Federico Ozanam según su correspondencia (24)

Francisco Javier Fernández ChentoFederico OzanamLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Pativilca · Año publicación original: 1957.
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Capítulo XXIV: Los poetas franciscanos. La civilización cristiana. El siglo V

…queriendo la certeza de aquella fe que vence todo error.
Dante (Inf., cap. IV)

1.— Asís, los poetas franciscanos

La Francia sombría de 1848 a 1850 no era capaz de borrar de la memoria de Ozanam la Italia llena de primavera que visitó en 1847. Y menos podía borrar de su memoria aquella visión de Asís, visión menos brillante que la de Roma, sin duda, pero que era un reposo delicioso para su corazón y para su espíritu. Tenía siempre presente en su memoria aquel día, pasado cerca del Santo, día que fue de religión y poesía. Allí nació la idea y formó el propósito de escribir un libro que reflejase sus impresiones.

San Francisco había dejado tras de sí una escuela de poetas, de los cuales fuera él inspirador y modelo. Ozanam se sentía ansioso de dar a conocer esos poetas, de dar a saborear sus cantos, que más bien fueron cánticos.

2.— Jacopone de Todi

En enero de 1848, aparecieron en el «Correspondant» los dos primeros capítulos de Los Poetas franciscanos. Después de estudiar a San Francisco como poeta, pasó a estudiar a San Buenaventura y al hermano Pacífico, a quien llamaron rey del verso. Y luego se ocupó de Jacomino de Verona. Pero todas estas figuras le resultaban pálidas ante un poeta mayor: Jacopone de Todi. Confiesa Ozanam que no sin titubear emprendió la historia de ese hombre extraordinario que pasó del claustro a la prisión y de la prisión a los altares.

En esa vida se ven los tiempos difíciles: la Iglesia ardiendo y un gran religioso en lucha con un Papa. En ella se ve a un gran poeta desbordando en torrentes de amargura la elocuencia de su sátira y la llama de su cólera contra el ungido del Altísimo, inflamando contra él las pasiones populares y llenando de escándalos la Iglesia toda del Señor. Pero la gloria de Dios no tuvo nunca empeño en ocultar las faltas de sus justos. La historia cristiana los presenta tal cual la naturaleza los engendró. Los presenta apasionados, falibles, pero también capaces de borrar, con un día de arrepentimiento, varios años de errores. Y para los errores implora Ozanam la misericordia. Y para el arrepentimiento el perdón.

Ese monje rebelde fue un hombre de buena fe que creyó abatir con sus versos no al Jefe legítimo de la Iglesia, sino al usurpador de la Sede Apostólica. Fue una pasión ciega, pero santa, la que armó su pluma y extravió su mente. Y su corazón es el primero que sangra de dolor por los golpes que él mismo inflige a la Iglesia, su Madre.

«Tal vez otros —dice Ozanam— se escandalizarán ante ese espectáculo. A nosotros debe servirnos de lección para los tiempos de discordia, ya que debemos tener siempre presente que la virtud es posible también en filas que no son las nuestras. Y debemos acostumbrarnos a moderar nuestros golpes, en medio de la refriega, ya que, sin que lo sepamos, pueden caer sobre cabezas dignas de todo respeto.»

Jacopone de Todi fue poeta, y gran poeta. Y lo fue, sobre todo; por el amor y por las lágrimas. Y por eso ejerció tal atracción sobre el corazón de Ozanam.

3.— Stabat Mater

Sus cánticos están incendiados por el amor a Jesucristo. Y el amor a la Virgen que palpita en aquel corazón se desborda en lágrimas a los pies de esa Madre de Dolores en aquella inconsolable secuencia del Stabat, en la que el poeta nos la pinta destrozada, pero de pie al lado de su Hijo.

«No debe la liturgia católica —nos dice Ozanam— nada más conmovedor que esa queja tan triste, cuyas estrofas caen monótonamente, cual un gotear de lágrimas.» Estrofas tan dulces que en ellas se reconoce un dolor que es divino y que los ángeles consuelan. Estrofas tan sencillas, en su latín popular, que las mujeres y los niños las comprenden, en parte por la facilidad de sus palabras y en parte por la música y el corazón.

Y finalmente, Jacopone, el poeta de la Madre Dolorosa, es también el poeta de los pobres. Es el amante de la pobreza misma a quien por eso cantó. Ozanam, entusiasmado, dice: «Honremos en ese poeta al poeta de los pobres, cuando canta la pobreza. El pueblo no tuvo nunca mayor bienhechor que los que le enseñaron a bendecir su destino, los que aminoraron el peso de la azada hasta hacerla liviana en el hombro del trabajador y que hicieron brillar la esperanza en la cabaña del artesano.»

Hacia fines del año 1306, Jacopone, encorvado por el peso de los años y unido con ardientes lazos al amor divino, enfermó y reconoció la cercanía de la muerte. El H. Juan de Alvernia llegó a tiempo para entregarle, junto con el beso de paz, el cuerpo de Jesucristo. Jacopone, en éxtasis de dicha, entonó el canto: Jesu, nostra fidenza, y levantando las manos al cielo, lanzó el último suspiro…

Era la noche de Navidad y el momento en que el sacerdote, a su vez, entonaba en la iglesia vecina el Gloria in excelsis Deo. Sí, así lo despide la tierra a quien había enriquecido con la belleza de su verbo, ¿cómo lo recibiría en el Cielo Aquélla, cuyo dolor supo tan bien agradecer que lo pudo interpretar?… ¿Aquélla, cuyas lágrimas supo recoger y entregarlas a la Humanidad, cristalizadas en los armoniosos acentos con que la Iglesia, dos veces cada año, gime acongojada por los dolores de su Reina?

4.— Edificio histórico

Al mismo tiempo que Ozanam publicaba en el «Correspondant» Los Poetas Franciscanos, los presentaba a Foisset, en carta del 28 de enero de 1848, como una página episódica de una obra mayor, como una piedra esculpida, destinada a formar parte de un vasto edificio del cual sólo le trazaba las grandes líneas y cuyo plan de conjunto desplegaba ante sus ojos.

Esta carta es como un faro ante la inmensidad: «Mis dos ensayos sobre Dante y los germanos, son para mí como las dos normas de mis lecciones públicas, que deseo reanudar para completar mi obra, obra que será la historia literaria de los tiempos bárbaros, la historia de las Letras y, por lo tanto, de la civilización, partiendo de la decadencia latina y de los comienzos del genio cristiano hasta fines del siglo XII. Yo haría de eso el tema de mi enseñanza durante diez años, si fuera necesario y si Dios me diera vida. Mis lecciones podrían ser tomadas taquigráficamente y, de esa manera, suministrar la primera redacción de un volumen que yo publicaría, después de retocado, al final de cada año.

«Esa manera de trabajar prestaría a mis escritos un poco de ese ardor que me embarga a veces en la cátedra y que, con mucha frecuencia, me abandona cuando escribo. Ese método tendría también la ventaja de economizar mis fuerzas, al no dividirlas, y al llevar a un mismo fin lo poco que sé y lo poco que puedo.

«El argumento sería admirable, ya que se trataría de dar a conocer aquella larga y laboriosa educación que dio la Iglesia a los pueblos modernos. Empezaría por un volumen de introducción, en el que me esforzaría por demostrar el estado intelectual del mundo, al despuntar el Cristianismo; lo que pudo recoger la Iglesia como una herencia de la antigüedad y cómo lo recogió (por consiguiente, el origen del arte cristiano y de la ciencia cristiana, partiendo de las catacumbas y de los primeros Padres). Todos los viajes que hice a Italia el año pasado fueron con ese objeto.

5.— Los bárbaros y el cristianismo

«Vendría en seguida el cuadro del mundo bárbaro, poco más o menos como se encuentra en mi libro sobre los germanos. Luego, la incorporación de ese mundo bárbaro a la sociedad cristiana y los prodigiosos trabajos de aquellos hombres como Boecio, Isidoro de Sevilla, Beda y San Bonifacio, quienes no permitieron que se hiciera la noche, y que llevaron la luz de un extremo al otro del Imperio invadido, la hicieron penetrar en los pueblos, hasta ese momento inaccesibles y, pasando la antorcha de mano en mano, la hicieron llegar hasta Carlomagno. Ahí me detendría a estudiar la obra reparadora de ese gran hombre y tendría que demostrar que las Letras que habían perdurado hasta él, no se apagaron tras él.

«Haría ver todo lo grande que en Inglaterra se hizo en el tiempo de Alfredo y en Alemania bajo los Otón y llegaría, al fin, a Gregorio VII y a las Cruzadas. Entonces tendría ante mí los tres siglos más gloriosos de la Edad Media: los teólogos, como San Anselmo, San Bernardo, Pedro Lombardo, Alberto el Grande, Santo Tomás y San Buenaventura. Tendría los legisladores de la Iglesia y del Estado: Gregorio VII, Alejandro III, Inocencio III e Inocencio IV, Federico II, San Luis y Alfonso. X. Tendría toda la contienda del sacerdocio y del imperio, el federalismo, las repúblicas italianas, los cronistas, los historiadores, las universidades y el conocimiento de la jurisprudencia. Tendría también toda esa poesía caballeresca, patrimonio común de la Europa latina. Y tendría, además, todas esas tradiciones épicas propias de cada pueblo y que son el principio de las literaturas nacionales. Asistiría a la formación de las lenguas modernas y terminaría mi trabajo con la Divina Comedia, el mayor monumento de este período, del cual es un compendio y es también su gloria.»

Entusiasmado por la amplitud de la obra y atraído por su belleza, Ozanam, al mismo tiempo, se aterra al pensar en la fragilidad del obrero y agrega melancólicamente: «¡Ahí tiene Vd., querido amigo, lo que se propone un hombre que estuvo a punto de morir hace dieciocho meses!, que todavía no está del todo bien, que está aún sujeto a infinidad de cuidados y a quien Vd., además, conoce lleno de irresolución y de debilidad.»

Ozanam, que se decía lleno de irresolución, comenzó inmediatamente a poner en práctica su idea y el curso de 1849 se abrió con una demostración en la cual él señalaba a sus discípulos el espacio vertiginoso y fascinador que con ellos deseaba visitar. Los que quieran seguirlo tendrían que recorrer un período como de mil años, la sexta parte y tal vez la más laboriosa del género humano.

Les propuso recorrer esa senda lentamente y con la pertinaz atención que se presta a un espectáculo. Y, ¿podría haber en realidad estudio más interesante que el de esas relaciones que ligan los años entre sí y que permite a los discípulos el tener por maestros a aquellos hombres ilustres que vivieron cientos de años antes que ellos? Estudio que, al mismo tiempo, les irá demostrando por doquier el pensamiento, siempre triunfante sobre la destrucción.

No negó Ozanam a sus discípulos que para llevar a cabo semejante obra, necesitaba él sentirse sostenido y alentado por otros seres más jóvenes que él. Sintiendo ya que las fuerzas lo abandonan, habiendo oído ya los repiques de alarma con que la enfermedad lo alertó, confiesa sin embargo que, si alguna vez le fue fácil la inspiración, fue sin duda entre los muros de su clase, sea porque esos muros le repiten sin cesar el eco de otras voces potentes que allí resonaron, sea porque dentro de esos muros palpita el corazón de toda esa juventud que con simpatía le escucha.

Y Ozanam fue sostenido y comprendido. Ante el interés de sus lecciones, el auditorio fue cada día mayor. De la misma manera que anteriormente demostró las batallas del Cristianismo contra los bárbaros del Norte, lo muestra ahora luchando con los bárbaros del Occidente, en ese Imperio romano que, para educar aquellas masas indisciplinadas, sólo podía presentarles el escándalo de su propia decadencia moral; religiosa y política, peor aún que toda barbarie. ¿Cómo lograr la resurrección de ese mundo viejo que más que al golpe de los bárbaros sucumbía bajo el peso de sus propios vicios? ¿Qué podía hacerse con aquel Imperio que moría, pero que quería morir con la sonrisa en los labios?

6.— Los filósofos de la vieja Roma y los primeros misioneros

Sólo se puede civilizar al hombre ocupándose de su conciencia — contesta Ozanam— y la primera victoria para conquistarle es la victoria conseguida sobre sus pasiones. Pero, ¿se inquietaron alguna vez los filósofos de la vieja Roma por las pasiones de aquellos millones de bárbaros que estaban sumergidos en la ignorancia y en el pecado?… ¡Esperad! Para eso, hay que esperar la llegada de aquellos misioneros cuyo celo los arrastra más allá de los ríos que no habían atravesado las legiones. Ellos piensan únicamente en salvar las almas, pero, junto con las almas, salvarán todo lo demás.

¡Y Ozanam va presentando aquella pléyade de misioneros lejanos, de obispos, de monjes, doctores, predicadores, vírgenes y, con frecuencia, mártires! Y es siempre Roma. Pero es una Roma nueva y diferente: una Roma espiritual que emprende de nuevo la conquista del mundo. Pero esta vez es la conquista del mundo por la conquista de las inteligencias y de los corazones. Tarea ingrata en la que se ve abandonada por aquellos mismos que a Ella se habían entregado. Entonces, mientras los godos, los vándalos, los lombardos se pasan al arrianismo, se adhiere la Iglesia con predilección a una tribu germana, en cuya grandeza trabaja todo el Occidente. Y urgía hacerlo. Llegó el momento en que, al terminar Ozanam una de sus lecciones, teniendo en la mano el libro de Salviano, no encuentra sobre el antiguo territorio del Imperio sino tan sólo paganos y arrios.

¡Doble barbarie!… ¡Es el caos! ¡La anarquía. ¿Qué mano podrá procurar el orden, la unidad y, con eso, la verdadera luz? Ante semejante desmembramiento del Imperio, ¿dónde encontrar la cabeza que reconstruya un cuerpo? ¿Dónde está la fuerza, el pensamiento, la esperanza y la vida?

7.— El obispo Remigio

Pero un día —contesta Ozanam en un arranque que recuerda los arranques del P. Lacordaire— un día de Navidad del año 496, el obispo Remigio espera en la puerta de su catedral de Reims. Espera de pie, con la cabeza erguida y la mirada en alto. Los velos pintados y suspendidos en las casas vecinas sombrean la majestad del atrio. Los pórticos están cubiertos con blancas colgaduras. Las fuentes están listas, los bálsamos, derramados sobre el mármol. Los cirios perfumados centellean por todas partes y fue tal el sentimiento de piedad difundido en el santo lugar, que los bárbaros creyeron encontrarse entre los perfumes del paraíso. Bajó a la pila bautismal el jefe de una tribu guerrera. Tres mil de sus compañeros lo siguieron y, cuando de allí salieron ya cristianos, se hubiera podido ver salir junto con ellos catorce siglos de imperio: toda la caballería, las cruzadas, la escolástica, es decir, el heroísmo, la libertad, las luces modernas. Era el comenzar de una gran nación en el mundo: la nación de los francos.

¡Los francos! Con ellos se inauguró una nueva era para la obra de la civilización, en ese siglo quinto en que el Cristianismo prodigó todos sus tesoros de ciencia, de caridad, de virtud y de gracia. En cada una de sus lecciones nos presenta Ozanam a la Iglesia derramando sus beneficios sobre la Humanidad.

Van apareciendo sucesivamente el derecho cristiano, iluminando primero con sus reflejos bajo los emperadores idólatras; luego con sus rayos directos, bajo los emperadores cristianos, pero siempre iluminando lo que hubiera podido destruir y que prefirió transformar.

Luego, las letras, penetrando, paso a paso, en la Iglesia, y la Iglesia facilitándoles la entrada y abriéndoles camino, como a una preparación humana del Evangelio.

La teología, oponiendo la solidez indestructible de sus dogmas a las fábulas del paganismo y a las sutilezas de la herejía.

La filosofía cristiana, renovando en San Agustín las más sublimes especulaciones y aspiraciones de Platón, iluminadas por las luces de la razón.

El papado, oponiendo al torrente de las invasiones la autoridad de su palabra y de su intervención.

Las instituciones monásticas, preparando a las razas nuevos instructores y bienhechores y apóstoles modelos.

Las costumbres cristianas, respetuosas del esclavo, del indigente, del obrero, de la mujer, rehabilitada en un/ matrimonio consagrado.

La elocuencia, la historia, la poesía y el arte, bautizados y ensayándose, muchas veces con esplendor, en celebrar lo que antes habían desconocido y en abatir lo que antes habían glorificado.

Así fueron sucediéndose las lecciones de Ozanam, lecciones que habrían de convertirse en los capítulos de un libro más elocuente que el discurso.

8.— La conquista moral de los discípulos

Pero la enseñanza de Ozanam no era tan sólo una lección de palabras brillantes. Eran, ante todo, una acción moral. Lo mismo que proclama de esa Iglesia civilizadora, quiere él también hacerlo, y así se dirige a la conciencia de los oyentes. Sobre ella quiere obrar. Su conquista es su anhelo. Por eso, el alma brota de aquellos labios inspirados. Sus lecciones tienen un sello personal de bondad y virtud, de ciencia y verdad. Y también por eso fue él para la juventud una verdadera autoridad, autoridad que fue discreta y bienhechora y, al mismo tiempo aceptada, aclamada y amada.

Montalembert, más de una vez, echando a la espalda sus años, vino a sentarse, mezclado entre los jóvenes, al pie de aquella cátedra, para disfrutar con deleite de aquella palabra tan generosa, tan sincera y tan atractiva. A sus ojos, era Ozanam el llamado a enarbolar mejor que ningún otro, el estandarte de la inteligencia católica. Era él, el capaz de preservar a aquella pobre juventud y de arrancarla del escepticismo, del libertinaje y de la idolatría de la raza. Y Montalembert encontraba que bien merecido tenía Ozanam el ser el guía de aquella juventud y el ser su oráculo.

Desarrolló Ozanam, entre otras, una bellísima lección sobre las mujeres cristianas del siglo V. En ella, habla a aquellos jóvenes del matrimonio, haciéndoselo considerar bajo el aspecto del sacrificio y mostrándoles el deber que existe de ir a él con la plenitud de virtudes que deben, al mismo tiempo, exigir en la mujer elegida: «Son dos copas —dice— que deben estar igualmente llenas, para que la unión sea equitativa y que el cielo la bendiga.» Al expresarse Ozanam así, ¿no piensa en su propia vida y no es su propia armonía la que recuerda, cuando canta las virtudes y la felicidad del matrimonio cristiano?…

Hubo también una clase cuyo tema fue la caridad cristiana, tema que no podría haber faltado en el programa de Ozanam. Comparando entre sí las dos religiones, la pagana y la cristiana, y lo que ambas han hecho en favor del trabajo, de la libertad del esclavo y de la asistencia al pobre, mira Ozanam, en uno y otro lado, los monumentos que dichas obras atestiguan:

«Sí —concluye él— la antigüedad nos sobrepujó en los monumentos que supo erigir para el goce y el placer. Comprendían ellos mucho mejor que nosotros el arte de gozar. Y, para ellos, ningún esfuerzo era grande, cuando se trataba de levantar coliseos, teatros y circos donde se podían sentar ochenta mil espectadores. Comprendían mejor el arte de gozar, pero nosotros los aniquilamos al presentarles esos innumerables monumentos, levantados por el cristianismo para consolar el dolor y amparar la debilidad. Esos monumentos que tan sabiamente bautizaron nuestros antepasados, con el simbólico nombre de hôtels de Dieu, hoteles de Dios!

«Los antiguos sabían gozar. Tenemos que reconocer que también, a veces, sabían morir. Pero morir es algo muy corto… Nosotros poseemos una ciencia que es distinta y que es mejor. Nosotros sabemos algo que dura tanto como la vida, algo que forma en sí la dignidad humana: sabemos sufrir y sabemos trabajar.»

9.— El amor de Jesucristo, Conquistador de pueblos

Aquel historiador de una Edad que hizo obras sublimes, sabe atribuirle todas esas obras al amor de Jesucristo. Y al amor de Jesucristo rinde homenaje como a la palanca única capaz de levantar el mundo y de mudarlo al cielo: «Mirad los tiempos cristianos —dice—y veréis ese amor convertido en amor del mundo. La antigüedad no conoció nunca nada semejante. Ignorante de Dios, no pudo amarlo y, por lo tanto, no supo amar al hombre. Y es el amor quien venció al paganismo en los anfiteatros y en las hogueras. Es el amor quien civilizó los pueblos nuevos, quien los arrastró a las cruzadas. Es el amor quien engendró héroes mayores que los mayores héroes de todas las epopeyas. Fue el amor quien encendió la antorcha de las escuelas, donde las Letras habían de sobrevivir durante los siglos de barbarie. Y fue él quien dictó, después de los Salmos de David, los himnos de la Iglesia, es decir, los cantos más sublimes que hayan consolado el desierto de la tierra.»

10.— Los errores de la Edad Media

En esas lecciones, no dejó Ozanam, por otra parte, de dar su voz de alerta para todos aquellos que, con ciega pretensión, quieren colocar en la Edad Media el ideal de la perfección social: «Atención —les dice—; lograremos tan sólo con eso excitar los buenos criterios contra una época de la que se quieren justificar todos los errores. Con eso haríamos aparecer al Cristianismo como responsable de todos los desórdenes de una época en la que pretenderíamos presentarlo como dueño y señor de todos los corazones. Precisa ver el mal tal cual fue, es decir, formidable. Y precisa verlo justamente para que podamos así conocer mejor los servicios prestados por la Iglesia, cuya gloria en esos siglos mal estudiados, no es el haber reinado, sino, más bien, el haber combatido.»

Las revoluciones y desastres de esos siglos de transición suministran a Ozanam el tema de una nueva instrucción para la época moderna, tan llena de pruebas. Era la instrucción de la tolerancia y de la esperanza en Dios. Veamos cómo dice a aquella juventud: «Por más que nos internemos en los bosques de la Germanio y en las oscuridades de la Edad Media, no creáis que, por eso, serán nuestros estudios completamente antagónicos con las preocupaciones del presente, ni con sus peligros, ni con sus esperanzas. Antes bien, aprenderemos con ellos a conservar la esperanza, en medio de las épocas amenazadoras de nuestro siglo, épocas en las cuales la violencia se ha presentado como dueña absoluta de todo, despreciando la luz y detestando la ley. Seguros como estamos que la civilización no ha de desaparecer, aprenderemos también cómo puede ella vencer más con la palabra que con la espada. Y tanto por la caridad como por la justicia».

En otras de sus clases, reanima a sus discípulos de esta manera: «En medio de nuestra decadencia tan evidente, no neguemos el progreso que no queremos reconocer. Ya que nos tocaron días malos, no olvidemos que el Cristianismo, que es nuestro guía, los ha experimentado peores y digamos, como decía Eneas a sus abatidos compañeros: O passi graviora, daba Deus his quoque finem«.

Así hablaba Ozanam, poniendo toda su alma en lo que decía. La taquigrafía arrebataba las palabras de aquellos labios inflamados, para devolvérselas al autor, quien, a su vez, las convertiría en una obra del arte más perfecto y más puro. Mas, ¡ay!… El águila real que baja a visitar la tierra, difícilmente se detiene largo tiempo en ella. Pronto sacude el polvo de sus alas y se remonta al cielo…

Al final de la XXI lección, la última del año académico, se despide Ozanam de sus discípulos y les deja entrever que no está seguro de llegar con ellos hasta la tierra prometida de sus pensamientos. A la vez, les manifiesta la seguridad que tiene de no haber perdido el tiempo, si ha logrado convencerlos de lo que el progreso adeuda al Cristianismo; si ha logrado, en tiempos tan llenos de dificultades, reanimar la esperanza en sus corazones. Esa esperanza, que no sólo es la inspiradora de toda belleza, sino también el principio de todo bien. Esa esperanza, que nos impulsa no sólo a emprender grandes obras, sino también a cumplir grandes deberes. Esa esperanza, necesaria al artista para manejar su pluma o su pincel, necesaria al joven que funda un hogar, necesaria al labrador que deja caer la semilla en el surco, necesaria a aquéllos que, renunciándose a sí mismos, se consagran a Cristo! Obedeciendo todos a la palabra de Aquél que dijo: ¡Sembrad!

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