Tres días después de la huida del rey, se proclama la República y se establece un gobierno provisional. Lamartine, que no ha dormido durante cuarenta y ocho horas, ha podido frenar la anarquía y evitar por los pelos la bandera roja. Pero, escribe Ozanam, todo el mundo se encuentra «en medio de la confusión del presente y de la incertidumbres formidables del porvenir». Italia, Alemania, Bélgica, Austria se agitan: «Desde la caída del imperio romano, advierte, el mundo no ha visto revolución parecida a ésta», y «yo me espero ver mucha miseria, desorden y quizás saqueos, un largo eclipse para las letras a las que yo había dedicado mi vida». A pesar de todo está lleno de esperanza: «No sé si me equivoco, dice, pero me parece que este plan de Dios cuyas primeras huellas percibíamos se desarrolla más rápidamente de lo que habíamos pensado [.d. Creo en la emancipación de las nacionalidades oprimidas, y más que nunca admiro la misión de Pío IX, suscitada tan a propósito para Italia y para el mundo Creo que podemos ser triturados, pero que será bajo el carro de triunfo del cristianismo.» Por su parte, a pesar de lo que puedan pensar tal o cual de sus amigos, no se considera como uno de los hombres del momento: «Nunca he sentido mejor mi debilidad y mi incompetencia», escribe a Foisset el mes de marzo. «Estoy menos preparado que cualquiera otro para los problemas que van a ocupar las mentes, quiero decir para estos problemas de trabajo, de salario, de industria, de economía, de mayor consideración que las controversias políticas. La propia historia de las revoluciones modernas me es casi extraña.» No obstante, él piensa poder trabajar con sus estudiantes: «No soy un hombre de acción, no nací ni para la tribuna, ni para la plaza pública. Si algo puedo, y es poca cosa, es en mi cátedra; es quizás en el recogimiento de una biblioteca donde pueda sacar de la filosofía cristiana, de la historia de los tiempos cristianos, une serie de ideas que proponer a los jóvenes, a los espíritus turbados e inseguros, para tranquilizarlos, reanimarlos, reunirlos.» En efecto, concluye, «yo me había encerrado con una especie de predilección por esta Edad Media que estudiaba con pasión; y ahí es donde creo haber encontrado la escasa luz que me queda en la oscuridad de las circunstancias presentes…»
En el mismo sentido expresa convicciones muy precisas al comenzar sus lecciones, unos días más tarde: «Al recordar ante vosotros después de los grandes sucesos que acaban de tener lugar, declara a sus oyentes, me siento feliz por no hallar en seis años de lecciones ninguna palabra que tenga que retirar hoy. Siempre me habéis visto apasionado por la libertad, por las conquistas legítimas de los pueblos, por las reformas que moralizan a los hombres dignificándolos, por los dogmas de igualdad, de fraternidad que no son otra cosa que la llegada del Evangelio al dominio temporal. Hoy, me reintegro en estudios menos inoportunos de lo que parecen. Y lo hago para dar, en la medida de mis fuerzas, el buen ejemplo de la confianza en el orden que se mantendrá mejor por la unanimidad de los ciudadanos que por el tinglado de las ficciones legales. El primer deber para los cristianos es no asustarse, y el segundo no asustar al prójimo, tranquilizar por el contrario a los espíritus confusos […]. La Providencia está ahí […], No nos atormentemos demasiado por el día de mañana.»
El hecho es que había una buena tarea que llevar a cabo para tranquilizar las mentes: la economía iba a la deriva, el gobierno improvisaba la política al día y hacía cumplir sus decisiones con gran trabajo, el ejército rugía frente a la multiplicación de movimientos populares incoherentes, la provincia se hacía preguntas ante la aparente anarquía parisiense y las noticias inquietantes que llegaban de toda Europa. Albert de Broglie, orleanista convencido pero observador perspicaz, resumirá acertadamente el sentimiento general sobre la revolución de febrero: «Cómo tuvo lugar este triste fenómeno, es algo que, a pesar de todos los relatos de testigos oculares que he tenido ocasión de oír, no comprendo más que imperfectamente, porque el suceso se me vino encima de la cabeza absolutamente como un rayo, y lo imprevisto, se haga lo que se quiera para explicarlo cuando ya es tarde, resulta siempre incomprensible».
Se decretó el sufragio universal, y se fijaron las elecciones para el 23 de abril. Los republicanos las preparan febrilmente, pero los católicos no quieren quedarse atrás. Varios obispos han tomado posiciones bien definidas: el arzobispo de Lyon hace el panegírico de los «ciudadanos que han sucumbido en París en las jornadas de febrero» y que «han caído gloriosamente defendiendo los principios de libertad civil y religiosa que serán en adelante en Francia una verdad»; sosteniendo la esperanza de ver a la Iglesia escapar del dominio del Estado, el arzobispo de Burdeos va más lejos al afirmar: «La bandera de la República será siempre para la religión una bandera protectora.» Por su parte, los arzobispos de Bourges y de Cambrai, al rendir un homenaje de apoyo a la política «progresista» de Pío IX, recuerdan que fue «la primera la Iglesia en proclamar en el mundo las ideas de libertad, de justicia, de humanidad, de fraternidad universal.» Sí, añade el obispo de Gap, «los principios cuyo triunfo debe dar comienzo a una nueva era son los que la Iglesia ha proclamado siempre, y que acaba de proclamar una vez más a la faz del mundo entero por boca de su augusto jefe, el inmortal Pío IX.» El obispo de Chálons celebra la libertad, la igualdad y la fraternidad: «Es todo el Evangelio en su más sencilla expresión; no queremos nada más; la República a este precio puede contar con nosotros; y no tendrá otros amigos mejores.» Mons. Affre, que ve «en las tres grandes revoluciones […] la intervención todopoderosa de Dios», apunta que «jamás [ésta] fue más brillante que en el nuevo estado político de Francia.» Finalmente, Mons. Sibour, por entonces obispo de Digne, escribe sin ambages: «Que se tenga bien claro; queremos para nosotros y para todos la libertad de culto, una libertad franca y completa, la libertad de reunión y de asociación, la libertad de conciencia y la libertad de enseñanza inseparables de las otras. Todo lo que se pide en la lglesia como en el Estado es la libertad. ¿Podría alguien negársela a la religión católica cuando su augusto jefe, el inmortal Pío IX, por la más providencial de las iniciativas, ha adquirido tantos derechos para la gratitud de los pueblos y mostrado tan cumplidamente las tendencias verdaderas, las tendencias esencialmente liberales de la Iglesia.
Los católicos están resueltos a aprovechar la ocasión que se les presenta; defensores del «partido del orden y de la libertad», van a presentarse en masa, convencidos de que su mensaje a la vez abierto y moderado se encontrará con una gran adhesión. Si Montalembert, responsable del Comité central católico, no está muy entusiasmado por las innumerables candidaturas eclesiásticas ni por profesiones de fe un poco sulfurosas para su gusto, Ozanam lo celebra y empuja a cantidad de sus amigos a probar fortuna: «os encuentro con la suficiente prudencia y atrevimiento, firme en todos sobre los puntos que es imposible abandonar, resuelto a todas las reformas necesarias», dice el 12 de abril a Lallier que se presenta en el Yonne. Pero a él mismo le horroriza comprometerse: «Lo mejor que podemos hacer, afirma, es dar nuestros sufragios a candidatos republicanos que compartan nuestra fe o que ofrezcan garantías serias a nuestra libertad; todo lo más, nos sería posible lograr pasar a dos o tres de los nuestros, teniendo en cuanta a aquellos que por su celebridad o su influencia pueden reunir otros sufragios.» Entre éstos, coloca en primer lugar a Lacordaire, por otra parte embriagado por esta perspectiva y que se va a presentar a la vez en París y en Marsella. Sin embargo, ese mismo 22 de abril, un grupo importante de católicos lioneses, entre los que se cuentan numerosos colegas de San Vicente de Paúl, piden a Federico que inscriba su candidatura en Lyon: «Entre las preocupaciones de esta semana, escribe a su hermano el 21, una de las más graves ha sido la de decidirme a propuesta de un gran número de lioneses que me han ofrecido que me inscriba para la Asamblea nacional. El primer movimiento ha sido de rechazar una misión tan poco conforme con mis costumbres y mis estudios. Después de todo, de pensarlo ante Dios y seguido el parecer de quienes tienen derechos sobre mi conciencia y sobre mí corazón […], me he decidido a un sacrificio que no podía rechazar sin faltar al honor, al patriotismo y a la entrega cristiana.» Sólo tiene una obsesión: la de ser elegido… Pero él va a hacer su papel y, desde el 15 de abril, hace llegar a sus electores su profesión de fe, que resume perfectamente sus ideas políticas: «Tal vez fuera deseable que la República sea fundada por los que han combatido por ella, al mismo tiempo que por los obreros y los labradores cuya liberación ella consagra», se lee en ella. «Un pensamiento que será el de toda mi vida», es «la alianza del Cristianismo y de la libertad […]. La revolución de febrero no es para mí una desgracia pública a la que haya que resignarse, es un progreso que hay que mantener. En ella reconozco el advenimiento temporal del Evangelio expresado por estas tres palabras: Libertad, Igualdad, Fraternidad.» Como Montalembert y el episcopado, él predica «la libertad de las personas, la libertad de la palabra, de la enseñanza, de las asociaciones y de los cultos». Quiere prohibir al poder que nunca suspenda las libertades individuales», que «se ingiera en las cuestiones de conciencia» o que «amordace la prensa». Pero va más lejos que ellos: «Quiero la constitución republicana, sin la idea de volver a realezas ya imposibles», proclama sin titubeos. «La quiero con la igualdad de todos, por consiguiente con el sufragio universal para la Asamblea nacional […]. Por fin, quiero la fraternidad con todas sus consecuencias»; la libre asociación de los trabajadores entre ellos o de obreros y empresarios «que reúnan voluntariamente su industria y sus capitales». En conclusión, no niega el papel que el país puede jugar en la emancipación de los pueblos oprimidos: «La fraternidad no conoce fronteras; Francia quiere la liberación de las naciones suprimidas por una conquista injusta, y que se reconstituyan abjurando la dominación extranjera. Ella les ha prestado ya el apoyo de su ejemplo y de su palabra. Espero que no les niegue su espada, si Dios, que ha suscitado a Pío IX para bendecir la libertad, nos hubiera destinado a defenderla.»
Ozanam no saldrá elegido, y no entrará en sesión el 4 de mayo con los católicos Montalembert, Lacordaire, Falloux, Berryer, Melun, con los tres obispos y los once sacerdotes que han sido votados. Movilizado como guardia nacional, comentará su fracaso con ironía en una carta a su hermano con fecha del 7 de mayo: «El otro día, habiendo recibido el favor de montar la guardia en la puerta de la Asamblea nacional, por poco desfallezco de cansancio y de calor. Sin embargo tengo que responder al honor de protegerla, ya que no he tenido el de esclarecerla con mis luces. Mi candidatura, anunciada tan sólo a cuatro días de las elecciones, no ha reunido más que el número insuficiente de unos dieciséis mil votos. De lo que se deduce que habiendo procedido con más tiempo, presentándome en los lugares, podía conseguirlo; pero sin duda que Dios ha querido ahorrarme unos deberes demasiado formidables, y devolverme a los estudios para los que me ha concedido gustara.» Reunidos en el hemiciclo provisional de madera y paño que se ha construido apresuradamente en el patio del Palais-Bourbon, «algo como la sala de espectáculos de Carpentras elevada a proporciones gigantescas» dirá con gracia Victor Hugo, los novecientos diputados llevan a la presidencia al socialista cristiano Philippe Buchez: todo un símbolo. Y al igual que el padre Lacordaire, quien causa sensación en los bancos de la izquierda con su vestidura blanca de dominico, Federico puede creer «que su noble deseo de unir a todas las clases sociales bajo la bandera del cristianismo se va a realizar». Nada más lejos…
Tres tendencias se repartían entonces la clase política: la tentación colectivista, que pasaba por el combate de la clase popular contra la burguesía para aplastarla; en el lado opuesto, la voluntad burguesa de poner fin a la «anarquía» y de instaurar un régimen de orden; por último la esperanza de una democracia cristiana que volvería la espalda al individualismo y a la lucha de clases uniendo a éstas en la búsqueda del bien común. Frente a los extremistas de izquierda, los católicos estaban divididos: la mayoría comenzaba a tener miedo ante la evolución que parecía cada vez más incontrolable, mientras que Federico y sus amigos trataban de convencerlos de que tomaran la vía de en medio. Pero tiene lugar a partir del 15 de mayo un suceso grave que va a voltear la situación: hallándose los diputados en sesión, no menos de cincuenta mil manifestantes puestos al rojo durante semanas por los teóricos más inflamados de la revolución proletaria, invaden el recinto del Palais-Bourbon y ponen sitio a la Asamblea blandiendo armas y banderas rojas. Quieren de una vez por todas acabar el trabajo comenzado el 24 de febrero precedente, porque sienten con toda la razón que el movimiento se les escapa. Montalembert, que se preparaba a subir a la tribuna, está aterrado; Lacordaire, que llevaba diez días preguntándose qué hacía allí, aplastado entre una izquierda virulenta y una derecha opresiva, se queda clavado en el sitio. Durante tres horas, la inmensa barraca se transforma en antecámara del infierno: «Nunca me había imaginado que un conjunto de voces humanas pudiera ser tan ensordecedor», referirá Tocqueville. En medio de un increíble griterío, Blanqui, Raspail, Ledru-Rollin se suceden para proclamar sus intenciones. «Venganza para nuestros obreros que acaban de ser ametrallados en las calles de Rouen porque pedían pan y trabajo», grita Blanqui, mientras estallan peleas al pie de la tribuna y los parlamentarios tratan de huir: «La guerra está declarada entre pobres y ricos!» El gobierno provisional que, bajo el impulso de Lamartine, intenta hacer pasar grandes reformas sin tropiezos, reacciona al punto: llama a la guardia nacional en su auxilio y pone fin con más facilidad de lo previsto a este acceso de fiebre.