Espiritualidad vicenciana: Pecado

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

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Author: Rafael Sáinz, C.M. · Year of first publication: 1995.

1.-. Reconocerse pecador es reconocerse hombre. 2.- El pecado y el miedo. 3.- Antropología vicenciana: 1) El hom­bre creado por Dios por amor y para amar; 2) Por el pecado, el hombre rechaza el proyecto de Dios; 3) Dios rehace su proyecto en Cristo reconciliando al hombre consigo. 4.- Una naturaleza proclive al pecado que hemos heredado de Adan. 5.- Bendita libertad la de los hijos de Dios. 6.- Dimensión eclesial del pe­cado. 7.- El pecado del mundo. 8.- Pecado mortal y pecado ve­nial - Actitudes para con el pecado. 9.- Consecuencias del pe­cado. 10.- ¿Pecado o pecadores?. 11-. La masa de perdición. 12.- Dios es misericordia: la misericordia es el espíritu de Dios. 13.- Referencia al Vaticano II.


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1.- Reconocerse pecador es reconocerse hombre.

No resulta fácil abordar hoy el tema del pecado desde una perspectiva vicenciana. De una parte, el sentido del pecado es tenue en la sociedad ac­tual, aun en el cristiano. Ya indicaba Pío XII: «Qui­zá el mayor pecado del mundo de hoy consista en el hecho de que los hombres han empezado a perder el sentido del pecado». (Radiomensaje al VIII Congreso Catequético de los EE. UU, 26 de octubre de 1946). Con el pasar de los años este sentido del pecado se ha hecho más leve e in­significante todavía. La culpa y el pecado no es­tán de moda.

De otra parte, San Vicente es un hombre me­tido de cabeza y corazón en el siglo XVII, encar­nado plena y fatalmente, para bien y para mal, en el medio social y cristiano de su tiempo. Será un hombre excepcional y santo, pero hombre y san­to de su siglo. Su teología sobre el pecado será la de su época, y su correspondiente pastoral, la de su tiempo. El salto que hay que dar no es pe­queño.

Sin embargo, el pecado, aún aceptando su misterio y complejidad, es una realidad perenne, inseparable del hombre. «Reconocerse pecador es reconocerse hombre». (M. Adam, Le senti­ment du péché, Etude de psycologie, Centurion, París 1967, 345). Pablo VI dirá en la catequesis durante la audiencia general del 17 de marzo de 1971: «La Iglesia no deja jamás de hacer uso de esta terrible palabra, -el pecado-, que afecta, co­mo una herencia desgraciada, a la misma natu­raleza humana» (Ecclesia 31(1971)390).

San Vicente palpará esa realidad del pecado en sí mismo y a su alrededor, y, aunque comparta ideas y mentalidad con sus contemporáneos, las mitigará, y sus sentimientos se revestirán siem­pre de la misericordia de Cristo el Señor y del amor a los pobres. La experiencia de esa mise­ricordia del Señor en su vida y en la de los demás, especialmente en la de los más abandonados, le llevará siempre a una actitud amplia y generosa, y así, mitigará la dureza de las opiniones, y en la práctica pastoral su corazón pleno de la miseri­cordia del Señor se impondrá a sus ideas, o me­jor, a las ideas de su tiempo. Su obra en favor de los niños expósitos es una prueba particular y muy significativa en este sentido, cuando con la infancia en general se tenía una actitud de in­comprensión, cuando la muerte de los niños, en múltiples ocasiones relacionada con el pecado, a causa de la alta mortalidad infantil adquiría tintes de banalidad, cuando a los niños abandonados se les consideraba hijos de pecado y, por lo tan­to, no merecedores de atención.

2.- El pecado y el miedo.

«La Péché et la Peur», El Pecado y el Miedo, es el título de un libro de J. Delumeau, publicado en París en 1984. Tiene por subtítulo «La culpa­bilización en Occidente: siglos XIII -XVIII». En las 741 páginas, densas de menuda letra y patético contenido, el autor presenta la cara sombría del hombre, en esos siglos, que se siente malvado, abyecto y despreciable en un mundo que es po­dredumbre e iniquidad al que hay que odiar, al que hay que aborrecer, del que hay que huir. En los sermones que en el s. XVII predicaban en Fran­cia los misioneros paúles figura esta sentencia: «El mundo es una prisión de la que no salimos sino a través de la muerte» (Jeanmaire, Sermons de Saint Vincent de Paul, des ses cooperateurs et successeurs immediats pour les Missions des Campagnes, Ph. Baldeveck, editeur, Paris 1859, I, 224). No solamente hay que odiar al mundo, sino que el hombre debe odiarse a sí mismo. Tanto en la literatura profana como religiosa se hablará del «odio santo a sí mismo», del «desprecio de uno mismo». El hombre no solamente es malo, sino que su inteligencia, a pesar de las apariencias, es impotente. Se sospecha de la inteligencia, del sa­ber. Surge, en consecuencia, una realidad de am­plia dimensión: un pesimismo dominante. En la raíz de esa atmósfera de pesimismo, de miedo, de inseguridad, como un elemento de extrema importancia, está el pecado en sus diversas ra­mificaciones. Hay un texto de Bossuet que, refi­riéndose al pecado original, dice: «Hijo de Adán, ése es su crimen. Eso es lo que le ha hecho na­cer en la ignorancia y en la debilidad, eso es lo que ha puesto en su corazón la fuente de toda suerte de malos deseos» (Bossuet, Elevations sur les Mystéres: Oeuvres, ed. Rennes, 1863, IX, 54). Y Pascal en el pensamiento 434 dice: «Hay dos verdades de fe igualmente constantes: una, que el hombre en el estado de la creación o en el de la gracia está levantado por encima de to­da la naturaleza, hecho como semejante a Dios y participando de su divinidad; la otra, que en el estado de corrupción y de pecado, es un ser ca­ído de este estado y hecho semejante a los ani­males» (Pascal, Pensamientos, Espasa-Calpe, Ma­drid 1976). «Lo que hay de grande en el hombre es un resto de su primera institución…, pero por su voluntad depravada ha caído en ruinas» (Bos­suet, Sermon sur la profession de Mme de la Va-Hiere, Oeuvres completes, ed. Rennes 1863, III, 35). El pecado, la ignorancia y la debilidad moral en el discurso religioso en el s. XVII eran tres re­alidades negativas inseparables (J. Delumeau, Le Péche o. c. p. 300-301).

San Vicente respira este ambiente intelectual y religioso, vive totalmente inserto en su siglo, que es el del agustinismo por antonomasia, agusti­nismo que consiste, sobre todo, en una actitud de espíritu o disposición de alma respecto a un número de problemas, pero cuyas ideas predo­minantes son: la afirmación de que el bien su­premo no es la ciencia sino la «beatitud» que es­tá en el amor de Dios; la corrupción profunda de la naturaleza humana, contra Pelagio, a causa del pecado original; la inclinación invencible del hom­bre al pecado y su impotencia para realizar el bien; de donde la necesidad de la gracia, sin la cual no hay salvación.

De todas estas ideas y mentalidad nace una pastoral en la que descuella imponente el miedo a un Dios «con ojos de lince», exigente y casti­gador, infinitamente bueno, sin duda, que, sin embargo, castiga terriblemente por necesidad de justicia. En esta pastoral se mezclaban dos len­guajes: uno de consuelo y otro amenazador (Je­anmaire, o. c., passim).

Lo admirable en San Vicente es que ni esas ideas, ni esa mentalidad encorsetarán su sentido de Dios como Padre, ni su corazón compasivo y humano. Será siempre «un hombre lleno de misericordia» (XI, 234).

3.- Antropología vicenciana

La antropología vicenciana (humanismo), y si se quiere, por lo menos en gran parte, su teolo­gía, gira alrededor de tres ideas centrales: el hom­bre es criatura de Dios, hecho a su imagen y se­mejanza; el pecado del hombre rompe su relación con Dios y borra en él la imagen divina; finalmente, la reconciliación-salvación por medio de Jesucristo.

Dios «para que lo amáramos, nos ha hecho a su imagen y semejanza, dado que uno no ama más que lo que es semejante a él… Al ver que, por desgracia el pecado había estropeado y bo­rrado esa semejanza, quiso romper todas las le­yes de la naturaleza para reparar ese daño, pero con la ventaja maravillosa de que no se conten­tó con devolvernos la semejanza y el carácter de su divinidad, sino que quiso, con el mismo pro­yecto de que lo amáramos, hacerse semejante a nosotros y revestirse de nuestra misma humani­dad» (XI, 65).

Este pasaje, admirable porque San Vicente lo vive para sí y para los demás, nos permite pene­trar en la experiencia profunda que el santo tie­ne de Dios, que es amor y todo lo ha creado y sigue creando o conservando en un continuo y actual acto de amor, ordenándolo todo a que lo amemos; nos permite penetrar en su experien­cia profunda del pecado que es «dar la espalda a Dios», cerrarse a su amor, destruir su semejan­za en nosotros; y finalmente en su experiencia íntima de Cristo el Señor que nos salva hacién­dose uno de nosotros para asumir todas nuestras situaciones y estados y hacerlos santos y adora­bles, destruyendo el pecado y la muerte (IX, 833).

1. El hombre creado por Dios por amor y para amar

Por su condición de criatura, el hombre de­pende totalmente de Dios y ello no sólo al inicio de su existencia sino en todo momento. Es una dependencia de amor. Dios se preocupa de ca­da persona concreta con amor eterno y continuo, lo que confiere a la persona humana un valor su­premo y una dignidad divina. Todos los instantes de la vida del hombre, en consecuencia, son don de Dios, renovado acto suyo de amor, pues «nos ama incesantemente de una forma tan tierna co­mo si comenzase ahora a amarnos», escribe San Vicente a Santa Luisa. (I, 430). La existencia del hombre es don de Dios: ser creado significa al mis­mo tiempo ser querido por Dios, ser regalado por él, ser pensado por su bondad (L. Scheffczyk, El hombre actual ante la imagen bíblica del hombre, Herder, Barcelona 1967, 41).

En otro pasaje dirá el santo: «Dios trabaja ade­más fuera de sí mismo, en la producción y con­servación de este gran universo… que se vería destruido y volvería a la nada si Dios no pusiera en él sin cesar su mano. Además de este traba­jo general, trabaja con cada uno en particular, tra­baja con el artesano en su taller, con la mujer en su tarea, con la hormiga, con la abeja, para que hagan su recolección, y esto incesantemente y sin parar jamás» (IX, 444-445).

Y en otro lugar: «El es el que nos hace mo­ver, el que nos hace oír y el que concurre con no­sotros en todas las acciones naturales y sobre­naturales que hacemos» (IX, III9).

De su contemplación extasiada de Dios Cre­ador, descenderá el santo a conclusiones prácti­cas transidas de tierno amor, de veneración, y de operosa servicialidad: «Dios se complace en un alma, al ver en ella las huellas de sus divinas per­fecciones» (IX, 1083). «Le debemos todos nues­tros pensamientos, todas nuestras acciones y todo lo que somos» (IX, 1083). San Vicente con­tinuará diciendo que cuando no nos damos así a Dios, y no le damos lo que de él hemos recibido, faltamos, hacemos un robo, una apropiación in­debida.

En la conferencia «sobre el amor de Dios» del 19 de septiembre de 1649, comentando San Vicente lo que ha dicho una Hermana como mo­tivo para amar a Dios, a saber, «porque nos ha creado y nos ha redimido», añade: «Se trata de dos poderosos motivos que podemos reducir a uno solo, es decir, que nos ha creado, que su bondad infinita nos ha sacado de la nada para ha­cernos criaturas racionales, capaces de conocer­lo, de amarlo y de poseer eternamente su gloria. ¡Qué motivo tan poderoso! Yo amaré a Dios, sí, lo amaré y estoy obligada a hacerlo, puesto que soy su criatura y él es mi creador y mi redentor» (IX, 428). Y más adelante continúa: «Un padre, que tiene un hijo mayor y de buen aspecto, se complace en contemplar la apostura de su hijo desde la ventana que da a la calle, y experimen­ta una alegría inimaginable. De la misma forma, hijas mías, Dios os ve, no ya por una ventana, si­no por todas partes donde vais, y observa de qué manera vais a hacer un servicio a sus pobres miembros, y siente un gozo indecible, cuando ve que vais de buena manera y deseando solamen­te hacerle ese servicio. ¡Ese es su gran gozo, su alegría, sus delicias! ¡Que felicidad el poder lle­nar de alegría a nuestro Creador!» (IX, 428-429).

2. Por el pecado el hombre rechaza el proyecto de Dios

Lo rechaza porque no acepta parecerse a Dios como criatura y como hijo, ni depender de él, o porque aspira a parecerse, pero cerrándose en su ser limitado al mismo tiempo que quiere divini­zarlo. Con ello rompe su relación con Dios y bo­rra en sí mismo la imagen divina. «Cuando Eva sintió la tentación de comer la fruta prohibida, si se hubiera dirigido a Dios, seguramente no habría pecado, pero en vez de descubrirse a Dios, se fue a Adán, su marido, que inmediatamente apeteció la fruta, y comieron los dos. De allí ha venido to­do el mal que vemos ha producido el pecado» (IX, 1006).

Para San Vicente, como para San Pablo, la ig­norancia de Dios, el olvido de Dios de parte del hombre abre el camino al pecado. «Ignorancia de Dios es lo que algunos tienen, -dice San Pablo-por eso pecan». (1Cor 15, 34).

Al proyecto de Dios se opone la voluntad pro­pia, que San Vicente llama, «voluntad de la car­ne», «voluntad de pecado»: «Cuando Adán pecó, que fue por seguir la voluntad de la carne, perdió la gracia. Dios le había dado una inclinación hacia su amor, pero por seguir la voluntad de la carne se dejó caer en el mal». (1X, 1206). «Después que Dios hubo creado todas las cosas, el cielo, la tie­rra y los animales, formó al hombre y sopló so­bre él, y con ese soplo le inspiró en el cuerpo un alma racional, justa, capaz de gozar eternamente de Dios». (1X, 693).

El hombre, para San Vicente, ha sido creado por Dios para una relación gozosa de amistad con él; Dios quería ser el tú del hombre. «Pero Adán, continúa el santo, desobedeció a Dios mordien­do la manzana; de allí brotaron dos males, pues así como el hombre no quiso sujetarse ya a su Creador, también el alma perdió su dominio; y no sólo Adán experimentó esa miseria, sino todos sus hijos con él, ya que después de que él pecó, la voluntad humana no ha sido absoluta: unas veces la parte inferior quiere sus placeres, otras quiere honor y reputación; y, a veces, la parte superior quiere lo contrario» (IX, 693).

En otro pasaje se expresa de esta manera: «Estamos compuestos de dos hombres: Adán, que de justo que era se convirtió en pecador por su desobediencia y fue despojado de todos los dones de la gracia que Dios le había concedido, y de Jesucristo, que vino a salvar a los que se ha­bían perdido por su propia voluntad. Lo repito, en nosotros hay dos espíritus, el del hombre viejo y el del hombre nuevo. El primero quiso hacer su propia voluntad y hacerse independiente del mis­mo Dios; por eso le dijo la serpiente: «Seréis co­mo dioses»; y al obrar de aquel modo nos perdió a todos con él. El nuevo Adan, Jesucristo, vino del cielo a la tierra para hacerse obediente y con­trario en todo al primero. El nuevo busca hacer la voluntad de su Padre, y el viejo la suya propia; el nuevo se somete hasta a sus inferiores, el viejo no quiere someterse a su Creador; en fin, el nue­vo no intenta más que quebrantar su propia vo­luntad, como nos lo enseñó en el huerto de los olivos, mientras que el Adán viejo sólo ansía ha­cer su propio gusto» (IX, 713-714).

3. Dios rehace su proyecto en Cristo reconci­liando al hombre consigo

«Nuestro Señor vino a reparar lo que Adán había destruido» (IX, 652). Dios no abandona al hombre. Quiere recuperarlo para el amor y la amistad con él, y lo hace por Jesucristo.

«Adán había dado muerte al cuerpo y había causado la del alma por el pecado. Nuestro Se­ñor nos ha librado de esas dos muertes, no ya pa­ra que pudiéramos vernos libres de morir, lo que nos es imposible, pero nos libra de la muerte eterna por su gracia, y por su resurrección da la vida a nuestros cuerpos. He aquí cómo nuestro Señor hace lo contrario de lo que había hecho nuestro primer padre» (IX, 652; 713-714).

San Vicente, que hace teología para vivirla, continuará su discurso a las Hijas de la Caridad con una profunda y hermosa reflexión: «¿Para qué tenéis que ira ese sitio?-Ese sitio era un hos­pital de guerra en Sedán- Para hacer lo que Nues­tro Señor hizo en la tierra. Él vino a reparar lo que Adán había destruido, y vosotras vais, poco más o menos, con ese mismo designio… Para imitar­le, vosotras devolveréis la vida a las almas de esos pobres heridos con la instrucción, con vues­tros buenos ejemplos, con las exhortaciones que les dirigiréis para ayudarles a bien morir, o a re­cobrar la salud, si Dios quiere devolvérsela. En el cuerpo les devolveréis la salud con vuestros re­medios, cuidados y atenciones. Y así haréis lo que el Hijo de Dios hizo en la tierra» (IX, 652).

Quien sigue a Adán en su pecado mata, des­truye; quien imita a Cristo el Señor en su amor vivifica, construye: ésta es la conclusión de un con­templativo en la acción y para la acción como San Vicente. Jesucristo «se hizo hombre para que no­sotros no sólo fuéramos salvados, sino también salvadores como él, a saber, cooperadores con él en la salvación de las almas» (XI, 415).

Jesucristo, «resplandor de la gloria» del Padre e «impronta de su sustancia» es la verdadera «imagen de Dios invisible». En él recobra el hom­bre su perdida semejanza con Dios y su filiación divina. Sólo por Jesucristo se hace realidad el ver­dadero destino del hombre, y sólo el pecado ha­ce fracasar o entorpece ese destino. «Por los mé­ritos de la sangre del Hijo de Dios… volvemos a entrar en el derecho de los hijos de Dios, en la posesión de su reino, de manera que él nos mi­ra con amor y nos trata como a hijos muy ama­dos» (IX, 833).

Por ello, San Vicente insistirá en que tene­mos que «vaciarnos de nosotros mismos y re-vestirnos de Jesucristo» (XI, 236 y 410); y en «que hemos de vivir en Jesucristo por la vida de Jesucristo, y que nuestra vida tiene que estar oculta en Jesucristo y llena de Jesucristo» (1, 320).

4. Una naturaleza proclive al pecado que hemos heredado de Adan

Para San Vicente, el hombre, por sí mismo, es proclive al pecado y ello «procede de una na­turaleza hecha de ese modo, que hemos heredado de Adán» (IX, 1020).

Hablando de la humildad a los misioneros, les dice: «Después de que nos hayamos exami­nado sobre la corrupción de nuestra naturaleza, la ligereza de nuestro entendimiento, el desorden de nuestra voluntad y la impureza de nuestros afectos; y después de que hayamos pesado con el peso del santuario nuestras obras y nuestros frutos, veremos que todo eso es digno de des­precio… ¿Qué puede esperarse de la debilidad del hombre? La nada, ¿qué es lo que puede produ­cir? ¿Qué puede hacer el pecado? ¿Y qué es lo que somos nosotros?… Tengamos por cierto que somos despreciables en todo y siempre, debido a la oposición que llevamos dentro de nosotros mismos contra el ser y la santidad de Dios, y lo muy alejados que estamos de la vida y de las obras de Jesucristo. Y de lo que nos persuade esta virtud es de la inclinación natural y continua que tenemos al mal, de nuestra impotencia pa­ra el bien». {XI, 492).

En medio de esta visión pesimista, puro agus­tinismo condensado, en medio de esta descrip­ción nada halagadora de la naturaleza humana, surge la benignidad de San Vicente: «No hay que extrañarse de que los demás cometan algunas faltas, pues lo mismo que es propio de los car­dos y de las zarzas tener espinas, así en el es­tado de la naturaleza caída lo propio del hombre es faltar, pues ha sido concebido y ha nacido en pecado». Y añadía: «El espíritu del hombre tie­ne también sus achaques y sus enfermedades como el cuerpo, y en vez de turbarse y desco­razonarse, lo que tiene que hacer es reconocer su condición miserable y humillarse diciéndole a Dios, como David después de su pecado: Bo­num mihi quia humiliasti me ut discam justifica­ciones tuas: está bien que me hayas humillado, para que así aprenda tu justicia. Hemos de so­portarnos a nosotros mismos en nuestras debi­lidades e imperfecciones, aunque trabajando por levantarnos de ellas». (XI, 770).

De ahí la consecuencia que el santo saca: na­da podemos sin la gracia de Dios, a quien hay que atribuir todo lo bueno en nosotros y en nues­tras acciones: «No podemos nada sin la gracia, y por eso toda la gloria se le debe a Él, lo mis­mo que al maestro que toma y dirige la mano del niño para hacerle escribir». (X, 197).

Y a cuatro Hijas de la Caridad enviadas a Metz, les dirá: «Nada podéis por vosotras mismas; to­do lo que puede hacer el hombre es pecar; en cuanto al bien, no podemos hacerlo si no nos ayuda la gracia de Dios… Por tanto, habéis de pe­dirle a Nuestro Señor que os dé las disposicio­nes que es preciso tengáis, y que él haga bon­dadosamente en vosotras, por vosotras y con vosotras, todo lo que quiere que hagáis» (IX, 1095). 5 «Bendita libertad la de los hijos de Dios» (XI, 585)

Dios creó al hombre libre y responsable, que­riendo, al mismo tiempo, que entrara en sus de­signios de amistad con él y de fraternidad con los demás, y que con él colaborara en el cultivo de la creación. Es el proyecto de Dios enraizado en el ser del hombre.

A esta luz hay que leer a San Vicente cuando dice: «¿Hay alguna cosa tan útil como la libertad? Dice el refrán que hay que comprar la libertad a precio de oro y plata, que hay que perderlo todo por poseerla… ¿Quién ignora que el que se deja gobernar por sus pasiones se convierte en esclavo de las mismas? El que sirve al pecado, dice la Escritura, es esclavo del pecado; y quien es es­clavo del pecado es esclavo del demonio: Una persona que se queda ahí, esto es, que no logra hacerse dueño de sus pasiones, puede y debe cre­erse hija del diablo. Por el contrario, los que se alejan del afecto a los bienes de la tierra, del an­sia de placeres y de su propia voluntad, se con­vierten en hijos de Dios y gozan de una perfecta libertad porque la libertad sólo se encuentra en el amor de Dios. Esas personas son libres, care­cen de leyes, vuelan libres por doquier, sin poder detenerse, sin ser esclavas del demonio, ni de sus placeres» (X1, 585).

Algunas expresiones, y hasta ideas, de este pasaje pueden resultar duras para nuestra sensi­bilidad actual; es el lenguaje del tiempo. Pero si, a través de ese lenguaje, penetramos en el nú­cleo de la verdad que se quiere expresar, tene­mos que admitir que lo expuesto por San Vicen­te responde a una realidad perenne, de nuestra época también: la realidad de que el pecado es la causa de nuestras esclavitudes, de las propias y de las que se generan en el mundo para los de­más. De otra parte es un lenguaje que encontra­mos en el capítulo 8 del Evangelio de San Juan.

San Vicente volverá sobre esta idea en otros pasajes: «El pecador se ve atado por el pecado y se convierte en esclavo del pecado. Sí, el peca­do es un lazo que ata a los que se dejan atrapar y los hace esclavos y miserables». (IX, 779). «Her­manos míos, Dios al enviar su Hijo al mundo para redimirnos, nos ha hecho hijos suyos; el hombre cobarde, que se deja subyugar por las cria­turas, se convierte en esclavo y, al perder esa li­bertad de los hijos de Dios, parece como si dije­se una blasfemia eterna, como si dijese que Dios no es su padre o que es menos digno de amor que la cosa que ama y que ese placer que lo cau­tiva» (X1, 530). «De hijos de Dios que éramos nos hacemos esclavos del pecado» (IX, 833).

Así, pues, para San Vicente, el pecado con­tradice el ser esencial del hombre, su potenciali­dad de bondad; contradice su estructura de interdependencia con Dios, con los demás, con todo el universo creado, y lo lleva a la autodestrucción profunda, lo deshumaniza, cerrándolo so­bre sí mismo en abrumadora soledad, porque el pecado, que es egoísmo, nos aparta de Dios, que es comunión.

6. Dimensión eclesial del pecado

Para San Vicente el hombre es solidario en el bien y en el mal: «Todos los hombres componen un cuerpo místico; todos somos miembros unos de otros… Todos nuestros miembros están tan unidos y trabados que el mal de uno es mal de los otros» (XI, 560-561).

Partiendo de esta convicción, el santo habla­rá con viveza y emoción del buen ejemplo, del es­cándalo y del pecado en su dimensión eclesial y comunitaria: «¡Cuánta cuenta he darle yo a Dios, por no dar a la Compañía el ejemplo debido! Y lo que digo de mí, hay que decirlo también de los que son primeros en la Compañía; pues no sola­mente seremos culpables del mal que hagamos personalmente, sino también del mal que come­tan por culpa nuestra los que vengan luego» (XI, 131). «Lo que más desanima a los nuevos es ver que los mayores no les dan buen ejemplo» (VI1, 150 y 265).

«¡Cuánta fuerza tiene el buen ejemplo y cuán­to bien hace! Por el contrario, el que empieza a relajarse, bien sea en la práctica de las virtudes, bien sea en la observancia de las reglas, ¡qué pe­ligro hay de que haga mucho mal, si no se apar­ta cuanto antes de ese estado!… Los que se van relajando van bajando de grado en grado y llegan finalmente a caer, al no ser capaces de soste­nerse en pie» (XI, 271).

A los Superiores les hará ver su responsabi­lidad corporativa del mal y pecado que puedan surgir en sus comunidades y en las personas de las mismas: «Todo el bien y todo el mal de la casa depende de la superiora y de las oficiales. Si cumplen bien con su deber, hay motivos pa­ra esperar que la Compañía se conserve y vaya aumentando de virtud en virtud; y lo contrario, si va decayendo en lugar de perfeccionarse. Cuan­do los miembros de un cuerpo y la propia cabe­za están enfermos, ese cuerpo no puede ir bien» (IX, 858 ss). «Las faltas que se cometen en una comunidad se le imputan al Superior si, por no poner remedio a ellas, se las sigue cometiendo» (XI, 125).

El mismo principio lo aplica a la Iglesia a la que ama profundamente: «Tengo mucho miedo de que Dios permita la aniquilación de la Iglesia en Europa, por culpa de nuestras costumbres co­rrompidas, de tantas y tan diversas opiniones que vemos surgir por todas partes y del escaso pro­greso que realizan los que se esfuerzan por re­mediar estos males». (III, 1 65 y 37).

Al P. Pedro de Beaumont, Superior en Riche­lieu, le escribe: «Si entre nosotros reina la deso­bediencia, ¿no habremos de temer consecuencias desagradables y perjudiciales para la Iglesia?» (VII, 146). Y al P. Antonio Fleury, misionero en Saintes: «¡Bendito sea Dios por la gracia que le ha concedido de escogerle entre mil para contri­buir a destruir la ignorancia y el pecado que es­tán desolando a la Iglesia!»(VII, 293).

Esta dimensión eclesial del pecado, que San Vicente vive con angustia y amor, le hace escri­bir a la Priora de las Carmelitas de Troyes, con profunda humildad: «Para que los pecados y mi­serias de esta pobre y ruin Compañía, y espe­cialmente los míos, no sirvan de obstáculo a la obra de Nuestro Señor, le suplico, mi querida Ma­dre, que le pida o que nos quite del mundo, o que nos haga tales que podamos cumplir los servicios que su divina bondad espera de nosotros» (I, 437).

7. El pecado del mundo

Actualmente se habla de «un mundo someti­do a estructuras de pecado», de «pecado es­tructural».1

San Vicente nunca habló de «pecado estruc­tural» o de «estructuras de pecado». No estaban en uso ni el concepto, ni la expresión, pero hom­bre de ojos bien abiertos para descubrir, de ma­nera especial, la miseria de los pobres, captó las consecuencias de un mundo de pecado. Las des­cribe con patético realismo al Papa Inocencio X: «La casa real dividida por las disensiones, las ciu­dades y provincias desoladas por las guerras civiles, los pueblos divididos en facciones, las al­deas, las villas, los más pequeños rincones des­truidos, arruinados e incendiados, los labradores sin poder recoger lo que sembraron y sin poder sembrar nada para los años siguientes. Los sol­dados se entregan impunemente a toda clase de desmanes. Los pueblos, por su parte, no sólo se ven expuestos a las rapiñas y a los actos de ban­dolerismo, sino incluso a los asesinatos y a toda clase de torturas. Los habitantes del campo que no han sido matados por la espada tienen que mo­rir de hambre… Es poca cosa oír y leer estas co­sas; sería menester verlas y comprobarlas con los propios ojos» (IV, 427).

Esta situación, para San Vicente, es una si­tuación de pecado, de la que los hombres eran, a la vez, responsables y víctimas, una situación de pecado por ser una situación que Dios no quiere, ni puede querer, sino rechazar, y una situación en la que se aplasta al hombre, se le humilla, se le hace sufrir, especialmente a los pobres.

El pecado del mundo, de la sociedad, en tiem­pos de San Vicente, como ahora, es una realidad cotidiana, patente a nuestros ojos: rechazo de Dios, vilipendio del hombre, violencias flagrantes o disimuladas, injusticias contra los más débiles e indefensos, desprecio de todo valor humano y de la misma vida, egoísmos feroces y falta de solidaridad de las naciones ricas del Norte para con las pobres del Sur, millones de hombres, espe­cialmente, niños y ancianos, que mueren de hambre. Se quebranta así el proyecto divino del amor a Dios y al prójimo.

8. Pecado mortal y pecado venial.- Actitudes pa­ra con el pecado

San Vicente habla del pecado venial y del pecado mortal, sin más, como se hacía en su en­torno eclesial. No son de su tiempo los concep­tos de «opción fundamental», (Diccionario de Espiritualidad, Herder, Barcelona 1987, t. 11l, 7; Dic­cionario Enciclopédico de Teología Moral, Edi­ciones Paulinas, Madrid 1974, 731), ni la triple distinción de pecado venial o leve, pecado grave o mortal, y pecado para la muerte, según la ex­presión de unos, ni tampoco la de pecado venial, pecado serio o grave, y pecado mortal, como quie­ren otros. (José Ramos Regidor, El Sacramento de la Penitencia, Sígueme, Salamanca 1982, 117).

Como el santo se dirige en los textos que de él tenemos a personas, que, sin duda, saben lo que es el pecado, el pecado venial y el mortal, sus reflexiones son de carácter ascético exhortativo. Así: «Ante todo hemos de pensar que todo pe­cado mortal nos separa de Dios y, en esta medi­da, nos quita el amor a nuestra vocación» (IX, 420). «Queridas Hermanas, sabed que en el pecado hay dos males: el mal de culpa y el mal de pena. La culpa es la injuria que cometemos contra Dios, dándole la espalda; nos hace indignos de ver nun­ca a Dios. La pena nos obliga a sufrir en el pur­gatorio o en este mundo» (IX, 551). «Hay que excitarse mucho para detestar y dolerse del pecado y tener un firme propósito de no come­terlo… Hay que desprenderse de todo pecado mortal y venial. .».-El santo está hablando de las condiciones para ganar el jubileo y da a entender que para ello hay que desprenderse también del afecto al pecado venial-. «Otra cosa -continúa- es caer en los defectos por debilidad o por costum­bre, ya que uno puede cometerlos algunas veces por sorpresa, por pasión, o de otra manera, sin tener afecto alguno» (IX, 839).

No somos dueños «de los primeros movi­mientos de la naturaleza. Aun cuando fuéramos santos como San Pablo, no podríamos impedir­ lo, ya que son efectos de la naturaleza llena de amor propio, y en los que ni siquiera hay pecado. Pero, si después de haber pasado esto, el espí­ritu entra dentro de sí mismo, entonces es cuan­do peca, si no se reprime y no se decide al bien» (XI, 231).

El cuidado por vivir en la amistad de Dios, el odio al pecado y huida del mismo, el esfuerzo por corregirse, la confesión, la reconciliación mu­tua pidiendo perdón a quien se haya ofendido son actitudes que San Vicente recomienda con­tinuamente: «Pondrán un cuidado especialísimo en mantenerse siempre en estado de gracia; pa­ra ello, detestarán y huirán del pecado mortal más que del demonio y se guardarán incluso de co­meter ningún pecado venial conscientemen­te». (X, 702; X1, 308; 1X, 839. 745. 1022).

San Vicente dará un paso más. El apego o afecto desordenado a «algo que no es Dios», es ya pecado o camino del pecado, es decir, del de­samor a Dios, de la ruptura con él y con los de­más. Por eso hay que purificar el alma y el cora­zón de esos apegos. Sobre ello se extenderá San Vicente con su estilo vivo y concreto en la con­ferencia del 6 de junio de 1656 a las Hijas de la Caridad sobre la indiferencia: «No tendrán apego a cosa alguna… El apego es el afecto desordenado a alguna cosa que no es Dios, pues, propiamen­te hablando, apego quiere decir un afecto conti­nuo de corazón hacia alguna criatura, que hace que le neguemos a Dios el amor que le debemos y que apartemos de él lo que le habíamos prome­tido voluntariamente… Hay otros apegos que no son pecado mortal, sin embargo tenéis que huir del apego a esas cosas indiferentes, aunque no sea pecado mortal, si queréis llegar a la santi­dad». (IX, 773. 775. 782).

A San Vicente, que pide siempre huir de to­da sombra de pecado, le aflorará, una vez más la inmensa benignidad, comprensión y misericordia de su corazón: «Fijaos, es preciso que lo diga por algunas almas escrupulosas: Hay algunas faltas en las que es imposible evitar que caigamos. Los mismos santos, según dice el Espíritu Santo, ca­ían siete veces al día; eran ciertas distracciones de espíritu, pensamientos ligeros, incluso en sus plegarias, y otras faltas semejantes» (IX, 509).

9. Consecuencias del pecado

«Hay dos penas del pecado: una eterna, que se sufre en el infierno, y otra temporal, relativa a la doble malicia que hay en el pecado; la prime­ra que nos hace volver las espaldas a Dios, y la otra que nos hace dar el rostro a las criaturas… Ahora bien, como todo pecado mortal produce esos dos malos efectos, tiene que haber tam­bién dos castigos. Uno, por haber dejado a Dios. Ese acto de volver la espalda a Dios merece el castigo de no verlo jamás, y esa pena se llama condenación. Esto en cuanto al primer efecto: nos priva del cielo y de la visión bienaventurada de Dios. Y como, al apartar nuestro rostro de Dios, lo volvemos hacia las criaturas, eso nos ha­ce dignos de las penas eternas» (IX, 833-834).

Esto en cuanto al pecado mortal, porque los veniales «nos retrasarán la entrada en el cielo y nos obligan a hacer penitencia» (IX, 835).

Para San Vicente, sin embargo, no es lo rela­tivo a la pena y aun a la salvación su punto cen­tral de mira, cuando reflexiona sobre el pecado, sino, como ya hemos ido viendo, el punto de re­ferencia es siempre Dios, que nos ama, que quie­re vivir en amistad con nosotros y que nosotros le correspondamos. El pecado rompe o enfría esa relación. Esto lo dirá en una y otra ocasión, por ejemplo, hablando de la observancia de las re­glas, de la voluntad de Dios: «El cuarto y últi­mo medio es que penséis en las preocupaciones que tiene un alma que no observa las reglas. Ella sabe que Dios quiere que las observe; y como no cumple su voluntad, tiene miedo de no ser vista con agrado por Dios. Ésta es la preocupación de que os hablo, y que sigue siempre al pecado; de modo que no se tiene descanso, no se encuen­tra paz ni sosiego»; se «endurece el corazón», se pierde «el gusto que se sentía al realizar actos de virtud», y «el entusiasmo en el servicio de Dios»; «si miran para arriba, descubren una nube entre ellos y Dios, que les hace decir con pena: «Dios sigue siendo mi Dios, pero mi infidelidad me qui­ta el placer de gozar de él»; se puede llegar a un estado en el que «se carece de caridad y confianza en Dios», de ser «como un paralítico, incapaz de hacer el más pequeño movimiento» (IX, 890-891).

10. ¿Pecado o pecadores?

San Vicente, buen conocedor de la Sagrada Es­critura, sabe muy bien que en la historia de la sal­vación el pecado no existe como una posibilidad abstracta, sino como hechos concretos, como pecados de alguien, que ofenden a Dios, destru­yen al hombre y lo hacen infeliz. De ahí, por amor a Dios y al hombre pecador, su empeño en llevar a los pobres, por Cristo el Señor, la liberación del pecado y de todas su negativas consecuencias.

Este será uno de los quehaceres que señala a sus Fundaciones: Congregación de la Misión, Hijas de la Caridad, Cofradías de la Caridad.

Establecerá para los Misioneros Paules en el capítulo primero de las Reglas Comunes: «La fun­ción de los eclesiásticos es recorrer, a ejemplo de Cristo mismo y de los apóstoles, los pueblos y las aldeas, y repartir en ellos a los humildes el pan de la palabra divina con la predicación y la cate­quesis; animar a hacer confesiones generales de la vida pasada, y oírlas; arreglar las disputas y de­ savenencias…» (X, 464-465). Es decir, el Misio­nero ha de tratar de dejar a los pueblos y aldeas plenamente reconciliados con Dios y entre sí, ins­taurando una verdadera koinonía cristiana o co­munión.

En el primer reglamento de la Caridad de Mu­jeres de Châtillon-les-Dombes, en noviembre-di­ciembre de 1917, señalará para las Damas de la Caridad: «Y como la finalidad de este instituto no consiste solamente en asistir a los pobres en lo corporal, sino también en lo espiritual… les harán hacer algunos actos de contrición, que consiste en tener pesar de haber ofendido a Dios por amor a él mismo, pidiéndole perdón y haciendo el fir­me propósito de no volver a ofenderle nunca; y en el caso de que se agravase su enfermedad, procurarán que se confiesen lo antes posible» (X, 579-580).

En el documento de Erección de la Compa­ñía de las Hijas de la Caridad, firmado por Juan Francisco Pablo de Gondy, arzobispo de París, el 20 de noviembre de 1646, se dice: Las Hijas de la Caridad «pondrán especial cuidado en servir bien a los pobres enfermos, tratándolos con com­pasión y cordialidad…, induciéndolos a hacer una buena confesión general y, sobre todo, invitán­doles a recibir todos los sacramentos» (X, 702).

11. «La masa de perdición»

Para los jansenistas, Jesucristo había muer­to sólo por los «elegidos». Los demás eran par­te de «la masa de perdición». San Vicente no podía ni oír hablar de ello. ¿Dónde quedaban sus pobres? ¿Dónde quedaba la infinita bondad y mi­sericordia del Padre y de Cristo el Señor? «Le ruego, padre, que acepte lo que le digo: que me parece es de gran importancia que todos los cris­tianos sepan y crean que Dios es tan bueno que todos los cristianos pueden, con la gracia de Je­sucristo, realizar su salvación, que él les da los me­dios para ello por Jesucristo y que con esto ma­nifiesta y ensalza mucho su infinita bondad» (III, 301-302). Así escribe el 25 de junio de 1648 al P. Juan Dehorgny, atraído por las doctrinas de Jansenio.

12. Dios es misericordia: «la misericordia es el es­píritu propio de Dios» (XI, 233-234)

Dios es amor. Cuando ese amor revierte so­bre el hombre, ese amor se hace misericordia, por­que el hombre es siempre limitado, pobre, ne­cesitado. Pero después del pecado, el amor de Dios se convirtió más propiamente todavía en mi­sericordia, porque el pecado representa la ver­dadera y más profunda miseria del hombre.

San Vicente, místico de la misericordia de Dios, dirá: «Uno de los mayores honores y la ma­yor gloria que es usted capaz de darle -a Dios-, es esperar con toda la extensión de su corazón en su bondad, a pesar de esas infidelidades co­metidas en el pasado; porque el trono de su mi­sericordia es la grandeza de las faltas que per­donan» (XI, 64).

No sólo eso, sino que la misericordia de Dios es tan poderosa, y tan amplia su voluntad de sal­vación que «Dios se sirve incluso de los pecados para la justificación de una persona; sí, los peca­dos entran en el orden de nuestra predestina­ción, y Dios obtiene de ello que hagamos actos de penitencia, de humildad, sí, de humildad que es la virtud propia de su Hijo, Nuestro Señor Je­sucristo» (XI 277).

13. Referencia al Vaticano II

Con suma complacencia y gozo espiritual hu­biera leído San Vicente el número 13 de la Cons­titución «Gaudium et Spes».

«Creado por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del demonio, en el propio exordio de la historia, abusó de su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcan­zar su propio fin al margen de Dios. Conocieron a Dios, pero no lo glorificaron como a Dios. Os­curecieron su insensato corazón y prefirieron ser­vir a la criatura, no al Creador. Lo que la Revela­ción divina nos dice coincide con la experiencia. El hombre, en efecto, cuando examina su cora­zón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males, que no pueden te­ner origen en su santo Creador. Al negarse con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompe el hombre la debida subordinación a su fin último, y también toda su ordenación tanto por lo que toca a su propia persona como a las relacio­nes con los demás y con el resto de la creación.

Es esto lo que explica la división íntima del hombre. Toda la vida humana, la individual y la co­lectiva, se presenta como lucha, y por cierto dra­mática, entre el bien y el mal, entre la luz y las ti­nieblas. Más todavía, el hombre se nota incapaz de domeñar con eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse como aherro­jado entre cadenas. Pero el Señor vino en persona a liberar y vigorizar al hombre, renovándolo inte­riormente y expulsando al príncipe de este mun­do (cf. lo 12, 31), que le retenía en la esclavitud del pecado. El pecado rebaja al hombre, impidiéndo­le lograr su propia plenitud.

A la luz de esta Revelación, la sublime voca­ción y miseria profunda que el hombre experi­menta hallan simultáneamente su última expli­cación».

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