Félix de Andreis (1778-1820) (III)

Francisco Javier Fernández ChentoCongregación de la Misión, Félix de AndreisLeave a Comment

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Autor: Desconocido .
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CAPITULO VII

Llegada del Sr. De Andreis a San Luis. —Sus trabajos apostólicos.— Santa Genoveva.

En el mes de Septiembre, el Sr. De Andreis, practica­dos los ejercicios espirituales con los Sres. Acquaroni y Fe­rrari en el Seminario de Santo Tomás, recibió la para él ale­gre noticia de la próxima llegada del Ilmo. Sr. Dubourg, que había ya desembarcado con otros treinta sacerdotes en Baltimore, desde donde se ponía en camino con dirección a la Luisiana. La carta portadora de tales noticias había sido dirigida al Ilmo. Sr. Flaget, obispo de Bardstown, y en ella le suplicaba el Ilmo. Sr. Dubourg condujese a San Luis a los Sres. De Andreis y Rosati, sondear las disposiciones de los habitantes y organizar lo necesario para la misión que allí se había de establecer. El Ilno. Sr. Flaget se puso en seguida en camino con los dos sacerdotes y el hermano Blanka.

Tenían que hacer una travesía de 100 leguas en caballe­ría; los caminos estaban en tan deplorable estado que dos o tres veces se desviaron de él, siendo sorprendidos por la noche en medio de horribles precipicios. Otra vez les cogió la lluvia sin tener medio de secar las ropas, y día hubo tam­bién que lo pasaron sin probar comida. En medio de tan­tos trabajos y peligros el santo Obispo no se quejaba de sus privaciones, pues tantos años pasados en el ministerio apostólico le habían, por decirlo así, familiarizado con tal género de vida; pero compadecía mucho a sus compañeros, y muy en particular al Sr. De Andreis, que padecía tanto que apenas podía tenerse a caballo, si bien la energía y tem­ple de su espíritu y su buen humor triunfaron de la flaqueza de su cuerpo.

Después de nueve días de camino llegaron a Kaskia, aldea de origen francés y poblada casi toda de católicos. Es uno de los establecimientos más antiguos del país, y en otro tiempo fue como el centro de las misiones emprendidas en las Indias por celosos Padres jesuitas: Al bajar de los cerros que adornan el río por el lado opuesto y terminan el mag­nífico paisaje, el Sr. De Andreis y sus compañeros se conmo­vieron hasta derramar lágrimas de gozo por haber divisado la silueta de una cruz en el campanario de una iglesia; y em­bargados sus ánimos con los sentimientos de la fe más viva saludaron la señal de nuestra redención, rara vez hallada en los pueblos y aldeas de los Estados Unidos. Su emoción cre­ció de punto cuando, entrando en el pueblo y encaminándo­se a la casa del colono Pedro Menard, uno de los principales habitantes, percibieron el sonido de la campana que, al po­nerse el sol, invitaba a los fieles a rezar el Angelus en me­moria del divino misterio de la Encarnación.

El Sr. Menard y su familia recibieron al señor Obispo de Bardstown con el mayor gozo, le ofrecieron alojamiento, prodigándole toda clase de atenciones, las más cordiales. El Prelado era desde hacía tiempo muy conocido en aquella co­marca, con ocasión de haber dado una misión y administra­do el sacramento de la Confirmación. Entonces se ganó los corazones de todos los habitantes, y los principales de entre ellos rivalizaron en visitarle, ofreciendo las mayores prue­bas de respeto a los misioneros que le acompañaban. Al día siguiente todos los sacerdotes tuvieron el consuelo de cele­brar la santa Misa en la iglesia de aquella parroquia, tanto tiempo privada de pastor. Un sacerdote, Dom Donato Olivier, muerto en Barrens en Febrero de 1841 a la edad de noventa y tres años, celebraba todos los domingos el santo Sacrificio, administraba los Sacramentos y predicaba, yendo desde la pradera de Rocher, que dista cinco leguas.

Este venerable sacerdote, —dice el Sr. Rosati , —llegó, según costumbre, el domingo y tuvo la amabilidad de acom­pañarnos a Santa Genoveva, otra aldea francesa situada en la orilla opuesta del río, distante como unas dos leguas. El  párroco de Santa Genoveva, D. Enrique Pratte, salió a nues­tro encuentro con muchos de sus feligreses; y como todos co­nocían al Ilmo. Sr. Flaget, que había dado misiones en esta comarca, recibiéronle con las mayores demostraciones de alegría. Algunos de nosotros nos hospedamos en casa del señor cura, los demás en las de muy buenas familias ca­tólicas.

El siguiente domingo cantó la Misa el Sr. De Andreis, predicando en ella el señor Obispo. Habló del objeto de nues­tra misión, dando ocasión a que por dos veces se congrega­sen los habitantes haciendo vivas instancias para determi­narnos a quedarnos con ellos; pero un buen anciano tomó la palabra y les dijo con franqueza que ellos no debían espe­rar este favor. La ciudad de San Luis,— dijo ,— debe te­ner la preferencia, y nosotros debernos ceder; lo que en efecto se verificó, llegando a San Luis el 17 de Octubre de 1817.

Esta ciudad carecía por entonces de párroco, y sólo la visitaba de tres en tres semanas un sacerdote que habitaba al otro lado del río. El Sr. Obispo y los misioneros se dirigieron a la casa del cura, antiguo edificio de piedra muy ruinoso, dividido en dos departamentos, de los cuales el más pe­queño servía de alcoba para dormir, y el otro de sala para las juntas parroquiales y municipales. En esta casa se co­bijó el Ilmo. Sr. Flaget; pero como no encontrase cama, muchos habitantes le ofrecieron una. El Sr. De Andreis y sus compañeros se acostaron sobre pieles de búfalo, extendi­das en el suelo, en el aposento o departamento contiguo. Ver­dad que muchas familias nos ofrecieron sus casas; pero los misioneros, de acuerdo con el Sr. Obispo, juzgaron que era preferible un alojamiento independiente, aunque pobre. La iglesia parroquial, situada cerca de la casa rectoral, no se ha­llaba en mejor estado que ésta; era de muy poca capacidad, estaba desmoronada y ruinosa: no se veía en ella más que miseria y desolación. ¡Quién había de decir que a la vuelta de algunos años se vería elevarse en el mismo contorno una magnífica catedral, bien construida y provista de todo lo per­teneciente al culto sagrado ¡ Quién hubiera imaginado que esta villa, compuesta entonces de 4.00o habitantes, contaría en 1840 con 34.00o, y que en 1860 llegarían a 190.000, con 19 iglesias católicas, todas provistas de sus respectivos párro­cos y de lo necesario para el culto!

No bien llegó a San Luis el Ilmo. Sr. Flaget, se ocupó en el asunto que su colega el Ilmo. Sr. Dubourg le había encomendado. Reunió a los jefes de las principales familias y les habló de la próxima llegada de su Obispo y de los mi­sioneros que le acompañaban para fijar su residencia entre ellos. Les hizo ver cuán agradecidos debían estar a la elec­ción que se había hecho de su ciudad para ser la capital de toda la comarca y el centro del movimiento religioso y lite­rario, fuente para todas las familias de inmensas ventajas. Añadió que, puesto que la residencia del Obispo entre ellos debía serles tan útil, justo era que todos cooperasen con su ayuda en lo que él necesitara. Les expuso que ante todo era preciso disponerle una habitación conveniente; y como no bastase una sola reunión para arreglar el asunto, tuvo varias, en las que pidió el parecer de cada uno. En la discusión, uno de los congregados tomó la palabra diciendo: «Estoy muy lejos de desaprobar la elección que el Ilmo. Sr. Dubourg ha hecho de nuestra ciudad para su residencia ordinaria.

Él es Obispo, y libre por ende para fijar su habitación en el lugar de su diócesis que más a propósito le parezca; mas por lo que toca a los habitantes de San Luis, no veo ninguna razón que les obligue a imponerse los gastos que se proponen. Las expensas de una diócesis deben repartirse en to­dos los pueblos diocesanos, y no es justo que caigan sobre nosotros solos. Nosotros tenemos nuestra iglesia parroquial, y con cumplir con el cura estamos despachados.

Si la iglesia se arruinase, deber nuestro sería repararla, aun cuando no tengamos párroco; que se nos dé uno, y entonces lo haremos de mejor gana; pero respecto del Obispo a nada estamos obligados, puesto que su residencia y el lu­gar de su ministerio es toda la diócesis».

Felizmente, las palabras del orador ninguna impresión produjeron en la asamblea, pues todos veían que no hablaba guiado por verdadero amor a la utilidad e intereses comu­nes. Era aquel un católico, pero de solo nombre, que jamás se acercaba a recibir los Sacramentos y que ponía muy poco los pies en la iglesia. Todos los oyentes manifestaron muy opuestos sentimientos, ofreciéndose a contribuir, según la medida de sus fuerzas y posición, al establecimiento proyectado y a todo lo que fuera menester.

En los días que se tuvieron las susodichas entrevistas llegaron dos diputados de Santa María de los Barrens, pa­rroquia sita a unas veinticuatro leguas de San Luis y ocho de Santa Genoveva. Eran enviados por el párroco, P. José Dunand, el último trapense que quedó en el Missouri, y en nombre de todos los habitantes, es decir, de treinta y cinco familias, rogaron al Ilmo. Sr. Flaget fuese su intercesor para con el señor obispo Dubourg a fin de inclinarle a establecer su futuro Seminario en su localidad. Aseguráronle que aquél era el deseo más ardiente de todos, y que al efecto habían ya comprado seiscientas cuarenta áreas de tierra, y cuya pro­piedad cedían a su Obispo. El digno Prelado y los misione­ros recibieron tan grata y generosa embajada con mucho contento, dando a los ciudadanos de Barrens esperanza y casi seguridad de que sus deseos tendrían feliz éxito en cuanto llegase el Ilmo. Sr. Dubourg.

Viendo el Ilmo. Sr. Flaget que era preciso decidir si la ciudad de San Luis si debía o no preparar casa para su obispo y clero, y encontrando los ánimos bastante bien dispues­tos, volvióse a su diócesis con el Sr. Rosati. Al pasa! por Santa Genoveva dejó en ella al Sr. De Andreis, enviando al señor Pratte a San Luis a fin de dirigir y activar más las obras, buscar trabajadores, orillar las dificultades que se ofrecieran y procurar que todo se hiciera del mejor modo po­sible».

La parroquia, pues, de Santa Genoveva fue el primer teatro de los trabajos apostólicos del Sr. De Andreis en la diócesis de Nueva Orleans, y por la cual había abandonado la ciudad de Roma. Esta parroquia tan extensa estaba habitada por unos dos mil criollos o franceses católicos, muy bien  instruidos y formados merced al infatigable celo de su exce­lente cura. No era menos ardiente el del Sr. De Andreis al encargarse de la parroquia. Todos los días se sentaba a oír confesiones, instruía a los niños, visitaba los enfermos; los días de fiesta celebraba dos Misas y predicaba varias ve­ces, siempre con mucho fruto. Sus explicaciones del Evan­gelio agradaban tanto a aquellos buenos feligreses, que le escuchaban con avidez, y lo que es mejor, ponían en práctica cuanto les decía, Todavía vive su memoria en el país, recor­dando su inalterable dulzura y santos ejemplos.

En estas santas al par que utilísimas ocupaciones pasó el siervo de Dios algún tiempo, hasta el fin de 1817, en el que vio realizadas sus constantes aspiraciones. El ilustrísi­mo Sr. Dubourg, acompañado del Ilmo. Sr. Flaget, llegó a Santa Genoveva; no fue con él la segunda colonia de eclesiásticos que había traído de Europa, los cuales se que­daron en Kentucky para aprender el inglés e informarse de los usos, y costumbres del país. El Sr. De Andreis acompañó a los dos Obispos a San Luis, donde hicieron su entrada so­lemne el día de la Epifanía de 1818, siendo recibidos con las mayores demostraciones de gozo.

Desde luego el siervo de Dios tomó el cargo de Vicario general de la diócesis, cuyas funciones ejerció siempre, y más particularmente cuando el señor Obispo, con ocasión de sus misiones o visita pastoral, se ausentaba de San Luis. Sin embargo, lo que más le agradaba eran los ministerios y los ejercicios propios del párroco, a los que se consagró con ardor, del mismo modo que lo hizo en Santa Genoveva. La población de San Luis, que durante muchos años careciera de pastor, apreció sus méritos luego que conoció al fervoro­so misionero y experimentó los benéficos efectos de su pa­ternal solicitud. En los primeros días de su residencia en San Luis escribió el siervo de Dios al Vicario general de la Congregación de la Misión de Roma para darle noticias de sí y de su misión. Su carta, fechada en 24 de Febrero de 1818, dice:

«Doy muchas gracias a Dios por el consuelo que me ha proporcionado la carta de nuestro amado Visitador, el señor Ceraccki; me la ha traído desde Kentucky el Sr. Rosati. No sabe Ud. bien cuánto gozo en recibir tan buenas noticias de nuestra Congregación en Italia, sobre todo al ver el interés que se toma por la Misión de América. De nuevo doy las más expresivas y humildes gracias al Señor por el grato re­cuerdo que de nosotros tienen Uds. Aun cuando no ha mu­cho escribí dos, cartas bastante largas, una al Sr. Giordana, dándole cuenta de nuestra llegada a ésta, y otra al Sr. Girio­di, creo oportuno añadir cuatro palabras a la del Sr. Rosati, primero porque muchas de nuestras cartas se pierden, y también porque a veces se me olvidan algunas cosas.

Os escribo de esta extremidad de la tierra, desde las orillas del Mississipí, a unas cuantas semanas de camino del Océano Pacífico, que nos separa de China. El país que se extiende hacia este océano no está habitado más que por bestias fieras y por los indios, cuyo estado moral no se dife­rencia gran cosa de la vida de los animales. En invierno es tan intenso el frío, que yo no he visto cosa semejante. Cele­brando la Misa me ha sucedido con frecuencia encontrar he­ladas en el cáliz las especies sacramentales, fundiéndolas con dificultad aun aplicándolas al fuego, teniendo a veces que romperlas con los dientes para poderlas consumir. Esto pro­viene de los vientos del Norte, que bajando de las heladas montañas de Groenlandia pasan por los glaciales lagos del Canadá y nos penetran de un frío mortal. Podemos decir con San Pablo: «Bendito sea el Señor en el frío»; si bien no podemos añadir con el mismo, y «en la desnudez», pues en este punto, gracias a Dios, estamos bien provistos. Al considerar la admirable solicitud de la divina Providencia en favor de esta misión, paréceme que quedo como fuera de mí mismo. Por una parte, mi corazón rebosa en acciones de gracias, y por otra es tanta mi confusión al ver mi indigni­dad que no puedo menos de exclamar: «¿De dónde me vie­ne,á mí tanta dicha ?… Funes cediderunt mihi in praecla­ris … » Es difícil, mejor aún, es imposible expresar lo que siento. El celo más ardiente hallará aquí vasto campo en que emplearlo; en cuanto a nosotros, abrigamos las más felices esperanzas de opimos frutos. La diócesis es muy extensa, y será preciso dividirla si se ha de cultivar bien ‘. Las ciuda­des, villas y aldeas se levantan como por encanto en nues­tros días; de todas las provincias de los Estados Unidos y aun de Europa acuden multitud de emigrantes. Irlanda, Alemania, Suiza y Francia envían muchos colonos a las amenas y fértiles llanuras del Missouri, y dentro de algunos años esta provincia nada tendrá que envidiar a Europa. La mayor parte de la población es francesa de origen o criolla, como aquí se dice, y, por consiguiente, católica; pero tiene muy poca educación religiosa por haberse hallado este país privado largo tiempo de sacerdotes y de medios de instruc­ción. Uno de los personajes más respetables de la población me decía: «Si el Ilmo. Sr. Dubourg no hubiera venido a tiempo a socorrernos, se hubiera seguramente extinguido en nuestro país la última chispa de fe». Pero desgraciada­mente la parte francesa de la población temo sea pronto en­vuelta por un nuevo elemento, los americanos e ingleses, entre quienes hay muy pocos católicos, por otra parte muy fervientes. La mayor parte son protestantes de diversas sec­tas. Hay también aquí franceses e ingleses infieles que se dan el nombre de «incrédulos» (nullifidians), es decir, que hacen profesión de no profesar religión alguna.

Entre las tribus indígenas habrá como unos cincuenta de diferentes naciones. Los indios reconocen un solo dios, a quien en su lengua llaman Chissemeneton, es decir, «Pa­dre de la vida»; se encomiendan a él y le ofrecen la primera chupada de su pipa. Para agradarle se hacen en el cuerpo horribles cortadas; toda su religión se reduce a estas bárba­ras prácticas, cuya descripción causa horror. Viven como verdaderas bestias salvajes, siempre en busca de su presa; la caza les proporciona alimento y vestido (aun cuando gene­ralmente van muy aliviados de ropa) y ocasión de comer­ciar algo con los blancos; a cambio de pieles y animales re­ciben pólvora, licores, colores para pintarse el cuerpo, y ani­llos de plata para adornar sus orejas y narices. Al ver su as­pecto horrible, siéntese uno inclinado a dudar de que tales hombres tengan inteligencia capaz de ser cultivada. He ha­blado con bastantes por medio de intérpretes; en general tienen mucho respeto a los sacerdotes, a quienes ellos llaman «Ropa negra» y también «Padres de la oración». Algunos de ellos son católicos, y aun cuando los protestan­tes hacen esfuerzos para seducirles, resisten con firmeza, ob­jetándoles que los verdaderos Padres de la oración no tienen mujeres ni chiquillos, como los ministros protestantes, sino que se consagran todo a Dios y a la salvación de las almas.

A pesar de las dificultades que se ofrecen, tengo para mí que, vencidos los primeros obstáculos, su conversión no sería difícil. La primera dificultad es la lengua, que varía según las tribus; pues aun cuando los dialectos son muy di­ferentes, los indios se entienden unos con otros. Con ayuda de un intérprete he comenzado a coordinar sus principales expresiones según las reglas de la gramática; es un trabajo ímprobo, porque mi intérprete no sabe estas reglas ni puede traducir palabra por palabra, ni indicarme las expresiones propias para cada idea. No obstante, he comenzado un diccionario y traducido algunas cosas. Como estos pueblos son gentes de pocos alcances, su lenguaje es también muy pobre en expresiones; por eso es preciso expresarse con cir­cunloquios, sobre todo en materia religiosa.

El Ilmo. Sr. Dubourg, nuestro digno Prelado, llegó a su diócesis el 29 de Diciembre, día de la fiesta de Santo To­más de Cantorbery. Por entonces ejercía yo las funciones de párroco en Santa Genoveva, pueblo distante unas trein­ta leguas. Acompañado de unos cuarenta de los principales habitantes, salí a caballo a su encuentro, y le condujimos en triunfo, bajo palio, a la iglesia, entrando en ella entre el ale­gre repicar de las campanas y el entusiasmo universal de los católicos, y aun de muchos protestantes que componen la población. Después de tomar posesión y celebrado Misa de pontifical vinimos, con el mismo ceremonial, a la ciudad de San Luis la víspera de la Epifanía. Gracias a Dios, todo va bien; la sola presencia del Obispo (está tal como ustedes le vieron en Monte Citorio), su afabilidad, su bondad, la gracia y encanto de su trato, ha desvanecido la tormenta y disipado en gran parte las preocupaciones, cautivando to­dos los corazones.

Está ya trazado el plan de una catedral de piedra, y no se tardará en poner manos a la obra; más tarde se pensará en otras construcciones. Es muy justo empezar por la igle­sia, porque la que hay no es más que una cabaña de tron­cos de árboles, abierta a todos los vientos y amenazando ruina.

La población se compone de ingleses y franceses, y es por lo mismo necesario ejercer nuestro ministerio en sus dos lenguas. El Sr. Obispo tiene verdaderamente el don de la palabra y es maestro acabado en ambos idiomas; yo le sigo como puedo. Auguro grandes cosas para el porvenir, y espero se cumplirán estas palabras: Habrá un solo redil y un solo pastor. Al partir de Burdeos el señor Obispo me confirió la patente de Vicario general, y en caso de necesi­dad, dio los mismos poderes al Sr. Rosati. Destinado a ejer­cer tal cargo y a participar por lo mismo de los cuidados y solicitud pastoral, difícil me va a ser, sobre todo al princi­pio y con tan poco personal, poner la casa que vamos afundar en el mismo orden que las de nuestra Congregación en Italia. Somos aquí como un regimiento de caballería ode infantería ligera para acudir adonde la salvación de las almas reclame nuestra presencia; debemos hacernos todo a todos a fin de ganarlas para Jesucristo, para que le conozcan, amen y sirvan todos aquellos por quienes hemos venido. Procuraré, no obstante, en cuanto sea posible, establecer los oficios, usos y ejercicios como está prescrito en nuestro Instituto. Dentro de poco podremos salir a misión en tandas, según lo prescriben nuestras reglas. Al efecto, el tiempo que nos queda después de nuestras ocupaciones ordinarias lo empleamos en traducir al francés y al inglés nuestros sermo­nes, que no es pequeño trabajo. La mayor dificultad no está en escribir, sino en hablar y pronunciar bien esta última lengua. Estoy convencido de que soy ya viejo para empren­der este trabajo; el Sr. Rosati lo hace mejor que yo. El se­ñor Acquaroni hará mucho fruto con su francés; su salud es delicada, pero el Sr. Rosati trabaja por él y por los otros. En cuanto a mí, me encuentro mejor que en Roma.

Serían necesarias colonias de misioneros y abundantes recursos pecuniarios para multiplicar nuestra esfera de ac­ción en medio de estas inmensas florestas; pero no por eso pierdo la paz, limitando mis deseos a lo que Dios quiere que haga. Sé que aun cuando no se tratase más Tic de la salvación de una sola alma o de impedir un solo pecado, es­tarían suficientemente recompensados los trabajos, el oro, los sufrimientos de un millar de misioneros. Dios sólo es grande, y bienaventurado el hombre que no vive más que para Él. Si con tan excelentes ocasiones de practicar las vir­tudes apostólicas no me hago santo, puede decirse con toda verdad que soy un pecador inveterado e incorregible. Cada día me convenzo más que no soy ni he sido apto para nada bueno si Dios no obra un milagro para alumbrar, fortificar y santificar mi ciega, miserable y perversa naturaleza. Esta es mi oración cotidiana; concededme el favor de hacerla eficaz por vuestra intercesión y por las oraciones de las almas pia­dosas. ¡Oraciones! ¡oraciones es lo que más necesitamos!»

Por esta carta se puede ver cuán vasto, a la vez que poco o nada cultivado era el campo que se ofrecía al Sr. De Andreis a su llegada a San Luis. Tenía que trabajar en la conversión de bárbaros indios, de incrédulos de profesión, de verdade­ros herejes; no halló más que algunos católicos, y estos po­cos llevaban una vida tan corrompida que no se diferenciaba gran cosa de la de los infieles. Había ido a la Luisiana por todos, y hubiera deseado con su ardoroso celo iluminar y convertirlos a todos; estaba dispuesto para conseguirlo a so­portar toda clase de fatigas, deseoso hasta de sacrificar su vida si fuera preciso. Hasta los más indiferentes quedaron admi­rados de su santidad; acudían en tropel a escuchar sus ser­mones e instrucciones, y jamás abandonó el auditorio la iglesia sin salir conmovido. En sus conversaciones, el pia­doso misionero se cautivaba las simpatías por la bondad y afabilidad con que a todos recibía, de suerte que se sentían inclinados a amarle como a un padre, al par que a reveren­ciarle como a ángel venido del cielo. Por eso no es de extra­ñar que los católicos se convirtieran por millares, que los he­rejes abjuraran sus errores y los infieles acudieran a él pi­diendo el bautismo. Mejor que nosotros lo manifestarán las palabras del Sr. De Andreis, en su carta del 7 de Diciembre de 1818, dirigida el Sr. Baccari:

«Los asuntos religiosos van tomando incremento y prometenmucho para lo por venir, aun cuando no es poco elbien que actualmente se consigue, a pesar de que, con mucha confusión mía, reconozco que para nada valgo; antes bien soy una planta inútil, sólo a propósito para ser arrojada al fuego.

«Uno de los indios, intérprete, cayó enfermo; fui a visi­tarlo y luego se confesó bien dándose enteramente a Dios. Frecuenta los Sacramentos y me ayuda a traducir a la lengua de estos pueblos salvajes un catecismo que nos será muy útil en nuestros futuros trabajos apostólicos. La mies es grande, pero el número de operarios es infinita­mente pequeño en proporción de la inmensa extensión de esta diócesis. Por ahora, casi todo el tiempo lo empleamos en formar e instruir a los otros sacerdotes que acaban de llegar de Europa, en número de cuarenta. Procuramos re­animar la fe de estos católicos, que la mayor parte no lo son más que de nombre. Hay muchos de muy avanzada edad que padecen la mayor ignorancia acerca de Dios y de la re­ligión; no han hecho más que la primera comunión, y vienen amancebados sin forma alguna de catolicismo.

Otros muchos hay, sobre todo entre los anglo-america­nos, que se llaman incrédulos y no profesan religión alguna; otros están en continua vacilación y duda, sin abrazar nin­guna de las creencias. Gracias a Dios son muchos los queganamos para Él en la hora de la muerte.

Aun cuando aquí estamos como muertos al inundo y como sepultados en lugar de horror y espantosa soledad, re­cibimos gran placer al tener noticias de nuestros amados hermanos de Italia. La parte que nos ha cabido en suerte esmagnífica; porque para mí el empleo más hermoso es el estar destinado al cuidado y asistencia de la porción más abando­nada del rebaño de Jesucristo, en un país inculto que reúne todos los inconvenientes del frío más intenso a la vez que del calor más excesivo; en un país, en fin, en que no se encuen­tra ninguno de esos atemperantes tan comunes en los paí­ses de Europa. Gracias que nosotros miramos todas estas privaciones con los ojos de la fe, y de este modo cada uno de  estos sacrificios nos parece precioso y nos da ocasión de agradecérselo a Dios. Cuando no hiciéramos otra cosa que bautizar una sola persona en la hora de la muerte o apartar una sola alma de las tinieblas de la ignorancia y del vicio, estarían bien compensados todos nuestros sacrificios y priva­ciones. Por la misericordia de Dios, semejantes casos, que no son raros, nos llenan del más dulce consuelo».

En otra parte, el Sr. De Andreis añade: «Los felices re­sultados de nuestros trabajos los atribuyo en gran parte a las oraciones de nuestros amados hermanos de Europa. Las con­versiones son numerosas, sobre todo entre protestantes e in­crédulos, de los cuales muchos suelen ser después fervorosos católicos. En un mes he bautizado y asistido aquí a más mo­ribundos que en toda mi vida pasada. No hace mucho me llamaron a media noche para visitar un enfermo que no tenía ni pizca de religión; le instruí, le preparé lo mejor que pude, después le bauticé y luego murió  con muy buenos sentimien­tos. Estos casos son muy frecuentes; hoy mismo he bauti­zado a muchos adultos. He sido padrino de un judío que ha recibido el Bautismo de manos del Obispo, y es hoy fervoro­so católico. En la ceremonia del Bautismo fue de notar una cosa rara. En el mismo momento en que se le administró el Sacramento, un enjambre de abejas cubrió el techo de la iglesia de manera tan notable, que los chicuelos corrieron gritando a matarlas; pero no bien terminó la ceremonia, las abejas desaparecieron y no se vieron más. En la historia eclesiástica se cuentan casos semejantes de feliz agüero, y creo que en el presente se va realizando, pues nuestro neófi­to despliega un celo admirable. He recibido algunas cartas de él, y en ellas se ve lo mucho que la gracia ha obrado en su alma. Ahora está disponiendo una Memoria sobre su vida y su conversión, que dará a luz, y que, sin duda, producirá mucho fruto. La ocasión inmediata que motivó su conver­sión fue la conmovedora ceremonia de la primera comunión de los niños.

Para que Ud. y los que se interesan por nosotros con­ciban idea adecuada acerca de la situación de este país en lo que concierne a los tres principales fines de nuestra misión, voy a dar a Uds. algunos pormenores sobre cada una de las clases a quienes estamos consagrados, es decir, acerca de los católicos, de los protestantes y de los salvajes.

Los católicos, que aquí son domestici fidei, como los llama San Pablo, tienen mayor derecho que los demás al celo de los misioneros, tanto más cuanto que es muy grande su ignorancia por haber estado tanto tiempo privados de todo socorro espiritual. El cuadro que en ellos se ofrece al cuida­do y celo del operario evangélico se parecía mucho al que en otro tiempo vio el profeta Ezequiel: una gran explanada cubierta de huesos esparcidos y privados de vida.

Espectáculo capaz de desanimar al celo más activo por no saber por dónde empezar. Como consecuencia de la mezcla y cohabitación con los sectarios e infieles de todas clases, las creencias de tales católicos en el nombre han su­frido no poco, aun en los puntos más fundamentales del cristianismo, y, por desgracia, no se muestran muy dispuestos a reformarlas. Un día, entre otros, me encontré a un rico mercader, quien, según pública voz y fama, era el prin­cipal apoyo del catolicismo del contorno, y que respecto a nosotros se porta con toda la afabilidad y atención posibles.

Una tarde que le fui a visitar me invitó a cenar juntos, y durante la comida se le ocurrió decir que podía uno sal­varse en cualquiera de las sectas con tal que por otra parte fuese hombre honrado; y tan aferrado estaba a esta idea, que me costó mucho trabajo hacerle comprender que la salvación era imposible fuera de la Iglesia católica.

Los jóvenes de ambos sexos, entre quienes se hace mu­chísimo bien, son nuestro verdadero consuelo. Los niños hacen su primera comunión con admirable fervor, conti­nuando después en frecuentar los Sacramentos y asistir al Catecismo.

Las niñas, en particular, se distinguen por su candor y sencillez; lirios de pureza, ángeles en carne humana, su pie­dad influirá poderosamente sobre la generación que nace. Aquí hay gente de todas las naciones, hasta italianos, quie­nes son muy atentos con nosotros, aun cuando puede decir­se están más apartados de la Religión que todos los demás. Los irlandeses son, por lo general, muy fervorosos, y no se dejan convencer ni mucho menos de los protestantes.

El Gobierno tolera todas las creencias, y, por tanto, los enemigos de los católicos no les pueden hacer abiertamente la guerra, contentándose con llamarlos con desprecio «papis­tas». Por lo demás, nuestros hermanos protestantes se ha­llan bien dispuestos, y no es raro el que familias enteras abra­cen el Catolicismo.

» En cuanto a lossalvajes, la empresa no es tal fácil. Es­tas pobres criaturas parecen ser incapaces para formarse una idea de las cosas espirituales y divinas. Conocen perfecta­mente que hay un Dios, y hasta empiezan todas sus accio­nes con un acto de adoración, práctica que había de sonro­jar a muchos cristianos. Cuando vienen a comerciar con los blancos principian por fumar, lanzando hacia el cielo la primera humarada, diciendo: «Anaregare kii ohakanda». «Ojalá llegase hasta la Divinidad!» Pero las nociones que tienen acerca de ella no pasan más allá de la vida presente. Creen que Dios les ha dado una religión diferente de la nues­tra, y si se les habla de la vida futura no entienden cosa. No obstante, con paciencia y constancia creo yo que se podrá hacer algo entre ellos».

A pesar de tener el Sr. De Andreis tantas ocupaciones ordenadas al aprovechamiento espiritual de su rebaño, no descuidaba por eso los cuidados que debía por ser Superior a los misioneros que había dejado en Kentucky.

Escribíales con frecuencia exhortándolos ala guarda fiel de las reglas de San Vicente, asegurándoles que su más ar­diente deseo era verlos a todos reunidos en un establecimiento propio de la Congregación de la Misión. El Sr. Acquaro­ni fue el primero que se juntó con él en San Luis; pero pocos días después de su llegada vióse el Sr. De Andreis precisado a privarse de su ayuda en favor de tres parroquias: San Car­los, Dárdena y Portage de los Sioux , adonde le envió. El señor Rosati tuvo otro empleo.

A los pocos días de haber llegado el Ilmo. Sr. Dtibourg, fueron otra vez los diputados de Barrens a ofrecerle su esta­blecimiento. El Preladolo aceptó en favor de la Congregación de San Vicente de Paúl, de modo que los misioneros pudieronconstruir en aquel contorno su primera Casa y un Seminario. Como en el siguiente capítulo hemos de hablar con extensión de este asunto, nos contentamos aquí con indicar que el Sr. Rosati fue enviado a Barrens en calidad de Su­perior del Seminario que se iba a formar; mas como no era posible se instalasen en seguida los seminaristas, el siervo de Dios ordenó fuesen a San Luis, en donde él mismo se encargó de su dirección. Vióse precisado, no obstante, a en­viarlos a diferentes puntos de la diócesis, donde era grande la necesidad, antes de terminar el tiempo de seminario. De Europa llegaron otros jóvenes levitas; el Sr. Rosati quiso se ejercitasen con él en las privaciones y pobreza, alentándolos a llevarlas con resignación hasta tanto que estuviese termi­nado el edificio conveniente para su residencia.

Tomado de Anales Españoles, Tomos I-II y III. Años 1893, 1894 y 1895.

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