9. Los años terribles
Un comienzo de persecución se perfiló en 1811. Se detuvo a un sacerdote chino: llevaba consigo papeles que detallaban los poderes espirituales recibidos de su obispo, el vicario apostólico de Chan-Si, para ciertos distritos. Los mandarines, suspicaces, vieron ahí un plan de los europeos para sustituir a los gobernadores de las ciudades por hombres de su elección. Se pretendió ver en ello un vasto complot contra el poder imperial. El culpable fue encarcelado. Era deseo del emperador Kia-King que volviesen a sus países todos los misioneros europeos, menos tres miembros del Tribunal de Matemáticas. Vicencianos portugueses. Los españoles e italianos, misioneros de la Sagrada Congregación de Propaganda, abandonaron Pekín. En cuanto a los Vicencianos franceses, protestaron contra las calumnias y permanecieron en sus puestos. Este principio de persecución tuvo algún eco en provincias, aunque en la mayoría de ellas no se dio publicidad a los edictos contra los misioneros. El Padre Clet mismo lo dice en una carta al Padre Song: «El mandarín de Hien no ha publicado, por ahora, el decreto imperial contra los pastores y sus ovejas. Así que entre nosotros todo sigue su curso ordinario. Sin embargo tenemos nuestros temores…».
En efecto, un cristiano fue cruelmente castigado por negarse a repudiar su fe. No se sabe, dice el Padre Clet, si el dinero podrá detener esta persecución, pero los cristianos son muy pobres. Las cosas acabaron por apaciguarse.
En la correspondencia de nuestro misionero, entre las cartas que se as han conservado, tenemos un vacío de cuatro años. Había escrito el 28 de diciembre de 1815 al Padre Pablo Song, y la primera que tenemos después de aquella es una carta escrita al Padre Lamiot en Pekín, n marzo de 1819.
El Padre Lamiot es a la sazón superior de los Padres Paúles en China, muerto el Padre Ghislain en agosto de 1812. Durante estos cuatro años la vida de la misión ha sido normal. El Padre Clet está con el Padre Dumazel, cuya salud ha continuado siendo frágil. Éste conserva un ardor misionero tal, que el Padre Clet se las ve y se las desea para frenarle. Dirá con humor que «le era más penoso dirigirle a él, que a toda la provincia de Hu-Kuang». En diciembre de 181 8, durante una gira misionera, enferma de tifus el Padre Dumazcl, que morirá lejos del Padre Clet, aunque asistido por el Padre Son,. El servicio de los diversos distritos misioneros, cuyo jefe de misión era el Padre Clet, quedaba asegurado por hermanos de Congregación chinos en número de siete, de quienes el Pudre habla muy bien, pero ya los mencionamos antes.
La gran persecución
Tuvo como ocasión un fenómeno atmosférico que causó espanto en la Corte de Pekín. «El 14 de mayo de 1818, entre las 5 y 6 de la tarde, densas tinieblas cundieron de repente por la capital y sus alrededores, acompañadas de un fuerte viento sureste y de lluvias torrenciales. Dos intervalos luminosos rasgaron las tinieblas: el ciclo se puso rojo, y la atmósfera estaba infecta. Truenos frecuentes aumentaron el horror de este espectáculo, v el aire no recobró su serenidad hasta pasar tres tormentas sucesivas«. El emperador, atemorizado, consulta sin éxito a magos, adivinos v letrados sobre la causa de tales fen6menos, y el 25 de mayo publica el decreto siguiente:
«Ayer a las 5 h. 3/4 de la tarde, se levantó un fuerte viento del lado sureste, iba acompañado de lluvia y produjo tinieblas tan densas que, en el interior de las casas, con las lámparas encendidas, apenas si se reconocían las personas. El terror producido por este fenómeno tan extraño, no nos ha dejado descansar en toda la noche siguiente. La hemos pasado examinando con el mayor cuidado por qué motivo querría el Cielo asustarnos con un prodigio semejante, pues según la doctrina de los antiguos, las tinieblas causadas por el viento presagian comúnmente alguna gran desgracia, algún azote del Cielo».
El emperador se pregunta si no será él mismo culpable de negligencia en el gobierno de sus estados, e inquiere de sus mandarines si, en el desempeño de su cargo, no han incurrido en descuido o malversación. También advierte el emperador que, «soplar el viento del sureste es señal bastante probable de haberse cometido en esa materia alguna grave infracción la que los mandarines, remisos en el cumplimiento del deber, han ignorado, y que enciende la cólera del Cielo».
Como nadie encuentra solución a estas cuestiones, se acusa a los cristianos de provocar estas amenazas del Cielo. Los consejeros del emperador son de parecer que deben relanzarse las persecuciones contra los cristianos y los misioneros…
Una existencia de proscrito
Las primeras provincias donde ardió de nuevo la persecución fueron Hu-Kuang y Setchuen. En esta segunda provincia, cuatro sacerdotes chinos, detenidos hacia finales de 1818, fueron condenados al exilio.
En Hu-Kuang, fue detenido el Padre Chen cerca de Ku-Tching a principios de 1819. He aquí lo que escribe el Padre Clet al Padre Lamiot, en marzo de 1819: «Nuestra primera cruz es la muerte del Padre Dumazel, en el Chang-tsin-hieu, quien se ha visto asistido en sus últimos momentos por el Padre Song. Pienso que el buen Dios ha querido ahorrar a su gran sensibilidad el dolor de ver la devastación espiritual y corporal de nuestras cristiandades de Ku-tching. Nuestra segunda cruz es la captura del Padre Chen: ha sido vendido por un nuevo Judas en 20.000 denarios a algunos pretorianos y grupos canallas, que abundan en China, conocidos con el nombre de Hong-kuei (secta secreta que hacía ay agosto). Ha sido conducido a Ku-Tching, de allí a Utchang-fu con 15 o 18 cristianos, apresados casi al mismo tiempo. Su suerte no está todavía definida. Este es el origen de la persecución que acabamos de soportar, y que comenzó los primeros días de la primera luna del presente año. Un pagano, conocido de todos por ser un mal tipo, que me acusó hace de 7 u 8 años y no recibió otra recompensa que veinte bofetadas, ha tomado este año un camino más eficaz; ha quemado su casa y ha acusado de ello a dos familias, a mi instigación; también lo ha hecho con el Padre Ho y el Padre Ngai. Este último huyó desde el primer momento sin decir palabra a Chang-tsing-hien. Esta absurda calumnia ha recibido crédito en el pretorio; la captura del Padre Chen, que tuvo lugar pocos días después, ha envenenado el asunto. El mandarín mandó a más de 200 pretorianos a nuestra residencia un domingo en el momento de la celebración de la fiesta. El Padre Ho se encontraba solo, le hicieron desalojar rápido. Devastaron la casa, quemaron maletas y armarios, se llevaron cuanto quisieron y se marcharon. Esta persecución no habría tenido grandes consecuencias si el mandarín se hubiera metido sólo en este negocio; pero el mandarín militar quiso tomar parte en ella, aunque no fuera parte de su competencia. Envió en diversas ocasiones a 200 ó 300 soldados para buscar a este Sy-yang-gin (este Europeo, el beato Clet); puso precio a mi cabeza y prometió 5.000 taéls y el botón a quien me prendiera. La avidez de una bicoca tan grande puso en actividad a los pretorianos, a los soldados, a los Hong-quoei, a los paganos del vecindario y hasta a algunos malos cristianos que se pusieron a registrar las casas, las chozas, las grutas, las cavernas y todos los subterráneos conocidos. Este registro policial fue tan escrupuloso que duró casi un mes...».
Ya se encuentra nuestro pobre misionero obligado a llevar una vida de proscrito, a escapar de escondite en escondite, siempre con el temor de ser descubierto y capturado. Sabe que le han devastado la misión, que sus hermanos de comunidad andan dispersos, y que están también en peligro de ser apresados. La relación de sus aventuras que hace al Padre Lamiot continúa: «El Padre Ho y yo recorrimos no sé cuántos antros y cavernas que no eran visitadas hasta que nosotros habíamos salido para ir a un lugar más seguro. No puedo dejar de reconocer y admirar la influencia de la divina Providencia que, sin milagros, nos advirtió de forma parecida si no milagrosa que saliéramos lo antes posible de una caverna subterránea, de diez pies de profundidad donde creían que estaba seguro; hacía once días que vivía allí, cuando al ponerse el sol mi compañero de ermita trepó hasta un agujerito por donde se veía la ruta. En ese instante oyó a un caminante que dijo en voz alta: «en esta caverna hay alguien escondido porque la piedra que cierra la boca está limpia». Consideramos estas palabras como un aviso del cielo; teníamos que quedarnos allí uno o dos días todavía, pero una vez llegada la noche cerrada, nos dimos prisa a emigrar, y al otro día por la mañana la caverna fue visitada por un Fouyé (oficial subalterno) en compañía de dos paganos. Libres por la amable Providencia de un peligro tan inminente, se lo agradecí lo mejor que pude, y lleno de confianza en Dios empleé sin temor dos noches para salir de un país donde no podía estar por más tiempo sin temeridad y me embarqué para ir a Ho-nan, de donde tengo el honor de escribirle«.
El Padre Clet, pues, anduvo errante, de refugio en refugio, durante unos cuatro meses. Por fin, cansado de ver que no podía ya hacer nada por los cristianos, sin riesgo de ser prendido y de comprometerlos, abandoné de noche la región, para pasar a una provincia vecina en la que piensa estar más seguro, y en la que cree podrá dedicarse a los cristianos.
Pero no puede por menos de recordar el desastre que se ha cernido sobre su misión y sus cristianos. «Los soldados enviados a nuestras montañas se han portado como verdaderos salteadores, devastando las casas rompiendo muebles y robando gallinas, cerdos y cuanto no se había podido sustraer a su rapiña; deteniendo a cuantos hombres que encontraban, los despojaban de sus ropas y los despachaban…. No sólo lo hemos perdido casi todo. Hemos huido con lo puesto. Se llevan mi maleta de misa y la del Padre Chen, y nuestros libros chinos han sido llevados al pretorio, etc…».
En el momento de estos sucesos, el Padre Clet tiene ya más de 71 años. Para un hombre de esta edad, llevar una vida de proscrito, siempre con la vida en peligro, debió de ser una prueba agotadora. Abriga eI deseo bien comprensible de que volviera a tener un poco de tranquilidad. Antes de salir para China, después del saqueo de San Lázaro, el 13 de julio de 1789, el Padre Clet había llevado durante unas semanas una vida errante, y se había enterado de cómo en los años subsiguientes, numerosos sacerdotes en Francia habían arrostrado una vida «sacerdotes refractarios» que se desplazaban de noche, o disfrazados para ocultamente asegurar a los fieles el ministerio, y andaban de escondite en escondite, siempre temerosos de ser descubiertos y apresados. Este fue el caso del Padre Santiago Perboyre, tío de Juan Gabriel, oculto en la diócesis de Cahors.
En China, el Padre Clet se encontraba en una situación semejante. En una carta al Padre Lamiot, superior en Pekín de todos los misioneros vicencianos, describe el estado de la misión y la suerte de sus hermanos de comunidad. «La muerte del Padre Dumazel me obligó a enviarle una contraorden. Este suceso, la captura del Padre Chen, el regreso del Padre Ho, nos reduce a cuatro que no es demasiado para H. Q. Y yo, mientras espero regresar a nuestras montañas de Ku-tchin, asumo la administración de Ho-nan. Mi salud aguanta a pesar de los reveses y de mi edad más que septuagenaria…».
Ahora, en un ambiente nuevo, necesita reemprender la vida normal, por eso pide al Padre Lamiot diversos objetos que le faltan, y dinero del que está totalmente desprovisto. «Sólo deseo de entre las cosas de aquí abajo un buen reloj como los que nos envió hace dos años; no había más que uno aceptable; los otros se adelantaban una hora al día, luego dos, después todos fueron presa de una fiebre intermitente que los llevo a la muerte. Si tiene algo bueno en materia de reloj es le ruego me lo mande, después del dinero y de las píldoras rojas (Ling-pao). Mis diputados le darán cuenta de nuestras miserias, de las que están más al día que yo, y cuya fidelidad está a toda prueba: no ha sido poco lo que han pasado por nosotros, sobre todo Mo Francisco, quien ha estado vigilando día y noche por mi conservación y la de nuestras cosas… Somos más que pobres, ya que vivimos de prestado… Si el Padre Chen es exiliado lejos necesitaremos darle 100 taéls de viático y también socorros para los otros encarcelados que tendrán lo más probable la misma suerte, sobre todo a 7 u 8. quienes sufren a causa de nosotros. Hasta la fecha incierta de su partida para el destierro, hay que ayudarlos en la prisión…».
Subrayemos la delicadeza del Padre Clet, que piensa de modo particular en los que están presos y sufren por la adhesión a su fe y a su misionero.
Pide finalmente al Padre Lamiot que le obtenga del obispo una renovación de la facultad para confirmar y conceder dispensas de disparidad de culto para los matrimonios entre cristianos y paganos. Volverá a ejercer sus funciones de misionero en el sector donde ha hallado refugio. Pero eso no será por mucho tiempo.
La detención
Desde este refugio en Honán escribe al Padre Lamiot. Ha encontrado hospitalidad en una familia cristiana de la región de Nan-Tchang-Fu, en el pueblo de Kin-Kia-Kang. Allí se siente seguro, al menos relativamente. La familia de la que es huésped asegura no haber en su casa peligro alguno. Era demasiada confianza. Había pensado un momento cambiar otra vez de escondite, para no comprometer a sus anfitriones, y debiera haberlo hecho, mas renunció a ello. En este refugio de Honán estuvo unos seis meses, ejerciendo algún ministerio por los alrededores.
Hacia finales de 1837, el Padre Perboyre escribía desde Honán al Padre Torrette, procurador de las misiones en Macao: «Aquí estoy con los Padres Song y Pé, en la casa donde fue prendido el Padre Clet. El donante de esta residencia vive aún… Fue inseparable compañero del Padre Clet en las prisiones de Honán y Hupé…»`.
Un apóstata al que el Padre Clet había reprochado su conducta escandalosa, juró odio implacable a los misioneros. Ya había denunciado a los mandarines y hecho arrestar al Padre Chen. Recibe por ello una fuerte recompensa, lo que agudiza su encarnizamiento. Odia al Padre Clet, que es para él un reproche viviente. Sabe que a la cabeza del misionero se tiene puesto un precio de 1.000 taéls, o sea unos 7.500 francos-oro. El rencor y la sed de ganancia le empujan a indagaciones que acaban por dar resultado. Cuando nadie, ni siquiera entre los paganos, quiere mal al misionero, y se guardará bien de denunciarle, él no tiene esos escrúpulos y sin demora informa a la policía sobre el resultado de sus pesquisas.
El Padre Clet presentía que iba a ser pronto arrestado. De acuerdo a la declaración de un cristiano que vivió este día de angustia, el Padre Perboyre escribía en 1837: «El día mismo en que fue apresado, antes, de haber en la comarca circundante la menor noticia de persecución, él anunció a una persona en vida aún hoy, que ese día vendrían esbirros a prenderle, lo que hizo pensar a esta persona que el Señor le enviado sin duda a su ángel para avisarle«.
Y en el proceso de beatificación, en 1870, otro testigo refiere: «Un día mientras decía la misa en su capilla de Ku-Tching, llegaron dos pájaros a revolotear y gorjear en torno al presbiterio de la iglesia, en la que acabaron por entrar. Después de misa el Padre los tomo, los metió en la jaula, y dijo a los asistentes: Estáis viendo la imagen de lo que debe sucederme- seré apresado por los esbirros, como yo mismo acabo de hacerlo con estas dos aves».
Por fin la mañana misma de su arresto, nuestro misionero vio en sueños a un hombre vestido de blanco. En dos ocasiones distintas le llama por su nombre y le dice: «Los esbirros se acercan, ¡levántate!», y como no se despertaba, el joven le asió por el brazo y lo arrastró fuera del lecho diciendo: «¡Están ahí los esbirros y tú duermes!». Era la suprema alerta. Se levantó al punto sin dudar lo más mínimo de que su ángel de la guarda había venido a avisarle del peligro. Los anfitriones le proveyeron a toda prisa de ropas que lo camuflaran. Disfrazado de mercader, con una alcuza en la mano, quiere buscar su salvación en la huida. Pero es demasiado tarde. La casa de sus anfitriones está vigilada por la policía, guiada por aquel traidor odioso. Sin perder un instante su sangre fría, el Padre Clet se presentó por sí mismo a los soldados con calma y serenidad. Reconociendo al traidor en medio de ellos, le dice con una dulce indignación: «¡Amigo mío! ¿Con qué objeto te presentas aquí? ;Ah, qué pena me das!». «¿Por qué compadecerme y perdonarme`? No lo necesito», respondió el traidor. Luego volviéndose a los guardias, que se preguntaban cómo acabaría este diálogo, les dice: ¡Es él, es él! ¡Prendedle!
Los soldados se arrojaron brutalmente sobre él y le golpearon, luego le pusieron cadenas en las muñecas, el cuello y los tobillos. Detuvieron también a los anfitriones y saquearon la casa, al igual que las casas de los cristianos vecinos, con tal ensañamiento, que al decir del Padre Clet, «ya no les quedarán más que los ojos para llorar».
Lo llevaron después a la ciudad vecina de Nan-Yang-Fu, lanzando gritos para soliviantar a los mirones. El triste cortejo atravesó las principales calles y plazas de la ciudad, en medio de gente exaltada, y llegó a la prisión municipal.
El largo viacrucis
Con su arresto, va a comenzar para nuestro misionero un largo calvario, que durará del 16 de junio de 1819 hasta el día de su muerte, 18 de febrero de 1820. El arresto había tenido lugar en el pequeño pueblo de Kin-Kia-Kang, a unos cuatro kilómetros de Nan-Yang-Fu.
San Juan Gabriel Perboyre que, 18 años más tarde, se encontraba en los mismos lugares, escribía: «Con qué emoción oía yo traer a la memoria al Padre Clet por aquellos que me acompañaban. En este mismo lugar donde me hallo ahora fue cogido preso, y estos mis vecinos más próximos le siguieron por todas las prisiones. Y yo no puedo menos de felicitarme, por trabajar en esta porción de la viña del Señor, que él mismo cultivó con tanto celo y éxito...».
El Padre es llevado en primer lugar a la ciudad cercana, lo mismo que los cristianos detenidos con él. Allí compareció ante el mandarín local quien le trató con la más refinada brutalidad. Le hizo recibir 30 azotes con una gruesa correa de cuero hasta el punto de quedarle la cara ensangrentada, mientras él sigue de rodillas sobre cadenas de hierro. El pobre misionero, sin embargo, sacando fuerzas de flaqueza, dice al juez con calma y autoridad: «Hermano mío, ahora tú me juzgas, pero dentro de poco será mi Señor mismo quien te juzgue a ti».
El mandarín, furioso por este apóstrofe, replicó: «¡Pues bien, mientras tanto te voy a hacer dar algunos azotes, y veré cómo me castiga tu Señor!». No tuvo que esperar mucho el juez, unos meses más tarde, fue destituido y, el mismo día de la muerte del Padre Clet, era también él condenado a muerte, aserrado su cuerpo en dos mitades.
Estaba pues el Padre Clet de rodillas ante el mandarín sobre cadenas de hierro y las manos atadas a la espalda. A una señal del juez, un soldado provisto de una gruesa correa de cuero, le propino de nuevo treinta azotes violentos en la cara. De esta forma su cara se convierte en una llaga, con las mejillas desgarradas y la sangre bajándole por las ropas, pero el paciente no emite queja alguna.
Diez días después, siempre cargado de cadenas, es enviado a la cabeza de partido de la provincia de donde había residido, pero tuvo mucho cuidado de no comprometer a sus hermanos de comunidad o a los cristianos. Hablando de sus sufrimientos dice de sí mismo: «Me honraron en varias ocasiones con una treintena de bofetadas y de tenerme arrodillado sobre cadenas de hierro durante tres o cuatro horas…».
De vuelta a la prisión- solía pasar la noche rezando- con grande admiración del carcelero, quien confesó a un cristiano: «¿Qué prodigio quería entonces obtener este anciano, que ha velado así hasta el amanecer?». El internamiento en la prisión de Khaü-Fon–Fu duró más o menos un mes, pero fue muy doloroso para el pobre misionero. Él mismo lo describe en una carta al Padre Richenet. «Llegada la noche, en los días largos y cortos, hay que acostarse y poner una pierna en una traba hasta el amanecer del día siguiente. Esta traba está formada por dos planchas de dos pulgadas de espesor, que el carcelero junta y cierra con candado después de que cada prisionero ha metido una pierna en un agujero formado en redondo, de donde no puede salir hasta el día siguiente al abrir el candado. No es la pierna trabada lo que sufre, excepto de frío para los que no están provistos de buenas medias, es la otra pierna que no se puede extender cuando se quiere y esto, le confieso, es muy incómodo. En la prisión de Ho-nan, donde estuve un mes, existe otra incomodidad no dolorosa, pero muy molesta, es una cadena de hierro que nos ata a todos a nuestra cabecera y no deja levantar la cabeza; sólo podemos, no sin esfuerzos, volvernos de costado y de espaldas». En esta prisión pasó aproximadamente un mes.
El traslado a U-Tchang-Fu
En el decurso de un interrogatorio supieron los mandarines que la residencia habitual del Padre Clet estaba en Hu-Kuang, donde habían tenido lugar la mayor parte de sus actividades. Tomaron la decisión de trasladarlo a la cabeza de partido de esta provincia, U-Tchang-Fu, para que fuese interrogado allí de nuevo y finalmente juzgado. La distancia era considerable, de unos 500 kilómetros. El viaje duró veinte días. El preso iba como los grandes criminales, encerrado en una jaula de madera, con los hierros en los pies, las esposas en las manos, v las cadenas al cuello. Por la noche se paraban en una cárcel. En la investigación que instruye el proceso de beatificación, un testimonio dice que se le vio llergr a U-TchanL-Fu «con las ropas cubiertas de sangre, por el mal trato sufrido en el camino y los azotes recibidos. Sin embargo, su rostro era alegre, tenía la sonrisa en los labios y no dejaba escapar ninguna queja».
Se hallaba entonces en un estado muy lamentable, y hacía esta descripción de sí mismo: «Se encontraba mi salud en lamentable estado después de la permanencia en la prisión de Ho-nan y el largo camino. Me hallaba entonces en un pobre estado, una gran delgadez, larga barba que hormigueaba de piojos, con una camisa bastante sucia sobre un pantalón del mismo calibre, lo que preconizaba a un hombre pobre que no tenía un céntimo….».
Debía ser internado en una prisión donde ocuparía solo una celda, pero ante su triste estado, los carceleros no quisieron recibirle. Cayó en otra prisión en la que encontró a su hermano de comunidad detenido hacía varios meses, Padre Chen, y a un grupo de diez cristianos.
Escribe al Padre Richenet: «Esta negativa hizo que me llevaran a una prisión vecina, donde recibí el consuelo de encontrar al Padre Chen y a diez buenos cristianos todos reunidos en una habitación donde hacemos en común las oraciones de la mañana y de la tarde y de las fiestas, sin ser molestados por los carceleros ni por una multitud de paganos prisioneros que ocupan otras habitaciones que dan a un vasto patio, donde cada uno es libre de pasear desde el amanecer hasta la noche. Al ver esto, le confieso que no pude menos de derramar lágrimas de consuelo y alegría, al ver el cuidado paternal del buen Dios para con su indigno servidor y sus fieles hijos… Todos hicimos la confesión y el Padre Tchin, que continúa en secreto visitando a los cristianos de los lugares circunvecinos de esta ciudad, celebró la misa en una casa poco distante, y nos trajo la sagrada comunión sin que se enteraran nuestros convecinos»
La implicación del Padre Lamiot en el proceso del Padre Clet
Al morir el Padre Ghislain, superior en Pekín de los Vicencianos de China, fallecido el 12 de agosto de 1812, le había sucedido en el cargo el Padre Lamiot.
Pues bien, al registrar la residencia del Padre Clet, los esbirros del mandarín descubren tres cartas del Padre Lamiot al Padre Clet. El pobre misionero no puede negar su autenticidad. El mandarín mandó un informe a la Corte Imperial, y el Padre Lamiot fue arrestado a finales de junio de 1819, cuando estaba en la casa de campo de los misioneros. Soportó primero cuatro meses de prisión en Pekín. Luego debía ser trasladado a U-Tchang-Fu para ser confrontado con el Padre Clet. Cuando el Padre Clet supo esta enojosa consecuencia, su conciencia se sintió devorada por los escrúpulos, pensando que había sido, por una imprudencia suya, el causante del arresto del Padre Lamiot. Eso fue su tormento durante varias semanas. Pidió perdón al Padre Lamiot por haberle comprometido. El Padre Lamiot dijo a su vez que su arresto se debía a la denuncia del traidor que había vendido ya al Padre Chen y luego al Padre Clet.
En una carta a su hermano, también paúl, director del colegio de Aire-sobre-el-Lys, el Padre Lamiot cuenta cómo le encarcelaron en Pekín después de ser arrestado el Padre Clet, con quien había mantenido correspondencia y a quien había ayudado con dinero y personal. Durante su estancia en la cárcel de Pekín, fue sometido a varios interrogatorios, algunos muy largos, uno de ellos hasta casi de diez horas. Creyéndose necesaria la confrontación con el Padre Clet, se le remitió a U-Tchang-Fu. Fue una marcha ostentosa. Así describe a su hermano la caravana: «Una enorme carreta tirada por tres bueyes y dos caballos, conducida por dos carreteros, dos criados, y una mula ensillada que debía servirme cuando me sintiera fatigado de la carreta, no era más que una parte de mi acompañamiento. El gobierno me concedía además un soldado, un guardia, y una segunda carreta en la que se debía colocar un lote de mi equipaje… Se me trató en todo con los respetos que se demuestra a los mandarines: en ningún lugar conocí cadenas, ni prisión. Me alojaba siempre en los albergues, como un simple viajero… Hubimos de atravesar montañas inaccesibles, donde encontré precipicios y abismos que sobrepasan la imaginación de los poetas. Este trayecto no fue nada en comparación de los parajes fangosos que nos tropezamos a la salida de las montañas. De nada sirvió ya la carreta ni la mula de cabalgar. Me ofrecieron ir en litera, pero compadecido de la suerte de los porteadores, quise hacerlo por mi propio pie. Con el barro hasta las rodillas, a menudo dejaba el calzado hundido. Cuando se resbalaba, caía todo lo largo que soy. Mi débil soldado venía a ayudarme, y también él se caía, y yo tenía que levantarle. Hacia Navidad, llegamos por fin, a fuerza de fatigas y de constancia, a dos días de U-Tchang-Fu«.
A dos días de marcha de U-Tchang-Fu, hacia Navidad de 1818, el Padre Lamiot escribe al Padre Clet para anunciarle su próxima llegada y para entenderse sobre las respuestas que darían ante los jueces. Recibió una respuesta que resume en estos términos: «Recibí de él la carta mis emocionante: me pedía perdón por haberme comprometido, y aclaraba que se haría cargo de todo, porque si yo no lograba salvar el establecimiento de Pekín, todo se perdería para la religión. Añadía una serie de supuestas preguntas y respuestas que yo debía dar…».
Pero no se permitió al padre Lamiot ver al Padre Clet antes de su comparecencia ante el tribunal. El Padre Lamiot fue alojado, no en la prisión, sino en un hotel.
En la carta a su hermano paúl, el Padre Lamiot describe su comparecencia ante el tribunal, en compañía de los Padres Chen y Clet: «Al día siguiente de nuestra llegada, me condujeron al tribunal donde se encontraban ya los Padres Clet y Chen. Después de hacernos arrodillar antes, me preguntaron si conocía al Padre Clet. Respondí que le conocía, aunque su rostro estuviera tan desfigurado que no reconocía ninguno de sus rasgos, pero estaba tan convencido de que era él, que me era posible desconocerle«.
En una carta al Padre Verbert, Vicario General de la Congregación de Misión, el Padre Lamiot da otros detalles sobre este encuentro con el Padre Clet ante el tribunal. No le había visto hacía muchos años, lo que explica también que le haya sido tan difícil reconocerle: «La primera vez que comparecí en juicio con el Padre Clet, sabía que era él, pero no le reconocí, si bien en las entrevistas siguientes se me presentó claro tal como le había conocido hace treinta años. Y es que su piel era menos delicada y su aire algo rústico, cosas que, como sabe, adquirió recorriendo las montañas y antes no tenía. Me impresionó la sabiduría de sus respuestas. Cuando me obligaron a arrodillarme junto a él, se me echó a llorar… Y cuando iban a golpear al Padre Chen, exclamó: «¿Por qué a él? Yo soy el único culpable«. El mandarín le replica «¡Vieja máquina, (esta expresión es una injuria grosera en China), tú has corrompido a demasiada gente nuestra: el emperador quiere tu vida!» Él respondió: «¡Con mucho gusto!» Admiré su extrema sensibilidad hacia el Padre Chen y para conmigo, y su intrepidez para el martirio; lo cual me produjo una impresión que no se me borrará nunca del alma«.
«A la salida del tribunal -continúa diciendo el Padre Lamiot-, tuve una conversación de unos instantes con un mandarín tártaro a quien yo conocía. Los Padres Clet y Chen se encontraban a mi lado, y dije al Padre Clet «¡Ánimo, yo me encomiendo a sus oraciones! ¿Cómo está’?» Él me respondió sonriendo: «¡Ya no sé hablar francés, ni latín, ni chino!» El Padre Chen también sonreía. Alguien me vio, e inmediatamente nos separaron. Son las últimas palabras que pudimos intercambiar«.
Juicio del Padre Clet sobre el régimen de las prisiones de China
En una carta al Padre Richenet, del 28 de diciembre de 1819, el Padre Clet hace un enjuiciamiento de las prisiones de China. Puede hablar de ellas con conocimiento de causa, ya que conoció, según dice, veintisiete.
El Padre Richenet, que había llevado la procura de las Misiones en Macao, volvió a París en 1815. Allí se le retuvo como asistente del Superior General, pero él continuó interesándose por la misión de China.
El Padre Clet le cuenta en primer lugar las diversas etapas de su cautividad. «Yo fui capturado en las proximidades de Nan-yang-fu, en Ho-nan, y de allí llevado a la capital de dicho Ho-nan, donde, después de haberme honrado en varias ocasiones con una treintena de bofetadas y de tenerme arrodillado sobre cadenas de hierro durante tres o cuatro horas, me llevaron a U-tchang-fu por un camino de veinte días, con grilletes en los pies y esposas en las manos y cadenas al cuello, sin otro albergue que las prisiones que se encontraban. Era intención del mandarín enviarme a una prisión, donde sería el único cristiano v habría perecido, sin auxilios, encontrándose mi salud en lamentable estado después de la permanencia en la prisión de Ho-nan y el largo camino: pero la Providencia quiso que los carceleros de esta prisión no quisieran recibirme».
El Padre Clet confiesa que fue bastante maltratado en las prisiones de Honán, pero no se extiende sobre los malos tratos que sufrió, se contenta con notar: «He encontrado en Ho-nan a mandarines bastante duros conmigo…».
El primer mandarín que le había tratado de manera tan cruel fue ejecutado, una vez depuesto y acusado del crimen de lesa majestad, como me lo había predicho el Padre Clet. Con todo, el Padre Clet elogia a los mandarines de Hupé: «Los mandarines de aquí son menos severos, tienen compasión, nos hacen sentar cuando la audiencia es larga, y tres veces nos dieron de comer habiéndose informado por nosotros, si habíamos comido; y una vez nos dieron carne… No sé cuál es el estado de las prisiones de Francia; usted podrá compararlas con las de la capital de Hu-pé.».
Hace una descripción casi idílica de sus días en la cárcel. «Doce táels han hecho caer de nuestro cuello, manos y pies, las cadenas, las esposas y las trabas, en latín compedes, si no me engaño. Para eso cada prisionero da más o menos según sus posibilidades. En el amplio patio tienen hornos elevados en los que cada cual cuece el arroz que es suficiente para un hombre que no come mucho. Nos dan en leña, el combustible, y en dinero lo suficiente, para la cocción del arroz. Pero no dan ni aceite ni sal de manera que los muy pobres hacen una comida muy ligera. Pero la mayor parte tienen de casa algunos denarios (5 sueldos de Francia por día), para tener aceite, sal y hortalizas. Los que son más ricos viven como las familias comunes de Europa. Nosotros vivimos en común. Tenemos un recadero que va todos los días al mercado para comprarnos lo que necesitamos de hortalizas, téu-fu (especie de queso de habas), a veces carne, pescado, etc. Los cristianos de los lugares vecinos nos ofrecen a menudo carne, pescado, fruta de todas clases, etc. Como ve no es como para tenernos lástima. Pero no nos faltan sufrimientos. Llegada la noche, en los días largos y cortos, hay que acostarse y poner una pierna en una traba hasta el amanecer del día siguiente…»