El cólera en París.
Domingo, 8 de abril de 1832.
Mi querida mamá:
Recibí ayer su carta y no hace falta decir la dicha que me ha producido; es tan dulce hablar juntos, a pesar de la distancia, y pensar que cien leguas no son un obstáculo para nuestras conversaciones…
El cólera se ha extendido de manera horrorosa; en 14 días ha atacado a 3.075 personas, causando la muerte a 1.200. Ayer se declararon 717 nuevos enfermos, y se ven en las plazas carros cargados con cinco, diez o doce ataúdes. Pocas personas de medios se han visto afectadas, pero se sabe que el señor Casimir-Périer ha estado enfermo por causa del cólera estos últimos días, que el señor Lagarde, consejero de Estado, ha muerto de cólera, y que varios estudiantes de medicina han sucumbido a él. Pero la enfermedad del señor Casimir-Périer se ha debido a sus continuas fatigas, la del señor Lagarde a su voracidad, y la de los estudiantes de medicina, probablemente, a su libertinaje. Pero la peste golpea con doble fuerza; si sigue su curso, es de temer que se llevará a 20.000 personas. Parece que en todas partes por donde ha pasado antes no era más que un juego, y que ha sido creado y puesto en el mundo para castigar a nuestra ciudad culpable; la gente se alarma, el comercio está revuelto, circulan por todas partes rumores extraños. Temo mucho que haya movimientos sediciosos. Morirían tantos hombres por la espada como por la enfermedad; el domingo pasado vi amotinados a los traperos. Jamás[1] se ha visto una desvergüenza tan monstruosa. Algunos llevaban ramas y palos, algunos no llevaban nada, muchos cantaban la Parisienne a voz en cuello, muchos aullaban y elevaban un clamor tan grande que se podría decir que todos los diablos del infierno se habían reunido allí. Daba mucha pena ver esa raza de hombres malditos, de entre los cuales el más alto no medía cinco pies, aquellos miembros deformes y endebles, aquellas figuras pálidas, aquellos ojos hundidos debajo de cejas sombrías, y aquellas mujeres que les seguían gritando como arpías, ¡no hay nada tan horroroso como aquellas mujeres!
En medio de esos tristes espectáculos, la caridad no descansa. Ya le he dicho que nuestro noble prelado había cedido el seminario y su casa de campo para convertirlos en hospicios, ha hecho una donación de 1.500 francos a los hospitales y de diez mil francos a los pobres, a ese populacho desenfrenado que hace un año violaba su vivienda, atacaba y arruinaba al edificio arzobispal, vomitaba gritos de muerte contra su persona. Los padres lazaristas también han abierto su casa a los enfermos, muchos sacerdotes les han dejado sus casas parroquiales, se van a formar algunas confraternidades de hombres y de mujeres para socorrer a los desgraciados, se han entregado doce mil francos en ocho días en las oficinas de la Gazette de France para ser distribuidos por medio del arzobispo. Pues bien, hombres que se dicen liberales y filántropos se esfuerzan en denigrar esa dedicación, le acusan de espíritu de partido donde solo la caridad es la que actúa, esparcen las calumnias más groseras, la calumnia de atribuir el cólera a los sacerdotes, a los médicos, a los monárquicos, e incluso (horror) a esas hermanas hospitalarias que se sacrifican para alivio del infortunio.
Es horrible. Quisiera que tales perfidias fueran desveladas a los ojos del mundo entero, y que un peso inmenso de oprobio y de desprecio cayera sobre ellas.
La conferencia a la que pertenezco ha destinado una pequeña suma de 15 francos, tomada de las colectas a favor de los pobres. Espero con impaciencia que ustedes me envíen los 18 francos de mis matrículas y los 12 francos de Falconnet, para poder presentar yo también mi ofrenda de 4 ó 5 francos. Es muy justo, cuando se lleva un corazón francés, dar al menos una pequeña ayuda a los indigentes; no es solo justo, sino también necesario, pues la gente murmura: «Ved cómo el cólera no ataca a los ricos, los ricos se marchan y nos dejan solos con nuestra miseria», y al decir esto ven pasar una carroza que se dirige fuera de París, la persiguen con abucheos y, si los ricos no dan, se lo quitarán por la fuerza. Veo todos los días a mi alrededor que el número de gente disminuye, muchos jóvenes se van de regreso con sus familias. En cuanto a mí, me siento casi avergonzado; sé muy bien que la vida que llevo y el aire que respiro me ponen, casi del todo, al abrigo. Pero mis preocupaciones se dirigen hacia Lyon, y la noticia de que el cólera está ya en Toulouse no es como para dejarme tranquilo. Hablaba ayer con el señor Ampère; ese hombre valiente no me aconseja que me vaya; me ha hecho ver el peligro de caer enfermo en el camino, sin poder recibir ayuda. Me decía que la inutilidad de mi presencia en Lyon, el peligro en que pondría a mis padres si cayera enfermo y fuera a morir ante sus ojos, el riesgo de coger la epidemia en el camino y de llevarla a Lyon. Mi plan le ha parecido, en consecuencia, quasi absurdo. Todo eso no me ha tranquilizado; hoy veré al señor Durnerin y le pediré consejo. En cualquier caso, no estoy pensando en dejar París antes de Pascua. Se lo repito: no siento miedo por mí mismo, ni siquiera siento apenas ansiedad, me encuentro bien y sangro por la nariz con frecuencia y con abundancia. Solo la preocupación por los que me son queridos sería capaz de ponerme en camino, y si el cólera en Lyon fuera moderado, como lo ha sido en Londres, seguiría aquí. Esa es mi decisión por ahora. Puede que la cambie dentro de dos horas, pero no haré nada sin haber recibido su opinión firme. Es, sin embargo, muy triste estar separados en estas circunstancias. En suma: les ruego que no sientan temor por mí, ya no me duele el estómago.
No he tenido más que dos comidas. Me gustaría tener tres, pero no quiero recaer. En cuanto al agua gaseosa, no creo que sea necesaria, puesto que el vino y el agua son, aquí, de calidad excelente. No olvide que debo tener el dinero, a más tardar, el sábado 14, para pagar mis matrículas. Le abrazo con todo el corazón y con toda el alma; y como creo que mi Charlot[2] ya no tiene fiebre, le envío una palmada en las nalgas a manera de regalo. Mis recuerdos a parientes y amigos; un tirón de orejas a Falconnet, que no me escribe.
Su hijo que le quiere:
F. Ozanam.
Fuente: Archives Laporte (original). • Edición: LFO1, carta 45.
[1]* Las palabras en cursiva de este párrafo reflejan los usos lingüísticos de la región de Lyon: Oncques, ribaudaille, aucuns, moult, heurlaient, illec.
[2]* «Carlitos», apelativo cariñoso hacia Charles, hermano de Federico.