Plan de la obra emprendida entre los dos para demostrar la antigüedad de las creencias cristianas.
[Lyon,] 4 de septiembre de 1831.Mi querido Ernest:
Hoy es domingo; he asistido a la misa parroquial, y heme aquí solo en mi albergue. ¿Y qué hacer en un albergue, sino soñar? Sueño pues, acaso, que toda carta merece respuesta y que tengo, en mis alforjas, cierta charla con uno de mis primos, colega de Filosofía, bachiller en Letras como yo y que, con todos esos títulos, espera sin duda una respuesta en toda regla. Tomo la pluma y me dedico a dialogar con él sobre muchas y diversas cosas.
¿Así que has caminado mucho, y mientras caminabas has construido muchos castillos en el aire, y hasta castillos de naipes que se han derrumbado al primer soplo del cierzo? Está bien, joven, se precisaría ser stumpf und plump[1], como dicen los alemanes, para no edificar así a nuestra edad. Pero, ¡ánimo!, no siempre construiremos en el aire; en medio de la atmósfera vaporosa que envuelve nuestro porvenir, veo levantarse, y cada día que pasa está más cerca, un grandioso monumento, no ya fundado sobre arena[2] como dice el buen Descartes, sino sobre roca y arcilla. Me comprendes sin necesidad de más palabras y ves que me refiero a nuestro tema favorito: nuestra obra.
¡Oh!, en cuanto a esa: ¡no es un sueño de juventud! No. Es la idea fecunda depositada en nuestro espíritu, arraigada allí, desarrollándose sin cesar, para producirse luego hacia el exterior bajo una forma magnífica. Ahí va encerrado nuestro porvenir, nuestra vida entera.
Hacia ella convergen todos mis pensamientos, todos mis proyectos, todos mis ensueños y, ya que me pides volver a esbozar el plan, helo aquí[3].
Después de haber reflexionado acerca del destino de la humanidad, una idea principal me ha obsesionado siempre: así como una flor contiene en su seno los innumerables gérmenes de las flores que han de sucederle, el presente, que viene del pasado, contiene el porvenir. Si es, pues, verdad que la humanidad va a sufrir una nueva recomposición a raíz de las revoluciones que experimenta, es menester reconocer que los elementos de esa síntesis definitiva deben encontrarse en el pasado, pues nadie admitiría que la Providencia haya dejado al género humano, durante seis mil años, sentado a la sombra del error y de la muerte, sin luz y sin apoyo. Aplicando esta fórmula a la religión diremos que, siendo el hombre un ser esencialmente religioso y siendo la religión absolutamente necesaria para su desarrollo intelectual y moral, es imposible que él haya permanecido ni un siglo siquiera en la ignorancia o en el error sobre tema tan grave. Por otra parte, ¿podía, con sus propias fuerzas, llegar con rapidez a la verdad religiosa? No, puesto que, al cabo de cuatro mil años, Aristóteles y Platón, los dos genios mayores del mundo, se hallaban todavía muy lejos de poseer ideas puras, y lo mejor en Platón son las tradiciones que copió. Por lo demás, las necesidades físicas absorbían la atención, sin dejar oportunidad para las reflexiones filosóficas. En fin, está probado que, sin educación, el hombre se ve confinado al mundo material, pues solo la educación es capaz de elevarlo hasta las ideas morales. Esa educación, transmitida de padres a hijos, ¿de quién la recibió el primer padre? De ahí la prueba de una revelación primitiva.
En consecuencia, esta pregunta de derecho: «¿Cuál es el porvenir religioso de la humanidad?» Se desarrolla, se aclara y deja paso a esta pregunta de hecho: «¿Cuál fue la religión primitiva?»
Nunc animis opus, Ænea, nunc pectore firmo[4]. Aquí es preciso armarse de valor y de resolución para realizar inmensas investigaciones, pues deberemos recorrer el mundo entero. Se trata de describir todas las religiones de los pueblos de la antigüedad y de los pueblos salvajes (los cuales son también, respecto a nosotros, antiguos, primitivos); se trata de reunir, en un vasto cuadro, todas las creencias y sus fases; llamo a este primer trabajo Hierografía.
Adquirido el conocimiento de los hechos, es menester determinar sus relaciones, reconocer la genealogía, el parentesco de las diversas religiones, cómo las creencias madres se han dividido en sectas, en ramas multiplicadas […][5]; a esa obra la llamo Simbólica.
En fin, quedan por averiguar las causas de esa innumerable variedad; es preciso exprimir cada mito para descubrir su espíritu y su sentido; descubrir, bajo el velo de la alegoría, el hecho o el misterio que en ella se esconde y, dejando de lado todos los elementos secundarios, variables, relativos a los tiempos, a los lugares, a las circunstancias, recoger, como el oro en el fondo del crisol, el elemento primitivo, universal: el cristianismo; esto es la Hermenéutica.
Y estas tres ciencias, una de los hechos, la segunda de las relaciones y la tercera de las causas, se confunden en una sola a la que llamo Mitología. Elaborada así, en orden analítico y racional, esta ciencia, llegada a su término, puede presentarse bajo la forma de síntesis o de historia.
Entonces se ofrecerían a las miradas: en primer plano, la creación del hombre y la revelación primitiva; luego, el pecado y la corrupción de las creencias; al final, los desarrollos y subdivisiones de cada una de esas fuentes alteradas y la permanencia de la tradición de la ley mosaica hasta, la aparición del Cristo. Y en ese momento, si la muerte o la vejez no nos hubieren detenido aún, ahí se levantaría la gran figura del cristianismo en todo su esplendor. Cristo, la filosofía de su doctrina presentada como la ley definitiva de la humanidad, luego su gloriosa aplicación durante dieciocho siglos y por último la determinación del porvenir.
Magnífica trilogía donde estarían representados el origen del cristianismo, su doctrina, su establecimiento o, si lo prefieres, el trabajoso parto de la humanidad, la exposición de la norma que debe regirla y sus primeros pasos en esa ley divina.
Pero todo eso tal vez sea demasiado. La primera parte es ya suficientemente bella, pues, igual que las otras dos, ella sola prueba la divinidad del cristianismo.
Resumiendo todo ello en un cuadro sinóptico, se reduce a esto:
Determinación de la necesidad de una revelación primitiva | ||
Mitología | ||
Hierografía ciencia de los hechos |
Simbólica ciencia de las relaciones |
|
Hermenéutica ciencia de las causas |
Comprenderás que este trabajo necesita conocimientos profundos sobre: 1º geografía, 2º historia natural de cada país, 3º astronomía, 4º sicología, 5º filología y 6º etnografía.
El conocimiento de las revoluciones de las lenguas y de los pueblos habrá de servir de base y de contraprueba en la historia de las revoluciones religiosas y, desde luego, como los fenómenos del mundo físico y del mundo social así como las pasiones del corazón vienen sucesivamente a reflejarse en las creencias, es preciso saber desentrañarlas, es preciso conocerlas.
No obstante, no te desanimes; ya tenemos a nuestras espaldas mucho trabajo hecho: el Mitrídates de Adelung, la Simbólica de Creuzer, los trabajos de Champollion, de Abel Rémusat, de Eckstein, de Schlegel y de Goerres, nos ofrecen ricas minas para explotar. Y luego, somos dos y aun podremos conseguir colaboradores; respecto a eso tengo un proyecto que he de comunicarte de viva voz. En fin, vencer sin peligro es triunfar sin gloria; cuanto más difícil sea la obra, más hermoso será realizarla.
Dixi.[6]
Me gusta mucho tu pequeño proyecto literario sobre la iglesia de Brou. Está muy bien. Eso de la nariz rota, ¿es histórico? Me parece algo burlesco. Me gustaría que vieras la iglesia antes de comenzar tu trabajo. Eso influiría sobre todo él, le daría una mayor unidad de conjunto. Me parece bien la leyenda de la caza siempre que sea nueva. No habría que romper de manera tan brusca la nariz de ese pobre Pl […][7]. He visto a Fortoul y su filosófica Alteza, a Huchard y su epicúrea Señoría. Son los dos tan románticos que ya no los entiendo, tan románticos que se vuelven excesivamente clásicos. ¿Te ríes? Pues te equivocas. Te digo que están tan embrujados con Víctor Hugo que no juran si no es por él, y sostienen que el siglo entero debe marchar tras él. Ahora bien, defiendo que andar a remolque de un hombre es ser clásico por excelencia. Ya no citan más a Lamartine ni a Chateaubriand; y sin cesar aturden con sones de trompeta: Notre Dame de París[8], Plick Plock, Atar-Gull[9], Marion de Lorme[10], etc., y si uno no ha leído lo que ellos han leído: «¡maldición!», es el cumplido que te dirigen. ¡Qué tolerantes, los tales señores! Es casi como Némesis, periódico liberal que solía decir:
Y que la Libertad, diosa de vuelo ágil,
con las armas en la mano predique su Evangelio.
¡Y luego esa gente va a declamar contra la Inquisición y contra las conversiones forzadas por las armas de Carlomagno! ¡…Risum teneatis, amici![11]
¡Vaya una carta larga! ¡Qué quieres! Nadie se cansa de conversar con un buen amigo. Pero, además, si te duerme, no habrá sido inútil. Contéstame. Infórmame de la fecha de tu vuelta, dame noticias de tu mamá, de tu hermanita y de ti mismo. Hazme partícipe siempre de tus reflexiones y de tus castillos en el aire, dame tu opinión sobre las explicaciones que te he comunicado.
Adiós. Tu primo y amigo para siempre:
A.-F. Ozanam.
…Amistad, a tu madre la seguridad de mi respeto y de mi afecto.
He recibido del señor de Lamartine una carta muy halagadora[12] y de l’Avenir una recensión muy honrosa sobre mi obra[13]. Te lo cuento porque sé que te interesa lo que a mí respecta y porque en ese pequeño folleto he lanzado el germen de la idea que ha de ocupar nuestra vida.
Tus ideas acerca de la gloria son perfectamente naturales en un joven; no hay que hacer de ella un fin, sino aceptarla como un regalo. Enamorado de su propia existencia, el hombre, sin cesar, desea verla prolongarse; revive en sus hijos, revive en sus obras; cree revivir en el corazón de cuantos bendicen su nombre. La verdadera gloria es el agradecimiento de la posteridad. Así como el hombre bueno no derrama sus beneficios para obtener gratitud y, no obstante, acepta las demostraciones de ella con tierna satisfacción, así el verdadero filósofo, el cristiano, no obra por la gloria y, sin embargo, no puede evitar ser sensible a ella. Y así como muy a menudo la ingratitud y el olvido son la respuesta a las obras más beneficiosas, el hombre justo pone sus esperanzas en un lugar más alto, espera su recompensa y su gloria de manos de un juez incorruptible, y recuerda a los hombres ingratos que hay un Dios remunerador.
Fuente: Archives Société de Saint Vincent de Paul (copia). • Ediciones: LFO1, carta 32. — Lettres, t. I, p. 19 (parcial). — Cartas, t. I, p. 31-37 (parcial).
[1]* «Obtuso y tosco».
[2]* Referencia a un texto de la primera parte (párrafo 10) del Discurso del método, de René Descartes:
«Y, en cambio, los escritos de los antiguos paganos, referentes a las costumbres, comparábalos con palacios muy soberbios y magníficos, pero construidos sobre arena y barro: levantan muy en alto las virtudes y las presentan como las cosas más estimables que hay en el mundo; pero no nos enseñan bastante a conocerlas y, muchas veces, dan ese hermoso nombre a lo que no es sino insensibilidad, orgullo, desesperación o parricidio».
Entre las innumerables ediciones y traducciones de esta obra fundamental de la filosofía occidental, se puede consultar Descartes, René. Discurso del método (Estudio preliminar, traducción y notas de Bello Reguera, Eduardo). Madrid: Tecnos, 2003.
[3]* En 1829, Ozanam comenzó a concebir el proyecto de una obra que debía llamarse Démonstration de la vérité de la religion catholique par l’antiquité des croyances historiques, religieuses, morales (Demostración de la veracidad de la religión católica a través de la antigüedad de las creencias históricas, religiosas, morales).
«Esta obra —dice el señor Ampère— fue la ocupación y el fin de toda su vida. A los dieciocho años, el desconocido estudiante perseguía ya ese propósito hacia el cual, veinte años más tarde, el aplaudido profesor debería dar el último paso. Ya entonces meditaba y comenzaba los estudios que debían tener por resultado la historia de la civilización en los tiempos bárbaros. La forma del propósito ha cambiado, pero el fin siempre fue el mismo: mostrar a la religión glorificada por la historia.»
Cf. Œuvres, t. I, prefacio, pág. 33.
[4]* «Ahora hace falta, Eneas, valor; ahora hace falta un ánimo firme» (De La Eneida, de Virgilio, libro VI, v. 261).
[5] Frase ilegible.
[6]* «He dicho».
[7]* Laguna en el texto original.
[8]* Referencia a Notre Dame de Paris (Nuestra Señora de París), de Victor Hugo, publicada en 1831.
[9]* Plick et Plock y Atar-Gull son novelas escritas en 1831 por Eugène Sue (1804-1857), autor muy leído e influyente en Francia en la década de 1840.
[10]* Drama en cinco actos en verso escrito por Victor Hugo, representado por primera vez en el teatro de la Porte-Saint-Martin el 11 de agosto de 1831, en París.
[11]* «¡Amigos, contened la risa!»; del Ars poetica de Horacio, v. 5.
[12] Esta carta, del 18 de agosto de 1831, fue publicada en Lettres, t., I, p. 22.
[13] L’Avenir, de Lamennais, publica un informe del folleto de Ozanam sobre el sansimonismo, el 24 de agosto de 1831.