los esposos, ya por la cooperación amorosa de todos sus miembros.

Del amor conyugal

49. Muchas veces a los novios y a los casados les invita la palabra divina a que alimenten y fomenten el noviazgo con un casto afecto, y el matrimonio con un amor único. Muchos contemporáneos nuestros exaltan también el amor auténtico entre marido y mujer, manifestado de varias maneras según las costumbres honestas de los pueblos y las épocas. Este amor, por ser eminentemente humano, ya que va de persona a persona con el afecto de la voluntad, abarca el bien de toda la persona, y , por tanto, es capaz de enriquecer con una dignidad especial las expresiones del cuerpo y del espíritu y de ennoblecerlas como elementos y señales específicas de la amistad conyugal. El Señor se ha dignado sanar este amor, perfeccionarlo y elevarlo con el don especial de la gracia y la caridad. Un tal amor, asociando a la vez lo humano y lo divino, lleva a los esposos a un don libre y mutuo de sí mismos, comprobado por sentimientos y actos de ternura, e impregna toda su vida; más aún, por su misma generosa actividad crece y se perfecciona. Supera, por tanto, con mucho la inclinación puramente erótica, que, por ser cultivo del egoísmo, se desvanece rápida y lamentablemente.

Esta amor se expresa y perfecciona singularmente con la acción propia del matrimonio. Por ello los actos con los que los esposos se unen íntima y castamente entre sí son honestos y dignos, y, ejecutados de manera verdaderamente humana, significan y favorecen el don recíproco, con el que se enriquecen mutuamente en un clima de gozosa gratitud. Este amor, ratificado por la mutua fidelidad y, sobre todo, por el sacramento de Cristo, es indisolublemente fiel, en cuerpo y mente, en la prosperidad y en la adversidad, y, por tanto, queda excluido de él todo adulterio y divorcio. El reconocimiento obligatorio de la igual dignidad personal del hombre y de la mujer en el mutuo y pleno amor evidencia también claramente la unidad del matrimonio confirmada por el Señor. Para hacer frente con constancia a las obligaciones de esta vocación cristiana se requiere una insigne virtud; por eso los esposos, vigorizados por la gracia para la vida de santidad, cultivarán la firmeza en el amor, la magnanimidad de corazón y el espíritu de sacrificio, pidiéndolos asiduamente en la oración.

Se apreciará más hondamente el genuino amor conyugal y se formará una opinión pública sana acerca de él si los esposos cristianos sobresalen con el testimonio de su fidelidad y armonía en el mutuo amor y en el cuidado por la educación de sus hijos y si participan en la necesaria renovación cultural, psicológica y social en favor del matrimonio y de la familia. Hay que formar a los jóvenes, a tiempo y convenientemente, sobre la dignidad, función y ejercicio del amor conyugal, y esto preferentemente en el seno de la misma familia. Así, educados en el culto de la castidad, podrán pasar, a la edad conveniente, de un honesto noviazgo al matrimonio.

Fecundidad del matrimonio

50. El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de la prole. Los hijos son, sin duda, el don más excelente del matrimonio y contribuyen sobremanera al bien de los propios padres. El mismo Dios, que dijo: «No es bueno que el hombre esté solo» (Gen 2,18), y que «desde el principio … hizo al hombre varón y mujer» (Mt 19,4), queriendo comunicarle una participación especial en su propia obra creadora, bendijo al varón y a la mujer diciendo: «Creced y multiplicaos» (Gen 1,28). De aquí que el cultivo auténtico del amor conyugal y toda la estructura de la vida familiar que de él deriva, sin dejar de lado los demás fines del matrimonio, tienden a capacitar a los esposos para cooperar con fortaleza de espíritu con el amor del Creador y del Salvador, quien por medio de ellos aumenta y enriquece diariamente a su propia familia.

En el deber de transmitir la vida humana y de educarla, lo cual hay que considerar como su propia misión, los cónyuges saben que son cooperadores del amor de Dios Creador y como sus intérpretes. Por eso, con responsabilidad humana y cristiana cumplirán su misión y con dócil reverencia hacia Dios se esforzarán ambos, de común acuerdo y común esfuerzo, por formarse un juicio recto, atendiendo tanto a su propio bien personal como al bien de los hijos, ya nacidos o todavía por venir, discerniendo las circunstancias de los tiempos y del estado de vida tanto materiales como espirituales, y, finalmente, teniendo en cuanta el bien de la comunidad familiar, de la sociedad temporal y de la propia Iglesia. Este juicio, en último término, deben formarlo ante Dios los esposos personalmente. En su modo de obrar, los esposos cristianos sean conscientes de que no pueden proceder a su antojo, sino que siempre deben regirse por la conciencia, lo cual ha de ajustarse a la ley divina misma, dóciles al Magisterio de la Iglesia, que interpreta auténticamente esta ley a la luz del Evangelio. Dicha ley divina muestra el pleno sentido del amor conyugal, lo protege e impulsa a la perfección genuinamente humana del mismo. Así, los esposos cristianos, confiados en la divina Providencia cultivando el espíritu de sacrificio, glorifican al Creador y tienden a la perfección en Cristo cuando con generosa, humana y cristiana responsabilidad cumplen su misión procreadora. Entre los cónyuges que cumplen de este modo la misión que Dios les ha confiado, son dignos de mención muy especial los que de común acuerdo, bien ponderado, aceptan con magnanimidad una prole más numerosa para educarla dignamente.

Pero el matrimonio no ha sido instituido solamente para la procreación, sino que la propia naturaleza del vínculo indisoluble entre las personas y el bien de la prole requieren que también el amor mutuo de los esposos mismos se manifieste, progrese y vaya madurando ordenadamente. Por eso, aunque la descendencia, tan deseada muchas veces, falte, sigue en pie el matrimonio como intimidad y comunión total de la vida y conserva su valor e indisolubilidad.

El amor conyugal debe compaginarse
con el respeto a la vida humana

51. El Concilio sabe que los esposos, al ordenar armoniosamente su vida conyugal, con frecuencia se encuentran impedidos por algunas circunstancias actuales de la vida, y pueden hallarse en situaciones en las que el número de hijos, al manos por ciento tiempo, no puede aumentarse, y el cultivo del amor fiel y la plena intimidad de vida tienen sus dificultades para mantenerse. Cuando la intimidad conyugal se interrumpe, puede no raras veces correr riesgos la fidelidad y quedar comprometido el bien de la prole, porque entonces la educación de los hijos y la fortaleza necesaria para aceptar los que vengan quedan en peligro.

Hay quienes se atreven a dar soluciones inmorales a estos problemas; más aún, ni siquiera retroceden ante el homicidio; la Iglesia, sin embargo, recuerda que no puede hacer contradicción verdadera entre las leyes divinas de la transmisión obligatoria de la vida y del fomento del genuino amor conyugal.

Pues Dios, Señor de la vida, ha confiado a los hombres la insigne misión de conservar la vida, misión que ha de llevarse a cabo de modo digno del hombre. Por tanto, la vida desde su concepción ha de ser salvaguardada con el máximo cuidado; el aborto y el infanticidio son crímenes abominables. La índole sexual del hombre y la facultad generativa humana superan admirablemente lo que de esto existe en los grados inferiores de vida; por tanto, los mismos actos propios de la vida conyugal, ordenados según la genuina dignidad humana, deben ser respetados con gran reverencia. Cuando se trata, pues, de conjugar el amor conyugal con la responsable transmisión de la vida, la índole moral de la conducta no depende solamente de la sincera intención y apreciación de los motivos, sino que debe determinarse con criterios objetivos tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos, criterios que mantienen íntegro el sentido de la mutua entrega y de la humana procreación, entretejidos con el amor verdadero; esto es imposible sin cultivar sinceramente la virtud de la castidad conyugal. No es lícito a los hijos de la Iglesia, fundados en estos principios, ir por caminos que el Magisterio, al explicar la ley divina reprueba sobre la regulación de la natalidad.

Tengan todos entendido que la vida de los hombres y la misión de transmitirla no se limita a este mundo, ni puede ser conmensurada y entendida a este solo nivel, sino que siempre mira el destino eterno de los hombres.

El progreso del matrimonio y de la familia, obra de todos

52. La familia es escuela del más rico humanismo. Para que pueda lograr la plenitud de su vida y misión se requieren un clima de benévola comunicación y unión de propósitos entre los cónyuges y una cuidadosa cooperación de los padres en la educación de los hijos. La activa presencia del padre contribuye sobremanera a la formación de los hijos; pero también debe asegurarse el cuidado de la madre en el hogar, que necesitan principalmente los niños menores, sin dejar por eso a un lado la legítima promoción social de la mujer. La educación de los hijos ha de ser tal, que al llegar a la edad adulta puedan, con pleno sentido de la responsabilidad, seguir la vocación, aun la sagrada, y escoger estado de vida; y si éste es el matrimonio, puedan fundar una familia propia en condiciones morales, sociales y económicas adecuadas. Es propio de los padres o de los tutores guiar a los jóvenes con prudentes consejos, que ellos deben oír con gusto, al tratar de fundar una familia, evitando, sin embargo, toda coacción directa o indirecta que les lleve a casarse o a elegir determinada persona.

Así, la familia, en la que distintas generaciones coinciden y se ayudan mutuamente a lograr una mayor sabiduría y a armonizar los derechos de las personas con las demás exigencias de la vida social, constituye el fundamente de la sociedad. Por ello todos los que influyen en las comunidades y grupos sociales deben contribuir eficazmente al progreso del matrimonio y de la familia. El poder civil ha de considerar obligación suya sagrada reconocer la verdadera naturaleza del matrimonio y de la familia, protegerla y ayudarla, asegurar la moralidad pública y favorecer la prosperidad doméstica. Hay que salvaguardar el derecho de los padres a procrear y a educar en el seno de la familia a sus hijos. Se debe proteger con legislación adecuada y diversas instituciones y ayudar de forma suficiente a aquellos que desgraciadamente carecen del bien de una familia propia.

Los cristianos, rescatando el tiempo presente y distinguiendo lo eterno de lo pasajero, promuevan con diligencia los bienes del matrimonio y de la familia así con el testimonio de la propia vida como con la acción concorde con los hombres de buena voluntad, y de esta forma, suprimidas las dificultades, satisfarán las necesidades de la familia y las ventajas adecuadas a los nuevos tiempos. Para obtener este fin ayudarán mucho el sentido cristiano de los fieles, la recta conciencia moral de los hombres y la sabiduría y competencia de las personas versadas en las ciencias sagradas.

Los científicos, principalmente los biólogos, los médicos, los sociólogos y los psicólogos, pueden contribuir mucho al bien del matrimonio y de la familia y a la paz de las conciencias si se esfuerzan por aclarar más a fondo, con estudios convergentes, las diversas circunstancias favorables a la honesta ordenación de la procreación humana.

Pertenece a los sacerdotes, debidamente preparados en el tema de la familia, fomentar la vocación de los esposos en la vida conyugal y familiar con distintos medios pastorales, con la predicación de la palabra de Dios, con el culto litúrgico y otras ayudas espirituales; fortalecerlos humana y pacientemente en las dificultades y confortarlos en la caridad para que formen familias realmente espléndidas.

Las diversas obras, especialmente las asociaciones familiares, pondrán todo el empeño posible en instruir a los jóvenes y a los cónyuges mismos, principalmente a los recién casados, en la doctrina y en la acción y en formarlos para la vida familiar, social y apostólica.

Los propios cónyuges, finalmente, hechos a imagen de Dios vivo y constituidos en el verdadero orden de personas, vivan unidos, con el mismo cariño, modo de pensar idéntico y mutua santidad, para que, habiendo seguido a Cristo, principio de vida, en los gozos y sacrificios de su vocación por medio de su fiel amor, sean testigos de aquel misterio de amor que el Señor con su muerte y resurrección reveló al mundo.

Capítulo II: El sano fomento del progreso cultural

Introducción

53. Es propio de la persona humana el no llegar a un nivel verdadera y plenamente humano si no es mediante la cultura, es decir, cultivando los bienes y los valores naturales. Siempre, pues, que se trata de la vida humana, naturaleza y cultura se hallen unidas estrechísimamente.

Con la palabra cultura se indica, en sentido general, todo aquello con lo que el hombre afina y desarrolla sus innumerables cualidades espirituales y corporales; procura someter el mismo orbe terrestre con su conocimiento y trabajo; hace más humana la vida social, tanto en la familia como en toda la sociedad civil, mediante el progreso de las costumbres e instituciones; finalmente, a través del tiempo expresa, comunica y conserva en sus obras grandes experiencias espirituales y aspiraciones para que sirvan de provecho a muchos, e incluso a todo el género humano.

De aquí se sigue que la cultura humana presenta necesariamente un aspecto histórico y social y que la palabra cultura asume con frecuencia un sentido sociológico y etnológico. En este sentido se habla de la pluralidad de culturas. Estilos de vida común diversos y escala de valor diferentes encuentran su origen en la distinta manera de servirse de las cosas, de trabajar, de expresarse, de practicar la religión, de comportarse, de establecer leyes e instituciones jurídicas, de desarrollar las ciencias, las artes y de cultivar la belleza. Así, las costumbres recibidas forman el patrimonio propio de cada comunidad humana. Así también es como se constituye un medio histórico determinado, en el cual se inserta el hombre de cada nación o tiempo y del que recibe los valores para promover la civilización humana.

Sección I.- La situación de la cultura en el mundo actual

Nuevos estilos de vida

54. Las circunstancia de vida del hombre moderno en el aspecto social y cultural han cambiado profundamente, tanto que se puede hablar con razón de una nueva época de la historia humana. Por ello, nuevos caminos se han abierto para perfeccionar la cultura y darle una mayor expansión. Caminos que han sido preparados por el ingente progreso de las ciencias naturales y de las humanas, incluidas las sociales; por el desarrollo de la técnica, y también por los avances en el uso y recta organización de los medios que ponen al hombre en comunicación con los demás. De aquí provienen ciertas notas características de la cultura actual: Las ciencias exactas cultivan al máximo el juicio crítico; los más recientes estudios de la psicología explican con mayor profundidad la actividad humana; las ciencias históricas contribuyen mucho a que las cosas se vean bajo el aspecto de su mutabilidad y evolución; los hábitos de vid ay las costumbres tienden a uniformarse más y más; la industrialización, la urbanización y los demás agentes que promueven la vida comunitaria crean nuevas formas de cultura (cultura de masas), de las que nacen nuevos modos de sentir, actuar y descansar; al mismo tiempo, el creciente intercambio entre las diversas naciones y grupos sociales descubre a todos y a cada uno con creciente amplitud los tesoros de las diferentes formas de cultura, y así poco a poco se va gestando una forma más universal de cultura, que tanto más promueve y expresa la unidad del género humano cuanto mejor sabe respetar las particularidades de las diversas culturas.

El hombre, autor de la cultura

55. Cada día es mayor el número de los hombres y mujeres, de todo grupo o nación, que tienen conciencia de que son ellos los autores y promotores de la cultura de su comunidad. En todo el mundo crece más y más el sentido de la autonomía y al mismo tiempo de la responsabilidad, lo cual tiene enorme importancia para la madurez espiritual y moral del género humano. Esto se ve más claro si fijamos la mirada en la unificación del mundo y en la tarea que se nos impone de edificar un mundo mejor en la verdad y en la justicia. De esta manera somos testigos de que está naciendo un nuevo humanismo, en el que el hombre queda definido principalmente por la responsabilidad hacia sus hermanos y ante la historia.

Dificultades y tareas actuales en este campo

56. En esta situación no hay que extrañarse de que el hombre, que siente su responsabilidad en orden al progreso de la cultura, alimente una más profunda esperanza, pero al mismo tiempo note con ansiedad las múltiples antinomias existentes, que él mismo debe resolver:

¿Qué debe hacerse para que la intensificación de las relaciones entre las culturas, que debería llevar a un verdadero y fructuoso diálogo entre los diferentes grupos y naciones, no perturbe la vida de las comunidades, no eche por tierra la sabiduría de los antepasados ni ponga en peligro el genio propio de los pueblos?

¿De qué forma hay que favorecer el dinamismo y la expansión de la nueva cultura sin que perezca la fidelidad viva a la herencia de las tradiciones? Esto es especialmente urgente allí donde la cultura, nacida del enorme progreso de la ciencia y de la técnica se ha de compaginar con el cultivo del espíritu, que se alimenta, según diversas tradiciones, de los estudios clásicos.

¿Cómo la tan rápida y progresiva dispersión de las disciplinas científicas puede armonizarse con la necesidad de formar su síntesis y de conservar en los hombres la facultades de la contemplación y de la admiración, que llevan a la sabiduría?

¿Qué hay que hacer para que todos los hombres participen de los bienes culturales en el mundo, si al mismo tiempo la cultura de los especialistas se hace cada vez más inaccesible y compleja?

¿De qué manera, finalmente, hay que reconocer como legítima la autonomía que reclama para sí la cultura, sin llegar a un humanismo meramente terrestre o incluso contrario a la misma religión?

En medio de estas antinomias se ha de desarrollar hoy la cultura humana, de tal manera que cultive equilibradamente a la persona humana íntegra y ayude a los hombres en las tareas a cuyo cumplimiento todos, y de modo principal los cristianos, están llamados, unidos fraternalmente en una sola familia humana.

Sección 2.- Algunos principios para la sana promoción de la cultura

La fe y la cultura

57. Los cristianos, en marcha hacia la ciudad celeste, deben buscar y gustar las cosas de arriba, lo cual en nada disminuye, antes por el contrario, aumenta, la importancia de la misión que les incumbe de trabajar con todos los hombres en la edificación de un mundo más humano. En realidad, el misterio de la fe cristiana ofrece a los cristianos valiosos estímulos y ayudas para cumplir con más intensidad su misión y, sobre todo, para descubrir el sentido pleno de esa actividad que sitúa a la cultura en el puesto eminente que le corresponde en la entera vocación del hombre.

El hombre, en efecto, cuando con el trabajo de sus manos o con ayuda de los recursos técnicos cultiva la tierra para que produzca frutos y llegue a ser morada digna de toda la familia humana y cuando conscientemente asume su parte en la vida de los grupos sociales, cumple personalmente el plan mismo de Dios, manifestado a la humanidad al comienzo de los tiempos, de someter la tierra y perfeccionar la creación, y al mismo tiempo se perfecciona a sí mismo; más aún, obedece al gran mandamiento de Cristo de entregarse al servicio de los hermanos.

Además, el hombre, cuando se entrega a las diferentes disciplinas de la filosofía, la historia, las matemáticas y las ciencias naturales y se dedica a las artes, puede contribuir sobremanera a que la familia humana se eleve a los conceptos más altos de la verdad, el bien y la belleza y al juicio del valor universal, y así sea iluminada mejor por la maravillosa Sabiduría, que desde siempre estaba con Dios disponiendo todas las cosas con El, jugando en el orbe de la tierra y encontrando sus delicias en estar entre los hijos de los hombres.

Con todo lo cual es espíritu humano, más libre de la esclavitud de las cosas, puede ser elevado con mayor facilidad al culto mismo y a la contemplación del Creador. Más todavía, con el impulso de la gracia se dispone a reconocer al Verbo de Dios, que antes de hacerse carne para salvarlo todo y recapitular todo en El, estaba en el mundo como luz verdadera que ilumina a todo hombre (Io 1,9).

Es cierto que el progreso actual de las ciencias y de la técnica, las cuales, debido a su método, no pueden penetrar hasta las íntimas esencias de las cosas, puede favorecer cierto fenomenismo y agnosticismo cuando el método de investigación usado por estas disciplinas se considera sin razón como la regla suprema para hallar toda la verdad. Es más, hay el peligro de que el hombre, confiado con exceso en los inventos actuales, crea que se basta a sí mismo y deje de buscar ya cosas más altas.

Sin embargo, estas lamentables consecuencias no son efectos necesarios de la cultura contemporánea ni deben hacernos caer en la tentación de no reconocer los valores positivos de ésta. Entre tales valores se cuentan: el estudio de las ciencias y la exacta fidelidad a la verdad en las investigaciones científicas, la necesidad de trabajar conjuntamente en equipos técnicos, el sentido de la solidaridad internacional, la conciencia cada vez más intensa de la responsabilidad de los peritos para la ayuda y la protección de los hombres, la voluntad de lograr condiciones de vida más aceptables para todos, singularmente para los que padecen privación de responsabilidad o indigencia cultural. Todo lo cual puede aportar alguna preparación para recibir el mensaje del Evangelio, la cual puede ser informada con la caridad divina por Aquel que vino a salvar el mundo.

Múltiples conexiones entre la buena nueva de Cristo y la cultura

58. Múltiples son los vínculos que existen entre el mensaje de salvación y la cultura humana. Dios, en efecto, al revelarse a su pueblo hasta la plena manifestación de sí mismo en el Hijo encarnado, habló según los tipos de cultura propios de cada época.

De igual manera, la Iglesia, al vivir durante el transcurso de la historia en variedad de circunstancias, ha empleado los hallazgos de las diversas culturas para difundir y explicar el mensaje de Cristo en su predicación a todas las gentes, para investigarlo y comprenderlo con mayor profundidad, para expresarlo mejor en la celebración litúrgica y en la vida de la multiforme comunidad de los fieles.

Pero al mismo tiempo, la Iglesia, enviada a todos los pueblos sin distinción de épocas y regiones, no está ligada de manera exclusiva e indisoluble a raza o nación alguna, a algún sistema particular de vida, a costumbre alguna antigua o reciente. Fiel a su propia tradición y consciente a la vez de la universalidad de su misión, puede entrar en comunión con las diversas formas de cultura; comunión que enriquece al mismo tiempo a la propia Iglesia y las diferentes culturas.

La buena nueva de Cristo renueva constantemente la vida y la cultura del hombre, caído, combate y elimina los errores y males que provienen de la seducción permanente del pecado. Purifica y eleva incesantemente la moral de los pueblos. Con las riquezas de lo alto fecunda como desde sus entrañas las cualidades espirituales y las tradiciones de cada pueblo y de cada edad, las consolida, perfecciona y restaura en Cristo. Así, la Iglesia, cumpliendo su misión propia, contribuye, por lo mismo, a la cultura humana y la impulsa, y con su actividad, incluida la litúrgica, educa al hombre en la libertad interior.

Hay que armonizar diferentes valores en el seno de las culturas

59. Por las razones expuestas, la Iglesia recuerda a todos que la cultura debe estar subordinada a la perfección integral de la persona humana, al bien de la comunidad y de la sociedad humana entera. Por lo cual es preciso cultivar el espíritu de tal manera que se promueva la capacidad de admiración, de intuición, de contemplación y de formarse un juicio personal, así como el poder cultivar el sentido religioso, moral y social.

Porque la cultura, por dimanar inmediatamente de la naturaleza racional y social del hombre, tiene siempre necesidad de una justa libertad para desarrollarse y de una legítima autonomía en el obrar según sus propios principios. Tiene, por tanto, derecho al respeto y goza de una cierta inviolabilidad, quedando evidentemente a salvo los derechos de la persona y de la sociedad, particular o mundial, dentro de los límites del bien común.

El sagrado Sínodo, recordando lo que enseñó el Concilio Vaticano I, declara que «existen dos órdenes de conocimiento» distintos, el de la fe y el de la razón; y que la Iglesia no prohíbe que «las artes y las disciplinas humanas gocen de sus propios principios y de su propio método…, cada una en su propio campo», por lo cual, «reconociendo esta justa libertad», la Iglesia afirma la autonomía legítima de la cultura humana, y especialmente la de las ciencias.

Todo esto pide también que el hombre, salvados el orden moral y la común utilidad, pueda investigar libremente la verdad y manifestar y propagar su opinión, lo mismo que practicar cualquier ocupación, y, por último, que se le informe verazmente acerca de los sucesos públicos.

A la autoridad pública compete no el determinar el carácter propio de cada cultura, sino el fomentar las condiciones y los medios para promover la vida cultural entre todos aun dentro de las minorías de alguna nación. Por ello hay que insistir sobre todo en que la cultura, apartada de su propio fin, no sea forzada a servir al poder político o económico.

Sección 3.- Algunas obligaciones más urgentes de los cristianos respecto a la cultura

El reconocimiento y ejercicio efectivo
del derecho personal a la cultura

60. Hoy día es posible liberar a muchísimos hombres de la miseria de la ignorancia. Por ello, uno de los deberes más propios de nuestra época, sobre todo de los cristianos, es el de trabajar con ahínco para que tanto en la economía como en la política, así en el campo nacional como en el internacional, se den las normas fundamentales para que se reconozca en todas partes y se haga efectivo el derecho a todos a la cultura, exigido por la dignidad de la persona, sin distinción de raza, sexo, nacionalidad, religión o condición social. Es preciso, por lo mismo, procurar a todos una cantidad suficiente de bienes culturales, principalmente de los que constituyen la llamada cultura «básica», a fin de evitar que un gran número de hombres se vea impedido, por su ignorancia y por su falta de iniciativa, de prestar su cooperación auténticamente humana al bien común.

Se debe tender a que quienes están bien dotados intelectualmente tengan la posibilidad de llegar a los estudios superiores; y ello de tal forma que, en la medida de lo posible, puedan desempeñar en la sociedad las funciones, tareas y servicios que correspondan a su aptitud natural y a la competencia adquirida. Así podrán todos los hombres y todos los grupos sociales de cada pueblo alcanzar el pleno desarrollo de su vida cultural de acuerdo con sus cualidades y sus propias tradiciones.

Es preciso, además, hacer todo lo posible para que cada cual adquiera conciencia del derecho que tiene a la cultura y del deber que sobre él pesa de cultivarse a sí mismo y de ayudar a los demás. Hay a veces situaciones en la vida laboral que impiden el esfuerzo de superación cultural del hombre y destruyen en éste el afán por la cultura. Esto se aplica de modo especial a los agricultores y a los obreros, a los cuales es preciso procurar tales condiciones de trabajo, que, lejos de impedir su cultura humana, la fomenten. Las mujeres ya actúan en casi todos los campos de la vida, pero es conveniente que puedan asumir con plenitud su papel según su propia naturaleza. Todos deben contribuir a que se reconozca y promueva la propia y necesaria participación de la mujer en la vida cultural.

La educación para la cultura íntegra del hombre

61. Hoy día es más difícil que antes sintetizar las varias disciplinas y ramas del saber. Porque, al crecer el acervo y la diversidad de elementos que constituyen la cultura, disminuye al mismo tiempo la capacidad de cada hombre para captarlos y armonizarlos orgánicamente, de forma que cada vez se va desdibujando más la imagen del hombre universal. Sin embargo, queda en pie para cada hombre el deber de conservar la estructura de toda la persona humana, en la que destacan los valores de la inteligencia, voluntad, conciencia y fraternidad; todos los cuales se basan en Dios Creador y han sido sanados y elevados maravillosamente en Cristo.

La madre nutricia de esta educación es ante todo la familia: en ella los hijos, en un clima de amor, aprenden juntos con mayor facilidad la recta jerarquía de las cosas, al mismo tiempo que se imprimen de modo como natural en el alma de los adolescentes formas probadas de cultura a medida que van creciendo.

Para esta misma educación las sociedades contemporáneas disponen de recursos que pueden favorecer la cultura universal, sobre todo dada la creciente difusión del libro y los nuevos medios de comunicación cultural y social. Pues con la disminución ya generalizada del tiempo de trabajo aumentan para muchos hombres las posibilidades. Empléense los descansos oportunamente para distracción del ánimo y para consolidar la salud del espíritu y del cuerpo, ya sea entregándose a actividades o a estudios libres, ya a viajes por otras regiones (turismo), con los que se afina el espíritu y los hombres se enriquecen con el mutuo conocimiento; ya con ejercicios y manifestaciones deportivas, que ayudan a conservar el equilibrio espiritual, incluso en la comunidad, y a establecer relaciones fraternas entre los hombres de todas las clases, naciones y razas. Cooperen los cristianos también para que las manifestaciones y actividades culturales colectivas, propias de nuestro tiempo, se humanicen y se impregnen de espíritu cristiano.

Todas estas posibilidades no pueden llevar la educación del hombre al pleno desarrollo cultural de sí mismo, si al mismo tiempo se descuida el preguntarse a fondo por el sentido de la cultura y de la ciencia para la persona humana.

Acuerdo entre la cultura humana y la educación cristiana

62. Aunque la Iglesia ha contribuido mucho al progreso de la cultura, consta, sin embargo, por experiencia que por causas contingentes no siempre se ve libre de dificultades al compaginar la cultura con la educación cristiana.

Estas dificultades no dañan necesariamente a la vida de fe; por el contrario, pueden estimular la mente a una más cuidadosa y profunda inteligencia de aquélla. Puesto que los más recientes estudios y los nuevos hallazgos de las ciencias, de la historia y de la filosofía suscitan problemas nuevos que traen consigo consecuencias prácticas e incluso reclaman nuevas investigaciones teológicas. Por otra parte, los teólogos, guardando los métodos y las exigencias propias de la ciencia sagrada, están invitados a buscar siempre un modo más apropiado de comunicar la doctrina a los hombres de su época; porque una cosa es el depósito mismo de la fe, o sea, sus verdades, y otra cosa es el modo de formularlas conservando el mismo sentido y el mismo significado. Hay que reconocer y emplear suficientemente en el trabajo pastoral no sólo los principios teológicos, sino también los descubrimientos de las ciencias profanas, sobre todo en psicología y en sociología, llevando así a los fieles y una más pura y madura vida de fe.

También la literatura y el arte son, a su modo, de gran importancia para la vida de la Iglesia. En efecto, se proponen expresar la naturaleza propia del hombre, sus problemas y sus experiencias en el intento de conocerse mejor a sí mismo y al mundo y de superarse; se esfuerzan por descubrir la situación del hombre en la historia y en el universo, por presentar claramente las miserias y las alegrías de los hombres, sus necesidades y sus recurso, y por bosquejar un mejor porvenir a la humanidad. Así tienen el poder de elevar la vida humana en las múltiples formas que ésta reviste según los tiempos y las regiones.

Por tanto, hay que esforzarse para los artistas se sientan comprendidos por la Iglesia en sus actividades y, gozando de una ordenada libertad, establezcan contactos más fáciles con la comunidad cristiana. También las nuevas formas artísticas, que convienen a nuestros contemporáneos según la índole de cada nación o región, sean reconocidas por la Iglesia. Recíbanse en el santuario, cuando elevan la mente a Dios, con expresiones acomodadas y conforme a las exigencias de la liturgia.

De esta forma, el conocimiento de Dios se manifiesta mejor y la predicación del Evangelio resulta más transparente a la inteligencia humana y aparece como embebida en las condiciones de su vida.

Vivan los fieles en muy estrecha unión con los demás hombres de su tiempo y esfuércense por comprender su manera de pensar y de sentir, cuya expresión es la cultura. Compaginen los conocimientos de las nuevas ciencias y doctrinas y de los más recientes descubrimientos con la moral cristiana y con la enseñanza de la doctrina cristiana, para que la cultura religiosa y la rectitud de espíritu de las ciencias y de los diarios progresos de la técnica; así se capacitarán para examinar e interpretar todas las cosas con íntegro sentido cristiano.

Los que se dedican a las ciencias teológicas en los seminarios y universidades, empéñense en colaborar con los hombres versados en las otras materias, poniendo en común sus energías y puntos de vista. la investigación teológica siga profundizando en la verdad revelada sin perder contacto con su tiempo, a fin de facilitar a los hombres cultos en los diversos ramos del saber un más pleno conocimiento de la fe. Esta colaboración será muy provechosa para la formación de los ministros sagrados, quienes podrán presentar a nuestros contemporáneos la doctrina de la Iglesia acerca de Dios, del hombre y del mundo, de forma más adaptada al hombre contemporáneo y a la vez más gustosamente aceptable por parte de ellos. Más aún, es de desear que numerosos laicos reciban una buena formación en las ciencias sagradas, y que no pocos de ellos se dediquen ex profeso a estos estudios y profundicen en ellos. Pero para que puedan llevar a buen término su tarea debe reconocerse a los fieles, clérigos o laicos, la justa libertad de investigación, de pensamiento y de hacer conocer humilde y valerosamente su manera de ver en los ampos que son de su competencia.

Capítulo III: La vida económico-social

Algunos aspectos de la vida económica

63. También en la vida económico-social deben respetarse y promoverse la dignidad de la persona humana, su entera vocación y el bien de toda la sociedad. Porque el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico- social.

La economía moderna, como los restantes sectores de la vida social, se caracteriza por una creciente dominación del hombre sobre la naturaleza, por la multiplicación e intensificación de las relaciones sociales y por la interdependencia entre ciudadanos, asociaciones y pueblos, así como también por la cada vez más frecuente intervención del poder público. Por otra parte, el progreso en las técnicas de la producción y en la organización del comercio y de los servicios han convertido a la economía en instrumento capaz de satisfacer mejor las nuevas necesidades acrecentada de la familia humana.

Sin embargo, no faltan motivos de inquietud. Muchos hombres, sobre todo en regiones económicamente desarrolladas, parecen garza por la economía, de tal manera que casi toda su vida personal y social está como teñida de cierto espíritu economista tanto en las naciones de economía colectivizada como en las otras. En un momento en que el desarrollo de la vida económica, con tal que se le dirija y ordene de manera racional y humana, podría mitigar las desigualdades sociales, con demasiada frecuencia trae consigo un endurecimiento de ellas y a veces hasta un retroceso en las condiciones de vida de los más débiles y un desprecio de los pobres. Mientras muchedumbres inmensas carecen de lo estrictamente necesario, algunos, aun en los países menos desarrollados, viven en la opulencia y malgastan sin consideración. El lujo pulula junto a la miseria. Y mientras unos pocos disponen de un poder amplísimo de decisión, muchos carecen de toda iniciativa y de toda responsabilidad, viviendo con frecuencia en condiciones de vida y de trabajo indignas de la persona humana.

Tales desequilibrios económicos y sociales se producen tanto entre los sectores de la agricultura, la industria y los servicios, por un parte, como entre las diversas regiones dentro de un mismo país. Cada día se agudiza más la oposición entre las naciones económicamente desarrolladas y las restantes, lo cual puede poner en peligro la misma paz mundial.

Los hombres de nuestro tiempo son cada día más sensibles a estas disparidades, porque están plenamente convencidos de que la amplitud de las posibilidades técnicas y económicas que tiene en sus manos el mundo moderno puede y debe corregir este lamentable estado de cosas. Por ello son necesarias muchas reformas en la vida económico-social y un cambio de mentalidad y de costumbres en todos. A este fin, la Iglesia, en el transcurso de los siglos, a la luz del Evangelio, ha concretado los principios de justicia y equidad, exigidos por la recta razón, tanto en orden a la vida individual y social como en orden a la vida internacional, y los ha manifestado especialmente en estos últimos tiempos. El Concilio quiere robustecer estos principios de acuerdo con las circunstancias actuales y dar algunas orientaciones, referentes sobre todo a las exigencias del desarrollo económico.

Sección I.- El desarrollo económico

Ley fundamental del desarrollo: el servicio del hombre

64. Hoy más que nunca, para hacer frente al aumento de población y responder a las aspiraciones más amplias del género humano, se tiende con razón a un aumento en la producción agrícola e industrial y en la prestación de los servicios. Por ello hay que favorecer el progreso técnico, el espíritu de innovación, el afán por crear y ampliar nuevas empresas, la adaptación de los métodos productivos, el esfuerzo sostenido de cuantos participan en la producción; en una palabra, todo cuanto puede contribuir a dicho progreso. La finalidad fundamental de esta producción no es el mero incremento de los productos, ni el beneficio, ni el poder, sino el servicio del hombre, del hombre integral, teniendo en cuanta sus necesidades materiales y sus exigencias intelectuales, morales, espirituales y religiosas; de todo hombre, decimos, de todo grupo de hombres, sin distinción de raza o continente. De esta forma, la actividad económica debe ejercerse siguiendo sus métodos y leyes propias, dentro del ámbito del orden moral, para que se cumplan así los designios de Dios sobre el hombre.

El desarrollo económico, bajo el control humano

65. El desarrollo debe permanecer bajo el control del hombre. No debe quedar en manos de unos pocos o de grupos económicamente poderosos en exceso, ni tampoco en manos de una sola comunidad política o de ciertas naciones más poderosas. Es preciso, por el contrario, que en todo nivel, el mayor número posible de hombres, y en el plano internacional el conjunto de las naciones, puedan tomar parte activa en la dirección del desarrollo. Asimismo es necesario que las iniciativas espontáneas de los individuos y de sus asociaciones libres colaboren con los esfuerzos de las autoridades públicas y se coordinen con éstos de forma eficaz y coherente.

No se puede confiar el desarrollo ni al solo proceso casi mecánico de la acción económica de los individuos ni a la sola decisión de la autoridad pública. Por este motivo hay que calificar de falsas tanto las doctrinas que se oponen a las reformas indispensables en nombre de una falsa libertad como las que sacrifican los derechos fundamentales de la persona y de los grupos en aras de la organización colectiva de la producción.

Recuerden, por otra parte, todos los ciudadanos el deber y el derecho que tienen, y que el poder civil ha de reconocer, de contribuir, según sus posibilidades, al progreso de la propia comunidad. En los países menos desarrollados, donde se impone el empleo urgente de todos los recursos, ponen en grave peligro el bien común los que retienen sus riquezas improductivamente o los que -salvado el derecho personal de emigración- privan a su comunidad de los medios materiales y espirituales que ésta necesita.

Han de eliminarse las enormes desigualdades económico-sociales

66. Para satisfacer las exigencias de la justicia y de la equidad hay que hacer todos los esfuerzos posibles para que, dentro del respeto a los derechos de las personas y a las características de cada pueblo, desaparezcan lo más rápidamente posible las enormes diferencias económicas que existen hoy, y frecuentemente aumentan, vinculadas a discriminaciones individuales y sociales. De igual manera, en muchas regiones, teniendo en cuanta las peculiares dificultades de la agricultura tanto en la producción como en la venta de sus bienes, hay que ayudar a los labradores para que aumenten su capacidad productiva y comercial, introduzcan los necesarios cambios e innovaciones, consigan una justa ganancia y no queden reducidos, como sucede con frecuencia, a la situación de ciudadanos de inferior categoría. Los propios agricultores, especialmente los jóvenes, aplíquense con afán a perfeccionar su técnica profesional, sin la que no puede darse el desarrollo de la agricultura.

La justicia y la equidad exigen también que la movilidad, la cual es necesaria en una economía progresiva, se ordene de manera que se eviten la inseguridad y la estrechez de vida del individuo y de su familia. Con respecto a los trabajadores que, procedentes de otros países o de otras regiones, cooperan en el crecimiento económico de una nación o de una provincia, se ha de evitar con sumo cuidado toda discriminación en materia de remuneración o de condiciones de trabajo. Además, la sociedad entera, en particular los poderes públicos, deben considerarlos como personas, no simplemente como meros instrumentos de producción; deben ayudarlos para que traigan junto a sí a sus familiares, se procuren un alojamiento decente, y a favorecer su incorporación a la vida social del país o de la región que los acoge. Sin embargo, en cuanto sea posible, deben crearse fuentes de trabajo en las propias regiones.

En las economías en período de transición, como sucede en las formas nuevas de la sociedad industrial, en las que, v.gr., se desarrolla la autonomía, en necesario asegurar a cada uno empleo suficiente y adecuado: y al mismo tiempo la posibilidad de una formación técnica y profesional congruente. Débense garantizar la subsistencia y la dignidad humana de los que, sobre todo por razón de enfermedad o de edad, se ven aquejados por graves dificultades.

Sección 2.- Algunos principios reguladores del conjunto de la vida económico-social

Trabajo, condiciones de trabajo, descanso

67. El trabajo humano que se ejerce en la producción y en el comercio o en los servicios es muy superior a los restantes elementos de la vida económico, pues estos últimos no tienen otro papel que el de instrumentos.

Pues el trabajo humano, autónomo o dirigido, procede inmediatamente de la persona, la cual marca con su impronta la materia sobre la que trabaja y la somete a su voluntad. Es para el trabajador y para su familia el medio ordinario de subsistencia; por él el hombre se une a sus hermanos y les hace un servicio, puede practicar la verdadera caridad y cooperar al perfeccionamiento de la creación divina. No sólo esto. Sabemos que, con la oblación de su trabajo a Dios, los hombres se asocian a la propia obra redentora de Jesucristo, quien dio al trabajo una dignidad sobre eminente laborando con sus propias manos en Nazaret. De aquí se deriva para todo hombre el deber de trabajar fielmente, así como también el derecho al trabajo. Y es deber de la sociedad, por su parte, ayudar, según sus propias circunstancias, a los ciudadanos para que puedan encontrar la oportunidad de un trabajo suficiente. Por último, la remuneración del trabajo debe ser tal que permita al hombre y a su familia una vida digna en el plano material, social, cultural y espiritual, teniendo presentes el puesto de trabajo y la productividad de cada uno, así como las condiciones de la empresa y el bien común.

La actividad económica es de ordinario fruto del trabajo asociado de los hombres; por ello es injusto e inhumano organizarlo y regularlo con daño de algunos trabajadores. Es, sin embargo, demasiado frecuente también hoy día que los trabajadores resulten en cierto sentido esclavos de su propio trabajo. Lo cual de ningún modo está justificado por las llamadas leyes económicas. El conjunto del proceso de la producción debe, pues, ajustarse a las necesidades de la persona y a la manera de vida de cada uno en particular, de su vida familiar, principalmente por lo que toca a las madres de familia, teniendo siempre en cuanta el sexo y la edad. Ofrézcase, además, a los trabajadores la posibilidad de desarrollar sus cualidades y su personalidad en el ámbito mismo del trabajo. Al aplicar, con la debida responsabilidad, a este trabajo su tiempo y sus fuerzas, disfruten todos de un tiempo de reposo y descanso suficiente que les permita cultivar la vida familiar, cultural, social y religiosa. Más aún, tengan la posibilidad de desarrollar libremente las energías y las cualidades que tal vez en su trabajo profesional apenas pueden cultivar.

Participación en la empresa y en la organización
general de la economía.
Conflictos laborales

68. En las empresas económicas son personas las que se asocian, es decir, hombres libres y autónomos, creados a imagen de Dios. Por ello, teniendo en cuanta las funciones de cada uno, propietarios, administradores, técnicos, trabajadores, y quedando a salvo la unidad necesaria en la dirección, se ha de promover la activa participación de todos en la gestión de la empresa, según formas que habrá que determinar con acierto. Con todo, como en muchos casos no es a nivel de empresa, sino en niveles institucionales superiores, donde se toman las decisiones económicas y sociales de las que depende el porvenir de los trabajadores y de sus hijos, deben los trabajadores participar también en semejantes decisiones por sí mismos o por medio de representantes libremente elegidos.

Entre los derechos fundamentales de la persona humana debe contarse el derecho de los obreros a fundar libremente asociaciones que representen auténticamente al trabajador y puedan colaborar en la recta ordenación de la vida económica, así como también el derecho de participar libremente en las actividades de las asociaciones sin riesgo de represalias. Por medio de esta ordenada participación, que está unida al progreso en la formación económica y social, crecerá más y más entre todos el sentido de la responsabilidad propia, el cual les llevará a sentirse colaboradores, según sus medios y aptitudes propias, en la tarea total del desarrollo económico y social y del logro del bien común universal.

En caso de conflictos económico-sociales, hay que esforzarse por encontrarles soluciones pacíficas. Aunque se ha de recurrir siempre primero a un sincero diálogo entre las partes, sin embargo, en la situación presente, la huelga puede seguir siendo medio necesario, aunque extremo, para la defensa de los derechos y el logro de las aspiraciones justas de los trabajadores. Búsquense, con todo, cuanto antes, caminos para negociar y para reanudar el diálogo conciliatorio.

Los bienes de la tierra están destinados a todos los hombres

69. Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos. En consecuencia, los bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa bajo la égida de la justicia y con la compañía de la caridad. Sean las que sean las formas de la propiedad, adaptadas a las instituciones legítimas de los pueblos según las circunstancias diversas y variables, jamás debe perderse de vista este destino universal de los bienes. Por tanto, el hombre, al usarlos, no debe tener las cosas exteriores que legítimamente posee como exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de que no le aprovechen a él solamente, sino también a los demás. Por lo demás, el derecho a poseer una parte de bienes suficiente para sí mismos y para sus familias es un derecho que a todos corresponde. Es éste el sentir de los Padres y de los doctores de la Iglesia, quienes enseñaron que los hombres están obligados a ayudar a los pobres, y por cierto no sólo con los bienes superfluos. Quien se halla en situación de necesidad extrema tiene derecho a tomar de la riqueza ajena lo necesario para sí. Habiendo como hay tantos oprimidos actualmente por el hambre en el mundo, el sacro Concilio urge a todos, particulares y autoridades, a que, acordándose de aquella frase de los Padres: Alimenta al que muere de hambre, porque, si no lo alimentas, lo matas, según las propias posibilidades, comuniquen y ofrezcan realmente sus bienes, ayudando en primer lugar a los pobres, tanto individuos como pueblos, a que puedan ayudarse y desarrollarse por sí mismos.

En sociedades económicamente menos desarrolladas, el destino común de los bienes está a veces en parte logrado por un conjunto de costumbres y tradiciones comunitarias que aseguran a cada miembro los bienes absolutamente necesarios. Sin embargo, elimínese el criterio de considerar como en absoluto inmutables ciertas costumbres si no responden ya a las nuevas exigencias de la época presente; pero, por otra parte, conviene no atentar imprudentemente contra costumbres honestas que, adaptadas a las circunstancias actuales, pueden resultar muy útiles. De igual manera, en las naciones de economía muy desarrollada, el conjunto de instituciones consagradas a la previsión y a la seguridad social puede contribuir, por su parte, al destino común de los bienes. Es necesario también continuar el desarrollo de los servicios familiares y sociales, principalmente de los que tienen por fin la cultura y la educación. Al organizar todas estas instituciones debe cuidarse de que los ciudadanos no vayan cayendo en una actitud de pasividad con respecto a la sociedad o de irresponsabilidad y egoísmo.

Inversiones y política monetaria

70. Las inversiones deben orientarse a asegurar posibilidades de trabajo y beneficios suficientes a la población presente y futura. Los responsables de las inversiones y de la organización de la vida económica, tanto los particulares como los grupos o las autoridades públicas, deben tener muy presentes estos fines y reconocer su grave obligación de vigilar, por una parte, a fin de que se provea de lo necesario para una vida decente tanto a los individuos como a toda la comunidad, y, por otra parte, de prever el futuro y establecer un justo equilibrio entre las necesidades actuales del consumo individual y colectivo y las exigencias de inversión para la generación futura. Ténganse, además, siempre presentes las urgentes necesidades de las naciones o de las regiones menos desarrolladas económicamente. En materia de política monetaria cuídese no dañar al bien de la propia nación o de las ajenas. Tómense precauciones para que los económicamente débiles no queden afectados injustamente por los cambios de valor de la moneda.

Acceso a la propiedad y dominio de los bienes.
Problema de los latifundios

71. La propiedad, como las demás formas de dominio privado sobre los bienes exteriores, contribuye a la expresión de la persona y le ofrece ocasión de ejercer su función responsable en la sociedad y en la economía. Es por ello muy importante fomentar el acceso de todos, individuos y comunidades, a algún dominio sobre los bienes externos.

La propiedad privada o un cierto dominio sobre los bienes externos aseguran a cada cual una zona absolutamente necesaria para la autonomía personal y familiar y deben ser considerados como ampliación de la libertad humana. Por último, al estimular el ejercicio de la tarea y de la responsabilidad, constituyen una de las condiciones de las libertades civiles.

Las formas de este dominio o propiedad son hoy diversas y se diversifican cada día más. Todas ellas, sin embargo, continúan siendo elemento de seguridad no despreciable aun contando con los fondos sociales, derechos y servicios procurados por la sociedad. Esto debe afirmarse no sólo de las propiedades materiales, sino también de los bienes inmateriales, como es la capacidad profesional.

El derecho de propiedad privada no es incompatible con las diversas formas de propiedad pública existentes. El paso de bienes a la propiedad pública sólo puede ser hecha por la autoridad competente de acuerdo con las exigencias del bien común y dentro de los límites de este último, supuesta la compensación adecuada. A la autoridad pública toca, además, impedir que se abuse de la propiedad privada en contra del bien común.

La misma propiedad privada tiene también, por su misma naturaleza, una índole social, cuyo fundamento reside en el destino común de los bienes. Cuando esta índole social es descuidada, la propiedad muchas veces se convierte en ocasión de ambiciones y graves desórdenes, hasta el punto de que se da pretexto a sus impugnadores para negar el derecho mismo.

En muchas regiones económicamente menos desarrolladas existen posesiones rurales extensas y aun extensísimas mediocremente cultivadas o reservadas sin cultivo para especular con ellas, mientras la mayor parte de la población carece de tierras o posee sólo parcelas irrisorias y el desarrollo de la producción agrícola presenta caracteres de urgencia. No raras veces los braceros o los arrendatarios de alguna parte de esas posesiones reciben un salario o beneficio indigno del hombre, carecen de alojamiento decente y son explotados por los intermediarios. Viven en la más total inseguridad y en tal situación de inferioridad personal, que apenas tienen ocasión de actuar libre y responsablemente, de promover su nivel de vida y de participar en la vida social y política. Son, pues, necesarias las reformas que tengan por fin, según los casos, el incremento de las remuneraciones, la mejora de las condiciones laborales, el aumento de la seguridad en el empleo, el estímulo para la iniciativa en el trabajo; más todavía, el reparto de las propiedades insuficientemente cultivadas a favor de quienes sean capaces de hacerlas valer. En este caso deben asegurárseles los elementos y servicios indispensables, en particular los medios de educación y las posibilidades que ofrece una justa ordenación de tipo cooperativo. Siempre que el bien común exija una expropiación, debe valorarse la indemnización según equidad, teniendo en cuanta todo el conjunto de las circunstancias.

La actividad económico-social y el reino de Cristo

72. Los cristianos que toman parte activa en el movimiento económico-social de nuestro tiempo y luchan por la justicia y caridad, convénzanse de que pueden contribuir mucho al bienestar de la humanidad y a la paz del mundo. Individual y colectivamente den ejemplo en este campo. Adquirida la competencia profesional y la experiencia que son absolutamente necesarias, respeten en la acción temporal la justa jerarquía de valores, con fidelidad a Cristo y a su Evangelio, a fin de que toda su vida, así la individual como la social, quede saturada con el espíritu de las bienaventuranzas, y particularmente con el espíritu de la pobreza.

Quien con obediencia a Cristo busca ante todo el reino de Dios, encuentra en éste un amor más fuerte y más puro para ayudar a todos sus hermanos y para realizar la obra de la justicia bajo la inspiración de la caridad.

Capítulo IV: La vida en la comunidad política

La vida pública en nuestros días

73. En nuestra época se advierten profundas transformaciones también en las estructuras y en las instituciones de los pueblos como consecuencia de la evolución cultural, económica y social de estos últimos. Estas transformaciones ejercen gran influjo en la vida de la comunidad política principalmente en lo que se refiere a los derechos y deberes de todos en el ejercicio de la libertad política y en el logro del bien común y en lo que toca a las relaciones de los ciudadanos entre sí y con la autoridad pública.

La conciencia más viva de la dignidad humana ha hecho que en diversas regiones del mundo surja el propósito de establecer un orden político-jurídico que proteja mejor en la vida pública los derechos de la persona, como son el derecho de libre reunión, de libre asociación, de expresar las propias opiniones y de profesar privada y públicamente la religión. Porque la garantía de los derechos de la persona es condición necesaria para que los ciudadanos, como individuos o como miembros de asociaciones, puedan participar activamente en la vida y en el gobierno de la cosa pública.

Con el desarrollo cultural, económico y social se consolida en la mayoría el deseo de participar más plenamente en la ordenación de la comunidad política. En la conciencia de muchos se intensifica el afán por respetar los derechos de las minorías, sin descuidar los deberes de éstas para con la comunidad política; además crece por días el respeto hacia los hombres que profesan opinión o religión distintas; al mismo tiempos e establece una mayor colaboración a fin de que todos los ciudadanos, y no solamente algunos privilegiados, puedan hacer uso efectivo de los derechos personales.

Se reprueban también todas las formas políticas, vigentes en ciertas regiones, que obstaculizan la libertad civil o religiosa, multiplican las víctimas de las pasiones y de los crímenes políticos y desvían el ejercicio de la autoridad en la prosecución del bien común, para ponerla al servicio de un grupo o de los propios gobernantes.

La mejor manera de llagar a una política auténticamente humana es fomentar el sentido interior de la justicia, de la benevolencia y del servicio al bien común y robustecer las convicciones fundamentales en lo que toca a la naturaleza verdadera de la comunidad política y al fin, recto ejercicio y límites de los poderes públicos.

Naturaleza y fin de la comunidad política

74. Los hombres, las familias y los diversos grupos que constituyen la comunidad civil son conscientes de su propia insuficiencia para lograr una vida plenamente humana y perciben la necesidad de una comunidad más amplia, en la cual todos conjuguen a diario sus energías en orden a una mejor procuración del bien común. Por ello forman comunidad política según tipos institucionales varios. La comunidad política nace, pues, para buscar el bien común, en el que encuentra su justificación plena y su sentido y del que deriva su legitimidad primigenia y propia. El bien común abarca el conjunto de aquellas condiciones de vida social con las cuales los hombres, las familias y las asociaciones pueden lograr con mayor plenitud y facilidad su propia perfección.

Pero son muchos y diferentes los hombres que se encuentran en una comunidad política, y pueden con todo derecho inclinarse hacia soluciones diferentes. A fin de que, por la pluralidad de pareceres, no perezca la comunidad política, es indispensable una autoridad que dirija la acción de todos hacia el bien común no mecánica o despóticamente, sino obrando principalmente como una fuerza moral, que se basa en la libertad y en el sentido de responsabilidad de cada uno.

Es, pues, evidente que la comunidad política y la autoridad pública se fundan en la naturaleza humana, y, por lo mismo, pertenecen al orden previsto por Dios, aun cuando la determinación del régimen político y la designación de los gobernantes se dejen a la libre designación de los ciudadanos.

Síguese también que el ejercicio de la autoridad política, así en la comunidad en cuanto tal como en las instituciones representativas, debe realizarse siempre dentro de los límites del orden moral para procurar el bien común -concebido dinámicamente- según el orden jurídico legítimamente establecido o por establecer. Es entonces cuando los ciudadanos están obligados en conciencia a obedecer. De todo lo cual se deducen la responsabilidad, la dignidad y la importancia de los gobernantes.

Pero cuando la autoridad pública, rebasando su competencia, oprime a los ciudadanos, éstos no deben rehuir las exigencias objetivas del bien común; les es lícito, sin embargo, defender sus derechos y los de sus conciudadanos contra el abuso de tal autoridad, guardando los límites que señala la ley natural y evangélica.

Las modalidades concretas por las que la comunidad política organiza su estructura fundamental y el equilibrio de los poderes públicos pueden ser diferentes, según el genio de cada pueblo y la marcha de su historia. Pero deben tender siempre a formar un tipo de hombre culto, pacífico y benévolo respecto de los demás para provecho de toda la familia humana.

Colaboración de todos en la vida pública

75. Es perfectamente conforme con la naturaleza humana que se constituyan estructuras político-jurídicas que ofrezcan a todos los ciudadanos, sin discriminación alguna y con perfección creciente, posibilidades efectivas de tomar parte libre y activamente en la fijación de los fundamentos jurídicos de la comunidad política, en el gobierno de la cosa pública, en la determinación de los campos de acción y de los límites de las diferentes instituciones y en la elección de los gobernantes. Recuerden, por tanto, todos los ciudadanos el derecho y al mismo tiempo el deber que tienen de votar con libertad para promover el bien común. La Iglesia alaba y estima la labor de quienes, al servicio del hombre, se consagran al bien de la cosa pública y aceptan las cargas de este oficio.

Para que la cooperación ciudadana responsable pueda lograr resultados felices en el curso diario de la vida pública, es necesario un orden jurídico positivo que establezca la adecuada división de las funciones institucionales de la autoridad política, así como también la protección eficaz e independiente de los derechos. Reconózcanse, respétense y promuévanse los derechos de las personas, de las familias y de las asociaciones, así como su ejercicio, no menos que los deberes cívicos de cada uno. Entre estos últimos es necesario mencionar el deber de aportar a la vida pública el concurso material y personal requerido por el bien común. Cuiden los gobernantes de no entorpecer las asociaciones familiares, sociales o culturales, los cuerpos o las instituciones intermedias, y de no privarlos de su legítima y constructiva acción, que más bien deben promover con libertad y de manera ordenada. Los ciudadanos por su parte, individual o colectivamente, eviten atribuir a la autoridad política todo poder excesivo y no pidan al Estado de manera inoportuna ventajas o favores excesivos, con riesgo de disminuir la responsabilidad de las personas, de las familias y de las agrupaciones sociales.

A consecuencia de la complejidad de nuestra época, los poderes públicos se ven obligados a intervenir con más frecuencia en materia social, económica y cultural para crear condiciones más favorables, que ayuden con mayor eficacia a los ciudadanos y a los grupos en la búsqueda libre del bien completo del hombre. Según las diversas regiones y la evolución de los pueblos, pueden entenderse de diverso modo las relaciones entre la socialización y la autonomía y el desarrollo de la persona. Esto no obstante, allí donde por razones de bien común se restrinja temporalmente el ejercicio de los derechos, restablézcase la libertad cuanto antes una vez que hayan cambiado las circunstancias. De todos modos, es inhumano que la autoridad política caiga en formas totalitarias o en formas dictatoriales que lesionen los derechos de la persona o de los grupos sociales.

Cultiven los ciudadanos con magnanimidad y lealtad el amor a la patria, pero sin estrechez de espíritu, de suerte que miren siempre al mismo tiempo por el bien de toda la familia humana, unida por toda clase de vínculos entre las razas, pueblos y naciones.

Los cristianos todos deben tener conciencia de la vocación particular y propia que tienen en la comunidad política; en virtud de esta vocación están obligados a dar ejemplo de sentido de responsabilidad y de servicio al bien común, así demostrarán también con los hechos cómo pueden armonizarse la autoridad y la libertad, la iniciativa personal y la necesaria solidaridad del cuerpo social, las ventajas de la unidad combinada con la provechosa diversidad. El cristiano debe reconocer la legítima pluralidad de opiniones temporales discrepantes y debe respetar a los ciudadanos que, aun agrupados, defienden lealmente su manera de ver. Los partidos políticos deben promover todo lo que a su juicio exige el bien común; nunca, sin embargo, está permitido anteponer intereses propios al bien común.

Hay que prestar gran atención a la educación cívica y política, que hoy día es particularmente necesaria para el pueblo, y, sobre todo para la juventud, a fin de que todos los ciudadanos puedan cumplir su misión en la vida de la comunidad política. Quienes son o pueden llegar a ser capaces de ejercer este arte tan difícil y tan noble que es la política, prepárense para ella y procuren ejercitarla con olvido del propio interés y de toda ganancia venal. Luchen con integridad moral y con prudencia contra la injusticia y la opresión, contra la intolerancia y el absolutismo de un solo hombre o de un solo partido político; conságrense con sinceridad y rectitud, más aún, con caridad y fortaleza política, al servicio de todos.

La comunidad política y la Iglesia

76. Es de suma importancia, sobre todo allí donde existe una sociedad pluralística, tener un recto concepto de las relaciones entre la comunidad política y la Iglesia y distinguir netamente entre la acción que los cristianos, aislada o asociadamente, llevan a cabo a título personal, como ciudadanos de acuerdo con su conciencia cristiana, y la acción que realizan, en nombre de la Iglesia, en comunión con sus pastores.

La Iglesia, que por razón de su misión y de su competencia no se confunde en modo alguno con la comunidad política ni está ligada a sistema político alguno, es a la vez signo y salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana.

La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre. Este servicio lo realizarán con tanta mayor eficacia, para bien de todos, cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre ellas, habida cuesta de las circunstancias de lugar y tiempo. El hombre, en efecto, no se limita al solo horizonte temporal, sino que, sujeto de la historia humana, mantiene íntegramente su vocación eterna. La Iglesia, por su parte, fundada en el amor del Redentor, contribuye a difundir cada vez más el reino de la justicia y de la caridad en el seno de cada nación y entre las naciones. Predicando la verdad evangélica e iluminando todos los sectores de la acción humana con su doctrina y con el testimonio de los cristianos, respeta y promueve también la libertad y la responsabilidad políticas del ciudadano.

Cuando los apóstoles y sus sucesores y los cooperadores de éstos son enviados para anunciar a los hombres a Cristo, Salvador del mundo, en el ejercicio de su apostolado se apoyan sobre el poder de Dios, el cual muchas veces manifiesta la fuerza del Evangelio en la debilidad de sus testigos. Es preciso que cuantos se consagran al ministerio de la palabra de Dios utilicen los caminos y medios propios del Evangelio, los cuales se diferencian en muchas cosas de los medios que la ciudad terrena utiliza.

Ciertamente, las realidades temporales y las realidades sobrenaturales están estrechamente unidas entre sí, y la misma Iglesia se sirve de medios temporales en cuanto su propia misión lo exige. No pone, sin embargo, su esperanza en privilegios dados por el poder civil; más aún, renunciará al ejercicio de ciertos derechos legítimamente adquiridos tan pronto como conste que su uso puede empañar la pureza de su testimonio o las nuevas condiciones de vida exijan otra disposición. Es de justicia que pueda la Iglesia en todo momento y en todas partes predicar la fe con auténtica libertad, enseñar su doctrina social, ejercer su misión entre los hombres sin traba alguna y dar su juicio moral, incluso sobre materias referentes al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas, utilizando todos y solos aquellos medios que sean conformes al Evangelio y al bien de todos según la diversidad de tiempos y de situaciones.

Con su fiel adhesión al Evangelio y el ejercicio de su misión en el mundo, la Iglesia, cuya misión es fomentar y elevar todo cuanto de verdadero, de bueno y de bello hay en la comunidad humana, consolida la paz en la humanidad para gloria de Dios

Capítulo V: El fomento de la paz y la promoción de la comunidad de los pueblos

Introducción

77. En estos últimos años, en los que aún perduran entre los hombres la aflicción y las angustias nacidas de la realidad o de la amenaza de una guerra, la universal familia humana ha llegado en su proceso de madurez a un momento de suprema crisis. Unificada paulatinamente y ya más consciente en todo lugar de su unidad, no puede llevar a cabo la tarea que tiene ante sí, es decir, construir un mundo más humano para todos los hombres en toda la extensión de la tierra, sin que todos se conviertan con espíritu renovado a la verdad de la paz. De aquí proviene que el mensaje evangélico, coincidente con los más profundos anhelos y deseos del género humano, luzca en nuestros días con nuevo resplandor al proclamar bienaventurados a los constructores de la paz, porque serán llamados hijos de Dios (Mt 5,9).

Por esto el Concilio, al tratar de la nobilísima y auténtica noción de la paz, después de condenar la crueldad de la guerra, pretende hacer un ardiente llamamiento a los cristianos para que con el auxilio de Cristo, autor de la paz, cooperen con todos los hombres a cimentar la paz en la justicia y el amor y a aportar los medios de la paz.

Naturaleza de la paz

78. La paz no es la mera ausencia de la guerra, ni se reduce al solo equilibrio de las fuerzas adversarias, ni surge de una hegemonía despótica, sino que con toda exactitud y propiedad se llama obra de la justicia (Is 32, 7). Es el fruto del orden plantado en la sociedad humana por su divino Fundador, y que los hombres, sedientos siempre de una más perfecta justicia, han de llevar a cabo. El bien común del género humano se rige primariamente por la ley eterna, pero en sus exigencias concretas, durante el transcurso del tiempo, está cometido a continuos cambios; por eso la paz jamás es una cosa del todo hecha, sino un perpetuo quehacer. Dada la fragilidad de la voluntad humana, herida por el pecado, el cuidado por la paz reclama de cada uno constante dominio de sí mismo y vigilancia por parte de la autoridad legítima.

Esto, sin embargo, no basta. Esta paz en la tierra no se puede lograr si no se asegura el bien de las personas y la comunicación espontánea entre los hombres de sus riquezas de orden intelectual y espiritual. Es absolutamente necesario el firme propósito de respetar a los demás hombres y pueblos, así como su dignidad, y el apasionado ejercicio de la fraternidad en orden a construir la paz. Así, la paz es también fruto del amor, el cual sobrepasa todo lo que la justicia puede realizar.

La paz sobre la tierra, nacida del amor al prójimo, es imagen y efecto de la paz de Cristo, que procede de Dios Padre. En efecto, el propio Hijo encarnado, Príncipe de la paz, ha reconciliado con Dios a todos los hombres por medio de su cruz, y, reconstituyendo en un solo pueblo y en un solo cuerpo la unidad del género humano, ha dado muerte al odio en su propia carne y, después del triunfo de su resurrección, ha infundido el Espíritu de amor en el corazón de los hombres.

Por lo cual, se llama insistentemente la atención de todos los cristianos para que, viviendo con sinceridad en la caridad (Eph 4,15), se unan con los hombres realmente pacíficos para implorar y establecer la paz.

Movidos por el mismo Espíritu, no podemos dejar de alabar a aquellos que, renunciando a la violencia en la exigencia de sus derechos, recurren a los medios de defensa, que, por otra parte, están al alcance incluso de los más débiles, con tal que esto sea posible sin lesión de los derechos y obligaciones de otros o de la sociedad.

En la medida en que el hombre es pecador, amenaza y amenazará el peligro de guerra hasta el retorno de Cristo; pero en la medida en que los hombres, unidos por la caridad, triunfen del pecado, pueden también reportar la victoria sobre la violencia hasta la realización de aquella palabra: De sus espadas forjarán arados, y de sus lanzas hoces. Las naciones no levantarán ya más la espada una contra otra y jamás se llevará a cabo la guerra (Is 2,4).

Sección I.- Obligación de evitar la guerra

Hay que frenar la crueldad de las guerras

79. A pesar de que las guerras recientes han traído a nuestro mundo daños gravísimos materiales y morales, todavía a diario en algunas zonas del mundo la guerra continúa sus devastaciones. Es más, al emplear en la guerra armas científicas de todo género, su crueldad intrínseca amenaza llevar a los que luchan a tal barbarie, que supere, enormemente la de los tiempos pasados. La complejidad de la situación actual y el laberinto de las relaciones internaciones permiten prolongar guerras disfrazadas con nuevos métodos insidiosos y subversivos. En muchos casos se admite como nuevo sistema de guerra el uso de los métodos del terrorismo.

Teniendo presente esta postración de la humanidad el Concilio pretende recordar ante todo la vigencia permanente del derecho natural de gentes y de sus principios universales. La misma conciencia del género humano proclama con firmeza, cada vez más, estos principios. Los actos, pues, que se oponen deliberadamente a tales principios y las órdenes que mandan tales actos, son criminales y la obediencia ciega no puede excusar a quienes las acatan. Entre estos actos hay que enumerar ante todo aquellos con los que metódicamente se extermina a todo un pueblo, raza o minoría étnica: hay que condenar con energía tales actos como crímenes horrendos; se ha de encomiar, en cambio, al máximo la valentía de los que no temen oponerse abiertamente a los que ordenan semejantes cosas.

Existen sobre la guerra y sus problemas varios tratados internacionales, suscritos por muchas naciones, para que las operaciones militares y sus consecuencias sean menos inhumanas; tales son los que tratan del destino de los combatientes heridos o prisioneros y otros por el estilo. Hay que cumplir estos tratados; es más, están obligados todos, especialmente las autoridades públicas y los técnicos en estas materias, a procurar cuanto puedan su perfeccionamiento, para que así se consiga mejor y más eficazmente atenuar la crueldad de las guerras. También parece razonable que las leyes tengan en cuenta, con sentido humano, el caso de los que se niegan a tomar las armas por motivo de conciencia y aceptan al mismo tiempo servir a la comunidad humana de otra forma.

Desde luego, la guerra no ha sido desarraigada de la humanidad. Mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad internacional competente y provista de medios eficaces, una vez agotados todos los recursos pacíficos de la diplomacia, no se podrá negar el derecho de legítima defensa a los gobiernos. A los jefes de Estado y a cuantos participan en los cargos de gobierno les incumbe el deber de proteger la seguridad de los pueblos a ellos confiados, actuando con suma responsabilidad en asunto tan grave. Pero una cosa es utilizar la fuerza militar para defenderse con justicia y otra muy distinta querer someter a otras naciones. La potencia bélica no legitima cualquier uso militar o político de ella. Y una vez estallada lamentablemente la guerra, no por eso todo es lícito entre los beligerantes.

Los que, al servicio de la patria, se hallan en el ejercicio, considérense instrumentos de la seguridad y libertad de los pueblos, pues desempeñando bien esta función contribuyen realmente a estabilizar la paz.

La guerra total

80. El horror y la maldad de la guerra se acrecientan inmensamente con el incremento de las armas científicas. Con tales armas, las operaciones bélicas pueden producir destrucciones enormes e indiscriminadas, las cuales, por tanto, sobrepasan excesivamente los límites de la legítima defensa. Es más, si se empleasen a fondo estos medios, que ya se encuentran en los depósitos de armas de las grandes naciones, sobrevendría la matanza casi plena y totalmente recíproca de parte a parte enemiga, sin tener en cuanta las mil devastaciones que parecerían en el mundo y los perniciosos efectos nacidos del uso de tales armas.

Todo esto nos obliga a examinar la guerra con mentalidad totalmente nueva. Sepan los hombres de hoy que habrán de dar muy seria cuanta de sus acciones bélicas. Pues de sus determinaciones presentes dependerá en gran parte el curso de los tiempos venideros.

Teniendo esto es cuenta, este Concilio, haciendo suyas las condenaciones de la guerra mundial expresadas por los últimos Sumos Pontífices, declara:

Toda acción bélica que tienda indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o de extensas regiones junto con sus habitantes, es un crimen contra Dios y la humanidad que hay que condenar con firmeza y sin vacilaciones.

El riesgo característico de la guerra contemporánea está en que da ocasión a los que poseen las recientes armas científicas para cometer tales delitos y con cierta inexorable conexión puede empujar las voluntades humanas a determinaciones verdaderamente horribles. Para que esto jamás suceda en el futuro, los obispos de toda la tierra reunidos aquí piden con insistencia a todos, principalmente a los jefes de Estado y a los altos jefes del ejército, que consideren incesantemente tan gran responsabilidad ante Dios y ante toda la humanidad.

La carrera de armamentos

81. Las armas científicas no se acumulan exclusivamente para el tiempo de guerra. Puesto que la seguridad de la defensa se juzga que depende de la capacidad fulminante de rechazar al adversario, esta acumulación de armas, que se agrava por años, sirve de manera insólita para aterrar a posibles adversarios. Muchos la consideran como el más eficaz de todos los medios para asentar firmemente la paz entre las naciones.

Sea lo que fuere de este sistema de disuasión, convénzanse los hombres de que la carrera de armamentos, a la que acuden tantas naciones, no es camino seguro para conservar firmemente la paz, y que el llamado equilibrio de que ella proviene no es la paz segura y auténtica. De ahí que no sólo no se eliminan las causas de conflicto, sino que más bien se corre el riesgo de agravarlas poco a poco. Al gastar inmensas cantidades en tener siempre a punto nuevas armas, no se pueden remediar suficientemente tantas miserias del mundo entero. En vez de restañar verdadera y radicalmente las disensiones entre las naciones, otras zonas del mundo quedan afectadas por ellas. Hay que elegir nuevas rutas que partan de una renovación de la mentalidad para eliminar este escándalo y poder restablecer la verdadera paz, quedando el mundo liberado de la ansiedad que le oprime.

Por lo tanto, hay que declarar de nuevo: la carrera de armamentos es la plaga más grave de la humanidad y perjudica a los pobres de manera intolerable. Hay que temer seriamente que, si perdura, engendre todos los estragos funestos cuyos medios ya prepara.

Advertidos de las calamidades que el género humano ha hecho posibles, empleemos la pausa de que gozamos, concedida de lo Alto, para, con mayor conciencia de la propia responsabilidad, encontrar caminos que solucionen nuestras diferencias de un modo más digno del hombre. La Providencia divina nos pide insistentemente que nos liberemos de la antigua esclavitud de la guerra. Si renunciáramos a este intento, no sabemos a dónde nos llevará este mal camino por el que hemos entrado.

Prohibición absoluta de la guerra.
La acción internacional para evitar la guerra

82. Bien claro queda, por tanto, que debemos procurar con todas nuestras fuerzas preparar un época en que, por acuerdo de las naciones, pueda ser absolutamente prohibida cualquier guerra. Esto requiere el establecimiento de una autoridad pública universal reconocida por todos, con poder eficaz para garantizar la seguridad, el cumplimiento de la justicia y el respeto de los derechos. Pero antes de que se pueda establecer tan deseada autoridad es necesario que las actuales asociaciones internacionales supremas se dediquen de lleno a estudiar los medios más aptos para la seguridad común. La paz ha de nacer de la mutua confianza de los pueblos y no debe ser impuesta a las naciones por el terror de las armas; por ello, todos han de trabajar para que la carrera de armamentos cese finalmente, para que comience ya en realidad la reducción de armamentos, no unilateral, sino simultánea, de mutuo acuerdo, con auténticas y eficaces garantías.

No hay que despreciar, entretanto, los intentos ya realizados y que aún se llevan a cabo para alejar el peligro de la guerra. Más bien hay que ayudar la buena voluntad de muchísimos que, aun agobiados por las enormes preocupaciones de sus altos cargos, movidos por el gravísimo deber que les acucia, se esfuerzan, por eliminar la guerra, que aborrecen, aunque no pueden prescindir de la complejidad inevitable de las cosas. Hay que pedir con insistencia a Dios que les dé fuerzas para perseverar en su intento y llevar a cabo con fortaleza esta tarea de sumo amor a los hombres, con la que se construye virilmente la paz. Lo cual hoy exige de ellos con toda certeza que amplíen su mente más allá de las fronteras de la propia nación, renuncien al egoísmo nacional ya a la ambición de dominar a otras naciones, alimenten un profundo respeto por toda la humanidad, que corre ya, aunque tan laboriosamente, hacia su mayor unidad.

Acerca de los problemas de la paz y del desarme, los sondeos y conversaciones diligente e ininterrumpidamente celebrados y los congresos internacionales que han tratado de este asunto deben ser considerados como los primeros pasos para solventar temas tan espinosos y serios, y hay que promoverlos con mayor urgencia en el futuro para obtener resultados prácticos. Sin embargo, hay que evitar el confiarse sólo en los conatos de unos pocos, sin preocuparse de la reforma en la propia mentalidad. Pues los que gobiernan a los pueblos, que son garantes del bien común de la propia nación y al mismo tiempo promotores del bien de todo el mundo, dependen enormemente de las opiniones y de los sentimientos de las multitudes. Nada les aprovecha trabajar en la construcción de la paz mientras los sentimientos de hostilidad, de menos precio y de desconfianza, los odios raciales y las ideologías obstinadas, dividen a los hombres y los enfrentan entre sí. Es de suma urgencia proceder a una renovación en la educación de la mentalidad y a una nueva orientación en la opinión pública. Los que se entregan a la tarea de la educación, principalmente de la juventud, o forman la opinión pública, tengan como gravísima obligación la preocupación de formar las mentes de todos en nuevos sentimientos pacíficos. Tenemos todos que cambiar nuestros corazones, con los ojos puestos en el orbe entero y en aquellos trabajos que toso juntos podemos llevar a cabo para que nuestra generación mejore.

Que no nos engañe una falsa esperanza. Pues, si no se establecen en el futuro tratados firmes y honestos sobre la paz universal una vez depuestos los odios y las enemistades, la humanidad, que ya está en grave peligro, aun a pesar de su ciencia admirable, quizá sea arrastrada funestamente a aquella hora en la que no habrá otra paz que la paz horrenda de la muerte. Pero, mientras dice todo esto, la Iglesia de Cristo, colocada en medio de la ansiedad de hoy, no cesa de esperar firmemente. A nuestra época, una y otra vez, oportuna e importunamente, quiere proponer el mensaje apostólico: Este es el tiempo aceptable para que cambien los corazones, éste es el día de la salvación.

Sección 2.- Edificar la comunidad internacional

Causas y remedios de las discordias

83. Para edificar la paz se requiere ante todo que se desarraiguen las causas de discordia entre los hombres, que son las que alimentan las guerras. Entre esas causas deben desaparecer principalmente las injusticias. No pocas de éstas provienen de las excesivas desigualdades económicas y de la lentitud en la aplicación de las soluciones necesarias. Otras nacen del deseo de dominio y del desprecio por las personas, y, si ahondamos en los motivos más profundos, brotan de la envidia, de la desconfianza, de la soberbia y demás pasiones egoístas. Como el hombre no puede soportar tantas deficiencias en el orden, éstas hacen que, aun sin haber guerras, el mundo esté plagado sin cesar de luchas y violencias entre los hombres. Como, además, existen los mismos males en las relaciones internacionales, es totalmente necesario que, para vencer y prevenir semejantes males y para reprimir las violencias desenfrenadas, las instituciones internacionales cooperen y se coordinen mejor y más firmemente y se estimule sin descanso la creación de organismos que promuevan la paz.

La comunidad de las naciones y las instituciones internacionales

84. Dados los lazos tan estrechos y recientes de mutua dependencia que hoy se dan entre todos los ciudadanos y entre todos los pueblos de la tierra, la búsqueda certera y la realización eficaz del bien común universal exigen que la comunidad de las naciones se dé a sí misma un ordenamiento que responda a sus obligaciones actuales, teniendo particularmente en cuanta las numerosas regiones que se encuentran aún hoy en estado de miseria intolerable.

Para lograr estos fines, las instituciones de la comunidad internacional deben, cada una por su parte, proveer a las diversas necesidades de los hombres tanto en el campo de la vida social, alimentación, higiene, educación, trabajo, como en múltiples circunstancias particulares que surgen acá y allá; por ejemplo, la necesidad general que las naciones en vías de desarrollo sienten de fomentar el progreso, de remediar en todo el mundo la triste situación de los refugiados o ayudar a los emigrantes y a sus familias.

Las instituciones internacionales, mundiales o regionales ya existentes son beneméritas del género humano. Son los primeros conatos de echar los cimientos internaciones de toda la comunidad humana para solucionar los gravísimos problemas de hoy, señaladamente para promover el progreso en todas partes y evitar la guerra en cualquiera de sus formas. En todos estos campos, la Iglesia se goza del espíritu de auténtica fraternidad que actualmente florece entre los cristianos y los no cristianos, y que se esfuerza por intensificar continuamente los intentos de prestar ayuda para suprimir ingentes calamidades.

La cooperación internacional en el orden económico

85. La actual unión del género humano exige que se establezca también una mayor cooperación internacional en el orden económico. Pues la realidad es que, aunque casi todos los pueblos han alcanzado la independencia, distan mucho de verse libres de excesivas desigualdades y de toda suerte de inadmisibles dependencias, así como de alejar de sí el peligro de las dificultades internas.

El progreso de un país depende de los medios humanos y financieros de que dispone. Los ciudadanos deben prepararse, pro medio de la educación y de la formación profesional, al ejercicio de las diversas funciones de la vida económica y social. Para esto se requiere la colaboración de expertos extranjeros que en su actuación se comporten no como dominadores, sino como auxiliares y cooperadores. La ayuda material a los países en vías de desarrollo no podrá prestarse si no se operan profundos cambios en las estructuras actuales del comercio mundial. Los países desarrollados deberán prestar otros tipos de ayuda, en forma de donativos, préstamos o inversión de capitales; todo lo cual ha de hacerse con generosidad y sin ambición por parte del que ayuda y con absoluta honradez por parte del que recibe tal ayuda.

Para establecer un auténtico orden económico universal hay que acabar con las pretensiones de lucro excesivo, las ambiciones nacionalistas, el afán de dominación política, los cálculos de carácter militarista y las maquinaciones para difundir e imponer las ideologías. Son muchos los sistemas económicos y sociales que hoy se proponen; es de desear que los expertos sepan encontrar en ellos los principios básicos comunes de un sano comercio mundial. Ello será fácil si todos y cada uno deponen sus prejuicios y se muestran dispuestos a un diálogo sincero.

Algunas normas oportunas

86. Para esta cooperación parecen oportunas las normas siguientes:

a) Los pueblos que están en vías de desarrollo entiendan bien que han de buscar expresa y firmemente, como fin propio del progreso, la plena perfección humana de sus ciudadanos. Tengan presente que el progreso surge y se acrecienta principalmente por medio del trabajo y la preparación de los propios pueblos, progreso que debe ser impulsado no sólo con las ayudas exteriores, sino ante todo con el desenvolvimiento de las propias fuerzas y el cultivo de las dotes y tradiciones propias. En esta tarea deben sobresalir quienes ejercen mayor influjo sobre sus conciudadanos.

b) Por su parte, los pueblos ya desarrollados tienen la obligación gravísima de ayudar a los países en vías de desarrollo a cumplir tales cometidos. Por lo cual han de someterse a las reformas psicológicas y materiales que se requieren para crear esta cooperación internacional. Busquen así, con sumo cuidado en las relaciones comerciales con los países más débiles y pobres, el bien de estos últimos, porque tales pueblos necesitan para su propia sustentación los beneficios que logran con la venta de sus mercancías.

c) Es deber de la comunidad internacional regular y estimular el desarrollo de forma que los bienes a este fin destinados sean invertidos con la mayor eficacia y equidad. Pertenece también a dicha comunidad, salvado el principio de la acción subsidiaria, ordenar las relaciones económicas en todo el mundo para que se ajusten a la justicia. Fúndense instituciones capaces de promover y de ordenar el comercio internacional, en particular con las naciones menos desarrolladas, y de compensar los desequilibrios que proceden de la excesiva desigualdad de poder entre las naciones. Esta ordenación, unida a otras ayudas de tipo técnico, cultural o monetario, debe ofrecer los recursos necesarios a los países que caminan hacia el progreso, de forma que puedan lograr convenientemente el desarrollo de su propia economía.

d) En muchas ocasiones urge la necesidad de revisar las estructuras económicas y sociales; pero hay que prevenirse frente a soluciones técnicas poco ponderadas y sobre todo aquellas que ofrecen al hombre ventajas materiales, pero se oponen a la naturaleza y al perfeccionamiento espiritual del hombre. Pues no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (Mt 4,4). Cualquier parcela de la familia humana, tanto en sí misma como en sus mejores tradiciones, lleva consigo algo del tesoro espiritual confiado por Dios a la humanidad, aunque muchos desconocen su origen.

Cooperación internacional en lo tocante al crecimiento demográfico

87. Es sobremanera necesaria la cooperación internacional en favor de aquellos pueblos que actualmente con harta frecuencia, aparte de otras muchas dificultades, se ven agobiados por la que proviene del rápido aumento de su población. Urge la necesidad de que, por medio de una plena e intensa cooperación de todos los países, pero especialmente de los más ricos, se halle el modo de disponer y de facilitar a toda la comunidad humana aquellos bienes que son necesarios para el sustento y para la conveniente educación del hombre. Son varios los países que podrían mejorar mucho sus condiciones de vida si pasaran, dotados de la conveniente enseñanza, de métodos agrícolas arcaicos al empleo de las nuevas técnicas, aplicándolas con la debida prudencia a sus condiciones particulares una vez que se haya establecido un mejor orden social y se haya distribuido más equitativamente la propiedad de las tierras.

Los gobiernos respectivos tienen derechos y obligaciones, en lo que toca a los problemas de su propia población, dentro de los límites de su específica competencia. Tales son, por ejemplo, la legislación social y la familiar, la emigración del campo a la ciudad, la información sobre la situación y necesidades del país. Como hoy la agitación que en torno a este problema sucede a los espíritus es tan intensa, es de desear que los católicos expertos en todas estas materias, particularmente en las universidades, continúen con intensidad los estudios comenzados y los desarrollen cada vez más.

Dado que muchos afirman que el crecimiento de la población mundial, o al menos el de algunos países, debe frenarse por todos los medios y con cualquier tipo de intervención de la autoridad pública, el Concilio exhorta a todos a que se prevenga frente a las soluciones, propuestas en privado o en público y a veces impuestas, que contradicen a la moral. Porque, conforme al inalienable derecho del hombre al matrimonio y a la procreación, la decisión sobre el número de hijos depende del recto juicio de los padres, y de ningún modo puede someterse al criterio de la autoridad pública. Y como el juicio de los padres requiere como presupuesto una conciencia rectamente formada, es de gran importancia que todos puedan cultivar una recta y auténticamente humana responsabilidad que tenga en cuanta la ley divina, consideradas las circunstancias de la realidad y de la época. Pero esto exige que se mejoren en todas partes las condiciones pedagógicas y sociales y sobre todo que se dé una formación religiosa o, al menos, una íntegra educación moral. Dése al hombre también conocimiento sabiamente cierto de los progresos científicos con el estudio de los métodos que pueden ayudar a los cónyuges en la determinación del número de hijos, métodos cuya seguridad haya sido bien comprobada y cuya concordancia con el orden moral esté demostrada.

Misión de los cristianos en la cooperación internacional

88. Cooperen gustosamente y de corazón los cristianos en la edificación del orden internacional con la observancia auténtica de las legítimas libertades y la amistosa fraternidad con todos, tanto más cuanto que la mayor parte de la humanidad sufre todavía tan grandes necesidades, que con razón puede decirse que es el propio Cristo quien en los pobres levanta su voz para despertar la caridad de sus discípulos. Que no sirva de escándalo a la humanidad el que algunos países, generalmente los que tienen una población cristiana sensiblemente mayoritaria, disfrutan de la opulencia, mientras otros se ven privados de lo necesario para la vida y viven atormentados por el hambre, las enfermedades y toda clase de miserias. El espíritu de pobreza y de caridad son gloria y testimonio de la Iglesia de Cristo.

Merecen, pues, alabanza y ayuda aquellos cristianos, en especial jóvenes, que se ofrecen voluntariamente para auxiliar a los demás hombres y pueblos. Más aún, es deber del Pueblo de Dios, y los primeros los Obispos, con su palabra y ejemplo, el socorrer, en la medida de sus fuerzas, las miserias de nuestro tiempo y hacerlo, como era ante costumbre en la Iglesia, no sólo con los bienes superfluos, sino también con los necesarios.

El modo concreto de las colectas y de los repartos, sin que tenga que ser regulado de manera rígida y uniforme, ha de establecerse, sin embargo, de modo conveniente en los niveles diocesano, nacional y mundial, unida, siempre que parezca oportuno, la acción de los católicos con la de los demás hermanos cristianos. Porque el espíritu de caridad en modo alguno prohíbe el ejercicio fecundo y organizado de la acción social caritativa, sino que lo impone obligatoriamente. Por eso es necesario que quienes quieren consagrarse al servicio de los pueblos en vías de desarrollo se formen en instituciones adecuadas.

Presencia eficaz de la Iglesia en la comunidad internacional

89. La Iglesia, cuando predica, basada en su misión divina, el Evangelio a todos los hombres y ofrece los tesoros de la gracia, contribuye a la consolidación de la paz en todas partes y al establecimiento de la base firme de la convivencia fraterna entre los hombres y los pueblos, esto es, el conocimiento de la ley divina y natural. Es éste el motivo de la absolutamente necesaria presencia de la Iglesia en la comunidad de los pueblos para fomentar e incrementar la cooperación de todos, y ello tanto por sus instituciones públicas como por la plena y sincera colaboración de los cristianos, inspirada pura y exclusivamente por el deseo de servir a todos.

Este objetivo podrá alcanzarse con mayor eficacia si los fieles, conscientes de su responsabilidad humana y cristiana, se esfuerzan por despertar en su ámbito personal de vida la pronta voluntad de cooperar con la comunidad internacional. En esta materia préstese especial cuidado a la formación de la juventud tanto en la educación religiosa como en la civil.

Participación del cristiano en las instituciones internacionales

90. Forma excelente de la actividad internacional de los cristianos es, sin duda, la colaboración que individual o colectivamente prestan en las instituciones fundadas o por fundar para fomentar la cooperación entre las naciones. A la creación pacífica y fraterna de la comunidad de los pueblos pueden servir también de múltiples maneras las varias asociaciones católicas internacionales, que hay que consolidar aumentando el número de sus miembros bien formados, los medios que necesitan y la adecuada coordinación de energías. La eficacia en la acción y la necesidad del diálogo piden en nuestra época iniciativas de equipo. Estas asociaciones contribuyen además no poco al desarrollo del sentido universal, sin duda muy apropiado para el católico, y a la formación de una conciencia de la genuina solidaridad y responsabilidad universales.

Es de desear, finalmente, que los católicos, para ejercer como es debido su función en la comunidad internacional, procuren cooperar activa y positivamente con los hermanos separados que juntamente con ellos practican la caridad evangélica, y también con todos los hombres que tienen sed de auténtica paz.

El Concilio, considerando las inmensas calamidades que oprimen todavía a la mayoría de la humanidad, para fomentar en todas partes la obra de la justicia y el amor de Cristo a los pobres juzga muy oportuno que se cree un organismo universal de la Iglesia que tenga como función estimular a la comunidad católica para promover el desarrollo a los países pobres y la justicia social internacional.

Conclusión

Tarea de cada fiel y de las Iglesias particulares

91. Todo lo que, extraído del tesoro doctrinal de la Iglesia, ha propuesto el Concilio, pretende ayudar a todos los hombres de nuestros días, a los que creen en Dios y a los que no creen en El de forma explícita, a fin de que, con la más clara percepción de su entera vocación, ajusten mejor el mundo a la superior dignidad del hombre, tiendan a una fraternidad universal más profundamente arraigada y, bajo el impulso del amor, con esfuerzo generoso y unido, respondan a las urgentes exigencias de nuestra edad.

Ante la inmensa diversidad de situaciones y de formas culturales que existen hoy en el mundo, esta exposición, en la mayoría de sus partes, presenta deliberadamente una forma genérica; más aún, aunque reitera la doctrina recibida en la Iglesia, como más de una vez trata de materias sometidas a incesante evolución, deberá ser continuada y aplicada en el futuro. Confiamos, sin embargo, que muchas de las cosas que hemos dicho, apoyados en la palabra de Dios y en el espíritu del Evangelio, podrán prestar a todos valiosa ayuda, sobre todo una vez que la adaptación a cada pueblo y a cada mentalidad haya sido llevada a cabo por los cristianos bajo la dirección de los pastores.

El diálogo entre todos los hombres

92. La Iglesia, en virtud de la misión que tiene de iluminar a todo el orbe con el mensaje evangélico y de reunir en un solo Espíritu a todos los hombres de cualquier nación, raza o cultura, se convierte en señal de la fraternidad que permite y consolida el diálogo sincero.

Lo cual requiere, en primer lugar, que se promueva en el seno de la Iglesia la mutua estima, respeto y concordia, reconociendo todas las legítimas diversidades, para abrir, con fecundidad siempre creciente, el diálogo entre todos los que integran el único Pueblo de Dios, tanto los pastores como los demás fieles. Los lazos de unión de los fieles son mucho más fuertes que los motivos de división entre ellos. Haya unidad en lo necesario, libertad en lo dudoso, caridad en todo.

Nuestro espíritu abraza al mismo tiempo a los hermanos que todavía no viven unidos a nosotros en la plenitud de comunión y abraza también a sus comunidades. Con todos ellos nos sentimos unidos por la confesión del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y por el vínculo de la caridad, conscientes de que la unidad de los cristianos es objeto de esperanzas y de deseos hoy incluso por muchos que no creen en Cristo. Los avances que esta unidad realice en la verdad y en la caridad bajo la poderosa virtud y la paz para el universo mundo. Por ello, con unión de energías y en formas cada vez más adecuadas para lograr hoy con eficacia este importante propósito, procuremos que, ajustándonos cada vez más al Evangelio, cooperemos fraternalmente para servir a la familia humana, que está llamada en Cristo Jesús a ser la familia de los hijos de Dios.

Nos dirigimos también por la misma razón a todos los que creen en Dios y conservan en el legado de sus tradiciones preciados elementos religiosos y humanos, deseando que el coloquio abierto nos mueva a todos a recibir fielmente los impulsos del Espíritu y a ejecutarlos con ánimo alacre.

El deseo de este coloquio, que se siente movido hacia la verdad por impulso exclusivo de la caridad, salvando siempre la necesaria prudencia, no excluye a nadie por parte nuestra, ni siquiera a los que cultivan los bienes esclarecidos del espíritu humano, pero no reconocen todavía al Autor de todos ellos. Ni tampoco excluye a aquellos que se oponen a la Iglesia y la persiguen de varias maneras. Dios Padre es el principio y el fin de todos. Por ello, todos estamos llamados a ser hermanos. En consecuencia, con esta común vocación humana y divina, podemos y debemos cooperar, sin violencias, sin engaños, en verdadera paz, a la edificación del mundo.

Edificación del mundo y orientación de éste a Dios

93. Los cristianos recordando la palabra del Señor: En esto conocerán todos que sois mis discípulos, en el amor mutuo que os tengáis (Io 13,35), no pueden tener otro anhelo mayor que el de servir con creciente generosidad y con suma eficacia a los hombres de hoy. Por consiguiente, con la fiel adhesión al Evangelio y con el uso de las energías propias de éste, unidos a todos los que aman y practican la justicia, han tomado sobre sí una tarea ingente que han de cumplir en la tierra, y de la cual deberán responder ante Aquel que juzgará a todos en el último día. No todos los que dicen: «¡Señor, Señor!», entrarán en el reino de los cielos, sino aquellos que hacen la voluntad del Padre y ponen manos a la obra. Quiere el Padre que reconozcamos y amemos efectivamente a Cristo, nuestro hermano, en todos los hombres, con la palabra y con las obras, dando así testimonio de la Verdad, y que comuniquemos con los demás el misterio del amor del Padre celestial. Por esta vía, en todo el mundo los hombres se sentirán despertados a una viva esperanza, que es don del Espíritu Santo, para que, por fin, llegada la hora, sean recibidos en la paz y en la suma bienaventuranza en la patria que brillará con la gloria del Señor.

«Al que es poderoso para hacer que copiosamente abundemos más de lo que pedimos o pensamos, en virtud del poder que actúa en nosotros, a El sea la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús, en todas las generaciones, por los siglos de los siglos. Amén.» (Eph 3,20-21).

Todas y cada una de las cosas que en esta Constitución pastoral se incluyen han obtenido el beneplácito de los Padres del sacrosanto Concilio. Y Nos, en virtud de la autoridad apostólica a Nos confiada por Cristo, todo ello, juntamente con los venerables Padres, lo aprobamos en el Espíritu Santo, decretamos y establecemos, y ordenamos que se promulgue, para gloria de Dios, todo los aprobado conciliarmente.

Roma, en San Pedro, 7 de diciembre de 1965.
Yo, PABLO, Obispo de la Iglesia católica.

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