1.- Reconocerse pecador es reconocerse hombre.
No resulta fácil abordar hoy el tema del pecado desde una perspectiva vicenciana. De una parte, el sentido del pecado es tenue en la sociedad actual, aun en el cristiano. Ya indicaba Pío XII: «Quizá el mayor pecado del mundo de hoy consista en el hecho de que los hombres han empezado a perder el sentido del pecado». (Radiomensaje al VIII Congreso Catequético de los EE. UU, 26 de octubre de 1946). Con el pasar de los años este sentido del pecado se ha hecho más leve e insignificante todavía. La culpa y el pecado no están de moda.
De otra parte, San Vicente es un hombre metido de cabeza y corazón en el siglo XVII, encarnado plena y fatalmente, para bien y para mal, en el medio social y cristiano de su tiempo. Será un hombre excepcional y santo, pero hombre y santo de su siglo. Su teología sobre el pecado será la de su época, y su correspondiente pastoral, la de su tiempo. El salto que hay que dar no es pequeño.
Sin embargo, el pecado, aún aceptando su misterio y complejidad, es una realidad perenne, inseparable del hombre. «Reconocerse pecador es reconocerse hombre». (M. Adam, Le sentiment du péché, Etude de psycologie, Centurion, París 1967, 345). Pablo VI dirá en la catequesis durante la audiencia general del 17 de marzo de 1971: «La Iglesia no deja jamás de hacer uso de esta terrible palabra, -el pecado-, que afecta, como una herencia desgraciada, a la misma naturaleza humana» (Ecclesia 31(1971)390).
San Vicente palpará esa realidad del pecado en sí mismo y a su alrededor, y, aunque comparta ideas y mentalidad con sus contemporáneos, las mitigará, y sus sentimientos se revestirán siempre de la misericordia de Cristo el Señor y del amor a los pobres. La experiencia de esa misericordia del Señor en su vida y en la de los demás, especialmente en la de los más abandonados, le llevará siempre a una actitud amplia y generosa, y así, mitigará la dureza de las opiniones, y en la práctica pastoral su corazón pleno de la misericordia del Señor se impondrá a sus ideas, o mejor, a las ideas de su tiempo. Su obra en favor de los niños expósitos es una prueba particular y muy significativa en este sentido, cuando con la infancia en general se tenía una actitud de incomprensión, cuando la muerte de los niños, en múltiples ocasiones relacionada con el pecado, a causa de la alta mortalidad infantil adquiría tintes de banalidad, cuando a los niños abandonados se les consideraba hijos de pecado y, por lo tanto, no merecedores de atención.
2.- El pecado y el miedo.
«La Péché et la Peur», El Pecado y el Miedo, es el título de un libro de J. Delumeau, publicado en París en 1984. Tiene por subtítulo «La culpabilización en Occidente: siglos XIII -XVIII». En las 741 páginas, densas de menuda letra y patético contenido, el autor presenta la cara sombría del hombre, en esos siglos, que se siente malvado, abyecto y despreciable en un mundo que es podredumbre e iniquidad al que hay que odiar, al que hay que aborrecer, del que hay que huir. En los sermones que en el s. XVII predicaban en Francia los misioneros paúles figura esta sentencia: «El mundo es una prisión de la que no salimos sino a través de la muerte» (Jeanmaire, Sermons de Saint Vincent de Paul, des ses cooperateurs et successeurs immediats pour les Missions des Campagnes, Ph. Baldeveck, editeur, Paris 1859, I, 224). No solamente hay que odiar al mundo, sino que el hombre debe odiarse a sí mismo. Tanto en la literatura profana como religiosa se hablará del «odio santo a sí mismo», del «desprecio de uno mismo». El hombre no solamente es malo, sino que su inteligencia, a pesar de las apariencias, es impotente. Se sospecha de la inteligencia, del saber. Surge, en consecuencia, una realidad de amplia dimensión: un pesimismo dominante. En la raíz de esa atmósfera de pesimismo, de miedo, de inseguridad, como un elemento de extrema importancia, está el pecado en sus diversas ramificaciones. Hay un texto de Bossuet que, refiriéndose al pecado original, dice: «Hijo de Adán, ése es su crimen. Eso es lo que le ha hecho nacer en la ignorancia y en la debilidad, eso es lo que ha puesto en su corazón la fuente de toda suerte de malos deseos» (Bossuet, Elevations sur les Mystéres: Oeuvres, ed. Rennes, 1863, IX, 54). Y Pascal en el pensamiento 434 dice: «Hay dos verdades de fe igualmente constantes: una, que el hombre en el estado de la creación o en el de la gracia está levantado por encima de toda la naturaleza, hecho como semejante a Dios y participando de su divinidad; la otra, que en el estado de corrupción y de pecado, es un ser caído de este estado y hecho semejante a los animales» (Pascal, Pensamientos, Espasa-Calpe, Madrid 1976). «Lo que hay de grande en el hombre es un resto de su primera institución…, pero por su voluntad depravada ha caído en ruinas» (Bossuet, Sermon sur la profession de Mme de la Va-Hiere, Oeuvres completes, ed. Rennes 1863, III, 35). El pecado, la ignorancia y la debilidad moral en el discurso religioso en el s. XVII eran tres realidades negativas inseparables (J. Delumeau, Le Péche o. c. p. 300-301).
San Vicente respira este ambiente intelectual y religioso, vive totalmente inserto en su siglo, que es el del agustinismo por antonomasia, agustinismo que consiste, sobre todo, en una actitud de espíritu o disposición de alma respecto a un número de problemas, pero cuyas ideas predominantes son: la afirmación de que el bien supremo no es la ciencia sino la «beatitud» que está en el amor de Dios; la corrupción profunda de la naturaleza humana, contra Pelagio, a causa del pecado original; la inclinación invencible del hombre al pecado y su impotencia para realizar el bien; de donde la necesidad de la gracia, sin la cual no hay salvación.
De todas estas ideas y mentalidad nace una pastoral en la que descuella imponente el miedo a un Dios «con ojos de lince», exigente y castigador, infinitamente bueno, sin duda, que, sin embargo, castiga terriblemente por necesidad de justicia. En esta pastoral se mezclaban dos lenguajes: uno de consuelo y otro amenazador (Jeanmaire, o. c., passim).
Lo admirable en San Vicente es que ni esas ideas, ni esa mentalidad encorsetarán su sentido de Dios como Padre, ni su corazón compasivo y humano. Será siempre «un hombre lleno de misericordia» (XI, 234).
3.- Antropología vicenciana
La antropología vicenciana (humanismo), y si se quiere, por lo menos en gran parte, su teología, gira alrededor de tres ideas centrales: el hombre es criatura de Dios, hecho a su imagen y semejanza; el pecado del hombre rompe su relación con Dios y borra en él la imagen divina; finalmente, la reconciliación-salvación por medio de Jesucristo.
Dios «para que lo amáramos, nos ha hecho a su imagen y semejanza, dado que uno no ama más que lo que es semejante a él… Al ver que, por desgracia el pecado había estropeado y borrado esa semejanza, quiso romper todas las leyes de la naturaleza para reparar ese daño, pero con la ventaja maravillosa de que no se contentó con devolvernos la semejanza y el carácter de su divinidad, sino que quiso, con el mismo proyecto de que lo amáramos, hacerse semejante a nosotros y revestirse de nuestra misma humanidad» (XI, 65).
Este pasaje, admirable porque San Vicente lo vive para sí y para los demás, nos permite penetrar en la experiencia profunda que el santo tiene de Dios, que es amor y todo lo ha creado y sigue creando o conservando en un continuo y actual acto de amor, ordenándolo todo a que lo amemos; nos permite penetrar en su experiencia profunda del pecado que es «dar la espalda a Dios», cerrarse a su amor, destruir su semejanza en nosotros; y finalmente en su experiencia íntima de Cristo el Señor que nos salva haciéndose uno de nosotros para asumir todas nuestras situaciones y estados y hacerlos santos y adorables, destruyendo el pecado y la muerte (IX, 833).
1. El hombre creado por Dios por amor y para amar
Por su condición de criatura, el hombre depende totalmente de Dios y ello no sólo al inicio de su existencia sino en todo momento. Es una dependencia de amor. Dios se preocupa de cada persona concreta con amor eterno y continuo, lo que confiere a la persona humana un valor supremo y una dignidad divina. Todos los instantes de la vida del hombre, en consecuencia, son don de Dios, renovado acto suyo de amor, pues «nos ama incesantemente de una forma tan tierna como si comenzase ahora a amarnos», escribe San Vicente a Santa Luisa. (I, 430). La existencia del hombre es don de Dios: ser creado significa al mismo tiempo ser querido por Dios, ser regalado por él, ser pensado por su bondad (L. Scheffczyk, El hombre actual ante la imagen bíblica del hombre, Herder, Barcelona 1967, 41).
En otro pasaje dirá el santo: «Dios trabaja además fuera de sí mismo, en la producción y conservación de este gran universo… que se vería destruido y volvería a la nada si Dios no pusiera en él sin cesar su mano. Además de este trabajo general, trabaja con cada uno en particular, trabaja con el artesano en su taller, con la mujer en su tarea, con la hormiga, con la abeja, para que hagan su recolección, y esto incesantemente y sin parar jamás» (IX, 444-445).
Y en otro lugar: «El es el que nos hace mover, el que nos hace oír y el que concurre con nosotros en todas las acciones naturales y sobrenaturales que hacemos» (IX, III9).
De su contemplación extasiada de Dios Creador, descenderá el santo a conclusiones prácticas transidas de tierno amor, de veneración, y de operosa servicialidad: «Dios se complace en un alma, al ver en ella las huellas de sus divinas perfecciones» (IX, 1083). «Le debemos todos nuestros pensamientos, todas nuestras acciones y todo lo que somos» (IX, 1083). San Vicente continuará diciendo que cuando no nos damos así a Dios, y no le damos lo que de él hemos recibido, faltamos, hacemos un robo, una apropiación indebida.
En la conferencia «sobre el amor de Dios» del 19 de septiembre de 1649, comentando San Vicente lo que ha dicho una Hermana como motivo para amar a Dios, a saber, «porque nos ha creado y nos ha redimido», añade: «Se trata de dos poderosos motivos que podemos reducir a uno solo, es decir, que nos ha creado, que su bondad infinita nos ha sacado de la nada para hacernos criaturas racionales, capaces de conocerlo, de amarlo y de poseer eternamente su gloria. ¡Qué motivo tan poderoso! Yo amaré a Dios, sí, lo amaré y estoy obligada a hacerlo, puesto que soy su criatura y él es mi creador y mi redentor» (IX, 428). Y más adelante continúa: «Un padre, que tiene un hijo mayor y de buen aspecto, se complace en contemplar la apostura de su hijo desde la ventana que da a la calle, y experimenta una alegría inimaginable. De la misma forma, hijas mías, Dios os ve, no ya por una ventana, sino por todas partes donde vais, y observa de qué manera vais a hacer un servicio a sus pobres miembros, y siente un gozo indecible, cuando ve que vais de buena manera y deseando solamente hacerle ese servicio. ¡Ese es su gran gozo, su alegría, sus delicias! ¡Que felicidad el poder llenar de alegría a nuestro Creador!» (IX, 428-429).
2. Por el pecado el hombre rechaza el proyecto de Dios
Lo rechaza porque no acepta parecerse a Dios como criatura y como hijo, ni depender de él, o porque aspira a parecerse, pero cerrándose en su ser limitado al mismo tiempo que quiere divinizarlo. Con ello rompe su relación con Dios y borra en sí mismo la imagen divina. «Cuando Eva sintió la tentación de comer la fruta prohibida, si se hubiera dirigido a Dios, seguramente no habría pecado, pero en vez de descubrirse a Dios, se fue a Adán, su marido, que inmediatamente apeteció la fruta, y comieron los dos. De allí ha venido todo el mal que vemos ha producido el pecado» (IX, 1006).
Para San Vicente, como para San Pablo, la ignorancia de Dios, el olvido de Dios de parte del hombre abre el camino al pecado. «Ignorancia de Dios es lo que algunos tienen, -dice San Pablo-por eso pecan». (1Cor 15, 34).
Al proyecto de Dios se opone la voluntad propia, que San Vicente llama, «voluntad de la carne», «voluntad de pecado»: «Cuando Adán pecó, que fue por seguir la voluntad de la carne, perdió la gracia. Dios le había dado una inclinación hacia su amor, pero por seguir la voluntad de la carne se dejó caer en el mal». (1X, 1206). «Después que Dios hubo creado todas las cosas, el cielo, la tierra y los animales, formó al hombre y sopló sobre él, y con ese soplo le inspiró en el cuerpo un alma racional, justa, capaz de gozar eternamente de Dios». (1X, 693).
El hombre, para San Vicente, ha sido creado por Dios para una relación gozosa de amistad con él; Dios quería ser el tú del hombre. «Pero Adán, continúa el santo, desobedeció a Dios mordiendo la manzana; de allí brotaron dos males, pues así como el hombre no quiso sujetarse ya a su Creador, también el alma perdió su dominio; y no sólo Adán experimentó esa miseria, sino todos sus hijos con él, ya que después de que él pecó, la voluntad humana no ha sido absoluta: unas veces la parte inferior quiere sus placeres, otras quiere honor y reputación; y, a veces, la parte superior quiere lo contrario» (IX, 693).
En otro pasaje se expresa de esta manera: «Estamos compuestos de dos hombres: Adán, que de justo que era se convirtió en pecador por su desobediencia y fue despojado de todos los dones de la gracia que Dios le había concedido, y de Jesucristo, que vino a salvar a los que se habían perdido por su propia voluntad. Lo repito, en nosotros hay dos espíritus, el del hombre viejo y el del hombre nuevo. El primero quiso hacer su propia voluntad y hacerse independiente del mismo Dios; por eso le dijo la serpiente: «Seréis como dioses»; y al obrar de aquel modo nos perdió a todos con él. El nuevo Adan, Jesucristo, vino del cielo a la tierra para hacerse obediente y contrario en todo al primero. El nuevo busca hacer la voluntad de su Padre, y el viejo la suya propia; el nuevo se somete hasta a sus inferiores, el viejo no quiere someterse a su Creador; en fin, el nuevo no intenta más que quebrantar su propia voluntad, como nos lo enseñó en el huerto de los olivos, mientras que el Adán viejo sólo ansía hacer su propio gusto» (IX, 713-714).
3. Dios rehace su proyecto en Cristo reconciliando al hombre consigo
«Nuestro Señor vino a reparar lo que Adán había destruido» (IX, 652). Dios no abandona al hombre. Quiere recuperarlo para el amor y la amistad con él, y lo hace por Jesucristo.
«Adán había dado muerte al cuerpo y había causado la del alma por el pecado. Nuestro Señor nos ha librado de esas dos muertes, no ya para que pudiéramos vernos libres de morir, lo que nos es imposible, pero nos libra de la muerte eterna por su gracia, y por su resurrección da la vida a nuestros cuerpos. He aquí cómo nuestro Señor hace lo contrario de lo que había hecho nuestro primer padre» (IX, 652; 713-714).
San Vicente, que hace teología para vivirla, continuará su discurso a las Hijas de la Caridad con una profunda y hermosa reflexión: «¿Para qué tenéis que ira ese sitio?-Ese sitio era un hospital de guerra en Sedán- Para hacer lo que Nuestro Señor hizo en la tierra. Él vino a reparar lo que Adán había destruido, y vosotras vais, poco más o menos, con ese mismo designio… Para imitarle, vosotras devolveréis la vida a las almas de esos pobres heridos con la instrucción, con vuestros buenos ejemplos, con las exhortaciones que les dirigiréis para ayudarles a bien morir, o a recobrar la salud, si Dios quiere devolvérsela. En el cuerpo les devolveréis la salud con vuestros remedios, cuidados y atenciones. Y así haréis lo que el Hijo de Dios hizo en la tierra» (IX, 652).
Quien sigue a Adán en su pecado mata, destruye; quien imita a Cristo el Señor en su amor vivifica, construye: ésta es la conclusión de un contemplativo en la acción y para la acción como San Vicente. Jesucristo «se hizo hombre para que nosotros no sólo fuéramos salvados, sino también salvadores como él, a saber, cooperadores con él en la salvación de las almas» (XI, 415).
Jesucristo, «resplandor de la gloria» del Padre e «impronta de su sustancia» es la verdadera «imagen de Dios invisible». En él recobra el hombre su perdida semejanza con Dios y su filiación divina. Sólo por Jesucristo se hace realidad el verdadero destino del hombre, y sólo el pecado hace fracasar o entorpece ese destino. «Por los méritos de la sangre del Hijo de Dios… volvemos a entrar en el derecho de los hijos de Dios, en la posesión de su reino, de manera que él nos mira con amor y nos trata como a hijos muy amados» (IX, 833).
Por ello, San Vicente insistirá en que tenemos que «vaciarnos de nosotros mismos y re-vestirnos de Jesucristo» (XI, 236 y 410); y en «que hemos de vivir en Jesucristo por la vida de Jesucristo, y que nuestra vida tiene que estar oculta en Jesucristo y llena de Jesucristo» (1, 320).
4. Una naturaleza proclive al pecado que hemos heredado de Adan
Para San Vicente, el hombre, por sí mismo, es proclive al pecado y ello «procede de una naturaleza hecha de ese modo, que hemos heredado de Adán» (IX, 1020).
Hablando de la humildad a los misioneros, les dice: «Después de que nos hayamos examinado sobre la corrupción de nuestra naturaleza, la ligereza de nuestro entendimiento, el desorden de nuestra voluntad y la impureza de nuestros afectos; y después de que hayamos pesado con el peso del santuario nuestras obras y nuestros frutos, veremos que todo eso es digno de desprecio… ¿Qué puede esperarse de la debilidad del hombre? La nada, ¿qué es lo que puede producir? ¿Qué puede hacer el pecado? ¿Y qué es lo que somos nosotros?… Tengamos por cierto que somos despreciables en todo y siempre, debido a la oposición que llevamos dentro de nosotros mismos contra el ser y la santidad de Dios, y lo muy alejados que estamos de la vida y de las obras de Jesucristo. Y de lo que nos persuade esta virtud es de la inclinación natural y continua que tenemos al mal, de nuestra impotencia para el bien». {XI, 492).
En medio de esta visión pesimista, puro agustinismo condensado, en medio de esta descripción nada halagadora de la naturaleza humana, surge la benignidad de San Vicente: «No hay que extrañarse de que los demás cometan algunas faltas, pues lo mismo que es propio de los cardos y de las zarzas tener espinas, así en el estado de la naturaleza caída lo propio del hombre es faltar, pues ha sido concebido y ha nacido en pecado». Y añadía: «El espíritu del hombre tiene también sus achaques y sus enfermedades como el cuerpo, y en vez de turbarse y descorazonarse, lo que tiene que hacer es reconocer su condición miserable y humillarse diciéndole a Dios, como David después de su pecado: Bonum mihi quia humiliasti me ut discam justificaciones tuas: está bien que me hayas humillado, para que así aprenda tu justicia. Hemos de soportarnos a nosotros mismos en nuestras debilidades e imperfecciones, aunque trabajando por levantarnos de ellas». (XI, 770).
De ahí la consecuencia que el santo saca: nada podemos sin la gracia de Dios, a quien hay que atribuir todo lo bueno en nosotros y en nuestras acciones: «No podemos nada sin la gracia, y por eso toda la gloria se le debe a Él, lo mismo que al maestro que toma y dirige la mano del niño para hacerle escribir». (X, 197).
Y a cuatro Hijas de la Caridad enviadas a Metz, les dirá: «Nada podéis por vosotras mismas; todo lo que puede hacer el hombre es pecar; en cuanto al bien, no podemos hacerlo si no nos ayuda la gracia de Dios… Por tanto, habéis de pedirle a Nuestro Señor que os dé las disposiciones que es preciso tengáis, y que él haga bondadosamente en vosotras, por vosotras y con vosotras, todo lo que quiere que hagáis» (IX, 1095). 5 «Bendita libertad la de los hijos de Dios» (XI, 585)
Dios creó al hombre libre y responsable, queriendo, al mismo tiempo, que entrara en sus designios de amistad con él y de fraternidad con los demás, y que con él colaborara en el cultivo de la creación. Es el proyecto de Dios enraizado en el ser del hombre.
A esta luz hay que leer a San Vicente cuando dice: «¿Hay alguna cosa tan útil como la libertad? Dice el refrán que hay que comprar la libertad a precio de oro y plata, que hay que perderlo todo por poseerla… ¿Quién ignora que el que se deja gobernar por sus pasiones se convierte en esclavo de las mismas? El que sirve al pecado, dice la Escritura, es esclavo del pecado; y quien es esclavo del pecado es esclavo del demonio: Una persona que se queda ahí, esto es, que no logra hacerse dueño de sus pasiones, puede y debe creerse hija del diablo. Por el contrario, los que se alejan del afecto a los bienes de la tierra, del ansia de placeres y de su propia voluntad, se convierten en hijos de Dios y gozan de una perfecta libertad porque la libertad sólo se encuentra en el amor de Dios. Esas personas son libres, carecen de leyes, vuelan libres por doquier, sin poder detenerse, sin ser esclavas del demonio, ni de sus placeres» (X1, 585).
Algunas expresiones, y hasta ideas, de este pasaje pueden resultar duras para nuestra sensibilidad actual; es el lenguaje del tiempo. Pero si, a través de ese lenguaje, penetramos en el núcleo de la verdad que se quiere expresar, tenemos que admitir que lo expuesto por San Vicente responde a una realidad perenne, de nuestra época también: la realidad de que el pecado es la causa de nuestras esclavitudes, de las propias y de las que se generan en el mundo para los demás. De otra parte es un lenguaje que encontramos en el capítulo 8 del Evangelio de San Juan.
San Vicente volverá sobre esta idea en otros pasajes: «El pecador se ve atado por el pecado y se convierte en esclavo del pecado. Sí, el pecado es un lazo que ata a los que se dejan atrapar y los hace esclavos y miserables». (IX, 779). «Hermanos míos, Dios al enviar su Hijo al mundo para redimirnos, nos ha hecho hijos suyos; el hombre cobarde, que se deja subyugar por las criaturas, se convierte en esclavo y, al perder esa libertad de los hijos de Dios, parece como si dijese una blasfemia eterna, como si dijese que Dios no es su padre o que es menos digno de amor que la cosa que ama y que ese placer que lo cautiva» (X1, 530). «De hijos de Dios que éramos nos hacemos esclavos del pecado» (IX, 833).
Así, pues, para San Vicente, el pecado contradice el ser esencial del hombre, su potencialidad de bondad; contradice su estructura de interdependencia con Dios, con los demás, con todo el universo creado, y lo lleva a la autodestrucción profunda, lo deshumaniza, cerrándolo sobre sí mismo en abrumadora soledad, porque el pecado, que es egoísmo, nos aparta de Dios, que es comunión.
6. Dimensión eclesial del pecado
Para San Vicente el hombre es solidario en el bien y en el mal: «Todos los hombres componen un cuerpo místico; todos somos miembros unos de otros… Todos nuestros miembros están tan unidos y trabados que el mal de uno es mal de los otros» (XI, 560-561).
Partiendo de esta convicción, el santo hablará con viveza y emoción del buen ejemplo, del escándalo y del pecado en su dimensión eclesial y comunitaria: «¡Cuánta cuenta he darle yo a Dios, por no dar a la Compañía el ejemplo debido! Y lo que digo de mí, hay que decirlo también de los que son primeros en la Compañía; pues no solamente seremos culpables del mal que hagamos personalmente, sino también del mal que cometan por culpa nuestra los que vengan luego» (XI, 131). «Lo que más desanima a los nuevos es ver que los mayores no les dan buen ejemplo» (VI1, 150 y 265).
«¡Cuánta fuerza tiene el buen ejemplo y cuánto bien hace! Por el contrario, el que empieza a relajarse, bien sea en la práctica de las virtudes, bien sea en la observancia de las reglas, ¡qué peligro hay de que haga mucho mal, si no se aparta cuanto antes de ese estado!… Los que se van relajando van bajando de grado en grado y llegan finalmente a caer, al no ser capaces de sostenerse en pie» (XI, 271).
A los Superiores les hará ver su responsabilidad corporativa del mal y pecado que puedan surgir en sus comunidades y en las personas de las mismas: «Todo el bien y todo el mal de la casa depende de la superiora y de las oficiales. Si cumplen bien con su deber, hay motivos para esperar que la Compañía se conserve y vaya aumentando de virtud en virtud; y lo contrario, si va decayendo en lugar de perfeccionarse. Cuando los miembros de un cuerpo y la propia cabeza están enfermos, ese cuerpo no puede ir bien» (IX, 858 ss). «Las faltas que se cometen en una comunidad se le imputan al Superior si, por no poner remedio a ellas, se las sigue cometiendo» (XI, 125).
El mismo principio lo aplica a la Iglesia a la que ama profundamente: «Tengo mucho miedo de que Dios permita la aniquilación de la Iglesia en Europa, por culpa de nuestras costumbres corrompidas, de tantas y tan diversas opiniones que vemos surgir por todas partes y del escaso progreso que realizan los que se esfuerzan por remediar estos males». (III, 1 65 y 37).
Al P. Pedro de Beaumont, Superior en Richelieu, le escribe: «Si entre nosotros reina la desobediencia, ¿no habremos de temer consecuencias desagradables y perjudiciales para la Iglesia?» (VII, 146). Y al P. Antonio Fleury, misionero en Saintes: «¡Bendito sea Dios por la gracia que le ha concedido de escogerle entre mil para contribuir a destruir la ignorancia y el pecado que están desolando a la Iglesia!»(VII, 293).
Esta dimensión eclesial del pecado, que San Vicente vive con angustia y amor, le hace escribir a la Priora de las Carmelitas de Troyes, con profunda humildad: «Para que los pecados y miserias de esta pobre y ruin Compañía, y especialmente los míos, no sirvan de obstáculo a la obra de Nuestro Señor, le suplico, mi querida Madre, que le pida o que nos quite del mundo, o que nos haga tales que podamos cumplir los servicios que su divina bondad espera de nosotros» (I, 437).
7. El pecado del mundo
Actualmente se habla de «un mundo sometido a estructuras de pecado», de «pecado estructural».1
San Vicente nunca habló de «pecado estructural» o de «estructuras de pecado». No estaban en uso ni el concepto, ni la expresión, pero hombre de ojos bien abiertos para descubrir, de manera especial, la miseria de los pobres, captó las consecuencias de un mundo de pecado. Las describe con patético realismo al Papa Inocencio X: «La casa real dividida por las disensiones, las ciudades y provincias desoladas por las guerras civiles, los pueblos divididos en facciones, las aldeas, las villas, los más pequeños rincones destruidos, arruinados e incendiados, los labradores sin poder recoger lo que sembraron y sin poder sembrar nada para los años siguientes. Los soldados se entregan impunemente a toda clase de desmanes. Los pueblos, por su parte, no sólo se ven expuestos a las rapiñas y a los actos de bandolerismo, sino incluso a los asesinatos y a toda clase de torturas. Los habitantes del campo que no han sido matados por la espada tienen que morir de hambre… Es poca cosa oír y leer estas cosas; sería menester verlas y comprobarlas con los propios ojos» (IV, 427).
Esta situación, para San Vicente, es una situación de pecado, de la que los hombres eran, a la vez, responsables y víctimas, una situación de pecado por ser una situación que Dios no quiere, ni puede querer, sino rechazar, y una situación en la que se aplasta al hombre, se le humilla, se le hace sufrir, especialmente a los pobres.
El pecado del mundo, de la sociedad, en tiempos de San Vicente, como ahora, es una realidad cotidiana, patente a nuestros ojos: rechazo de Dios, vilipendio del hombre, violencias flagrantes o disimuladas, injusticias contra los más débiles e indefensos, desprecio de todo valor humano y de la misma vida, egoísmos feroces y falta de solidaridad de las naciones ricas del Norte para con las pobres del Sur, millones de hombres, especialmente, niños y ancianos, que mueren de hambre. Se quebranta así el proyecto divino del amor a Dios y al prójimo.
8. Pecado mortal y pecado venial.- Actitudes para con el pecado
San Vicente habla del pecado venial y del pecado mortal, sin más, como se hacía en su entorno eclesial. No son de su tiempo los conceptos de «opción fundamental», (Diccionario de Espiritualidad, Herder, Barcelona 1987, t. 11l, 7; Diccionario Enciclopédico de Teología Moral, Ediciones Paulinas, Madrid 1974, 731), ni la triple distinción de pecado venial o leve, pecado grave o mortal, y pecado para la muerte, según la expresión de unos, ni tampoco la de pecado venial, pecado serio o grave, y pecado mortal, como quieren otros. (José Ramos Regidor, El Sacramento de la Penitencia, Sígueme, Salamanca 1982, 117).
Como el santo se dirige en los textos que de él tenemos a personas, que, sin duda, saben lo que es el pecado, el pecado venial y el mortal, sus reflexiones son de carácter ascético exhortativo. Así: «Ante todo hemos de pensar que todo pecado mortal nos separa de Dios y, en esta medida, nos quita el amor a nuestra vocación» (IX, 420). «Queridas Hermanas, sabed que en el pecado hay dos males: el mal de culpa y el mal de pena. La culpa es la injuria que cometemos contra Dios, dándole la espalda; nos hace indignos de ver nunca a Dios. La pena nos obliga a sufrir en el purgatorio o en este mundo» (IX, 551). «Hay que excitarse mucho para detestar y dolerse del pecado y tener un firme propósito de no cometerlo… Hay que desprenderse de todo pecado mortal y venial. .».-El santo está hablando de las condiciones para ganar el jubileo y da a entender que para ello hay que desprenderse también del afecto al pecado venial-. «Otra cosa -continúa- es caer en los defectos por debilidad o por costumbre, ya que uno puede cometerlos algunas veces por sorpresa, por pasión, o de otra manera, sin tener afecto alguno» (IX, 839).
No somos dueños «de los primeros movimientos de la naturaleza. Aun cuando fuéramos santos como San Pablo, no podríamos impedir lo, ya que son efectos de la naturaleza llena de amor propio, y en los que ni siquiera hay pecado. Pero, si después de haber pasado esto, el espíritu entra dentro de sí mismo, entonces es cuando peca, si no se reprime y no se decide al bien» (XI, 231).
El cuidado por vivir en la amistad de Dios, el odio al pecado y huida del mismo, el esfuerzo por corregirse, la confesión, la reconciliación mutua pidiendo perdón a quien se haya ofendido son actitudes que San Vicente recomienda continuamente: «Pondrán un cuidado especialísimo en mantenerse siempre en estado de gracia; para ello, detestarán y huirán del pecado mortal más que del demonio y se guardarán incluso de cometer ningún pecado venial conscientemente». (X, 702; X1, 308; 1X, 839. 745. 1022).
San Vicente dará un paso más. El apego o afecto desordenado a «algo que no es Dios», es ya pecado o camino del pecado, es decir, del desamor a Dios, de la ruptura con él y con los demás. Por eso hay que purificar el alma y el corazón de esos apegos. Sobre ello se extenderá San Vicente con su estilo vivo y concreto en la conferencia del 6 de junio de 1656 a las Hijas de la Caridad sobre la indiferencia: «No tendrán apego a cosa alguna… El apego es el afecto desordenado a alguna cosa que no es Dios, pues, propiamente hablando, apego quiere decir un afecto continuo de corazón hacia alguna criatura, que hace que le neguemos a Dios el amor que le debemos y que apartemos de él lo que le habíamos prometido voluntariamente… Hay otros apegos que no son pecado mortal, sin embargo tenéis que huir del apego a esas cosas indiferentes, aunque no sea pecado mortal, si queréis llegar a la santidad». (IX, 773. 775. 782).
A San Vicente, que pide siempre huir de toda sombra de pecado, le aflorará, una vez más la inmensa benignidad, comprensión y misericordia de su corazón: «Fijaos, es preciso que lo diga por algunas almas escrupulosas: Hay algunas faltas en las que es imposible evitar que caigamos. Los mismos santos, según dice el Espíritu Santo, caían siete veces al día; eran ciertas distracciones de espíritu, pensamientos ligeros, incluso en sus plegarias, y otras faltas semejantes» (IX, 509).
9. Consecuencias del pecado
«Hay dos penas del pecado: una eterna, que se sufre en el infierno, y otra temporal, relativa a la doble malicia que hay en el pecado; la primera que nos hace volver las espaldas a Dios, y la otra que nos hace dar el rostro a las criaturas… Ahora bien, como todo pecado mortal produce esos dos malos efectos, tiene que haber también dos castigos. Uno, por haber dejado a Dios. Ese acto de volver la espalda a Dios merece el castigo de no verlo jamás, y esa pena se llama condenación. Esto en cuanto al primer efecto: nos priva del cielo y de la visión bienaventurada de Dios. Y como, al apartar nuestro rostro de Dios, lo volvemos hacia las criaturas, eso nos hace dignos de las penas eternas» (IX, 833-834).
Esto en cuanto al pecado mortal, porque los veniales «nos retrasarán la entrada en el cielo y nos obligan a hacer penitencia» (IX, 835).
Para San Vicente, sin embargo, no es lo relativo a la pena y aun a la salvación su punto central de mira, cuando reflexiona sobre el pecado, sino, como ya hemos ido viendo, el punto de referencia es siempre Dios, que nos ama, que quiere vivir en amistad con nosotros y que nosotros le correspondamos. El pecado rompe o enfría esa relación. Esto lo dirá en una y otra ocasión, por ejemplo, hablando de la observancia de las reglas, de la voluntad de Dios: «El cuarto y último medio es que penséis en las preocupaciones que tiene un alma que no observa las reglas. Ella sabe que Dios quiere que las observe; y como no cumple su voluntad, tiene miedo de no ser vista con agrado por Dios. Ésta es la preocupación de que os hablo, y que sigue siempre al pecado; de modo que no se tiene descanso, no se encuentra paz ni sosiego»; se «endurece el corazón», se pierde «el gusto que se sentía al realizar actos de virtud», y «el entusiasmo en el servicio de Dios»; «si miran para arriba, descubren una nube entre ellos y Dios, que les hace decir con pena: «Dios sigue siendo mi Dios, pero mi infidelidad me quita el placer de gozar de él»; se puede llegar a un estado en el que «se carece de caridad y confianza en Dios», de ser «como un paralítico, incapaz de hacer el más pequeño movimiento» (IX, 890-891).
10. ¿Pecado o pecadores?
San Vicente, buen conocedor de la Sagrada Escritura, sabe muy bien que en la historia de la salvación el pecado no existe como una posibilidad abstracta, sino como hechos concretos, como pecados de alguien, que ofenden a Dios, destruyen al hombre y lo hacen infeliz. De ahí, por amor a Dios y al hombre pecador, su empeño en llevar a los pobres, por Cristo el Señor, la liberación del pecado y de todas su negativas consecuencias.
Este será uno de los quehaceres que señala a sus Fundaciones: Congregación de la Misión, Hijas de la Caridad, Cofradías de la Caridad.
Establecerá para los Misioneros Paules en el capítulo primero de las Reglas Comunes: «La función de los eclesiásticos es recorrer, a ejemplo de Cristo mismo y de los apóstoles, los pueblos y las aldeas, y repartir en ellos a los humildes el pan de la palabra divina con la predicación y la catequesis; animar a hacer confesiones generales de la vida pasada, y oírlas; arreglar las disputas y de savenencias…» (X, 464-465). Es decir, el Misionero ha de tratar de dejar a los pueblos y aldeas plenamente reconciliados con Dios y entre sí, instaurando una verdadera koinonía cristiana o comunión.
En el primer reglamento de la Caridad de Mujeres de Châtillon-les-Dombes, en noviembre-diciembre de 1917, señalará para las Damas de la Caridad: «Y como la finalidad de este instituto no consiste solamente en asistir a los pobres en lo corporal, sino también en lo espiritual… les harán hacer algunos actos de contrición, que consiste en tener pesar de haber ofendido a Dios por amor a él mismo, pidiéndole perdón y haciendo el firme propósito de no volver a ofenderle nunca; y en el caso de que se agravase su enfermedad, procurarán que se confiesen lo antes posible» (X, 579-580).
En el documento de Erección de la Compañía de las Hijas de la Caridad, firmado por Juan Francisco Pablo de Gondy, arzobispo de París, el 20 de noviembre de 1646, se dice: Las Hijas de la Caridad «pondrán especial cuidado en servir bien a los pobres enfermos, tratándolos con compasión y cordialidad…, induciéndolos a hacer una buena confesión general y, sobre todo, invitándoles a recibir todos los sacramentos» (X, 702).
11. «La masa de perdición»
Para los jansenistas, Jesucristo había muerto sólo por los «elegidos». Los demás eran parte de «la masa de perdición». San Vicente no podía ni oír hablar de ello. ¿Dónde quedaban sus pobres? ¿Dónde quedaba la infinita bondad y misericordia del Padre y de Cristo el Señor? «Le ruego, padre, que acepte lo que le digo: que me parece es de gran importancia que todos los cristianos sepan y crean que Dios es tan bueno que todos los cristianos pueden, con la gracia de Jesucristo, realizar su salvación, que él les da los medios para ello por Jesucristo y que con esto manifiesta y ensalza mucho su infinita bondad» (III, 301-302). Así escribe el 25 de junio de 1648 al P. Juan Dehorgny, atraído por las doctrinas de Jansenio.
12. Dios es misericordia: «la misericordia es el espíritu propio de Dios» (XI, 233-234)
Dios es amor. Cuando ese amor revierte sobre el hombre, ese amor se hace misericordia, porque el hombre es siempre limitado, pobre, necesitado. Pero después del pecado, el amor de Dios se convirtió más propiamente todavía en misericordia, porque el pecado representa la verdadera y más profunda miseria del hombre.
San Vicente, místico de la misericordia de Dios, dirá: «Uno de los mayores honores y la mayor gloria que es usted capaz de darle -a Dios-, es esperar con toda la extensión de su corazón en su bondad, a pesar de esas infidelidades cometidas en el pasado; porque el trono de su misericordia es la grandeza de las faltas que perdonan» (XI, 64).
No sólo eso, sino que la misericordia de Dios es tan poderosa, y tan amplia su voluntad de salvación que «Dios se sirve incluso de los pecados para la justificación de una persona; sí, los pecados entran en el orden de nuestra predestinación, y Dios obtiene de ello que hagamos actos de penitencia, de humildad, sí, de humildad que es la virtud propia de su Hijo, Nuestro Señor Jesucristo» (XI 277).
13. Referencia al Vaticano II
Con suma complacencia y gozo espiritual hubiera leído San Vicente el número 13 de la Constitución «Gaudium et Spes».
«Creado por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del demonio, en el propio exordio de la historia, abusó de su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios. Conocieron a Dios, pero no lo glorificaron como a Dios. Oscurecieron su insensato corazón y prefirieron servir a la criatura, no al Creador. Lo que la Revelación divina nos dice coincide con la experiencia. El hombre, en efecto, cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males, que no pueden tener origen en su santo Creador. Al negarse con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompe el hombre la debida subordinación a su fin último, y también toda su ordenación tanto por lo que toca a su propia persona como a las relaciones con los demás y con el resto de la creación.
Es esto lo que explica la división íntima del hombre. Toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Más todavía, el hombre se nota incapaz de domeñar con eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse como aherrojado entre cadenas. Pero el Señor vino en persona a liberar y vigorizar al hombre, renovándolo interiormente y expulsando al príncipe de este mundo (cf. lo 12, 31), que le retenía en la esclavitud del pecado. El pecado rebaja al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud.
A la luz de esta Revelación, la sublime vocación y miseria profunda que el hombre experimenta hallan simultáneamente su última explicación».
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