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Siempre que se intenta estudiar el pensamiento y la conducta de alguien lejano en el tiempo, es de justicia hacer un esfuerzo para liberarse del presente y centrarse en el tiempo y circunstancias que rodearon al personaje objeto del estudio. Después, en un segundo momento, se puede examinar el resultado del estudio a la luz de lo que actualmente se piensa. Esta actitud es importante cuando se trata de temas que han sufrido grandes y profundas crisis, como es el tema de la obediencia.
En tiempo de san Vicente, se estimaban muchos valores que hoy no se aprecian o se aprecian poco: lo tradicional, lo acostumbrado, el testimonio de los ancianos, la sacralidad de la autoridad, la firmeza de la ley, la inmutabilidad de la jerarquía, la seguridad. Muchos de los valores llamados objetivos han entrado en crisis profunda y los valores subjetivos han adquirido una fuerza especial. En el campo de la obediencia, hoy se prefiere la referencia inmediata con Dios y no a través de sus mediaciones; interesa más la conciencia moral personal que las normas morales; se prefiere la libertad de la persona más que la orientación de las leyes.
En la raíz de los cambios, hay dos valores que afectan hoy enormemente a la obediencia: el valor de la dignidad de la persona y su libertad. Casi instintivamente, se rechaza aquello que parece va a menoscabar la dignidad de la persona o va a limitar su libertad.
La estima de la persona ha puesto de manifiesto los dones de la misma, los carismas que deben desarrollarse y llevarse a cabo para bien de la comunidad. La dignidad de la persona, por su parte, exige que se cuente con ella, que se le ofrezcan cauces de diálogo, de participación y que la autoridad actúe más fraternalmente y más democráticamente.
Por otra parte, la sensibilidad a la libertad ha hecho que los acontecimientos históricos que la lesionaron, se juzguen de una manera exagerada. Los abusos de la autoridad se consideran como necesariamente universales, es decir, que toda autoridad abusa siempre del poder. De ahí, a negar el valor de la autoridad o a mantener una actitud de sospecha ante ella no hay más que un paso.
En un mundo que cambia rápida y profundamente surge el deseo de crear cosas nuevas y, por eso mismo, se rechaza todo lo que de alguna manera es óbice a su realización. Los permisos son vistos como una rémora a la libre actuación de la persona que se siente limitada por la injerencia de los superiores y de las normas.
Otro elemento importante es la cultura secular del hombre de hoy, al menos en el mundo occidental. Dios ha perdido interés, y el desinterés por Dios ha originado la apatía por los valores religiosos y por los que se justifican sólo o principalmente desde la fe.
Existe, pues, nueva escala de valores que afectan en gran medida a la obediencia, tales como la caída de los valores objetivos y la relevancia de los subjetivos; la sensibilidad por la dignidad y la libertad de la persona; la relatividad de la autoridad y de las leyes; la confianza en el hombre y la desconfianza en Dios y en sus mediaciones.
Obviamente, tales hechos también han aportado aspectos positivos en el campo de la obediencia: relaciones más fraternas y menos paternalistas entre superiores y súbditos; mayor corresponsabilidad y colaboración y menos autoritarismo; dar más lugar a los carismas personales que a las decisiones abstractas de las leyes.
Si antes se insistía en los valores de la autoridad, del orden, de la ley, de la seguridad moral, de la uniformidad, ahora se insiste en los valores de la iniciativa personal, de la creatividad, de la responsabilidad, del pluralismo y de la creatividad.
Voluntad de Dios y obediencia
En este trabajo, lo que interesa es saber lo que san Vicente, hijo de su tiempo y rodeado de su propia «circunstancia», pensó sobre la obediencia. No fue un teórico de la obediencia, se limitó a escribir unas cuantas normas sobre ella en los cuerpos normativos de sus comunidades y a practicarla desde su puesto de superior y a hacerla practicar. Como en las otras virtudes, más que novedades doctrinales, san Vicente ofrece experiencias.
San Vicente contempló la obediencia, desde puntos de vista distintos, habló de la obediencia del cristiano, del religioso, de la obediencia eclesiástica y civil, de la obediencia profesional y consagrada, de la obediencia del misionero y de la hija de la caridad. Por otra parte, imitando a otros fundadores, escogió aquellos valores de la obediencia que más cercanos eran al propio carisma. Los monjes buscaron en la obediencia la purificación del orgullo, sometiéndose plenamente a los superiores; los mendicantes buscaron la unidad para fortalecer la comunidad, y las comunidades apostólicas, la eficacia en el apostolado, san Vicente hizo su propia selección teniendo presente el fin de la Congregación de la Misión y el fin de la Compañía de las Hijas de la Caridad. Pero, entiéndase bien, no seleccionó unos valores y prescindió totalmente de los otros, trató de dar sentido propio a valores comunes. Siempre, la obediencia cristiana será purificadora del orgullo, creadora de puntos de convergencia y fecunda en la actividad apostólica.
San Vicente puso como base de toda obediencia la aceptación libre de la voluntad de Dios manifestada de una manera directa o indirecta. Acudió a los teólogos para explicar lo que es la obediencia: «Los teólogos dicen que consiste en la disposición de hacer lo que quieren aquéllos a los que estamos sometidos». Por el contexto, se ve que está tratando de la obediencia a la voluntad de Dios manifestada por los superiores. «Según esta disposición, se camina rectamente hacia donde Dios quiere» ( XI, 691).
En la misma línea, se movió cuando explicó a las hermanas lo que es la obediencia: «es una virtud por la que sometemos nuestro juicio y nuestra voluntad al juicio y voluntad de nuestro superior para aceptar y hacer todo lo que crea conveniente ordenarnos, sin que haya nada que decir». La referencia explícita a la voluntad de Dios la hizo en la conferencia del 14 de julio de 1658, cuando explicó las virtudes propias de la Hija de la Caridad a la luz del texto primero de las Reglas comunes: «la persona obediente nunca quiere más que la voluntad de Dios en todas las cosas y la conformidad en todo con la voluntad de los superiores» Y añadió: «A veces, uno está preocupado por la manera cómo será posible hacer la voluntad de Dios; vosotras no tenéis más que obedecer y haréis la voluntad de Dios» (IX 487).
Sencillamente, pero claramente, san Vicente expuso los dos aspectos esenciales de la obediencia cristiana: poner la voluntad de Dios en el origen de las propias decisiones, porque obedecer es entregar a Dios la propia libertad de decisión y aceptar el valor de las mediaciones por las que Dios manifiesta su querer. Por tanto, no se puede hablar de obediencia si en el fondo no está Dios directamente o indirectamente en una de sus mediaciones. A partir de esta visión de la obediencia, no aparecen los aspectos negativos que algunos han visto en ella, tales como la sumisión resignada, la capitulación de la propia libertad, la renuncia forzada a la iniciativa personal o la instrumentalización de la persona. Al contrario, la obediencia para san Vicente es una manera de relacionarse con Dios y de entrar dentro de los designios de Dios sobre uno mismo.
Las mediaciones de la voluntad de Dios
San Vicente siguió la doctrina, entonces en boga. Dios se comunica de diversas maneras, directa e indirectamente. Dios ha hablado directamente mediante las leyes que ha inscrito en la naturaleza, mediante la revelación, mediante las inspiraciones y mociones interiores del Espíritu Santo e indirectamente por medio de los acontecimientos, los signos de los tiempos, la Iglesia, las leyes positivas, los profetas y los superiores.
Para san Vicente, tenía valor la clasificación escolástica de la voluntad de Dios:
«voluntad significada», es decir, la voluntad de Dios claramente expresada mediante signos moralmente válidos, como son los mandamientos de Dios y de la Iglesia, las reglas y constituciones, los consejos evangélicos y los mandatos ocasionales de los superiores;
y «voluntad de beneplácito», es decir, la voluntad de Dios no claramente significada, pero entrevista en los acontecimientos imprevistos, que están por encima de las fuerzas del hombre, tales como las circunstancias de nuestra muerte, el futuro de nuestra vida, las enfermedades, etc.
La voluntad de beneplácito entra dentro del abandono confiado en las manos de Dios, mientras que la voluntad de signo o significada entra plenamente dentro del campo de la obediencia.
En el capítulo segundo número tercero de las Reglas comunes de los misioneros, san Vicente señaló el modo cómo conocer la voluntad de Dios y cómo comportarse ante ella. El primer criterio se refiere a la voluntad significada: «Cumplir siempre y en todo lo que Dios quiere es un medio infalible para conseguir en poco tiempo la perfección cristiana. Todos intentaremos en la medida de nuestras fuerzas el hacer de eso una norma habitual. Para ello, haremos lo que está mandado y evitaremos lo que está prohibido, siempre que veamos que lo mandado o prohibido viene de Dios, de la iglesia, de nuestros superiores, o de las reglas y constituciones de nuestra Congregación». Los demás criterios se refieren a la voluntad de beneplácito.
Obedecer siempre es difícil, aun cuando sea el mismo Dios el que habla (cf. Jer, 1, 7; Jn, 1, 10). Al mismo Jesús, le costó aceptar la voluntad del Padre en momentos difíciles. El autor de la carta de los Hebreos escribe que Jesús aprendió a obedecer sufriendo y por esta obediencia dolorosa se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen. Más significativo es el pasaje de san Pablo que muestra a Cristo obediente hasta la muerte de cruz (cf. Hb 5, 8; Flp, 2, 9).
Es cierto que carece de valor moral el mero sometimiento de la voluntad a otro hombre por muy cualificado que sea. No hay título suficiente para que un hombre se someta a otro. Hasta puede ser inmoral, si la mediación no responde al querer de Dios y la aceptación obedece a fines y motivaciones moralmente inaceptables. La obediencia sólo tiene valor moral cuando es sometimiento al querer de Dios y a sus legítimas mediaciones.
Puede surgir un problema importante: la objeción moral ante lo que manda el superior. La cuestión no es totalmente nueva: siempre se dijo que no hay obligación de obedecer cuando se manda algo contra la ley de Dios, las leyes de la Iglesia, las reglas y las constituciones o cuando el mandato del superior inferior está en contradicción con el mandato del superior mayor. Pero ¿hay que obedecer cuando, analizando lo mandado o el modo cómo se ha mandado, surge un conflicto de conciencia? Pablo VI ha planteado explícitamente esta cuestión y ha dado criterios que pueden ayudar a resolver el problema. El Papa acepta la posibilidad del conflicto entre lo que manda el superior y la conciencia -«ese santuario del hombre, en el cual está a solas con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de Pero añade el Papa: la conciencia no es por sí sola árbitro del valor moral de las acciones, debe referirse a las normas objetivas y, si es necesario, la conciencia debe reformarse y rectificarse. Fuera de que se mande algo que es pecado o el mandato implicase un daño grave y cierto, lo que manda el superior entra dentro de un campo en el que el bien mejor puede variar según los puntos de vista. No se puede objetar en conciencia porque la acción mandada sea objetivamente menos buena. Deducir esto, sería desconocer, dice Pablo VI, la obscuridad y ambigüedad de no pocas realidades humanas. Además, el rehusar la obediencia lleva consigo un daño grave para el bien común. No se puede admitir fácilmente la objeción de conciencia. Esta situación excepcional comportará alguna vez un auténtico sufrimiento interior, según el ejemplo de Cristo mismo que aprendió mediante el sufrimiento lo que significa la obediencia (Cf. Pablo VI, Evangelica Testificado 28).
San Vicente se planteó esta cuestión, si no en los mismos términos, sí en lo sustancial, pero la zanjó más expeditamente: Al Superior, hay que obedecerlo «en todo aquello que no hay pecado, y le someteremos nuestra manera de pensar y nuestra voluntad como una especie de obediencia ciega. Y todo ello, no sólo para cumplir su voluntad formal, sino incluso su intención. Hemos de pensar que lo que manda es siempre para bien y debemos confiarnos a su voluntad como la lima en manos de un artesano». En las Reglas de las hermanas, san Vicente se adelantó a posibles objeciones: «Actuarán de manera que su obediencia sea puntual, con sumisión de juicio y de voluntad en todo lo que no sea pecado, y sin hacer distinción entre superioras y ofícialas, tanto imperfectas y desagradables como perfectas y agradables, teniendo en cuenta que no se obedece a personas, sino a Dios que manda por boca de ellas.- «Quien a vosotros escucha y obedece, me escucha y obedece a mi, y a quien os desprecia, a mí me desprecia».1
San Vicente no entró en la discusiones sobre la obediencia ciega ni sobre ciertas expresiones, como la de ser lima en manos del artesano u otras semejantes. Empleó dichas frases según el uso corriente entre los autores espirituales, queriendo significar el radicalismo y perfección de la obediencia. La obediencia tiene que ser un acto humano, que salga del corazón, libre y espiritualmente generoso, porque la obediencia es una virtud: «la obediencia como virtud, tiene que tener su principio en Dios, Dios es un Dios de virtudes, y su raíz está en el interior» (XI, 691).
A todos los razonamientos anteriores hay que añadir la dimensión de la fe, porque toda obediencia que no sea en fe tampoco es obediencia cristiana. Sólo, mediante la fe entramos en el misterio de Dios y de sus designios y damos a sus mediaciones la verdadera dimensión. Que a los superiores hay que obedecerlos a la luz de la fe, es una idea muy repetida por san Vicente y recogida hoy en los documentos del Vaticano II y en las constituciones de muchas comunidades, entre ellas, las de las Hijas de la Caridad y la de los misioneros.2
Motivos para obedecer
a) El ejemplo de Jesús: su vida fue un «tejido de obediencia»
El primer motivo es el ejemplo de Jesús que durante su vida no hizo sino obedecer, toda su vida fue un «tejido de obediencia». «Algo grande tiene que haber en esta virtud cuando nuestro Señor la amó desde su nacimiento hasta la muerte, puesto que hizo todas las acciones por obediencia. Obedeció a Dios, su Padre, que quiso que se hiciera hombre; obedeció a su madre y a san José,… y a todos los elevados en dignidad, fueran buenos o malos, de forma que todas las acciones de su vida no fueron más que un tejido de obediencia. Empezó su vida de ese modo… obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz, y por causa de eso, su Padre lo tuvo en mucho, lo ensalzó y lo elevó» (XI, 688).
El análisis del pensamiento de san Vicente nos permite ver que la obediencia de Jesús al Padre es una obediencia filial, que significa dependencia, pero sobre todo, identidad de miras, por decirlo de alguna manera. Es difícil para nosotros llegar a comprender la íntima relación que existe entre el Hijo y el Padre manifestada en esta obediencia. La filiación hace que Jesús esté siempre vuelto hacia el Padre, al querer del Padre, de tal manera que todo lo que dice y hace, viene del Padre, su alimento es hacer la voluntad del Padre, hágase la voluntad del Padre. Todas estas expresiones están tomadas del evangelio de san Juan, el evangelista que puso en boca de Jesús la perfecta identificación de él con el Padre: «En verdad, en verdad os digo que el Hijo no puede por sí hacer nada, sino lo que ve hacer al Padre. Todo lo que el Padre hace, lo hace también el Hijo».3
La dependencia filial, que es de amor y de gozo, Jesús manifestó varias veces la alegría que sentía cuando la voluntad del Padre era conocida y estimada (cf. Jn. II, 41; 12, 27; 17, 4; Mt II, 25), es también obediencia dolorosa, aceptada para llevar a cabo el designio de redención del Padre mediante el anonadamiento del Hijo. Siguiendo a san Pablo, san Vicente insistió en la obediencia hasta la muerte y muerte de cruz. A las hermanas, les dijo que Jesucristo prefirió la obediencia a la propia vida. Comparó el viejo Adan, que representa el espíritu del hombre viejo, con el nuevo Adán, Jesucristo, que representa el hombre nuevo: «El primero quiso hacer su propia voluntad e independizarse de Dios… y al obrar de ese modo, nos perdió a todos. El nuevo Adán, Jesucristo, vino del cielo a la tierra para hacerse obediente. Ved la diferencia que hay entre los dos. El nuevo busca hacer la voluntad del Padre y el viejo la suya propia; el nuevo se somete a todos, hasta a sus inferiores y el viejo no quiere someterse al Creador: en fin, el nuevo no intenta más que quebrantar su voluntad, como nos lo enseñó en el huerto de los olivos, mientras que el Adán viejo sólo ansió hacer su propio gusto» (IX, 713-714). La conclusión es que por la obediencia, la Hija de la Caridad se identifica con Cristo, el nuevo Adán, porque el que obedece tiene el espíritu de nuestro Señor: «¿Queréis saber si una hermana de la caridad tiene el espíritu del nuevo Adán? ved si es obediente» (IX, 714).
b) Por la obediencia se honra la obediencia de Jesús
En las Reglas comunes de los misioneros, hay una visión más cercana de Jesús. La obediencia de los misioneros tiene corno fin «honrar la obediencia de Jesús que nos enseñó de palabra y de obra, al someterse voluntariamente a la bienaventurada Virgen, a san José y a otras personas de autoridad, buenas y malas…» Esta cercanía a Jesús obediente tiene gran importancia en el pensamiento de san Vicente porque pone como punto de referencia al Jesús encarnado, al Hijo de Dios y de María, al Jesús que siendo Dios, se hizo hombre en todo, menos en el pecado, y aceptó las mediaciones del Padre hasta ser víctima de ellas muriendo crucificado.
A san Vicente, corno superior, le interesaba que los misioneros y las hermanas aceptasen las mediaciones. Por su realismo y sentido práctico, pone en las Reglas de los misioneros y de las hermanas como punto central, la aceptación de las mediaciones. Al proponer el ejemplo de Jesús, obediente a todas las personas, buenas o malas, constituidas en autoridad, tiene la intención clara de mover a los misioneros a que «obedezcan fielmente a todos los que tienen autoridad, viendo al Señor en ellos y a ellos en el Señor». Señala en las mismas Reglas las mediaciones principales: Romano Pontífice, Obispos, Superior General, Visitadores y Directores, Superiora, Asistenta, Oficiales, Hermana Sirviente.4
c) Por la obediencia, se crea la comunidad
A las motivaciones principales: seguir el ejemplo de Cristo y reproducir la obediencia de Cristo, hay que añadir otras motivaciones, las que se pueden considerar como las motivaciones funcionales. San Vicente se dirigió a hombres y mujeres que vivían en comunidad, empeñados en conservar la comunidad y en llevar adelante las obras apostólicas confiadas a la comunidad.
Para san Vicente, no hay comunidad si no hay obediencia, porque sin obediencia no hay unión, sin unión no hay orden y sin orden no hay eficacia apostólica. «Si en la compañía, no hay obediencia será una torre de Babel, un desorden continuo» (XI, 690). De una manera gráfica, se lo explicó a las hermanas: «Imaginaos lo que sería un cuerpo si los brazos y los pies, que son los principales miembros para la acción, no quisieran estar unidos a él. No habría nada tan ridículo, dejarían al cuerpo mutilado y ellos mismos empezarían a pudrirse, porque separados del cuerpo sólo servirían para ser enterrados. Lo mismo pasaría con la comunidad en donde no se observase la obediencia». Les puso también el ejemplo del soldado que, aunque le cueste la vida, entrará por la brecha que le han mandado, porque si la desobediencia se introduce en el ejército, adiós todo el orden de la guerra, todo se vendría abajo (IX, 484).
d) Por la obediencia, se conserva y se acrecienta el vigor de la comunidad
La conservación y vitalidad de la Compañía depende de la obediencia. La obediencia ayuda a que las personas perseveren, las introduce dentro del proyecto común, las hace disponibles para ir a donde se las mande y las capacita para trabajar juntas. Solamente así, la comunidad se mantiene viva, vigorosa, capaz de alcanzar las metas que se ha propuesto y de realizar las obras que le han sido confiadas.
Surge la cuestión de si la obediencia capacita a las personas o más bien las limita. No creo que se pueda dar una respuesta absoluta. Puede suceder que en una comunidad decadente, sin proyecto de futuro, las personas se vean limitadas y se empobrezcan paulatinamente; puede suceder que personas muy cualificadas estén dentro de una comunidad en la que no deberían estar a causa de una elección no bien hecha, pero si la comunidad es viva, con proyectos atrayentes y se está en ella con verdadera vocación, lo más seguro es que la persona se potencie, se capacite más, se enriquezca y logre realizar lo que por sí sola nunca alcanzaría.
San Vicente tuvo la habilidad de saber aprovechar los talentos de los padres y de los hermanos. Es un principio general que los superiores, y la misma comunidad, tienen obligación de aprovechar y desarrollar las capacidades e iniciativas de sus miembros para el bien común, mientras dichas iniciativas estén en conformidad con el fin, proyecto y espíritu de la comunidad. Este criterio es hoy norma en las comunidades vicencianas,5 fieles al deseo de la Iglesia y del mismo san Vicente: «Mientras la Compañía tenga la virtud de la obediencia, permanecerá en pie, pero cuando le falte, vendrá la decadencia. Pues lo mismo que la Iglesia, que no subsiste más que por la obediencia de los obispos al Papa, de los párrocos a los obispos y así en lo demás, del mismo modo todas las comunidades, especialmente la vuestra, necesitan para perseverar esa obediencia de los inferiores a los superiores» (IX, 712).
e) Por la obediencia, se logra la unión de los corazones
El valor de las instituciones está en que crean puntos de coincidencia entre los diversos miembros que forman la comunidad y señalan los puntos claves para todos. Entre las instituciones, está, juntamente con la de las reglas, el oficio del superior que, sin duda, es para san Vicente la institución que más debe influir en la creación de la unidad.
Pero interesa el razonamiento que hizo san Vicente. Se fijó en la Santísima Trinidad, en las relaciones de las tres divinas personas. Si hay unidad en la Santísima Trinidad es porque el Hijo aceptó, se abajó y respetó la jerarquía existente, a fin de que el Padre mantuviera todo el poder. La conclusión es que «en una comunidad no habrá unión si los súbditos no obedecen. Dios quiere unir esos dos extremos: ha ordenado a los superiores que desciendan todo lo que puedan hacia sus inferiores y que todos sean dóciles para mantener la unidad (IX, 956).
f) Por la obediencia, se alcanzan otros muchos bienes
Dada la espiritualidad entonces vigente, no podía faltar, como motivo para practicar la obediencia, la estima de los valores que la obediencia produce:
- la obediencia da seguridad moral, pues si los superiores se pueden engañar, nunca se engaña el que obedece;
- la obediencia da valor a los actos indiferentes y aumenta el valor de los que ya son buenos, «es como un bajorrelieve que hace más brillantes a las obras que ya son buenas» y añade piedras preciosas a las ya existentes; es «la divina virtud que diviniza los espíritus». Las hermanas obedientes; «serán más esplendorosas que el sol de los soles», y la Compañía «será un retablo de santos» (IX, 957)
- La obediencia puede sustituir obras muy buenas. A santa Luisa, le dijo san Vicente que obedecer era mejor que oír una misa (I, 144; IV, 179).
A quien se debe obedecer
La lectura de las Reglas y de los demás escritos de san Vicente permite hacer una lista larga de «superiores» a quienes las hermanas y los misioneros deben obedecer: Papa, Concilios, Obispos y párrocos, superiores: general y locales, director, confesor, autoridades civiles, damas de la caridad, médicos, administradores, bienhechores y, como si fueran pocos los superiores señalados, también se debe obedecer a los iguales e inferiores y a la campana como a la voz de Dios.6
La mención de cada superior tiene un contexto especial, pero siempre hay una razón para obedecerlo. San Vicente concibió la obediencia, más que como una virtud concreta, en un sentido amplio y práctico, como un espíritu que anima toda la persona que se ha dado plenamente a Dios. No se planteó el problema de la diferencia que existe entre superiores internos y externos, ni a quienes se debe obediencia en sentido estricto y a quienes en un sentido amplio. Tampoco san Vicente estableció la diferencia que hay entre obediencia, respeto y sumisión, como la hacen las Constituciones y Estatutos actuales de las Hijas de la Caridad (C 2, 8; E 3).
La distinción entre la obedienca-virtud y obediencia-voto era muy clara en tiempos de san Vicente, sin embargo, ordinariamente él no la puso de relieve, aludió a ella alguna que otra vez. Siguió el criterio de san Benito para quien todos se deben obedecer mutuamente (Regles des moines, Seuil, Paris, 1982, c. 71, p. 137). La obediencia benedictina no se reduce a la obediencia oficial, a la obediencia mínima, sino que se extiende a toda clase de superioridad, como puede ser la edad, la experiencia, y la misma amistad. En realidad, en la vida comunitaria lo que debe funcionar es la virtud de la obediencia, más que el voto de obediencia, sobre todo, si se acepta la distinción entre ambos como sucedía en los cuerpos normativos anteriores al Vaticano ll.7
Podemos decir que para san Vicente hay cuatro criterios que justifican la larga lista de superiores:
- El sentido amplio de la obediencia como entrega de lo que uno es al servicio de la voluntad de Dios. La verdadera y perfecta obediencia va más allá de lo estrictamente mandado, hay que obedecer a la intención del superior y «porque los verdaderos obedientes no se contentan con seguir lo que les ordenan, sino que van más allá, haciendo lo que creen que es su intención» (IX, 860).
- El servicio eficaz a los pobres, que debe ser pronto, en armonía con todos los colaboradores y respetuoso de los derechos de cada uno: damas, párrocos, médicos y administradores.
- La seguridad que, principalmente, las hermanas debían tener en todo lo que hacían. El medio mejor para lograr la seguridad era obedecer, no sólo a los superiores, sino a los confesores, directores y misioneros que estaban encargados de ayudarles espiritualmente.
- El respeto a los demás. La obediencia era otro medio para guardar el orden, el respeto a los demás, y librar a la comunidad de ciertos riesgos. Por eso, las Reglas prohiben invadir lo privado (excepto la correspondencia), interferirse o entrometerse en los oficios de los otros, entrar en los lugares reservados y manda respetar la jerarquía y ser puntuales a los actos comunitarios porque la voz de la campana es la voz de Cristo (RC. CM c. V).
Cómo hay que obedecer: dar gusto a Dios
La obediencia tiene que ser lo más perfecta posible porque debe reproducir la obediencia de Cristo, que fue perfecta, hasta la muerte y muerte de cruz, y porque lo que se pretende con ella es agradar a Dios, dar gusto a Dios.
La obediencia tiene que ser voluntaria, libre y no por miedo, pronta porque hacer las cosas con retraso disminuye el mérito, humilde y constante.
Tanto a los misioneros como a las hermanas, les pidió san Vicente que obedecieran sometiendo el juicio, ciegamente. La obediencia ciega ha sido considerada por muchos autores espirituales como la práctica perfecta de la obediencia. Otros, en cambio, han visto en ella cierta irracionalidad.
Referente a la obediencia ciega, lo primero que hay que decir es que los superiores nunca mandan creer proposiciones especulativas. Los superiores dan preceptos para que se cumplan. En segundo lugar, que la cuestión de la obediencia ciega hay que plantearla a la luz de la fe. No hay peor disolvente de la obediencia cristiana que medirla por los cánones de la eficacia de las empresas humanas o desde la mera razón. El súbdito que obedece iluminado por la fe, supuesta la legitimidad del mandato, sabe que acepta el designio de Dios, aunque vea claramente que para lograr los fines del orden de la eficacia externa no sea el medio más adecuado (A, COLORADO, Los consejos evangélicos a la luz de la teología actual, Sígueme, Salamanca, p. 306).
San Vicente aceptó la doctrina común y sin más se la expuso a los misioneros y a las hermanas. A éstas, les hizo esta pegunta: «Qué es lo que se quiere decir con sumisión de juicio? Es hacer lo que se os ha mandado con convicción de que eso será lo mejor, aunque os parezca que lo que se os manda no está tan bien como lo que vosotras pensáis, y que eso será lo mejor porque la santa obediencia es agradable a Dios. Muchas voces, se nos oculta lo que es mejor, como sucede con los rayos del sol cuando se pone por medio alguna nube. No es que el rayo no exista, sino que desaparece por algún tiempo. De esta forma, sucede que el conocimiento de lo mejor nos queda oculto por la preocupación de alguna pasión, lo que nos da a conocer que la mayor seguridad está en seguir la obediencia» (IX, 83, 719, 957, 960).
San Vicente, llevado un poco de su entusiasmo oratorio, fue muy exigente cuando dijo: «Y si hubiera una pobre hermana tan desprovista de juicio que quisiera ver si la superiora tiene razón en ordenar tal cosa, hijas mías, sería una gran locu ra imaginarse que uno puede ordenar mejor que aquellos que han sido llamados por Dios para ello, sobre todo en la Compañía de las Hijas de la Caridad, que tiene que ser una Compañía de obediencia y humildad» (IX, 971).
En resumen, San Vicente aceptó «a ciegas» la doctrina de la obediencia ciega y la expuso con cierto entusiasmo para convencer a sus oyentes, hermanas y misioneros. Por sus propias convicciones, no podría poner en duda una doctrina que llevaba a una práctica profunda de la obediencia a la luz de la fe, siguiendo a Cristo obediente hasta lo absurdo, humanamente hablando. «Hemos de pensar que lo que nos manda el superior es siempre para bien y debemos conformarnos a su voluntad, como lima en manos del artesano» (RC CM, V, 2).
Los permisos: control y discernimiento
La lectura de las Reglas comunes de los misioneros y de las hermanas dejan la impresión de que, salvada la legitimidad del acto, con permiso se puede todo y sin permiso no se puede nada. Es claro que uno de los ejes de la comunidad vicenciana es la relación superior-súbdito. En el capítulo V de las Reglas comunes de la Congregación de la misión, de los 16 artículos que la componen, en 15 aparece el superior.8
Interesa saber la razón de esta dependencia del Superior en la vida ordinaria de la comunidad vicenciana. En la conferencia del 25 de julio de 1653, el tema que san Vicente expuso fue el de la práctica de los permisos. Como otras veces, dejó hablar a las hermanas y él completó lo que las buenas hermanas dijeron.
Esta conferencia es una de las que merecen la calificación de domésticas, es decir, en ella se trataron temas para andar por casa. Las hermanas, como es normal, se refirieron a la obediencia y cayeron en la casuística de los permisos. Quizás, por ser un tema doméstico, muy concreto y muy al alcance de las hermanas, el mismo san Vicente dijo exagerando un poco que si alguna vez habían tenido una conferencia importante había sido ésta.
En el trasfondo de la conferencia revolotea la idea de control, pero no un control policíaco, sino un control de orden, de seguridad, de cuidado, como un medio que el superior debe tener para cumplir bien su misión. Sin embargo, el control no es la única idea que está en la base de los permisos. Están también otras: la seguridad de que se actúa bien, la tranquilidad de conciencia, el dar más mérito a lo que se hace, la edificación del prójimo y el orden en la vida comunitaria.9
Se encuentra también la idea del discernimiento. Ciertamente, san Vicente no se planteó explícitamente el tema de los permisos como medio del discernimiento, tal como hoy se plantea, pero tampoco tal idea le fue totalmente ajena y extraña. La concesión del permiso debe hacerse según las Reglas, y la actitud del que lo pide debe ser de indiferencia total: «para que la Congregación progrese con más facilidad en esta virtud (obediencia) nos esforzaremos por que siempre esté viva en nosotros la saludable práctica de no pedir ni rehusar nada. Sin embargo, cuando alguien advierta que algo le es perjudicial o necesario, deliberará en presencia del Señor, si debe o no exponerlo al Superior. Procurará tener una actitud de indiferencia en cuanto a la respuesta que se le pueda dar y con esa disposición expondrá el problema al superior, en la seguridad de que la voluntad de Dios se le manifiesta a través de la voluntad del superior. Una vez conocida ésta, quedará tranquilo» (RC CM, V, 4).
«Se reunirán cada semana»
¿Fue extraño el diálogo a la obediencia vicenciana? Cuando el gobierno es evangélico, el respeto a la persona se manifiesta de muchas maneras. Se ha afirmado que las semillas de la democracia actual se encuentran en las reglas monacales y en las constituciones de los mendicantes. Aquellas semillas se desarrollaron posteriormente, cuando otras ideas sobre el hombre y la sociedad abonaron el campo. Algo parecido se puede decir del diálogo como medio para mandar bien y obedecer bien. El diálogo, como institución desarrollada tal como hoy la exponen las Constituciones, no existió en tiempos de san Vicente. Sin embargo, su modo de gobernar, el que se manifiesta en su correspondencia, da espacio y tiempo al interlocutor para mantener un diálogo familiar con el superior.
En las Reglas comunes de los misioneros, hay una institución que se puede considerar como una semilla de las actuales formas de diálogo. En el número 5 del capítulo V de las reglas comunes a los misioneros, san Vicente estableció: «Todos se reunirán cada semana, en el día, hora y lugar señalados, para oír al superior lo que éste tenga que decir sobre el orden de la casa. Si tuvieran algo que sugerirle, hágase en ese momento». Que tal semilla no se haya desarrollado es otra cuestión que no interesa ahora.
Ei diálogo, tal como se concibe hoy, es mucho más amplio de contenido, más profundo en el modo y más exigente en la técnica. El artículo 98 de las Constituciones de la Congregación, lo propone y al mismo tiempo avisa de que el diálogo no puede anular el poder de decidir de los superiores (Vaticano II, Perfectae Caritatis 14: Pablo VI, Evangelice Testificatio 25).
Medios para obedecer bien
Se pueden enumerar varios medios para ser fieles a la obediencia prometida en la Congregación. Me limito a señalar dos actitudes que están en la base de todos los demás medios: La sincera y comprometida entrega al Señor y la sincera y comprometida entrega a la comunidad. Estas dos actitudes ponen al misionero y a la hermana en la posición correcta: se sitúan en el ámbito de la fe y se colocan en el espacio libremente escogido para donar la propia existencia. Los votos, en general y, por tanto, el de la obediencia, no sólo significan entrega a Dios en la Iglesia, indican también el estilo de vida que se escoge en el presente cara al futuro incierto.
Lo dicho anteriormente no es otra cosa que la cuestión que hoy se plantea con el nombre de integración o pertenencia. Los autores espirituales antiguos lo expresaban con otro lenguaje y se preguntaban ¿a qué has venido? San Vicente recuerda a las hermanas las preguntas de san Bernardo (IX, 713).
La importancia de esas dos actitudes estriba en que desde ellas se pueden plantear bien todos los problemas que pueden surgir en el campo de la obediencia. Plantear bien la cuestión es el primer paso en todo planteamiento, sobre todo, cuando entran en juego las opiniones de las personas en torno a intereses comunes. Para comprender bien la obediencia y sus exigencias, es absolutamente necesario plantearlas desde la fe, desde la consagración de la persona al Cristo obediente y desde un amor sincero y sin fisuras a la comunidad.
No se trata de crear personas débiles y conformistas, al contrario, se trata de crear personas responsables, críticas, dispuestas a colaborar al bien común, por encima de las visiones parciales y egoístas de las cuestiones, pero desde criterios correctos.
San Vicente aludió a este aspecto de la pertenencia cuando dijo a las hermanas que deben obediencia desde el momento en que entraron en la Compañía, porque de lo contrario, nunca hubieran sido admitidas (IX, 85) y cuando introdujo los votos en la Congregación para afianzar las voluntades en el compromiso contraído de darse a Dios en la Misión para toda la vida (X, 346, 436).
La doctrina y práctica de la obediencia según san Vicente y la sensibilidad actual
La sensibilidad o cultura actual impulsan a poner el acento sobre algunos valores que no coinciden exactamente con la sensibilidad y la cultura que vivieron san Vicente y sus primeros seguidores, misioneros y hermanas. Hoy, nos planteamos cuestiones como el origen de la autoridad en las comunidades religiosas que, al menos, ponen un interrogante al valor tradicional de la obediencia religiosa como expresión indiscutible de la voluntad de Dios.
La sensibilidad actual tiene miedo a aceptar que la obediencia sea ciega, obedecer como un cadáver, lima en manos del artesano, cayado en manos del anciano, porque la experiencia histórica de este tipo de obediencia ha sido desastrosa. Igualmente, por los fallos objetivos y subjetivos detectados con evidencia en la autoridad, hay cierta resistencia a aceptar sin crítica lo que los superiores disponen como lo mejor.
El sentido de comunidad, como realidad teológica, como comunidad de fe, de oración, eclesial, de apostolado, como algo de todos, ha inspirado la creación de nuevas estructuras de gobierno, ordinariamente más participativas, más democráticas, más comunicativas de experiencias. Estos nuevos valores exigen nuevas matizaciones en el modo de gobernar y en el modo de obedecer.10
La experiencia enseña que muchos superiores no fueron los mejores miembros de la comunidad, ni los que más la amaron y más dieron por ella. Poner en las manos de los superiores, sin más, el presente y futuro de las personas y de las instituciones de la comunidad es arriesgado y por tanto, obliga a ser muy cautos cuando se trata de obedecer.
La visión de la comunidad, constituida por personas maduras, empeñadas ante todo en servir a Dios, exige que el superior no sea un profesional de las obras, sino un guía espiritual de la comunidad: hombre espiritual capaz de dirigir hombres espirituales.
Estas y otras cuestiones están abordadas en los documentos actuales del magisterio de la Iglesia, en las constituciones y estatutos, y en los autores espirituales. Sin embargo, tales aspectos, interesantes, necesarios para obedecer bien hoy, sin perjuicio de las personas y de las instituciones ¿anulan la doctrina que san Vicente enseñó sobre la obediencia? En general, hay que decir que no. Sin embargo, creo que es necesario hacer una lectura de la doctrina vicenciana sobre la obediencia desde nuestra sensibilidad, sin temor a limar lo que sea necesario y a poner de relieve lo que convenga, a dejar a un lado lo que no sirve o sirve menos y realzar lo que resulte mejor. No me parece muy difícil hacer una síntesis armónica con los elementos dados por san Vicente y lo que los cuerpos normativos de las comunidades vicencianas ofrecen hoy.
Bibliografía
Constituciones y Estatutos de la Congregación de la Misión, CEME, Salamanca, 1985.- Constituciones y Estatutos de las Hijas de la Can.- dad, Madrid, 1983.- F. CONTASSOT, Saint Vincent de Paul, guide des supérieurs, Mission et Charité, Paris, 1964.- Explanatio votorum quae emittuntur in Congregatione Missionis, ordine disposita, Parisiis, 1911.- H. DE GRAFF, De votis quae emittuntur in Congregatione MisSiOniS, Nijmegen, 1955. H. HERNANDO ESCOBAR, Los votos que se emiten en la Compañía de las Hijas de la Caridad, Bogotá, 1962.- J. JAMET, Los santos votos hoy, Pablo López, Madrid, s/d. .- S. GUILLEMIN, Circulares sobre los santos votos, Madrid, Pablo López, s/d, tomos I, II.- Instrucción sobre los votos de las Hijas de la Caridad, Madrid, 1990.- M. PÉREz FLORES, Las reglas comunes de las Hijas de la Caridad siervas de los pobres enfermos, CE-ME, Salamanca, 1989.- J. CORERA, Diez estudios vicencianos: La comunidad en las reglas comunes, CEME, Salamanca, 1983, p. 89.- R. MALONEY, The four vincentians Vows: Yesterday and toda y, Vincentiana (1990) 230.- ID. El camino de Vicente de Paul, CEME, Salamanca 1993.
- Constituciones y Estatutos de la C.M., CEME, 1985, Reglas comunes, c. V, 2; Pérez Flores, M., Reglas comunes de las Hijas de la Caridad siervas de los pobres enfermos, CEME, Salamanca, 1989, c. IV, 2, p. . 104. El texto citado lo he tomado de las Reglas que explicó san Vicente.
- Constituciones y Estatutos de la C.M., o. c., art. 37, § 1; Entregadas a Dios para el servicio de los pobres. Constituciones y estatutos de las Hijas de la Caridad, C 2, 8.
- Cf. Jn 5, 19; 5., 30; 6, 38. Cf. DODIN, A., San Vicente de Paúl, pervivencia de un fundador: la inspiración evangélica de la doctrina vicenciana, Salamanca, 1972, p. 37.
- Cf. Constituciones y Estatutos de la C.M., Reglas comunes, o. c., c. V, 1. Pérez Flores, M. Reglas comunes de las Hijas de la Caridad, o. c. p. 104-105.
- Constituciones y Estatutos de la CM., o. c. art. 22; Entregadas a Dios para el servicio de los pobres. Constituciones y estatutos de las Hijas de la Caridad, C 2, 19; 2, 20; 2, 21.
- Constituciones y Estatutos de la C.M., Reglas comunes, o. e., c. V, 1, 2, 3; Pérez Flores, M., Reglas comunes de las Hijas de la Caridad…, o. c., c. IV, 1, 3, 4. p. 105- 106.
- En las constituciones actuales de la Congregación de la Misión (art. 38) y de las Hijas de la Caridad (C 2, 8), se hace de nuevo la distinción entre voto y virtud, pero la explicación hay que hacerla de tal manera que el voto tenga la misma extensión que la virtud, al menos, como criterio general.
- Corera, J., Diez estudios vicencianos: la comunidad en las reglas comunes, CEME, Salamanca, 1983, p. 92. El P. Corera da otras cifras: de los 142 artículos de las reglas la figura del superior aparece en 63, es decir, un 44% del número total de artículos.
- La lectura atenta de cada uno de los artículos de las Reglas comunes en donde se exige el permiso, descubre que hay una razón personal o comunitaria que lo apoya y que va más allá del mero control.
- Las Constituciones y Estatutos de la Congregación de la Misión y de la Compañía de las Hijas de la Caridad han introducido nuevos principios de gobierno y han creado nuevas estructuras de gobierno, vg. : el proyecto comunitario. Se ha dado mayor amplitud a la representatividad en las asambleas y mayor influjo a los consejos en todos los niveles. Se han establecido limitaciones a la autoridad de los superiores mayores y se han creado nuevos cauces para una mayor participación, colaboración y corresponsabilidad de todos los miembros de la comunidad, cf. Constituciones y Estatutos de la C.M., o. c., Parte Entregadas a Dios para el servicio de los pobres. Constituciones y estatutos de la Compañía de las Hilas de la Caridad, III Parte, Vida de la Compañía, Gobierno.