Confiesa su deseo de fama. Preeminencia de la ley del amor. Disculpas por no haber publicado un escrito de Materne que podría escandalizar a las mentes jóvenes.
Lyon, 19 de abril de 1831.
He recibido, mi querido amigo, tu amable carta del domingo. Yo ya sabía de tus disculpas y te agradezco tus elogios, un tanto exagerados.
Pero sé que lo que más te gusta es la confianza de amigo, pues no es a través de alabanzas mutuas, sino admitiendo nuestros defectos y dándonos buenos consejos, como conseguiremos el ideal de una amistad que hemos creado, para llegar a conseguir la virtud con mayor seguridad.
Permíteme, sin embargo, que te alabe por la noble franqueza con la que confiesas tus faltas.
También yo, debo confesártelo, me siento, a pesar de mí mismo, acosado por el deseo de hacer ruido; esa avidez inmensa de gloria viene como fantasma inoportuno a introducirse en todas mis acciones.
Y, sin embargo, yo sé que esa gloria es vana. A pesar de todo, esa pasión tiene un dominio sin límites sobre mi alma y me creo, en este aspecto, mucho más culpable que tú. Pues al menos tú no te alabas a ti mismo. Mientras que yo…
Pero, puesto que quieres pedirme consejos, te diré abiertamente lo que pienso. Filosófica y religiosamente hablando, la única regla a plantearse para las acciones humanas es la del amor: «Amarás al Señor, tu Dios, sobre todas las cosas, y al prójimo como a ti mismo»[1]; ley magnífica que reconoce tres principios de las acciones humanas, el amor de Dios infinito, inmenso, sin límites; el amor al prójimo, acercándose al amor de Dios; en fin, el amor a sí mismo, subordinado a los otros dos (y nota bien que la ley no ha prescrito el amor a sí mismo, porque es tan innato que necesita ser aclarado, ser modelado, y no ser ordenado y mandado). El amor a sí mismo será la base de mi vida individual, el amor a mis semejantes será la base de la vida social, el amor de Dios estará por encima del uno y del otro, como el primer principio y el fin último de todas mis obras, el alfa y la omega.
Tríada admirable, principio de vida, fuente de luz, madre de todas las acciones generosas: es esa caridad que hizo los mártires sobre borriquetes, los héroes sobre los campos de batalla. Ella es la que mantiene el fuego sagrado del patriotismo encendido y la llama, aún más bella, del amor a la Humanidad.
¡Oh, amigo mío!, que esa ley del amor sea la nuestra y, huyendo de la vanagloria, nuestro corazón no arderá nada más que para Dios, para los hombres y para la verdadera felicidad. Entonces ambos seremos excelentes católicos, excelentes franceses y, entonces, seremos felices.
Me apresuro a satisfacer las explicaciones que me pides acerca de la inserción de tu escrito, y en esto te hablaré con toda franqueza.
Tu trabajo era concienzudo, no lo dudo; los hechos que mencionabas son históricos, lo sé. Pero te confieso que me da miedo que, el hacer ver a espíritus jóvenes los abusos de las ceremonias religiosas, no sea exponerles a sentir desprecio hacia ellas. Sé que no hay que juzgar las cosas por el abuso que se ha hecho de ellas. Pero tú conoces la malignidad de espíritu de los jóvenes: agarrarán con entusiasmo el carbón que se les eche, y Dios bien sabe que se quemarán los dedos. Dados los tiempos que corren, no se excedería uno al ocultar a espíritus débiles aquellos hechos que podrían inducirles a error y, por respeto hacia la religión, no se debe desvelar abiertamente las faltas de sus hijos. Acuérdate del castigo de Cam[2]. ¿Qué es lo que había hecho? Había descubierto la falta de su padre y Dios le castigó, pero Sem y Jafet fueron bendecidos por haber colocado su manto sobre al anciano Noé. Espero, pues, que mi intención te parezca buena y que, al menos, excusarás mi rigor, en el caso de que no lo apruebes. Por otro lado, dos líneas de política unidas a ello hubieran podido comprometer a nuestra modesta publicación, que llega a gentes con opiniones muy diversas e, incluso, a gentes con opiniones muy intolerantes.
Pero también yo me tengo que excusar por mi acritud en la discusión.
Tú pones en mí tus esperanzas para reanimar tu fervor religioso; tienes sobre mí una opinión demasiado buena. Yo mismo tengo necesidad de que se me reanime. Pero si te doy un consejo es el de que desafíes a los hombres de tu partido político quienes, pues no acaban de comprender la armonía que hay entre el catolicismo y la libertad, unen todos sus esfuerzos para atacar a nuestra divina religión y poner en su lugar al protestantismo e incluso al deísmo. Su pretendida tolerancia consiste en destruir la cruz y en fusilar a los fieles arrodillados a los pies de su Dios; todo eso, dicen, para ejecutar el Concordato que ellos violan continuamente. ¡Vergüenza sobre ellos!, o más bien, ¡ojalá pudieran llegar a tener mejores sentimientos!
Te envío adjunta una carta de Huchard. ¡Pobre muchacho! Su espíritu y su corazón están muy enfermos.
Tengo aún muchas cosas que decirte, pero puedes ver por mi letra que estoy con prisas. He escrito la mitad de la carta rodeado de blasfemias y de conversaciones infames de mis compañeros de estudio. Si pudieras venir a encontrarme pasado mañana, el jueves, en el estudio, hacia las doce y media, me darías un gran placer. Nos diríamos muchas cosas que nos preocupan. Además, me podrías traer la carta de Huchard. Si no puedes venir, envíamela antes de las diez de la mañana, por favor.
Tu amigo para siempre,
A.-F. Ozanam.
P.S. Cuida tu espíritu y ejercita tu cuerpo. Medita con cuidado por tu cuenta un cierto párrafo de la carta de Huchard. La opinión que expresa en ella es también la mía; te la hubiera comunicado si me hubieras hablado de tus proyectos.
Fuente: Archives Laporte (original). • Edición: LFO1, carta 29.
[1]* Cf. Mt 22, 34-40.
[2]* Cf. Gn 9,18ss.