Federico Ozanam (por Mons. Baunard): Capítulo 20

Francisco Javier Fernández ChentoFederico OzanamLeave a Comment

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Author: Monseñor Baunard · Translator: Salvador Echavarría. · Year of first publication: 1911 (Francia), 1963 (México).
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Capítulo XX: La revolución de 1848

La política pontificia.—»Peligros y esperanzas de Roma».—La revolución de febrero.—La candidatura política.

Llegado de París en los primeros días de agosto de 1847, Ozanam tuvo que atender inmediatamente a tanta gente y tantos asuntos postergados, que antes de reanudar sus cursos fue a pedir algunos días de paz y de libertad al señor de Frañcheville, su amigo, cola­borador de El Corresponsal, que lo convidaba a Arminvilliers, en la Brie. Lo recibió a él, a su esposa y a su hija, en la hospitalaria soledad de un castillo feudal, aún guardado por sus fosos y su puen­te levadizo y rodeado de grandes bosques, todo lo cual le ofrecía la viva imagen de su amada Edad Media.

Allí le trajo El Corresponsal un artículo del señor Foisset sobre la Historia de los Girondinos del señor de Lamartine. Esa obra del poeta era el acontecimiento del día. En ella hacía la glorifica- ción casi sin reservas de aquellos políticos de la Asamblea Legisla­tiva y de la Convención, con todos sus errores, sus faltas, sus de­predaciones y sus crímenes, inmunizados de su veneno y revestidos de los brillantes colores de la poesía. El señor Foisset, en su artículo, daba buena cuenta del libro; y fue por ese justo fallo por lo que Ozanam quiso felicitar al autor. «He leído —le escribió— páginas muy elocuentes, permítame decírselo, muy valientes, muy cristia­nas, sobre los Giróndinos. Irascimini et nolite peccare. Me acorda­ba todavía de aquel hermoso fresco del Vaticano que acabo de ver, en que los ángeles fustigan a Heliodoro por haber violado el tem­plo. Me parecía que le hubiesen prestado a usted sus látigos. ¡Y sin embargo, cómo se siente que son el arma de una mano amiga, y que al romper el ídolo, trata usted de encontrar y conmover el corazón cristiano que antaño latía en ese pecho! Con todo, ¿no añadirá usted nada a ese trabajo que, si no me engaño, es uno de los mejores que han salido de su pluma? ¿Y no escribirá usted un libro que todos quisiéramos leer, que a todos nos haría feli­ces y que necesitamos?…»

¿Se podía repudiar más formalmente la Historia y romper con el historiador conservando a la par ese último sentimiento de fiel piedad que no quiere desesperar del arrepentimiento del hombre y de la misericordia de Dios?

Añadía que «todos los escándalos y las apostasías contemporá­neas se borraban, en aquella hora, ante cl fulgor del astro nacien­te de Pío IX».

Iluminado, digámoslo así, por «ese astro», Ozanam reapareció ante sus estudiantes de la Sorbona para impartir su curso de aper­tura. Era el 21 de diciembre de 1847. El público que atestaba la sala tributó a su feliz regreso una afectuosa ovación. Respondió muy conmovido con estas hermosas y melancólicas palabras: «Al volver a esta cátedra en que me reservabais tan fraternal acogida, debo ante todo pediros perdón por una larga ausencia que exigía mi salud; luego, por el retraso de mis lecciones que habrán de sufrir todavía mucho tiempo debido al agotamiento de mis fuer­zas. Sin embargo, al ir en busca del hermoso cielo de Italia, me alejé de vosotros menos de lo que pensáis. Llevaba conmigo to­das las preocupaciones de una enseñanza que vosotros me habéis hecho valiosa, todas las cuestiones que solíamos discutir juntos. Todo esto me sirvió mucho: pues lo que da interés a un viaje, son las ideas que nos acompañan, que nos persiguen y que se aclaran con el espectáculo de los lugares y de los hombres … Esto es lo que creo haber aprendido en una peregrinación de ocho me­ses, cuyo recuerdo os traigo como los peregrinos de la Edad Me­dia traían una rama cortada de las palmeras del Oriente».

Los primeros meses de 1848, que siguieron al viaje de Italia de Ozanam, fueron, para él y los suyos, una .de esas raras tempo­radas de tranquila felicidad que es preciso saborear, pues huye de nosotros. El mismo lo dice así a Ampère: «Gozamos con pro­funda gratitud de esta breve felicidad que Dios nos ha otorgado. Felicidad doméstica, en primer lugar: Mi querida Amelia, tanto tiempo agobiada de pena, goza desde hace unos meses de una salud bastante buena. Nuestra niña está en perfecta salud, crece y no adelgaza; y ha llegado a la edad más feliz de la infancia: ya en situación de charlar, comprender y colmarnos de caricias; pero demasiado pequeña todavía para estudiar y para que se le castigue en serio. Tenemos también los recuerdos de nuestra her­mosa romería del año pasado, cuyas emociones tardarán en bo­rrarse. En fin, tenemos amigos que son en’parte los de usted. Sobra decir que=se encuentran en ellos admirables recursos, para los bue­nos y los malos días. No le hablo de la familia de mi mujer, de mis hermanos que no conoce y cuya ternura es para nosotros muy grata».

Luego, vuelve sobre sí mismo y expresa su gratitud y sus efusio­nes de amor al autor de estas dádivas: «Sería un malvado si no mostrara más agradecimiento. Se va la juventud y advierto que no me vuelvo mejor por ello. Dentro de tres meses cumpliré trein­ta y cinco años; nel mezzo del cammin di nostra vita. Suponiendo que haga el resto del camino, será preciso alcanzar ese término, y mi temor es llegar con las manos vacías».

Sin embargo, se acercaba la hora en que la política reservaría al hombre público días menos dulces y tranquilos. El 11 de enero de 1848, el conde de Montalembert, en un soberbio discurso so­bre Pío IX en Italia, había conquistado los sufragios de la Cámara de los Pares que, en nombre del país, le había respondido unáni­memente con esta enmienda del manifiesto al rey: «Se abre una nueva era de civilización para los Estados italianos. Apoyamos con todas nuestras simpatías y nuestras esperanzas al magnánimo Pon­tífice que la inaugura con tanta sabiduría como valor, así como a los soberanos que siguen, a ejemplo suyo, esa vía de reformas pacíficas en que caminan unidos lôs gobiernos y los pueblos». Así las cosas, aún conmovido por sus emociones romanas, Ozanam se sorprendía de que la prensa católica no vibrara al unísono de ese entusiasmo. «Y eso —dice— después de quince meses de un pon­tificado que recuerda el de Gregorio II y de Alejandro III, desti­nado a celebrar en fin la Alianza del cristianismo y de la libertad».

Escribe a Monsieur Foisset para quejarse de que El Correspon­sal no haya publicàdó todavía un trabajo serio «sobre aconteci­mientos que acaso dejen honda marca en nuestro siglo». Era tanto como ofrecerse a hacerlo. Primero, lo tomó de tema de un dis­curso sensacional pronunciado en el Círculo, luego de un artículo que lo reprodujo al completarlo bajo el título: De los Peligros de Roma y de sus Esperanzas, publicado en El Corresponsal del 10 de febrero de 1848.

A mi gran pesar, no puedo presentar aquí más que un rápido análisis de esas 23 páginas de revista apretadísimas, que consti­tuyen uno de los escritos en que Ozanam mostró más talento, gastó más tesoros de informaciones, de ardientes convicciones y, por ende, de elocuencia y persuasión. Es un trozo magistral, que falta en sus Obras completas.

Después de declarar que no empeña en ese artículo más respon­sabilidad que la suya, el escritor se siente en libertad para esta­blecer el balance de los peligros y de las esperanzas de la obra reformadora de Pío IX. Los peligros proceden de fuera y de adentro. Fuera, de los amos de la política austríaca, de los abso­lutistas, de los partidos vencidos. Dentro, de los interesados en los viejos abusos de los que vive. Hay reaccionarios que no quieren reformas, hay impacientes que quieren llegar demasiado pronto a la meta; hay los zelanti y los imprudentes que la exceden y que, al saludar en Pío IX al rey de toda Italia, espantan y sublevan ya contra él a todos los gabinetes de Europa. ¿No son unos traidores?

Al bendecir a Pío IX, no por eso deja Ozanam de defender a Gregorio XVI. Hace también plena justicia a la Compañía de Jesús, reprobando el reciente panfleto del padre Gioberti, Il Gesuita moderno, «que prestó sus folletos a carteleras incendiarias».

Cuando Ozanam pasa de los peligros a las esperanzas, las en­cuentra en abundancia. En primer lugar, en torno de Pío IX, su buen pueblo, sus amigos, los sabios e ilustres patriotas católicos de toda Italia. Nombra al ‘conde Balbo, al marqués d’Azeglio, a Tomasseo, a Orioli, a Candi, a Capponi, a Rosmini, a Ventura. Se complace en la pintura del amor de los romanos hacia sus prín­cipes, sin cegarse por eso acerca de todo cuanto en ese amor hay de intemperante y comprometedor. Son italianos, los disculpa, pero son también cristianos; y se tranquiliza respecto a su movilidad pensando en «la fe de ese pueblo cuyo entusiasmo por el Ponti- fice-rey es también una religión. Ahora bien ¿la religión no es la garantía del orden y de la fidelidad, del mismo modo que el amor tiene su expansión en la libertad?»

Pero lo que Ozanam coloca al principio y al final de sus razones de esperar es la persona misma del Papa: «Esta es mi esperanza más fuerte y también la más suave; y así como nació en mi cora­zón, quisiera verla dueña de todos los corazones». Se halla tam­bién en su espíritu. Ama a Pío IX, por irresistible inclinación, por­que es bueno, y quiere el bien; pero también por razonamiento, porque es sabio. Lo considera coronado con todas las virtudes: pureza, caridad, fuerza. Su humildad lo confunde, su piedad lo conmueve, su oración lo edifica. Ve que cada una de sus resoluciones está madurada ‘en el fuego de la oración, empapada en el llanto derramado ante Dios. ¿No es una prenda de su alta inspira­ción y de su eficacia? «En suma —repite— este Papa es un santo y un santo como Dios no lo ha dado al pontificado romano desde San Pío V».

¿Se quiere decir con esto que Pío IX va a subir al triunfo de su política por un camino alfombrado con palmas? «No, de seguro —responde grave y magnánimamente Ozanam—. Creo, al con­trario, que el porvenir reserva a Pío IX las más graves dificultades. Lo creo para la gloria de este gran papa. Dios no suele suscitar hombres de ese temple para dificultades nimias y corrientes. De otro modo, su misión parecería demasiado fácil, ocuparía poco lugar en la historia. Su barca navegaría en aguas muy tranquilas. Esperemos tempestades; pero no tengamos miedo como los discí­pulos de poca fe. Cristo está en la barca y no duerme: jamás ha velado tan bien como hoy».

Ese vibrante y perturbador artículo había de tener un final más arrebatador aún. Ozanam recuerda, como historiador de la con­versión de los bárbaros, que, del siglo VI al IX, los papas San Gre­gorio el Grande, luego Gregorio III, rompiendo con Bizancio que abandonaba la defensa de la Iglesia, se volvieron hacia los bár­baros que parecían ser su esperanza y su sostén, al convertirse en hijos suyos. Le pareció que esa antigua evolución de Roma hacia los bárbaros no carecía de analogía con la que ahora la impulsaba a volverse hacia las masas populares, «gratas a la Iglesia —decía- porque son el número, el número infinito de las almas que es pre­ciso conquistar y salvar; porque son la pobreza que Dios ama, y el trabajo que hace la fuerza». Y terminaba valientemente así: «Sacrifiquemos nuestras repugnancias y nuestros resentimientos para volvernos hacia esa democracia, hacia ese pueblo que no nos conoce. Persigámoslo no sólo con nuestras prédicas, sino con nues­tros beneficios. Ayudémoslo, no sólo con la limosna, que obliga a los hombres, sino con nuestros esfuerzos para obtener instituciones que nos liberen y nos hagan mejores. Pasemos a las filas de los bárbaros, y sigamos a Pío IX».

No comprendieron a Ozanam. Ese último grito sembró el espan­to. La palabra democracia evocó el fantasma del Terror; ese nom­bre de bárbaro designó a los comunistas, a los falansterianos. No se entendió la alusión, ni tampoco la intención. Ozanam se mostró más triste que sorprendido. «Me esperaba recibir quejas y reconvenciones —escribe dos días después de esa publicación—. Y en efecto llegan a raudales». Por un lado, no escaseaban las adhe­siones incondicionales’ de fervorosos ;católicos. El venerable padre Desgenettes le escribe que lo aprueba. El Padre Lacordaire le re­pite que comparte todas sus opiniones; sólo le extraña que parezcan temerarias. El señor Foisset le dirige algunas ‘observaciones, pero tan amistosas, que Ozanam jamás lo vio «ni más ardiente ni más benévolo y apremiante que en esas líneas que son de las que debe uno guardar para releerlas. Bien sabía –prosigue— que mi sin­ceridad desagradaría. No me gusta levantar tempestades; sólo obe­decí a la necesidad de cumplir con mi deber… Usted mismo, señor y querido amigo, pensaba como yo en octubre. ¿No puedo esperar que tendré el consuelo de estar de acuerdo con usted? Si no fuera así, será que me expresé mal; y así ha de ser, puesto que usted no me comprende».

«Pasar de Bizancio a los bárbaros» es, según explica, pasar del bando de los hombres de Estado y de los reyes esclavos de sus inte­reses egoístas y dinásticos, como Talleyrand y Metternich, a los intereses nacionales y populares. Ir al pueblo es, siguiendo el ejem­plo de Pío IX, ocuparse de ese pueblo que tiene demasiadas nece­sidades y carece de derechos, que reclama una mayor intervención, dentro de lo razonable, en los asuntos públicos, garantía para su trabajo, seguridades contra la miseria; ese pueblo que, hoy por hoy, no lee la Historia de los Girondinos; que no da banquetes reformistas ni siquiera come en ellos; que sin duda sigue a malos jefes, porque no puede encontrarlos buenos. Pasar al pueblo no es hacerles el juego a hombres como Mazzini, Ochsenbein y En­rique Heine, sino pasar al servicio de las masas, incluidas las del campo, lo mismo que de las ciudades. Así es como pasar al pueblo es pasar a los bárbaros, pero para arrancarlos a su barbarie, hacer de ellos ciudadanos al hacerlos cristianos, hacerlos subir en la es­cala de la verdad y de la moralidad, hacerlos dignos y capaces de la libertad de los hijos de Dios.

Sin embargo, por ese escrito de viva actualidad, con sus conclu­siorles prácticas, Ozanam bajaba de la región de las verdades abso­lutas al terreno’ volcánico y asolado de las cuestiones políticas, de las que se ha escrito que «Dios las ha entregado a la disputa de los hombres». No debe uno, pues, sorprenderse de que haya en­contrado contradicción a sus ideas, y heridas de las que nunca se curó su corazón.

Foisset reprochó a su artículo «que había exagerado las fal­tas de los retrógradas o conservadores y atenuado las de los impa­cientes o revolucionarios, disminuido las razones de temer, encare­cido las de esperar». En efecto, parece que Ozanam no tomó lo bastante en cuenta las alarmas de los primeros, que los hechos, desgraciadamente, no tardaron en justificar. Detrás de esos impa­cientes, insaciables de reforma, no vio con la debida claridad la acción secreta del carbonarismo y la mano de Mazzini que preci­pitaba el movimiento que había de acarrear la caída del Papa y del Papado, al urdir contra él la pérfida trampa a la que se ha dado el nombre de «conspiración de las ovaciones». Esa mano que es demasiado fácil reconocer ahora, se ocultaba entonces a los transeúntes, lo mismo que a ese peregrino francés, engañado como la muchedumbre, sincero como ella; engañado como la Francia ilustrada y honrada, engañado como su parlamento, como Monta­lembert, que saludaban todos, junto con Ozanam, la magnanimi­dad del gran Reformador; engañado también como el propio Pío IX, cuya única falta fue haber creído en la posibilidad del bien, cuyo mayor dolor fue haber encontrado ingratos y a cuya empresa sólo le faltó, para ser proclamada la maravilla del siglo, algo que le robó la malicia de los hombres: el éxito.

La carta de Ozanam en respuesta al señor Foisset es del 22 de febrero. El 24, estallaba la revolución que derrocó al rey Luis Fe­lipe y proclamó la República.

Hacía mucho que, en 1834, Ozanam, que entonces tenía 21 años, formulara en los siguientes términos su programa político en una carta a un amigo:

«No ñiego, no rechazo ninguna combinación gubernamental; pe­ro no las considero a todas sino como instrumentos diversos para ha­cer más felices y mejores a los hombres.

«Creo en la autoridad como medio, en la libertad como medio, en la caridad como fin.

«Dos especies de gobiernos obedecen ‘ a dos principios diame­tralmente opuestos:

«O bien, la explotación de todos en provecho de uno solo: y entonces se tiene la monarquía de Nerón: monarquía que abo­rrezco. O bien el sacrificio de uno solo en provecho de todos: y entonces se tiene la monarquía de San Luis, que venero con amor.

«O bien se trata de la explotación de todos, en provecho de una sola facción: y entonces se tiene la república del Terror; y esta es la república que maldigo. O bien el sacrificio de cada uno en pro­vecho de todos; y esta es la república cristiana de la Iglesia primi­tiva de Jerusalén. Es acaso también la dei fin de los tiempos, el Estado más alto que pueda alcanzar la humanidad».

El joven Ozanam añadía: «Todo gobierno me parece respetable en cuanto representa el principio divino de la autoridad: en tal sentido entiendo la omnis potestas a Deo de San Pablo. Pero pienso que frente al poder es preciso conceder su lugar al sagrado prin­cipio de la libertad, que debe reivindicarse enérgicamente para que se alce una voz valiente y severa que amoneste a un poder que explote en vez de servir.

«La oposición es cosa útil y loable, mas no la insurrección. Obe­diencia activa, resistencia pasiva; las Prisiones de Silvio Pellico y no las Palabras de un creyente».

Varios de estos aforismos políticos son de un adolescente, pero no, a buen seguro, de un revolucionario.

Por encima de la cuestión de los gobiernos, había otra más es­trechamente ligada con la cuestión religiosa. Ozanam lo escribe así a sus amigos: «La cuestión que agita en torno nuestro al mundo no es una cuestión de personas, ni una cuestión de formas políticas, sino una cuestión social. Es la lucha de los que no tienen nada y de los que tienen demasiado; es el choque violento de la opulencia y de la pobreza que hace ‘temblar el suelo bajo nuestros pies. El deber de nosotros cristianos es interponemos entre esos dos ban­dos para que por medio de nosotros la caridad haga lo que no puede hacer la sola justicia». Ahora bien, eso era, más que nunca, lo que Ozanam quería hacer después de febrero de 1848.

El día mismo de la sangrienta insurrección, la Sociedad de San Vicente de Paul recibió gran honor de la acción de uno de sus miembros cuyo nombre, digno de la historia, permaneció oculto en la sombra que solían buscar los cofrades. Así lo refiere El Amigo de la Religión del 29 de febrero de 1848:

«El pasado jueves, 24, en el momento en que el pueblo acababa de invadir las Tullerías y arrojaba por la ventana los muebles y las cortinas, un joven que forma parte de la Conferencia’ de San Vicente de Paul corrió apresuradamente a la capilla, temiendo que fuese devastada, para tratar de impedir esa profanación. La capilla, en que se había dicho misa esa misma mañana, estaba ya invadida ; algunos hábitos sacerdotales estaban dispersos en la sacristía; pero no habían tocado el altar. El piadoso joven suplicó a algunos guardas nacionales que lo ayudaran a llevarse los vasos sagrados y el crucifijo. Le respondieron que estaban de acuerdo con él, pero que juzgaban necesario que los ayudara un alumno de la Escuela Politécnica: Se presentaron dos. Tomaron los vasos sa­grados y el crucifijo y salieron por el patio de las Tullerías y el Carrusel para ir a la iglesia de San Roque.

«En el patio, hubo gritos contra los hombres cargados con tan precioso depósito. Entonces el que llevaba el crucifijo lo alzó di­ciendo: `Queréis ser regenerados; pues bien, no olvidéis, que sólo podréis lograrlo por Jesucristo’. ‘Si, sí —respondieron muchas vo­ces—; es el Amo y Señor de todos nosotros’. Todos descubrieron sus cabezas, gritando: `¡Viva Cristo!’ El crucifijo y un cáliz sin patena fueron llevados, por decirlo así, en procesión hasta San Ro­que donde los recibió el señor cura.

«Las buenas gentes que formaban ese conmovedor cortejo em­pezaron por pedir su bendición al respetable sacerdote que les di­rigió unas palabras muy sentidas, recibidas con el más sincero res­peto: `Amamos a Dios —exclamaron—; queremos la religión; queremos que sea respetada. ¡Viva la libertad! ¡Viva la religión y Pío IX!’ Antes de retirarse, se arrodillaron todos para recibir la bendición del señor cura»1.

La revolución de febrero había adquirido en el espíritu de Oza­nam proporciones desmesuradas. Escribió entonces: «En los acon­tecimientos de Roma, de París y ahora de Viena ya se escucha la voz que dice: Ecce facio coelos nonos et terram novam. (He aquí que hago cielos nuevos y una nueva tierra) . Desde la caída del im­perio romano, el mundo no había visto una revolución semejante a ésta. Creo, como ayer, en la invasión de los bárbaros; pero d e bár­baros semejantes a los francos de Clodoveo. En fin, creo en la eman­cipación de las nacionalidades oprimidas y más que nunca admiro la misión de Pío IX, suscitada tan a propósito para Italia y para el mundo. En una palabra, no me disimulo ni los peligros del tiempo ni la dureza de los corazones; espero ver mucha miseria, desórdenes y acaso pillajes. Creo que podemos ser aplastados, pero que será bajo el carro del cristianismo».

Ozanam no hàbía faltado al deber de revestir el uniforme de la guardia nacional y de alistarse en el puesto de peligro con todos los buenos ciudadanos. Pero no estaba allí su verdadero puesto; y el señor Foisset, entre otros, tenía la esperanza de que se convertiría en la Cámara en uno de los promotores del nuevo orden de cosas. Modestamente, Ozanam le respondió, el 22 de marzo de 1848

«No está usted en lo justo, querido amigo, al creer que soy uno de los hombres de la situación. Nunca he sentido mejor mi debi­lidad y mi incompetencia. Estoy menos preparado que nadie para las cuestiones que van a ocupar los espíritus; quiero decir las cues­tiones del trabajo, del salario, de la industria, de la economía, más considerables que todas las controversias políticas … No soy hom­bre de acción, no he nacido ni para la tribuna ni para la plaza pública. Si soy algo, y por cierto bien poca cosa, es en mi cátedra, o quizás en el recogimiento de una biblioteca para sacar de la filo­sofía y de la historia una serie de ideas que pueda presentar a los jóvenes, á los espíritus turbados e inciertos, para consolarlos, ani­marlos, unirlos en medio de la confusión del presente y de las tre­mendas incertidumbres del futuro».

Sin embargo, el nómbre de Ozanam figuró en París en varias lis­tas de candidatos a las elecciones legislativas. Rehusó ese honor. Convencido de que en la actualidad los católicos no se hallaban en número suficiente para triunfar solos, escribió: «Lo mejor que podemos hacer es llevar nuestros sufragios a candidatos republi­canos que compartan nuestra fe y que ofrezcan serias garantías para nuestra libertad».

Ozanam terminaba esa carta, cuando le entregaron una, muy insistente, venida de Lyon, en que’ un comité de católicos le rogaba que dejara inscribir su nombre en la lista de los buenos candidatos de esa ciudad, donde la división de los partidos y de los sufragios le daba una probabilidad de reunir un número suficiente de votos. Volvió a tomar su carta a Foisset y le sometió el caso: «Fuera de las razones susodichas, mi salud no es tan robusta como para permi­tirme afrontar las tormentas de la Asamblea nacional. Mis hábitos de palabra tampoco se ajustan con los de la tribuna política. Mis amigos de aquí están divididos. Varios me aconsejan que espere la próxima asamblea. ¿Qué opina usted? Si rpe responde a vuelta de correo, ‘su carta puede llegar todavía antes de que escriba a Lyon, pues sólo escribiré el sábado. Estoy sumamente perplejo».

Ignoramos cuál fue la respuesta del señor Foisset. Ozanam cedió y se dejó poner en la lista. Ya era muy tarde: sólo faltaban cuatro días para la apertura del escrutinio y no tenía siquiera tiempo para visitar a sus electores de Lyon. Escribe a sù hermano sacerdote: «Mi primer movimiento fue rehusar una misión tan mal avenida a mis costumbres y a mis estudios. Sin embargo, después de haberlo pen­sado ante Dios y pedido consejo a quienes tienen derechos sobre mi conciencia y mi corazón, aparte de los consejos de mi familia y de mis amigos, me he resuelto a un sacrificio que no podía negar, sin faltar al honor, al patriotismo y a la abnegación cristiana. Soy, pues, candidato por Lyon. Espero que sólo conseguiré un número hono­rable de sufragios, y que la Providencia habrá de ahorrarme la pe­ligrosa gloria de ser representante del pueblo. Sin embargo, si tal es mi destino, espero que me dé valor suficiente para no traicionar sus designios. Sé lo que arriesgo; pero lo más que puedo exponer es la vida; y desde hace dos meses, Dios nos la hace lo bastante dura para enseñarnos a no apegamos a ella sino en la medida que El dis­ponga para nuestra enmienda y salvación. En cuanto a la fortuna, sería egoísta pensar en ella en un momento en que se trata de salvar o de perder a Francia.

«He aquí, pues, querido hermano, otra razón para que reces muy particularmente por mí; con esa intención, te pido tu misa de Pas­cuas, si puedes disponer de ella ese día en que tal vez salga mi destino de la urna electoral».

La candidatura demasiado tardía y hasta presentada en la au­sencia del candidato, no por eso dejó de reunir 16,000 votos favo­rables a su nombre. Era insuficiente para ser electo. Más que con­solado de antemano por su fracaso, Ozanam escribe lo siguiente al mismo hermano: «De ese número de sufragios, resulta que si hu­biera empezado antes y hubiese estado en el lugar mismo, hubiera podido triunfar; pero Dios, sin duda, quiso librarme de esos te­rribles deberes y permitirme que prosiga los estudios por los que me inspiró afición».

Desinteresado de la lucha personal, Ozanam se hizo ardiente promotor, entre los jóvenes, de la candidatura del señor Melun, del señor Thayer y especialmente del Padre Lacordaire: «El reve­rendo Padre conserva íntegra su admirable serenidad —escri­be—. Nunca lo he visto más ecuánime, más dispuesto a servir los intereses de Dios sine turbarse con las pasiones humanas. El arzo­bispo de París quiso darle un patente testimonio de confianza al conferirle el título de vicario general».

Representante del pueblo en la Cámara, Ozanam habría provo­cado el voto de leyes económicas ~y caritativas que sin embargo tenía el recurso de hacer llegar por medio de una petición. Se le ve, en esos mismos días, redactar un pequeño escrito sobre el descanso dominical. «Se le distribuirá, se le anunciará; y tal vez sea el modo de invitar a los obreros a presentar una petición al respec-

to». Por otro lado, provoca «una reunión de profesores en que se ocuparán de fundar cursos públicos y una especie de escuela noc­turna para esa buena gente. Los eclesiásticos carmelitas prestarán su concurso y el arzobispo proporciona un local». Informa a su her­mano sobre el particular, el 15 de marzo: «Querido hermano, sa­bes que siempre aprobé y que me siento feliz de compartir tu in­clinación hacia esos hombres laboriosos, pobres, ajenos a las delica­dezas y a las atenciones de lo que suelen llamar gente educada. Si un número mayor de cristianos y sobre todo de eclesiásticos se hu­biese ocupado de los obreros desde hace diez años, estaríamos más seguros del porvenir, y todas nuestras esperanzas descansan en lo poco que se ha hecho en. favor de ellos aquí, en París».

A ese mismo hermano, que se encontraba entonces en Lila, donde daba una misión, Ozanam le encarga que «se ocupe ahora más que nunca de los criados tanto como de los amos, y de los obreros tanto como de los ricos: en lo sucesivo es el único camino de salvación para la Iglesia de Francia. Es preciso que los curas renuncien a sus pequeñas parroquias burguesas, rebaño de élite en medio de una inmensa población a la que no conocen. Es preciso ocuparse no sólo de los menesterosos, sino de toda esa clase pobre que no pide limos­na y que habría que convencer mediante predicaciones especiales, asociaciones de caridad y por el efecto, todo lo cual la conmueve más de lo que generalmente se cree»:

Luego, el 25 de marzo, a la misma persona, sobre las elecciones del Norte: «En vez de celebrar una alianza con la burguesía ven­cida, más valdría apoyarse en el pueblo que es el verdadero aliado de la Iglesia, pobre como ella, abnegado como ella, bendito como ella con todas las bendiciones del Salvador. Me informan de una excelente candidatura en Valenciennes, la de mi amigo Wallon, su­plente actual del señor Guizot en la Facultad. Es un republicano sincero y un firme católico, miembro de la Conferencia de San Vi­cente de Paul y muy animoso para el bien de los pobres».

Cuando, después de febrero, Ozanam se apresuró a reanudar `su curso de la Sorbona, sólo tuvo que mostrarse a sus estudiantes tal como ya lo conocían: «Al regresar ante ustedes, después de los grandes acontecimientos que acaban de realizarse, me siento fe­liz al no encontrar en mis recuerdos de seis años de lecciones nin­guna palabra que tenga que retirar ahora. Siempre me habéis co­nocido apasionado por la libertad, por las conquistas legítimas de los pueblos, por las reformas que moralizan a los hombres eleván­dolos, por esos dogmas de igualdad y fraternidad que sólo son el advenimiento del Evangelio en el dominio temporal. Y desde hoy, vuelvo aquí, a nuestra cita de estudios, para dar, en cuanto pue­do hacerlo, el buen ejemplo de la confianza en el orden que se mantendrá mejor por la unanimidad de los ciudadanos que por el andamiaje de las ficciones legales».

Así pues, gracias a él y a otros, se fundaba por aquel entonces en Francia ese Partido de la confianza que un momento pudo jac­tarse de haber obtenido la mayoría. Ozanam escribe: «El primer deber para los cristianos, es no atemorizarse, y el segundo no ate­morizar a su prójimo; reconfortar al contrario a los espíritus acon­gojados en la crisis política y financiera que atravesamos, mostrán­doles que la Providencia está muy cerca. No nos atormentemos de­masiado pensando en el mañana ni digamos: `¿Qué comeremos y con qué nos vestiremos?’ Tengamos valor, busquemos la justicia de Dios y el bien del país, y lo demás se nos dará por añadidura».

Tales son los conceptos en que, el 12 de abril, informa al señor Foisset que él y algunos 1.migos quisieran fundar un nuevo orden pa­ra tiempos y menesteres,nuevos. «Es la parte que tomaré en la vida política, de la cual nadie puede abstenerse hoy en día. Se concre­tará, pues, a lo poco que haga para la Nueva Era que saldrá defi­nitivamente el 15 de abril».

Ozanam iba a penetrar sin saberlo en un campo de batalla ese mismo día.

  1. A ese hecho alude el Padre Lacordaire en su conferencia del 27 de febrero, cuando dice: «Gracias a Dios, creemos en Dios; y si tuviera dudas sobre nuestra fe, las puertas de esta metrópoli se abrirían espontáneamente, y el pueblo sólo necesitaría una mirada para confundirme, ya que hace poco, en medio de la embriaguez de su fuerza, llevaba en sus manos, como asociada a su triunfo, la imagen del Hijo de Dios hecho hombre». (Aplausos)

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