Capítulo XX: La revolución de 1848
La política pontificia.—»Peligros y esperanzas de Roma».—La revolución de febrero.—La candidatura política.
Llegado de París en los primeros días de agosto de 1847, Ozanam tuvo que atender inmediatamente a tanta gente y tantos asuntos postergados, que antes de reanudar sus cursos fue a pedir algunos días de paz y de libertad al señor de Frañcheville, su amigo, colaborador de El Corresponsal, que lo convidaba a Arminvilliers, en la Brie. Lo recibió a él, a su esposa y a su hija, en la hospitalaria soledad de un castillo feudal, aún guardado por sus fosos y su puente levadizo y rodeado de grandes bosques, todo lo cual le ofrecía la viva imagen de su amada Edad Media.
Allí le trajo El Corresponsal un artículo del señor Foisset sobre la Historia de los Girondinos del señor de Lamartine. Esa obra del poeta era el acontecimiento del día. En ella hacía la glorifica- ción casi sin reservas de aquellos políticos de la Asamblea Legislativa y de la Convención, con todos sus errores, sus faltas, sus depredaciones y sus crímenes, inmunizados de su veneno y revestidos de los brillantes colores de la poesía. El señor Foisset, en su artículo, daba buena cuenta del libro; y fue por ese justo fallo por lo que Ozanam quiso felicitar al autor. «He leído —le escribió— páginas muy elocuentes, permítame decírselo, muy valientes, muy cristianas, sobre los Giróndinos. Irascimini et nolite peccare. Me acordaba todavía de aquel hermoso fresco del Vaticano que acabo de ver, en que los ángeles fustigan a Heliodoro por haber violado el templo. Me parecía que le hubiesen prestado a usted sus látigos. ¡Y sin embargo, cómo se siente que son el arma de una mano amiga, y que al romper el ídolo, trata usted de encontrar y conmover el corazón cristiano que antaño latía en ese pecho! Con todo, ¿no añadirá usted nada a ese trabajo que, si no me engaño, es uno de los mejores que han salido de su pluma? ¿Y no escribirá usted un libro que todos quisiéramos leer, que a todos nos haría felices y que necesitamos?…»
¿Se podía repudiar más formalmente la Historia y romper con el historiador conservando a la par ese último sentimiento de fiel piedad que no quiere desesperar del arrepentimiento del hombre y de la misericordia de Dios?
Añadía que «todos los escándalos y las apostasías contemporáneas se borraban, en aquella hora, ante cl fulgor del astro naciente de Pío IX».
Iluminado, digámoslo así, por «ese astro», Ozanam reapareció ante sus estudiantes de la Sorbona para impartir su curso de apertura. Era el 21 de diciembre de 1847. El público que atestaba la sala tributó a su feliz regreso una afectuosa ovación. Respondió muy conmovido con estas hermosas y melancólicas palabras: «Al volver a esta cátedra en que me reservabais tan fraternal acogida, debo ante todo pediros perdón por una larga ausencia que exigía mi salud; luego, por el retraso de mis lecciones que habrán de sufrir todavía mucho tiempo debido al agotamiento de mis fuerzas. Sin embargo, al ir en busca del hermoso cielo de Italia, me alejé de vosotros menos de lo que pensáis. Llevaba conmigo todas las preocupaciones de una enseñanza que vosotros me habéis hecho valiosa, todas las cuestiones que solíamos discutir juntos. Todo esto me sirvió mucho: pues lo que da interés a un viaje, son las ideas que nos acompañan, que nos persiguen y que se aclaran con el espectáculo de los lugares y de los hombres … Esto es lo que creo haber aprendido en una peregrinación de ocho meses, cuyo recuerdo os traigo como los peregrinos de la Edad Media traían una rama cortada de las palmeras del Oriente».
Los primeros meses de 1848, que siguieron al viaje de Italia de Ozanam, fueron, para él y los suyos, una .de esas raras temporadas de tranquila felicidad que es preciso saborear, pues huye de nosotros. El mismo lo dice así a Ampère: «Gozamos con profunda gratitud de esta breve felicidad que Dios nos ha otorgado. Felicidad doméstica, en primer lugar: Mi querida Amelia, tanto tiempo agobiada de pena, goza desde hace unos meses de una salud bastante buena. Nuestra niña está en perfecta salud, crece y no adelgaza; y ha llegado a la edad más feliz de la infancia: ya en situación de charlar, comprender y colmarnos de caricias; pero demasiado pequeña todavía para estudiar y para que se le castigue en serio. Tenemos también los recuerdos de nuestra hermosa romería del año pasado, cuyas emociones tardarán en borrarse. En fin, tenemos amigos que son en’parte los de usted. Sobra decir que=se encuentran en ellos admirables recursos, para los buenos y los malos días. No le hablo de la familia de mi mujer, de mis hermanos que no conoce y cuya ternura es para nosotros muy grata».
Luego, vuelve sobre sí mismo y expresa su gratitud y sus efusiones de amor al autor de estas dádivas: «Sería un malvado si no mostrara más agradecimiento. Se va la juventud y advierto que no me vuelvo mejor por ello. Dentro de tres meses cumpliré treinta y cinco años; nel mezzo del cammin di nostra vita. Suponiendo que haga el resto del camino, será preciso alcanzar ese término, y mi temor es llegar con las manos vacías».
Sin embargo, se acercaba la hora en que la política reservaría al hombre público días menos dulces y tranquilos. El 11 de enero de 1848, el conde de Montalembert, en un soberbio discurso sobre Pío IX en Italia, había conquistado los sufragios de la Cámara de los Pares que, en nombre del país, le había respondido unánimemente con esta enmienda del manifiesto al rey: «Se abre una nueva era de civilización para los Estados italianos. Apoyamos con todas nuestras simpatías y nuestras esperanzas al magnánimo Pontífice que la inaugura con tanta sabiduría como valor, así como a los soberanos que siguen, a ejemplo suyo, esa vía de reformas pacíficas en que caminan unidos lôs gobiernos y los pueblos». Así las cosas, aún conmovido por sus emociones romanas, Ozanam se sorprendía de que la prensa católica no vibrara al unísono de ese entusiasmo. «Y eso —dice— después de quince meses de un pontificado que recuerda el de Gregorio II y de Alejandro III, destinado a celebrar en fin la Alianza del cristianismo y de la libertad».
Escribe a Monsieur Foisset para quejarse de que El Corresponsal no haya publicàdó todavía un trabajo serio «sobre acontecimientos que acaso dejen honda marca en nuestro siglo». Era tanto como ofrecerse a hacerlo. Primero, lo tomó de tema de un discurso sensacional pronunciado en el Círculo, luego de un artículo que lo reprodujo al completarlo bajo el título: De los Peligros de Roma y de sus Esperanzas, publicado en El Corresponsal del 10 de febrero de 1848.
A mi gran pesar, no puedo presentar aquí más que un rápido análisis de esas 23 páginas de revista apretadísimas, que constituyen uno de los escritos en que Ozanam mostró más talento, gastó más tesoros de informaciones, de ardientes convicciones y, por ende, de elocuencia y persuasión. Es un trozo magistral, que falta en sus Obras completas.
Después de declarar que no empeña en ese artículo más responsabilidad que la suya, el escritor se siente en libertad para establecer el balance de los peligros y de las esperanzas de la obra reformadora de Pío IX. Los peligros proceden de fuera y de adentro. Fuera, de los amos de la política austríaca, de los absolutistas, de los partidos vencidos. Dentro, de los interesados en los viejos abusos de los que vive. Hay reaccionarios que no quieren reformas, hay impacientes que quieren llegar demasiado pronto a la meta; hay los zelanti y los imprudentes que la exceden y que, al saludar en Pío IX al rey de toda Italia, espantan y sublevan ya contra él a todos los gabinetes de Europa. ¿No son unos traidores?
Al bendecir a Pío IX, no por eso deja Ozanam de defender a Gregorio XVI. Hace también plena justicia a la Compañía de Jesús, reprobando el reciente panfleto del padre Gioberti, Il Gesuita moderno, «que prestó sus folletos a carteleras incendiarias».
Cuando Ozanam pasa de los peligros a las esperanzas, las encuentra en abundancia. En primer lugar, en torno de Pío IX, su buen pueblo, sus amigos, los sabios e ilustres patriotas católicos de toda Italia. Nombra al ‘conde Balbo, al marqués d’Azeglio, a Tomasseo, a Orioli, a Candi, a Capponi, a Rosmini, a Ventura. Se complace en la pintura del amor de los romanos hacia sus príncipes, sin cegarse por eso acerca de todo cuanto en ese amor hay de intemperante y comprometedor. Son italianos, los disculpa, pero son también cristianos; y se tranquiliza respecto a su movilidad pensando en «la fe de ese pueblo cuyo entusiasmo por el Ponti- fice-rey es también una religión. Ahora bien ¿la religión no es la garantía del orden y de la fidelidad, del mismo modo que el amor tiene su expansión en la libertad?»
Pero lo que Ozanam coloca al principio y al final de sus razones de esperar es la persona misma del Papa: «Esta es mi esperanza más fuerte y también la más suave; y así como nació en mi corazón, quisiera verla dueña de todos los corazones». Se halla también en su espíritu. Ama a Pío IX, por irresistible inclinación, porque es bueno, y quiere el bien; pero también por razonamiento, porque es sabio. Lo considera coronado con todas las virtudes: pureza, caridad, fuerza. Su humildad lo confunde, su piedad lo conmueve, su oración lo edifica. Ve que cada una de sus resoluciones está madurada ‘en el fuego de la oración, empapada en el llanto derramado ante Dios. ¿No es una prenda de su alta inspiración y de su eficacia? «En suma —repite— este Papa es un santo y un santo como Dios no lo ha dado al pontificado romano desde San Pío V».
¿Se quiere decir con esto que Pío IX va a subir al triunfo de su política por un camino alfombrado con palmas? «No, de seguro —responde grave y magnánimamente Ozanam—. Creo, al contrario, que el porvenir reserva a Pío IX las más graves dificultades. Lo creo para la gloria de este gran papa. Dios no suele suscitar hombres de ese temple para dificultades nimias y corrientes. De otro modo, su misión parecería demasiado fácil, ocuparía poco lugar en la historia. Su barca navegaría en aguas muy tranquilas. Esperemos tempestades; pero no tengamos miedo como los discípulos de poca fe. Cristo está en la barca y no duerme: jamás ha velado tan bien como hoy».
Ese vibrante y perturbador artículo había de tener un final más arrebatador aún. Ozanam recuerda, como historiador de la conversión de los bárbaros, que, del siglo VI al IX, los papas San Gregorio el Grande, luego Gregorio III, rompiendo con Bizancio que abandonaba la defensa de la Iglesia, se volvieron hacia los bárbaros que parecían ser su esperanza y su sostén, al convertirse en hijos suyos. Le pareció que esa antigua evolución de Roma hacia los bárbaros no carecía de analogía con la que ahora la impulsaba a volverse hacia las masas populares, «gratas a la Iglesia —decía- porque son el número, el número infinito de las almas que es preciso conquistar y salvar; porque son la pobreza que Dios ama, y el trabajo que hace la fuerza». Y terminaba valientemente así: «Sacrifiquemos nuestras repugnancias y nuestros resentimientos para volvernos hacia esa democracia, hacia ese pueblo que no nos conoce. Persigámoslo no sólo con nuestras prédicas, sino con nuestros beneficios. Ayudémoslo, no sólo con la limosna, que obliga a los hombres, sino con nuestros esfuerzos para obtener instituciones que nos liberen y nos hagan mejores. Pasemos a las filas de los bárbaros, y sigamos a Pío IX».
No comprendieron a Ozanam. Ese último grito sembró el espanto. La palabra democracia evocó el fantasma del Terror; ese nombre de bárbaro designó a los comunistas, a los falansterianos. No se entendió la alusión, ni tampoco la intención. Ozanam se mostró más triste que sorprendido. «Me esperaba recibir quejas y reconvenciones —escribe dos días después de esa publicación—. Y en efecto llegan a raudales». Por un lado, no escaseaban las adhesiones incondicionales’ de fervorosos ;católicos. El venerable padre Desgenettes le escribe que lo aprueba. El Padre Lacordaire le repite que comparte todas sus opiniones; sólo le extraña que parezcan temerarias. El señor Foisset le dirige algunas ‘observaciones, pero tan amistosas, que Ozanam jamás lo vio «ni más ardiente ni más benévolo y apremiante que en esas líneas que son de las que debe uno guardar para releerlas. Bien sabía –prosigue— que mi sinceridad desagradaría. No me gusta levantar tempestades; sólo obedecí a la necesidad de cumplir con mi deber… Usted mismo, señor y querido amigo, pensaba como yo en octubre. ¿No puedo esperar que tendré el consuelo de estar de acuerdo con usted? Si no fuera así, será que me expresé mal; y así ha de ser, puesto que usted no me comprende».
«Pasar de Bizancio a los bárbaros» es, según explica, pasar del bando de los hombres de Estado y de los reyes esclavos de sus intereses egoístas y dinásticos, como Talleyrand y Metternich, a los intereses nacionales y populares. Ir al pueblo es, siguiendo el ejemplo de Pío IX, ocuparse de ese pueblo que tiene demasiadas necesidades y carece de derechos, que reclama una mayor intervención, dentro de lo razonable, en los asuntos públicos, garantía para su trabajo, seguridades contra la miseria; ese pueblo que, hoy por hoy, no lee la Historia de los Girondinos; que no da banquetes reformistas ni siquiera come en ellos; que sin duda sigue a malos jefes, porque no puede encontrarlos buenos. Pasar al pueblo no es hacerles el juego a hombres como Mazzini, Ochsenbein y Enrique Heine, sino pasar al servicio de las masas, incluidas las del campo, lo mismo que de las ciudades. Así es como pasar al pueblo es pasar a los bárbaros, pero para arrancarlos a su barbarie, hacer de ellos ciudadanos al hacerlos cristianos, hacerlos subir en la escala de la verdad y de la moralidad, hacerlos dignos y capaces de la libertad de los hijos de Dios.
Sin embargo, por ese escrito de viva actualidad, con sus conclusiorles prácticas, Ozanam bajaba de la región de las verdades absolutas al terreno’ volcánico y asolado de las cuestiones políticas, de las que se ha escrito que «Dios las ha entregado a la disputa de los hombres». No debe uno, pues, sorprenderse de que haya encontrado contradicción a sus ideas, y heridas de las que nunca se curó su corazón.
Foisset reprochó a su artículo «que había exagerado las faltas de los retrógradas o conservadores y atenuado las de los impacientes o revolucionarios, disminuido las razones de temer, encarecido las de esperar». En efecto, parece que Ozanam no tomó lo bastante en cuenta las alarmas de los primeros, que los hechos, desgraciadamente, no tardaron en justificar. Detrás de esos impacientes, insaciables de reforma, no vio con la debida claridad la acción secreta del carbonarismo y la mano de Mazzini que precipitaba el movimiento que había de acarrear la caída del Papa y del Papado, al urdir contra él la pérfida trampa a la que se ha dado el nombre de «conspiración de las ovaciones». Esa mano que es demasiado fácil reconocer ahora, se ocultaba entonces a los transeúntes, lo mismo que a ese peregrino francés, engañado como la muchedumbre, sincero como ella; engañado como la Francia ilustrada y honrada, engañado como su parlamento, como Montalembert, que saludaban todos, junto con Ozanam, la magnanimidad del gran Reformador; engañado también como el propio Pío IX, cuya única falta fue haber creído en la posibilidad del bien, cuyo mayor dolor fue haber encontrado ingratos y a cuya empresa sólo le faltó, para ser proclamada la maravilla del siglo, algo que le robó la malicia de los hombres: el éxito.
La carta de Ozanam en respuesta al señor Foisset es del 22 de febrero. El 24, estallaba la revolución que derrocó al rey Luis Felipe y proclamó la República.
Hacía mucho que, en 1834, Ozanam, que entonces tenía 21 años, formulara en los siguientes términos su programa político en una carta a un amigo:
«No ñiego, no rechazo ninguna combinación gubernamental; pero no las considero a todas sino como instrumentos diversos para hacer más felices y mejores a los hombres.
«Creo en la autoridad como medio, en la libertad como medio, en la caridad como fin.
«Dos especies de gobiernos obedecen ‘ a dos principios diametralmente opuestos:
«O bien, la explotación de todos en provecho de uno solo: y entonces se tiene la monarquía de Nerón: monarquía que aborrezco. O bien el sacrificio de uno solo en provecho de todos: y entonces se tiene la monarquía de San Luis, que venero con amor.
«O bien se trata de la explotación de todos, en provecho de una sola facción: y entonces se tiene la república del Terror; y esta es la república que maldigo. O bien el sacrificio de cada uno en provecho de todos; y esta es la república cristiana de la Iglesia primitiva de Jerusalén. Es acaso también la dei fin de los tiempos, el Estado más alto que pueda alcanzar la humanidad».
El joven Ozanam añadía: «Todo gobierno me parece respetable en cuanto representa el principio divino de la autoridad: en tal sentido entiendo la omnis potestas a Deo de San Pablo. Pero pienso que frente al poder es preciso conceder su lugar al sagrado principio de la libertad, que debe reivindicarse enérgicamente para que se alce una voz valiente y severa que amoneste a un poder que explote en vez de servir.
«La oposición es cosa útil y loable, mas no la insurrección. Obediencia activa, resistencia pasiva; las Prisiones de Silvio Pellico y no las Palabras de un creyente».
Varios de estos aforismos políticos son de un adolescente, pero no, a buen seguro, de un revolucionario.
Por encima de la cuestión de los gobiernos, había otra más estrechamente ligada con la cuestión religiosa. Ozanam lo escribe así a sus amigos: «La cuestión que agita en torno nuestro al mundo no es una cuestión de personas, ni una cuestión de formas políticas, sino una cuestión social. Es la lucha de los que no tienen nada y de los que tienen demasiado; es el choque violento de la opulencia y de la pobreza que hace ‘temblar el suelo bajo nuestros pies. El deber de nosotros cristianos es interponemos entre esos dos bandos para que por medio de nosotros la caridad haga lo que no puede hacer la sola justicia». Ahora bien, eso era, más que nunca, lo que Ozanam quería hacer después de febrero de 1848.
El día mismo de la sangrienta insurrección, la Sociedad de San Vicente de Paul recibió gran honor de la acción de uno de sus miembros cuyo nombre, digno de la historia, permaneció oculto en la sombra que solían buscar los cofrades. Así lo refiere El Amigo de la Religión del 29 de febrero de 1848:
«El pasado jueves, 24, en el momento en que el pueblo acababa de invadir las Tullerías y arrojaba por la ventana los muebles y las cortinas, un joven que forma parte de la Conferencia’ de San Vicente de Paul corrió apresuradamente a la capilla, temiendo que fuese devastada, para tratar de impedir esa profanación. La capilla, en que se había dicho misa esa misma mañana, estaba ya invadida ; algunos hábitos sacerdotales estaban dispersos en la sacristía; pero no habían tocado el altar. El piadoso joven suplicó a algunos guardas nacionales que lo ayudaran a llevarse los vasos sagrados y el crucifijo. Le respondieron que estaban de acuerdo con él, pero que juzgaban necesario que los ayudara un alumno de la Escuela Politécnica: Se presentaron dos. Tomaron los vasos sagrados y el crucifijo y salieron por el patio de las Tullerías y el Carrusel para ir a la iglesia de San Roque.
«En el patio, hubo gritos contra los hombres cargados con tan precioso depósito. Entonces el que llevaba el crucifijo lo alzó diciendo: `Queréis ser regenerados; pues bien, no olvidéis, que sólo podréis lograrlo por Jesucristo’. ‘Si, sí —respondieron muchas voces—; es el Amo y Señor de todos nosotros’. Todos descubrieron sus cabezas, gritando: `¡Viva Cristo!’ El crucifijo y un cáliz sin patena fueron llevados, por decirlo así, en procesión hasta San Roque donde los recibió el señor cura.
«Las buenas gentes que formaban ese conmovedor cortejo empezaron por pedir su bendición al respetable sacerdote que les dirigió unas palabras muy sentidas, recibidas con el más sincero respeto: `Amamos a Dios —exclamaron—; queremos la religión; queremos que sea respetada. ¡Viva la libertad! ¡Viva la religión y Pío IX!’ Antes de retirarse, se arrodillaron todos para recibir la bendición del señor cura»1.
La revolución de febrero había adquirido en el espíritu de Ozanam proporciones desmesuradas. Escribió entonces: «En los acontecimientos de Roma, de París y ahora de Viena ya se escucha la voz que dice: Ecce facio coelos nonos et terram novam. (He aquí que hago cielos nuevos y una nueva tierra) . Desde la caída del imperio romano, el mundo no había visto una revolución semejante a ésta. Creo, como ayer, en la invasión de los bárbaros; pero d e bárbaros semejantes a los francos de Clodoveo. En fin, creo en la emancipación de las nacionalidades oprimidas y más que nunca admiro la misión de Pío IX, suscitada tan a propósito para Italia y para el mundo. En una palabra, no me disimulo ni los peligros del tiempo ni la dureza de los corazones; espero ver mucha miseria, desórdenes y acaso pillajes. Creo que podemos ser aplastados, pero que será bajo el carro del cristianismo».
Ozanam no hàbía faltado al deber de revestir el uniforme de la guardia nacional y de alistarse en el puesto de peligro con todos los buenos ciudadanos. Pero no estaba allí su verdadero puesto; y el señor Foisset, entre otros, tenía la esperanza de que se convertiría en la Cámara en uno de los promotores del nuevo orden de cosas. Modestamente, Ozanam le respondió, el 22 de marzo de 1848
«No está usted en lo justo, querido amigo, al creer que soy uno de los hombres de la situación. Nunca he sentido mejor mi debilidad y mi incompetencia. Estoy menos preparado que nadie para las cuestiones que van a ocupar los espíritus; quiero decir las cuestiones del trabajo, del salario, de la industria, de la economía, más considerables que todas las controversias políticas … No soy hombre de acción, no he nacido ni para la tribuna ni para la plaza pública. Si soy algo, y por cierto bien poca cosa, es en mi cátedra, o quizás en el recogimiento de una biblioteca para sacar de la filosofía y de la historia una serie de ideas que pueda presentar a los jóvenes, á los espíritus turbados e inciertos, para consolarlos, animarlos, unirlos en medio de la confusión del presente y de las tremendas incertidumbres del futuro».
Sin embargo, el nómbre de Ozanam figuró en París en varias listas de candidatos a las elecciones legislativas. Rehusó ese honor. Convencido de que en la actualidad los católicos no se hallaban en número suficiente para triunfar solos, escribió: «Lo mejor que podemos hacer es llevar nuestros sufragios a candidatos republicanos que compartan nuestra fe y que ofrezcan serias garantías para nuestra libertad».
Ozanam terminaba esa carta, cuando le entregaron una, muy insistente, venida de Lyon, en que’ un comité de católicos le rogaba que dejara inscribir su nombre en la lista de los buenos candidatos de esa ciudad, donde la división de los partidos y de los sufragios le daba una probabilidad de reunir un número suficiente de votos. Volvió a tomar su carta a Foisset y le sometió el caso: «Fuera de las razones susodichas, mi salud no es tan robusta como para permitirme afrontar las tormentas de la Asamblea nacional. Mis hábitos de palabra tampoco se ajustan con los de la tribuna política. Mis amigos de aquí están divididos. Varios me aconsejan que espere la próxima asamblea. ¿Qué opina usted? Si rpe responde a vuelta de correo, ‘su carta puede llegar todavía antes de que escriba a Lyon, pues sólo escribiré el sábado. Estoy sumamente perplejo».
Ignoramos cuál fue la respuesta del señor Foisset. Ozanam cedió y se dejó poner en la lista. Ya era muy tarde: sólo faltaban cuatro días para la apertura del escrutinio y no tenía siquiera tiempo para visitar a sus electores de Lyon. Escribe a sù hermano sacerdote: «Mi primer movimiento fue rehusar una misión tan mal avenida a mis costumbres y a mis estudios. Sin embargo, después de haberlo pensado ante Dios y pedido consejo a quienes tienen derechos sobre mi conciencia y mi corazón, aparte de los consejos de mi familia y de mis amigos, me he resuelto a un sacrificio que no podía negar, sin faltar al honor, al patriotismo y a la abnegación cristiana. Soy, pues, candidato por Lyon. Espero que sólo conseguiré un número honorable de sufragios, y que la Providencia habrá de ahorrarme la peligrosa gloria de ser representante del pueblo. Sin embargo, si tal es mi destino, espero que me dé valor suficiente para no traicionar sus designios. Sé lo que arriesgo; pero lo más que puedo exponer es la vida; y desde hace dos meses, Dios nos la hace lo bastante dura para enseñarnos a no apegamos a ella sino en la medida que El disponga para nuestra enmienda y salvación. En cuanto a la fortuna, sería egoísta pensar en ella en un momento en que se trata de salvar o de perder a Francia.
«He aquí, pues, querido hermano, otra razón para que reces muy particularmente por mí; con esa intención, te pido tu misa de Pascuas, si puedes disponer de ella ese día en que tal vez salga mi destino de la urna electoral».
La candidatura demasiado tardía y hasta presentada en la ausencia del candidato, no por eso dejó de reunir 16,000 votos favorables a su nombre. Era insuficiente para ser electo. Más que consolado de antemano por su fracaso, Ozanam escribe lo siguiente al mismo hermano: «De ese número de sufragios, resulta que si hubiera empezado antes y hubiese estado en el lugar mismo, hubiera podido triunfar; pero Dios, sin duda, quiso librarme de esos terribles deberes y permitirme que prosiga los estudios por los que me inspiró afición».
Desinteresado de la lucha personal, Ozanam se hizo ardiente promotor, entre los jóvenes, de la candidatura del señor Melun, del señor Thayer y especialmente del Padre Lacordaire: «El reverendo Padre conserva íntegra su admirable serenidad —escribe—. Nunca lo he visto más ecuánime, más dispuesto a servir los intereses de Dios sine turbarse con las pasiones humanas. El arzobispo de París quiso darle un patente testimonio de confianza al conferirle el título de vicario general».
Representante del pueblo en la Cámara, Ozanam habría provocado el voto de leyes económicas ~y caritativas que sin embargo tenía el recurso de hacer llegar por medio de una petición. Se le ve, en esos mismos días, redactar un pequeño escrito sobre el descanso dominical. «Se le distribuirá, se le anunciará; y tal vez sea el modo de invitar a los obreros a presentar una petición al respec-
to». Por otro lado, provoca «una reunión de profesores en que se ocuparán de fundar cursos públicos y una especie de escuela nocturna para esa buena gente. Los eclesiásticos carmelitas prestarán su concurso y el arzobispo proporciona un local». Informa a su hermano sobre el particular, el 15 de marzo: «Querido hermano, sabes que siempre aprobé y que me siento feliz de compartir tu inclinación hacia esos hombres laboriosos, pobres, ajenos a las delicadezas y a las atenciones de lo que suelen llamar gente educada. Si un número mayor de cristianos y sobre todo de eclesiásticos se hubiese ocupado de los obreros desde hace diez años, estaríamos más seguros del porvenir, y todas nuestras esperanzas descansan en lo poco que se ha hecho en. favor de ellos aquí, en París».
A ese mismo hermano, que se encontraba entonces en Lila, donde daba una misión, Ozanam le encarga que «se ocupe ahora más que nunca de los criados tanto como de los amos, y de los obreros tanto como de los ricos: en lo sucesivo es el único camino de salvación para la Iglesia de Francia. Es preciso que los curas renuncien a sus pequeñas parroquias burguesas, rebaño de élite en medio de una inmensa población a la que no conocen. Es preciso ocuparse no sólo de los menesterosos, sino de toda esa clase pobre que no pide limosna y que habría que convencer mediante predicaciones especiales, asociaciones de caridad y por el efecto, todo lo cual la conmueve más de lo que generalmente se cree»:
Luego, el 25 de marzo, a la misma persona, sobre las elecciones del Norte: «En vez de celebrar una alianza con la burguesía vencida, más valdría apoyarse en el pueblo que es el verdadero aliado de la Iglesia, pobre como ella, abnegado como ella, bendito como ella con todas las bendiciones del Salvador. Me informan de una excelente candidatura en Valenciennes, la de mi amigo Wallon, suplente actual del señor Guizot en la Facultad. Es un republicano sincero y un firme católico, miembro de la Conferencia de San Vicente de Paul y muy animoso para el bien de los pobres».
Cuando, después de febrero, Ozanam se apresuró a reanudar `su curso de la Sorbona, sólo tuvo que mostrarse a sus estudiantes tal como ya lo conocían: «Al regresar ante ustedes, después de los grandes acontecimientos que acaban de realizarse, me siento feliz al no encontrar en mis recuerdos de seis años de lecciones ninguna palabra que tenga que retirar ahora. Siempre me habéis conocido apasionado por la libertad, por las conquistas legítimas de los pueblos, por las reformas que moralizan a los hombres elevándolos, por esos dogmas de igualdad y fraternidad que sólo son el advenimiento del Evangelio en el dominio temporal. Y desde hoy, vuelvo aquí, a nuestra cita de estudios, para dar, en cuanto puedo hacerlo, el buen ejemplo de la confianza en el orden que se mantendrá mejor por la unanimidad de los ciudadanos que por el andamiaje de las ficciones legales».
Así pues, gracias a él y a otros, se fundaba por aquel entonces en Francia ese Partido de la confianza que un momento pudo jactarse de haber obtenido la mayoría. Ozanam escribe: «El primer deber para los cristianos, es no atemorizarse, y el segundo no atemorizar a su prójimo; reconfortar al contrario a los espíritus acongojados en la crisis política y financiera que atravesamos, mostrándoles que la Providencia está muy cerca. No nos atormentemos demasiado pensando en el mañana ni digamos: `¿Qué comeremos y con qué nos vestiremos?’ Tengamos valor, busquemos la justicia de Dios y el bien del país, y lo demás se nos dará por añadidura».
Tales son los conceptos en que, el 12 de abril, informa al señor Foisset que él y algunos 1.migos quisieran fundar un nuevo orden para tiempos y menesteres,nuevos. «Es la parte que tomaré en la vida política, de la cual nadie puede abstenerse hoy en día. Se concretará, pues, a lo poco que haga para la Nueva Era que saldrá definitivamente el 15 de abril».
Ozanam iba a penetrar sin saberlo en un campo de batalla ese mismo día.
- A ese hecho alude el Padre Lacordaire en su conferencia del 27 de febrero, cuando dice: «Gracias a Dios, creemos en Dios; y si tuviera dudas sobre nuestra fe, las puertas de esta metrópoli se abrirían espontáneamente, y el pueblo sólo necesitaría una mirada para confundirme, ya que hace poco, en medio de la embriaguez de su fuerza, llevaba en sus manos, como asociada a su triunfo, la imagen del Hijo de Dios hecho hombre». (Aplausos)







