El 18 de marzo de 1780, la Congregación de la Misión recibía en su seno a François-Bernard Martelet, nacido el 10 de diciembre de 1760, en Jussey, en la diócesis de Basançon. Dos años después, el 6 de septiembre de 1782, el joven seminarista pronunciaba los votos ante el Sr. Julienne, quien debía, algunos años después, perecer víctima de los odios revolucionarios. El Sr. Martelet tenía las cualidades y los defectos de los artistas. Nos le han dibujado de humor jovial, despreocupado y tan poco inclinado a las ciencias exactas como apasionado por la música, la poesía, el arte oratoria y el arte decorativa. Después de su ordenación, fue enviado al seminario de le Mans, donde se le confió la enseñanza del canto y de las ceremonias.
La revolución le encontró inquebrantable. Rechazó el juramento constitucional y denunció su hipocresía a sus jóvenes alumnos. Expulsado de su plaza, tomó el camino del exilio y, tras la caída de Robespierre, se estableció en Saint-Omer donde, durante dos años, ejerció lo más ocultamente posible los deberes del santo ministerio. La noticia de su presencia en Saint-Omer no tardó, sin embargo, en ser conocida de las autoridades locales. Se dieron sus señas mediante anuncios fijados en todas las esquinas de las calles y se prometió una recompensa a quien le descubriera. La prudencia le aconsejaba no mostrarse, al menos por algún tiempo, y se resignó. Pero, habiendo sabido por una dama, a la una de la noche, que uno de sus cohermanos estaba muriéndose, se echó de prisa un manto al nombro y salió de su retiro, a pesar de las súplicas de los que le daban hospitalidad. Atendido el enfermo, volvió sin ser molestado.
Pronto, la noticia se difundió por la ciudad que le habían visto por las calles. Semejante audacia exasperó a los revolucionarios, que resolvieron apoderarse del Sr. Martelet por engaños.
Sospechaban del lugar de su retiro. Un día uno de sus emisarios se presenta. Llama a la puerta. El propio Sr. Martelet va a abrir.
«Mi mujer está en peligro de muerte, le dice el visitante, quien le tomaba por un criado. No quiere morir sin haber sin haber recibido los sacramentos de la Iglesia; por favor pedid a las señoras de la casa que le procuren un sacerdote si pueden.
-Esta noche irá un sacerdote a la casa, respondió el Sr. Martelet».
Hecha la reflexión, se barruntó la trampa y, llegada la noche, enviaron al criado, vestido como lo estaba el Sr. Martelet el día de su última salida. Cuando el criado entró en casa de la pretendida enferma, unos gendarmes se apoderaron de él y le condujeron al ayuntamiento. No costó mucho constatar su identidad y le dejaron volverse a casa en libertad.
Mientras tanto, el Sr. Martelet no se sentía ya seguro en Saint-Omer. Abandonó la ciudad, en la que habitaba hacía dos años, y se fue a París. Los sucesos de 18 fructidor le alejaron de la capital y le devolvieron a su familia, en Jussey, adonde llegó el 11 de octubre de 1797.Le reconocieron, le denunciaron y, diez días después, el 21, once gendarmes entraban en casa de su madre, se apoderaban de él y la conducían a la alcaldía, rodeado de un vil populacho que vociferaba con gritos de muerte. El juez de paz de Jussey habiéndose negado a juzgarlo, los once gendarmes le llevaron a Blondefontaine, ante el juez de paz del lugar.
«Si queréis renunciar a vuestro estado de sacerdote, le dice este último, vuestro asunto queda en nada.
-Yo soy sacerdote y misionero, respondió el Sr. Martelet.
-¿Habéis realizado las funciones como tal?
– Todas las veces que he podido».
Después de lo cual, el juez de paz se declaró incompetente y remitió al inculpado al tribunal de Vesoul. El Sr. Matelet pasó la noche en la prisión de Jussey. Al día siguiente por la mañana, él se encontraba en Vesoul.
A los dos días después, dos damas compasivas vinieron a verle y le indicaron el modo de verse libre. Habría sido necesario mentir. El Sr. Martelet lo rechazó. «Más vale morir por la verdad, les respondió él, que vivir por la mentira». Un instante después comparecía ante sus jueces. «Sois un descarado y un malvado, le dijo uno de ellos, os quedaréis en prisión hasta que hayáis renunciado a vuestro estado de sacerdote».
Durante sus cuatro meses de permanencia en la cárcel de Vesoul, el Sr. Martelet tuvo que sufrir quince interrogatorios. La orden llegó de trasladarle a la prisión de Besançon. Dejó Vesoul un miércoles, a las siete de la mañana, con otro sacerdote, custodiado por doce gendarmes y un piquete de soldados. La lluvia, el granizo, el viento y el frío convirtieron el viaje en particularmente penoso.
En Besançon, el Sr. Martelet dio las mismas respuestas que en Vesoul. Desde su llegada, unas caritativas damas se pusieron a su disposición y le prestaron todos los pequeños servicios que podía desear. En particular, su hermana Cécile Martelet, fue admirable en entrega, haciendo todos los esfuerzos inútiles para salvarle la vida.
A los quince días de prisión, un noche, a las nueve, vinieron para llevárselo a la prisión militar, «a fin de privarle, dice uno de sus compañeros, de los consuelos que habría podido encontrar en sus cohermanos «, que habían edificado su calma y su resignación. El Sr. Martelet concluyó por este acto y, con razón, que su ejecución se había fijado para el día siguiente. Quiso anunciar esta noticia a su madre:
«Mi tierna madre, aquí estoy la víspera de consumar mi sacrificio y de comparecer ante el tribunal temible de Dios para darle cuenta de toda mi vida. Por muy justa que sea la causa por la que me he esforzado en combatir durante todos estos tiempos desdichados, no tiemblo menos a la vista de la cuenta terrible que debo dar por las almas que me han sido confiadas, así como de la mía. Felizmente para mí, tengo confianza que Dios querrá olvidar mi incapacidad en cumplir un ministerio tan sublime para no acordarse más que de sus infinitas misericordias y perdonarme los pecados».
Al día siguiente, a las nueve de la mañana, se llevaron al Sr. Martelet ante el tribunal que debía juzgarle o más bien condenarle. Apenas había entrado en la sala cuando uno de los individuos presentes exclamó: «Yo te he visto, perverso, en el ejército de la Vandée, te reconozco bien «. La sesión fue de corta duración. El acusado escuchó, sin conmoverse, la lectura del acta de condena y entró en su prisión, donde su hermana Cécile vino a recoger sus últimas voluntades. Escribió un pequeño discurso al pueblo, sin duda con la intención de pronunciarlo antes de su muerte, y dirigió la carta siguiente a los eclesiásticos quienes, la misma víspera, eran sus compañeros de cautiverio:
«Señores y respetables cohermanos, ahora que mi suerte está decidida, yo creería faltar esencialmente a la gratitud que os debo si no os hiciera todos mis agradecimientos más sinceros por lo que me habéis querido soportar entre vosotros, por muy indigno que yo fuera de las virtudes que deben caracterizar a los verdaderos mártires. Lo que me tranquiliza y me llena de consuelo en este postrer momento es haber sido el testigo de vuestra inquebrantable firmeza y de esta resignación perfecta de la que habéis dado ejemplo. Muero y doy gracias al Señor que no ha permitido que me viese abandonado a mi propia debilidad. Que su voluntad se cumpla en mí Oh, si mi sangre pudiera serle agradable para servir de expiación a mis iniquidades y a las de nuestra desdichada Francia, no derramaría nunca toda la que desearía. Pero, ay, mi indignidad!…No me queda pues otro recurso que el de sus infinitas misericordias, que imploro con grandes gritos y os suplico que imploréis por mí. Yo perdono de buen corazón a los que han contribuido a mi muerte y espero que si encuentro gracia ante Dios, tendrá a bien escuchar mis oraciones por ellos. Adiós, voy a morir. In manus tuas, Domine, commendo spiritum meum. En las prisiones militares de Bensançon, a las dos de la tarde, día de mi muerte, el 9 de febrero de 1798. Jean-Baptiste Martelet, sacerdote».
El Sr. Martelet acababa apenas de termina resta carta cuando unos soldados entraban en su prisión y le conducían al lugar del suplicio.
Durante todo el trayecto, no hizo más que rezar; las injurias que le dirigía un populacho extraviado no le sacaron de su recogimiento. Durante ese tiempo, sus cohermanos recitaban en su prisión las oraciones de la recomendación del alma. El cortejo se detiene; son las tres de la tarde. Los soldados están ahí, armados de fusiles cargados. Disparan. El Sr. Martelet cae, mientras su alma vuela al cielo.
SOURCES. – Sauzay, Histoire de la persécution révolutionnaire dans le Doubs, de 1789 à 1801, t. IX, p. 365-371; – Mgr de Chaffoy, Notices historiques sur les prêtres du diocèse de Besançon, condamnés à la mort ou à la déportation (2e éd., 1821, Besançon); – Caron, les Confesseurs de la foi de l’Église gallicane à la fin du dix-huitième siècle, t. IV, p. 138 (1820, Paris).







