Federico Ozanam (por Mons. Baunard): Capítulo 19

Francisco Javier Fernández ChentoFederico OzanamLeave a Comment

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Author: Monseñor Baunard · Translator: Salvador Echavarría. · Year of first publication: 1911 (Francia), 1963 (México).
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Capítulo XIX: Misión en Italia

Florencia.—Roma.—Pío IX.—Audiencias y ovaciones.—Luto fraternal.—Ve­necia.—Echallens.

1847

El viaje, iniciado en diciembre de 1846, tenía el itinerario si­guiente: el sur de Francia, Génova, Florencia, para terminar en Roma como centro principal y estancia de estudio y piedad. Des­pués de tornar allí sus cuarteles de invierno, el profesor se prome­tía recorrer holgadamente la Umbría, las Romañas,, el Véneto, Lombardía: Penetraría por el Splugen y el país de Coire hasta San Gall y Einsielden, a donde lo invitaban viejos monumentos germá­nicos y monásticos. En fin, siguiendo el Rhin desde Basilea hasta Colonia, emprendería el retorno a la patria por Bélgica y volvería a Francia, reposado el cuerpo y el espíritu, rico de recuerdos y de documentos para el cumplimiento de su misión literaria, rico de fuerzas y de ánimo para reanudar sus cursos y sus obras.

«Ese memorable viaje se hizo —como se expresa el señor Am­père— en medio de un perpetuo encanto». Ozanam llevaba con­sigo el invariable buen humor y la amable alegría que eran uno de los mayores atractivos de su compañía. Su espíritu, curioso y entusiasta no se cansaba de aprender y admirar ora las obras de la Naturaleza, ora las del arte; tomaba muchos apuntes, copiaba las inscripciones, saludaba los lugares que habían ilustrado recuerdos cuyas escenas resucitaba su imaginación. Algunos de esos apuntes se han convertido en libros, como veremos. La mayor parte están inéditos, en estado de primer brote o de impresiones rápidas. En­tre los apuntes que fueron publicados después de su muerte, hemos de elegir pasajes que expresan mejor que otros los sentimientos de su alma cristiana.

El 8 de enero de 1847, los apuntes de, viaje de Ozanam nos lo representan en la cúspide del Domo de Florencia, en la linterna de la cúpula, desde donde «su mirada abarca la ciudad de mármol, rodeada de sus colinas aún verdes». Y lo que sube hasta él de cada uno de esos maravillosos edificios, es el pensamiento que los ha concebido, la vida que los ha animado, el nombre de los santos y los genios que los ha inmortalizado, de los artistas que los han la­brado o decorado, en el curso de ese período de inspiración del arte que culmina en Miguel Angel, sobre el cual da el siguiente juicio: «Este grande hombre fue quizás el más sabio de los esculto­res cristianos; pero fue el último. Enterró noblemente la ingenua estructura de la Edad media, y dejó el mal ejemplo de haber tra­tado de sorprender a los hombres, en vez. de conmoverlos o de ins­truirlos».

En tales disposiciones, nada ló impresiona tanto como la soberbia inscripción que leyó en la torre del Palacio Viejo: «J. C. Rex Flor. elect. S.P.Q. Jesucristo, rey de Florencia, elegido por el senado y por el pueblo». Y lo anota: «Reconozco en esto un pueblo que sólo quiere obedecer a Dios, aunque, por desgracia, no le obedecerá siempre».

En Pisa, el peregrino del arte y de la fe reserva sus piadosas ter­nuras a la catedral, el Domo. Al ver a esta Nuestra Señora, tan esbelta, tan ligera, se preguntó si «verdaderamente había surgido de la tierra o se había posado en ella, bajada del cielo con las 84 columnas de sus cinco naves que recuerdan las palmeras de los jardines eternos».

De Florencia a Roma, el viaje se hizo por pequeñas etapas, ora en vetturino, ora en simple carretela, parándose, demorándose en to­dos los lugares donde había algo que admirar, que aprender o para rezar, .admirando doblemente porque admiraba o rezaba con su compañera. Así, por ejemplo, al volver de una visita a la vieja y curiosa iglesia de San Gemignano: «Era el 17 de enero, fiesta de Sari Antonio. Bajábamos por la colina de San Gemignano. Se había puesto el sol y la dulzura del aire era tan grande que no tiritábamos bajo nuestros abrigos. Ese placer en compañía, la tarde de mi cum­pleaños, seguirá siendo uno de los más amables recuerdos de este viaje».

El 2 de febrero de 1847, fiesta de la Presentación, Ozanam, que al fin había llegado a Roma, asistió por primera vez a una función pontificia en la capilla del Quirinal: «… Primero no veía al Papa sino de lejos, en su trono, donde distinguía los cirios de la Cande- laria. Mas cuando se acercó la procesión, cuando pude contemplar de cerca las facciones del Vicario de Jesucristo, me conmoví hasta derramar lágrimas. Vi esa figura tan dulce y tan santa, esos ojos y esa boca que expresan tanta caridad, esa cabeza que empieza a encanecer bajo el peso del pontificado. En el momento en que entraba al coro leía estas palabras del Introito del día que se apli­can también a Pío IX: Veniet desideratus cunctis gentibus, et implebit domum istam gloria. (Vendrá el deseado por todas las naciones y llenará esta casa con su gloria) . Sí, esta vieja casa del Quirinal empieza a llenarse de gloria y hoy todos los pueblos mi- ran de este lado».

Otro día, el 13 de febrero, el señor Ozanam y su señora fueron a la iglesia de la Apolinaria para recibir la bendición y la comunión de manos de Pío IX. «Hubo un momento sublime, cuando el Pa­pa, al terminar de dar la comunión a los eclesiásticos, expresó el deseo de distribuirla al pueblo. Entonces los guardias se apartaron. El Papa bajó del altar; se hizo un movimiento en la muchedumbre para acercarse a él en la Santa Mesa. Las gradas estaban cubiertas por dos filas de fieles, apretados, turbados, conmovidos hasta el llanto. Estaba allí la reina madre de Sajonia, junto con pobres italianas, mujeres y hombres de diferentes naciones; y Amelia y yo, en esa muchedumbre, cerca uno de otro como siempre lo fui­mos en la .felicidad, como esperamos estarlo hasta el fin de la vida, y aun más allá. El cortejo sagrado se acercó ‘ a nosotros. Vi esa admirable figura de Pío IX, iluminada por las antorchas, con­movida por la santidad del momento, más noble, más dulce que nunca. Besé su anillo, el anillo del pescador que, desde hace diecio­cho siglos, ha ‘sellado tantos actos inmortales. Luego traté de no ver nada, para sólo pensar en Aquel que es nuestro amo y ante quien hasta los pontífices no son más que polvo».

El resto de esta carta está dedicado a Pío IX: «Pío IX, con­quistador de los corazones, como los papas de los primeros siglos conquistaron toda Europa al conquistar los corazones. Veréis que el Obispo de Roma habrá de reconciliar una vez más al mundo con el pasado». Pío IX, el santo de Dios: «Hace trescientos años, desde Pío, V, que la, iglesia no ha visto un papa canonizado; pero bien podría ocurrir que con éste en la cátedra de San Pedro, se reanudara la larga cadena de los santos»:

También describe a Pío IX en la intimidad, durante la audiencia privada. Ozanam escribe el 7 de febrero: «Tuvimos el honor de ser recibidos en audiencia particular. Su Santidad se dignó invitar a•mi mujer a que se sentara, y acarió y bendijo a mi niña de die­ciocho meses. Mi pequeña María se portó como un angelito, se arrodilló espontáneamente ante el Papa, y unió sus manos con una expresioncilla de veneración, como si fuera Dios. El Santo Padre nos habló de Francia, de la juventud de las escuelas, de los debe­res de la enseñanza, con una nobleza, con una emoción, con una gracia indecibles. Aproveché la oportunidad para hablarle de la Sociedad de San Vicente de Paul. El Papa me dijo que la conocía y que sabía las buenas obras que realizaban esos jóvenes en sus visitas a los pobres y a los enfermos. ¡Se hace tanto bien en Fran­cia! —me dijo—. ¡Hay tanta caridad! Hemos puesto nuestra espe­ranza entera en la juventud de ese país. Y añadió con una ex­presión admirable: La religión es la más bella flor que pueda ger­minar en aquel suelo: La Religione é il piu bel fiore che possa spontar su questo suolo.

«En fin, cuando le dije que la justa popularidad de su nombre habría de apresurar el retorno de los espíritus al catolicismo, res­pondió: `Bien sé que Dios ha hecho el milagro de cambiar repen­tinamente injustas prevenciones en respeto y amor. Y lo que me confunde es que, para ese cambio, se haya dignado valerse de un miserable como yo. Esas palabras fueron pronunciadas con una humildad tan sincera, tan conmovedora en el Vicario de Dios, que nos conmovimos hasta llorar».

Esa popularidad de Pío IX era la consecuencia y como el lo­zano fruto de su política liberal. Elevado a la Santa Sede desde el 17 de junio de 1846, acababa de inaugurar su reinado por una serie de actos y reformas espontáneas. La amnistía, la revisión de la legislación civil y criminal, la organización de una guardia cívi­ca, la creación de un consejo de estado, la de una` representación comunal para la ciudad de Roma habían sido sucesivamente aco­gidas con entusiasmo por las poblaciones italianas. El noble espí­ritu de Ozanam estaba deslumbrado y su hermoso corazón inge­nuamente transportado. Describe la bendición pontifical del día de Pascuas en la Loggia de San Pedro; la escolta improvisada que acompaña en triunfo al Papa al Ouirinal; las calles que, de noche, se iluminan como por encanto a su paso: «Este pueblo está ena­morado de su obispo Ÿ de su príncipe —escribe—; habla del Papa con entusiasmo. Y esto dura desde hace «casi diez meses, lo cual es mucho en un siglo en que las más hermosas popularidades duran poco».

Después del Papa, el principal interés de esa estancia fue la visita de las tumbas y de los vestigios terrenales de los santos y de los mártires, como escribía a Lallier: «Toda esta verdadera ro­mería está llena . para nosotros de consuelos espirituales. Hemos pasado la mitad de nuestro tiempo cerca de las tumbas de esos grandes hombres, de esas santas mujeres cuya virtud comprende uno mejor cuando se visitan los lugares en que vivieron y en que ahora descansan».

Habían vuelto a encontrar en Roma al hombre, al sacerdote más capaz de hacerlos penetrar en el alma de la Roma cristiana. «Comulgamos en la misa que dijo el Padre Berbet en la Iglesia de Sana. Pedro sobre la propia sepultura del santo Apóstol; y allí, du­rante más de una hora, enumeramos ante Dios a todos nuestros se­res queridos. Bajamos cinco veces a las catacumbas, casi siempre con el Padre Gerbet, que nos explicaba sus subestructuras y sus pinturas. Terminaba generalmente la visita con la lectura de una homilía sobre los mártires y la recitación de las letanías1. No co­nozco nada más conmovedor que el espectáculo de esos cemente­rios de los primeros cristianos, nada más adecuado para devolver la fe, para fortalecer los espíritus. En ninguna parte se ve mejor la inocencia, la sencillez, el invencible valer de la incipiente Igle­sia, y todo cuanto hace sentir su divinidad».

Y por último, la misma carta vuelve a tratar de Pío IX y de la joven Italia «Consideraré como una de las mayores dichas de mi vida haber estado en Roma en ese invierno de 1847, en medio de los gloriosos principios del pontificado de Pío IX; haber visto de cerca a este admirable Papa, y haber asistido a ese despertar ge­neral de Italia. A buen seguro, la popularidad de un papa o su impopularidad no es lo que debe fortalecer o debilitar la fe; pero el corazón se llena de un dulce y tierno orgullo al ver al Padre en quien se cree, rodeado de tanta admiración y amor».

La dulzura de esa vida romana, penetrada de entusiasmo y de piedad, hubiera sido una dicha sin mezcla para Ozanam, que em­pezaba a curarse, si un gran dolor no hubiera puesto en ella su cruel amargura. Estaba allí desde hacía mes y medio cuando supo que el 3 de marzo el hermano de su mujer había sucumbido a una crisis imprevista de su mal: «Nuestro querido hermano tuvo la vida de un mártir y la muerte de un santo —escribe al mismo ami­go—. A la edad de veintitrés años, abandonó este mundo, no digo con resignación, sino con una alegría divina. Deja el vacío más desolador en la familia de que era el alma, a quien afligía con sus sufrimientos, a quien consolaba con sus virtudes y su serenidad, de quien era el orgullo y la esperanza con su gran inteligencia. Su hermana está aún postrada por tan terrible golpe; y hace veinte días que no tengo mayor preocupación que sostenerla en una aflic­ción tal, que a veces deseaba llevármela inmediatamente a París, aunque su dolor hacía imposible el-viaje.

«Sin embargo, la asistencia de algunos amigos, en particular del excelente Padre Gerbet, la grandeza de las ceremonias de Semana Santa, la certidumbre de que esa alma querida había cambiado esta cruel existencia por la dicha del cielo, todas esas cosas reunidas lograron por fin dar a mi pobre Amelia un poco de tranquilidad». A continuación, otra carta anunciaba que los peregrinos reanuda­ban su itinerario por Italia; pero renunciando a volver por Ale­mania, «para no retrasar demasiado el momento en que se reuni­rían con su familia».

Ozanam quiso visitar antes el Monte Cassino a donde se tras­ladó solo y donde permaneció unas treinta y seis horas apenas: «Tuve la felicidad de comulgar allí ante la tumba de San Benito y de encontrar todas las tradiciones benedictinas en la admirable biblioteca de la abadía. Los buenos monjes me mostraron valiosísimos manuscritos de los que saqué algunas copias. No será la parte menos interesante de mi botín literario2. Mas esos religiosos que saben tantas cosas, no saben calentarse. Me dejaron morir de frío entre sus bellos archivos; y salí de allí sintiendo un malestar que terminó en Roma con un acceso de fiebre. Por fortuna, la fie­bre sólo duró un día, y me dejó lo bastante fuerte para asistir, el 4unes por la noche, a la audiencia que el Soberano Pontífice se dignó concederme. Tenía que agradecerle el apoyo que se sirvió otorgar a mis investigaciones».

Otro motivo de ‘esa visita era «la entrega al Santo Padre de las cartas de San Vicente de Paul. Eran las nueve de la noche cuando me permitieron entrar; y su Santidad, aunque muy cansado por el trabajo del día, me recibió de modo tan cordial, que me sentí profundamente conmovido; se informó de mi salud, de mi mujer, de mi niña y de mis hermanos, con un tono de amistad y de fami­liaridad encantador».

Entre tanto, la población liberal romana multiplicaba sus de- mostraciones de modo exuberante. La antevíspera de su salida de Roma, el 21 de abril, Ozanam pudo asistir, desde lo alto del Co­liseo donde consiguió a duras penas un lugar, al, espectáculo de un gran banquete de 800 invitados que la municipalidad había organizado en lo alto de las Termas de Tito, en honor del 2600° aniversario de la fundación de Roma. Era sólo un pretexto para arengas y discursos. Se pronunciaron varios, entre otros . uno del célebre profesor Orioly, y otro del yerno de Manzoni, el marqués de Azeglio. Culminó en una ovación gigantesca en honor de Pío IX, que acababa de ampliar por un edicto la representación provincial. Se llevó a cabo de noche, a la luz de las antorchas, en la plaza del Pueblo desde donde partió el cortejo triunfal, por el Corso y la plaza Colonna hasta la de Monte Cavallo.,Ozanam la describe así a sus dos hermanos:

«Sólo una cosa faltaba para completar nuestra estancia. Hubié­ramos querido ser testigos de una de esas bellas ovaciones popu­lares de las que tanto habíamos oído hablar. Le pesaba mucho a Amelia irse sin haber visto al Papa y sin llevarse una postrera bendición. . .

«El jueves 22, por la noche, nos anunciaron que se hacían prepa­rativos para agradecer al Papa su nuevo edicto, y que se daría una hermosa fiesta con antorchas. Nos apresuramos a bajar al Corso, con el Padre Gerbet y algunos amigos que habían venido a des­pedirnos. La cita era en la plaza del Pueblo, donde distribuían an­torchas. Allí empezó •la marcha triunfal, formada por un cuerpo de música militar, seguido de una columna de gente armada de antorchas, . estimada en más de seis mil personas que caminaban en el orden más perfecto, burgueses, obreros con traje de trabajo, sacerdotes con sotana, unidos todos en un mismo sentimiento: ¡Vi­va Pío IX! Al paso que el cortejo avanzaba por el Corso, las casas se iluminaban, todas las ventanas estaban adornadas con bande­ras cargadas de divisas. Seguimos a la muchedumbre hasta la pla­za Colonna, para llegar de allí por un rodeo a la plaza de Monte Cavallo a donde nos dirigíamos. Estaba ya atestada de gente. Vi­mos llegar las antorchas y la música, que se abrieron paso y fueron a formar un cuadrado frente a la puerta del- palacio papal, en tor­no del Edicto llevado como un estandarte.

«Después de que se ejecutaron algunas piezas, se alzó un gran grito: el de cincuenta mil hombres reunidos. Se abrió la ventana del balcón y apareció el Soberano Pontífice, acompañado de dos prelados y de algunos criados llevando antorchas. Saludó a dere­cha e izquierda con una gracia que arrebataba los corazones. Au­mentaron las aclamaciones y los aplausos. Pero lo que más me conmovió fue 19 siguiente. El Papa hizo un ademán, e inmediata­mente, sólo se oyó la palabra Zitto (¡chito!), y en menos de un minuto reinaba el silencio en la entusiasmada muchedumbre. En­tonces pudo escucharse la voz del Pontífice que bendecía a su pue­blo. Y cuando extendiendo la mano y haciendo el signo de la cruz, pronunció las palabras solemnes, se alzó un gran grito: ¡Amén! de un extremo a otro de la plaza.Nada más bello que esa oración de una ciudad entera con su obispo, en esa hora avanzada de la noche, a la luz de las estrellas, bajo un cielo soberbio. Se trataba de un acto religioso; pues, tan luego como el Papa se retiró del balcón, todas las antorchas se apagaron simultáneamente, y el escenario quedó alumbrado únicamente por unas ollas en que habían en­cendido llamas de Bengala en las terrazas de los palacios ve­cinos .. .

«A las nueve y media, dejamos la plaza del Quirinal con los úl­timos grupos y regresamos por las calles tranquilas y calladas, co­mo lo están a media noche. Los romanos fueron a acostarse, como niños respetuosos que, antes de dormir, quieren dar las buenas no­ches a su padre».

Ozanam salió al día siguiente. No lo seguiremos en esta segunda parte de su itinerario a esa tierra de Hungría, tierra de santos, de leyendas piadosas a donde nos llevan sus Estudios franciscanos. «Toda esta parte de nuestra estancia en Italia —escribe— ha es­tado bien envenenada ;; y sólo a través del velo de nuestro luto pu­dimos ver Asís, Ravena, Venecia y tantas maravillas. Al paso que avanza uno en la vida ¿no lleva siempre un velo de tristeza ante los ojos; y no es preciso acostumbrarse a ver,, así las bellezas de. la tierra, aunque no fuese más que para desprenderse de ellas?»

Los diez días que Ozanam pasó en Venecia fueron para él un deslumbramiento constante. La repentina aparición de la Piazza Grande, resplandeciente de luces, hizo que lanzara exclamaciones de júbilo y de admiración. «A la derecha y a la izquierda, las Pro­curaties con el Campanile; en el fondo, San Marcos, con su fa­chada recortada, sus domos y sus cruces; luego al dar la vuelta, la Piazzetta, el magnífico y amenazador palacio ducal, las dos columnas de San Marcos y de San Jorge y, en fin, el mar. . . » «Esta vez, ya no veía —escribe–: soñaba; y me parecía que toda esa magia iba a esfumarse con los primeros rayos del día. Eran las diez; y se oía música por todos lados; grupos de hombres y de muchachas se detenían bajo los pórticos; y empezaba a comprender todo cuanto había habido de voluptuoso, de peligroso, en esa vida encantada de los antiguos venecianos, todo lo que constituyó el atractivo de esa mágica ciudad y todo lo que contribuyó a su pérdida.

«Amaneció. Diez veces he visto levantarse el sol sobre Venecia, diez veces me ha parecido que mi sueño no se esfumaba: Venecia ha cumplido mucho más de lo que yo esperaba. ¡Cuántas horas encantadoras, cuántos momentos demasiado fugaces en góndola, sobre la laguna y en la playa del Lido donde por fin encontrábamos las olas retumbantes del Adriaticó! ¡Cuántas interesantes peregrinaciones al convento de los buenos armenios de San Lázaro, que hacen tan bien los honores de su pequeño monasterio de ladrillo rojo, rodeado de risueños jardines; a las islas de Murano y de Torcello en que antiguos santuarios sobreviven a una prosperidad que ya no existe…

«Sin embargo, a esos goces se mezcla una gran tristeza. Yo veía sobre la plaza los tres mástiles despojados de los estandartes de los tres reinos que antaño eran la gloria de la República ; y, sobre la Piazzetta, los cañones austríacos y los granaderos húngaros que los guardan».

En los primeros días de junio, vemos a Ozanam emprender de nuevo el camino hacia Francia pasando por Suiza, donde lo encontramos peregrino de la historia en San Gall, antiguo foco de la civilización cristiana para Alemania. Había esperado encontrar allí algunos vestigios de San Colombano y de los grandes monjes de Occidente. El día siguiente, se hallaba en Einsielden, donde se unió a los peregrinos de los Cantones y del Tirol, a los pies de nuestra Señora de los Ermitaños.

El 15 de junio, llegó a Ginebra, a casa de su amigo el doctor Dufresne, cuando al abrir el periódico por_ociosidad, se enteró de la muerte del señor Ballanche. Fue para él un gran dolor. El 17, Ozanam se desahogó . así en el corazón de Juan Jacobo Ampère:

«Al estrechar la mano de nuestro venerable amigo por última vez, no podía pensar que sería uno de los que, por desgracia, jamás volvería a ver. O mejor dicho, se encuentra entre los que volveremos a ver, si lo merecemos. Después de una vida tan cristiana, coronada por un fin tan religioso, esta alma pura ha ido a aumen­tar el número de almas benditas que nos esperan y nos llaman.

«Pero en cuanto a este mundo concierne, he aquí una pérdida que deja un gran vacío en las filas ya de suyo muy mermadas de esta bella generación literaria,, salida de las ruinas de nuestra Re­volución para cubrirlas con flores inmortales. ¡Qué soledad en torno del señor de Chateaubriand, único patriarca superviviente entre los compañeros de su peregrinación y que no puede conso- larse de que ya no vivan! ¡Qué dolor habrá de sentir usted al per­der al amigo más querido de su ilustre padre, y qué dolor para mí ver que desaparece uno de los mejores guías de mi juventud.

«En medio de tantas aflicciones, permítame, Señor y querido amigo, unir mi pena a la suya. Sabemos, por una experiencia de­masiado reciente, que, en estos tristes momentos, todas las simpa­tías son dulces, aunque vengan de abajo y de lejos».

Uno de los últimos días en Suiza fue dedicado a una grata y piadosa peregrinación: peregrinación doméstica que, para Oza­nam, quedó asociada al mejor recuerdo que se llevó de esos valles alpestres. El lozano cuadro que de ella dejó lo hace revivir todo.

Cuenta que, el 21 de junio, había recordado que «a medio ca­mino entre Lausanne e Yverdun, se encontraba el pueblo de Echallens, en que su abuelo Nantas se había refugiado durante los últi­mos meses del Terror: su madre le había hablado con frecuencia de él». Resolvió ir a visitar la aldea, en memoria de ellos. «¡Qué no hubiera dado —escribe— para conocer la casa en que vivió mi familia! Cuando menos, veía los bosquecitos y los bonitos senderos en que iban a coger fresas. El tío cartujo abría la marcha como explorador; y cuando había descubierto un nido de fresas, llamaba a sus alegres sobrinas: ` ¡Vengan, señoritas, veo algo muy rojo!’ Y volvían con canastos llenos de esas preciosas frutitas que sabo­reaban con excelente leche. Visité la iglesia en que mi buena madre hizo su Primera Comunión, bajo la dirección de aquel excelente cu­ra que le repetía: `Iremos los dos, iremos los dos al Paraíso’. La en­contré como me la había descrito mi madre, si bien, por desgracia, dividida entre, el culto católico y el protestante. Esta querida iglesia está muy destartalada ; sin embargo, recé en ella con más emoción que de costumbre. Agradecía a Dios las gracias que había hecho en ese mismo lugar a la pequeña desterrada. Recé por mi buena madre, porque es un deber rezar por los muertos. Mas, como creo que es feliz y poderosa en el cielo, le pedí que velara sobre nosotros, que nos ayudara a terminar con fortuna este viaje demasiado largo, y sobre todo que consiguiera para sus hijos algunas de sus vir­tudes más suaves.

«Mi mujer y mi suegra rezaban conmigo y mi pequeña María se arrodillaba muy juiciosa ante la reja del santuario. Amelia quiso cortar unas flores en la pequeña loma en que se alza la iglesia.

«Esas flores no son las que hollaba nuestra buena madre cuando iba a misa, pero se les parecen; ¡ojalá nosotros nos pareciéramos a ella!»

En suma, ese viaje y esa estancia de ocho meses en el encanto de los lugares y de los cosas había sido provechoso para Ozanam. Provechoso para su salud y para la de los suyos; acababa de escri- bir a Lallier: «En cuanto a salud, la mía no es mala ; y la de mi mu­jer parece mejorar un poco; pero lo que nunca podríamos agra- decer lo bastante a la Providencia es que en ocho meses, nuestra niña no haya tenido la menor indisposición. El hecho de que esté exenta de las miserias humanas me afianza en la creencia de que es un angelito, si a veces no fuese turbulenta como un diablillo».

Provechoso también para su inteligencia que se había iluminado ante esos grandes, espectáculos y para su corazón mecido con gra­tas y hermosas esperanzas. Mas ¿no se trataba de ilusiones; y por el crimen de los hombres no se cambiarán en amargas decepciones? Es cierto; pero no lo es menos, en primer lugar, que ese entusiasmo por la obra de Pío IX, lo compartía Ozanam con la inmensa ma­yoría de los católicos de Francia. Luego, en particular para Oza­nam, no era el efecto inconsiderado de un deslumbramiento y de un arrebato, sino el resultado de observaciones y convicciones razo­nadas que él quería exponer y justificar cuanto antes, como poli­, tico y como cristiano.

  1. El Padre Gerbet trabajaba por aquel entonces en el tercer volumen de su Roma cristiana. «Si viviera entre nosotros, en Francia —escribirá Ozanam a Foisset— ¿no seria, en la Academia Francesa, el sucesor natural de Ballanche?»
  2. Estos documentos se imprimieron en 1850 con el siguiente título: Documentos iné­ditos para servir a la historia literaria de Italia desde el siglo VII hasta el XIII. Pre­cedidos de un extenso prefacio sobre Las Escuelas en Italia, en los tiempos bárbaros.

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