Comentario sobre los acontecimientos de París y de Lyon. Papel reservado a la juventud en los cambios sociales.
Lyon, 21 de febrero de 1831.
Mis buenos amigos:
Ahora me toca a mí amonestaros. Me prometisteis contestar pronto a mi última carta; hace más de un mes que os escribí y todavía estoy sin noticias. Pero hoy en día los meses equivalen a siglos, las semanas a épocas, los días están llenos, llenos de obras y de misterios, y todos esos vastos espectáculos deben conmover a las almas jóvenes, deben hacer hervir los corazones jóvenes hasta obligarles a desahogarse hacia afuera en suaves conversaciones familiares.
¿Por qué, pues, dejar así a los pobres amigos provincianos en un completo desamparo de ideas y de documentos? < Digo desamparo, y con razón, pues sabemos muy bien que los periódicos discursean, que al gobierno le interesa no dejarnos oír más que la mitad de la verdad porque, con frecuencia, la verdad eleva una voz terrible contra él. Se recorren con desconfianza las columnas de gacetas de toda especie, de todos los partidos; se esperan con avidez y se devoran esas deliciosas correspondencias que dan luz al espíritu, a la vez que alimentan el corazón.
¡Qué ciudad esa de París en estos últimos días, si es verdadero el cuadro que se nos pinta de ella! ¡Cuántos presagios siniestros para el futuro! Unos insensatos se glorían de insultar y de provocar a un pueblo, y han escogido el templo del Altísimo como teatro de sus pasiones y de sus extravagancias. Han mancillado el santuario con sus acciones profanas y, en presencia de la majestad de Dios, han llevado sus adoraciones a los pies de una majestad de la tierra hoy derribada, aniquilada. Frente a los altares han protestado contra los decretos de la Providencia, y no han temido atraer sobre la religión y contra sus sacerdotes un oprobio y una venganza de la que en alguna manera se han hecho responsables[1].
Otros desgraciados, mucho más criminales todavía, han aprovechado con alegría, como ebrios, la ocasión de sublevar al pueblo, del que se sirven a capricho como de un instrumento para satisfacer sus pasiones. Lo han animado con su furia, lo han precipitado, como un torrente, sobre los objetos de su resentimiento. ¡Insensatos! Vendrá un día en que ese torrente los engullirá a su vez.
Y ese pueblo, que ha sido tan fácil de impresionar, ha recibido el movimiento que se le comunicaba, se ha levantado, se ha sublevado, ha puesto su mano bárbara y sacrílega sobre las obras maestras del arte y sobre los símbolos revelados de una religión que no desprecia más que porque se le ha enseñado a ignorarla, y se ha visto a hombres infames reirse, vestidos con la túnica del pontífice, y bailar, cargados de ornamentos sagrados, sobre los restos de los altares. Y la cruz, la cruz que es, desde hace dos mil años, la reina del mundo, la cruz que corona todas las diademas, incluso la de Napoleón, la cruz ha sido arrastrada por los fangos de la capital en medio de los aullidos de alegría y de las saturnales del carnaval. No les bastó devastar el rebaño, necesitaban la vida del pastor y, cuando su furor se vio engañado, se han vengado en los inmuebles, en los ornamentos, en las paredes. ¡La rica biblioteca del arzobispado ha sido saqueada! ¡Saint-Germain-l’Auxerrois ya no existe, y la revolución de julio tiene sus vándalos! Y, sin embargo, un prefecto de policía[2] marchaba a la cabeza de los sediciosos a los que no se atrevía a controlar, ¡la Cámara de diputados se reía y el rey veía pasar la cabalgata de carnaval!
Lyon se ha quedado horrorizada al enterarse de esas espantosas noticias, y se han levantado todas las voces, llenas de cólera, contra los provocadores y los actores de esos desórdenes, llenos de desprecio hacia un gobierno que los tolera y los permite. Por otro lado, el comportamiento opresivo, las sospechas renovadas del prefecto, el señor Paulze d’Yvory, han vuelto a denigrar todo: visitas domiciliarias que ha ordenado llevar a cabo en las viviendas de personas respetadas, y eso sin orden del fiscal general[3], han excitado la indignación; pocos días pasarán antes de que sea acusado, ante el tribunal de lo criminal, por haber sobrepasado sus funciones. Sauzet y otros dos excelentes abogados presentarán el caso. Por lo demás, se desea fuertemente y se espera todos los días un cambio. >
En lo que a mí respecta, pasan muchas cosas en mi alma y, en verdad, si tuviera tiempo de reflexionar, tendría solo con mi propio yo con qué hacer un buen curso de sicología. Cuando vuelvo la mirada hacia la sociedad, la prodigiosa variedad de los acontecimientos hace nacer en mí los sentimientos más diversos: alternativamente mi corazón se inunda de alegría o se impregna de amargura; mi inteligencia sueña con un porvenir de gloria y de felicidad, o cree advertir en lontananza la barbarie y la desolación aproximándose a grandes pasos. Los últimos sucesos, sobre todo, me han llenado de la más profunda consternación y de una indignación sin límites[4]. Así y todo, esas mismas consideraciones me animan y me comunican una especie de entusiasmo. Me digo que el espectáculo, al cual hemos sido llamados, es grande; que es hermoso asistir a una época tan vasta, tan solemne; que la misión de un joven en la sociedad es, hoy en día, muy grave y muy importante. ¡Fuera de mí las ideas de desaliento! Las amenazas son alimento para el alma que, dentro de sí misma, siente un ansia inmensa e indefinida que nada es capaz de satisfacer. Me alegro de haber nacido en una época en la que quizá esté llamado a hacer mucho bien, y entonces experimento un nuevo ardor por el trabajo, continúo mis investigaciones todo lo posible; me preparo para mi obra; pues, desprovisto como estoy aquí de recursos científicos, lo más que puedo hacer es dedicarme a estudios preliminares. Trato de abarcar, con una vista de conjunto, el tema en el que un día habrán de ejercitarse todas mis facultades; mido la carrera, y mientras más pienso en ella, más satisfacción me produce, porque mis presentimientos acerca del resultado de mis investigaciones toman más fuerza y consistencia y entreveo con más claridad, como última conclusión, el gran principio que antes se me había aparecido a través de tantas nubes: la perpetuidad, la catolicidad de las ideas religiosas, la verdad, la excelencia, la belleza del cristianismo.
Sentía la necesidad, mis buenos amigos, de desahogarme un poco, pues estoy separado, casi continuamente, de mi querido Materne y de mis otros antiguos camaradas. < Materne está mucho mejor. Por su bien, aconsejadle el ejercicio, la valentía y no las precauciones; es demasiado tímido por causa de su salud. Animadle en vuestras cartas, como yo en mis conversaciones. Su mayor mal es la melancolía. Si, por casualidad, mi última carta del 15 ó 20 de enero[5] que os envié aprovechando una oportunidad, no os ha llegado, id por favor a buscarla a casa de W. Chanhomme, rue Saint-Denis, nº 263. Me tomé la precaución porque la carta contenía largas explicaciones y por eso era bastante pesada.
Adiós, muchos recuerdos a los antiguos camaradas. Vuestro amigo,
Ozanam >
Dirección: Al señor Hippolyte Fortoul, estudiante, rue des Maçons-Sorbonne, Hôtel Sainte-Anne nº 24, París. • Sello postal: Lyon, 22 de febrero de 1831; 25 de febrero de 1831. • Fuentes: Archives nationales, 246 AP 4, nº 9 (original). — Archives Société de Saint Vincent de Paul (fotocopia). — Archives Laporte (copia). • Ediciones: LFO1, p. 36-37 (a excepción de los textos entre < >). — Disquisitio, p. 160-163. — Lettres, t. I, pp. 10-13 (parcial) — Cartas, t. I, p. 27-29 (parcial).
[1] Con ocasión de un servicio fúnebre celebrado en memoria del duque de Berry (14 de febrero de 1831) unos legitimistas exaltados organizaron unas manifestaciones a favor de la dinastía depuesta. En reacción, una muchedumbre de revoltosos saquearon la iglesia y la casa cural de Saint-Germain-l’Auxerrois, y luego el palacio arzobispal.
[2] Jean-Jacques, barón Baude, prefecto de policía de París desde el 26 de diciembre de 1830, lejos de contener a los revoltosos, creyó buena idea arrestar al arzobispo de París y al párroco de Saint-Germain-l’Auxerrois. Esta decisión fue revocada el 21 de febrero.
[3] Joseph-Paulin Madier de Montjau.
[4]* A causa, sobre todo, de la política reaccionaria llevada a cabo por Carlos X, se produjo un levantamiento revolucionario en París en julio de 1830. Después de las «tres jornadas gloriosas» (27, 28 y 29) el rey abdicó y huyó a Inglaterra. Los más radicales defendieron la instauración de una república, pero se impusieron los liberales que lograron la proclamación como rey, con poderes limitados, de Luis Felipe de Orleans, último rey de Francia.
[5]* Cf. Carta 29: A Hippolyte Fortoul y Claude Huchard, del 15 de enero de 1831.